El Moskenesoy, un moderno ballenero noruego de alto bordo y tres hermosos mástiles, recaló una tarde en busca de galápagos con que surtir su despensa pala una larga travesía. Había iniciado su viaje dos años atrás, y aún navegaría otro más antes de emprender regreso a Bergen, con las bodegas atestadas de un aceite que haría aún más ricos a sus armadores y a su borracho capitán.

La reconocida afición al ron de dicho capitán, había dado como fruto en aquellos dos años el relajamiento total de la disciplina a bordo, hasta el punto de que, cuando a los tres días de la partida de la isla de Hood, alguien advirtió por primera vez la ausencia de Knut, un gaviero algo retrasado mental, la conclusión lógica fue que, probablemente, había caído de noche al mar, con lo que se dio por zanjado el asunto.

El capitán pasó a su cuenta el salario que debería haber abonado al perdido gaviero en la siguiente escala, y nadie dedicó jamás un simple recuerdo al pobre tonto.

Este, por su parte, ni siquiera hubiera sido capaz de explicar en noruego — el único idioma que hablaba — qué era lo que en realidad le había sucedido, porque acababa de voltear trabajosamente una pesada tortuga terrestre, y se disponía a ir en busca de sus compañeros para que le ayudaran a cargarla, cuando sintió un fuerte golpe en la cabeza, todo se oscureció a su alrededor y cuando recobró el conocimiento fue para encontrarse encadenado junto a un mestizo que se hallaba en sus mismas condiciones frente al ser más horrendo y sobrecogedor que hubiese visto ni aun en sus peores pesadillas.

Todo intento de comunicación resultó desde un principio inútil, pero la rapidez con que el «monstruo» se enfurecía, y el terror sin límites que el mestizo demostraba, hicieron comprender, incluso a su débil mente acostumbrada desde siempre a recibir órdenes, que no era desde luego aquel ni el lugar ni el momento de comenzar a cambiar de actitud, y aceptó sumiso cuantos esfuerzos le exigieron.

A partir de entonces, y en una especie de acuerdo tácito que no necesitaba mayor explicación, Sebastián Mendoza se convirtió en su capataz y maestro, y el noruego Knut se acostumbró a seguirle como un perro fiel, haciendo cuanto el otro le indicaba, y repitiendo, como un loro sin gracia, todas sus palabras.

Miraba a su alrededor, de reojo, cuando el otro lo hacía buscando a Oberlus, se sentaba a comer cuando Sebastián comía, y a la caída de la noche se dejaba caer, como el chileno, dondequiera que se encontrase, permaneciendo inmóvil y en silencio, atemorizado, hasta que el sueño le vencía durante las doce horas que duraba la oscuridad en aquellas latitudes ecuatoriales.

Con el paso del tiempo, Mendoza y él se hicieron cómplices, aunque dicha complicidad se limitaba a compartir sus miedos y sus penalidades, incapaces de concebir un plan que les permitiese sacudir el yugo de la esclavitud.

Mientras tanto, laIguana les vigilaba. No sabían cuándo, ni de qué modo, pero aunque en ocasiones transcurrieran dos o tres días sin distinguirle por parte alguna, como si en realidad se lo hubiera tragado la tierra, el súbito grito de un pájaro, el rumor de unas ramas al moverse, o la presencia de una huella fresca en el sendero, les recordaba que seguía allí, siempre en derredor.

A Oberlus le gustaba ese juego, y le gustaba retirarse luego a su refugio, en la cueva del acantilado, que había ido acondicionando hasta convertir en un lugar sumamente agradable, lo más parecido a un «hogar» que había tenido nunca, sabiendo que allí fuera, dos hombres trabajaban para él y vivían en una constante tensión, vencidos por el miedo.

Se sentía poderoso. Por primera vez alguien era aún menos que él, y ésa era una sensación nueva y maravillosa, porque nunca había tenido ocasión de ordenar a nadie que hiciera nada, y ahora lo hacía, y además le obedecían.

Y era algo grande en verdad deslizarse por los vericuetos de la isla, que tan bien conocía, y acechar oculto los movimientos de sus «esclavos», captar la magnitud de su miedo, y avivarlo con pequeños detalles que les desasosegaban, manteniéndolos en un constante estado de ansiedad. En esos momentos se sentía como un dios que todo lo viera sin que los demás pudieran saber nunca, exactamente, dónde se encontraba y qué era lo que hacía.

Lo que ahora experimentaba, era lo que debía de sentir el capitán del Old Lady II cuando, tras las celosías de la ventana de su camarote, en el castillo de popa, observaba las idas y venidas de la tripulación, sin que ni siquiera el segundo de a bordo pudiera adivinar nunca si los estaba acechando o roncaba a pierna suelta en su litera.

Luego, en la noche, cuando impartía sus órdenes, el ladino capitán establecía castigos y recompensas, y de ese modo obtenía de sus hombres mayor rendimiento que cualquiera de sus colegas, porque esa vigilancia invisible llegaba a convertirse en una obsesión para la marinería, que jamás se atrevía a remolonear a la hora del trabajo.

Ahora él, Oberlus, era el capitán, el armador, y el dueño absoluto de aquella isla que un día, cuando su ejército de esclavos hubiese aumentado en número suficiente, declararía independiente, pues no comprendía por qué tenía que aceptar la autoridad del rey de España, cuando, probablemente, dicho rey — quienquiera que fuese — ni siquiera tenía noción de la existencia de aquel perdido islote.

Pero eso aún estaba muy lejos y lo sabía. Necesitaba hombres y armas, así como una gran astucia, para convertir aquel desolado peñasco cagado por las aves, en un refugio inexpugnable; un bastión como lo fuera en su día la isla de La Tortuga, que supo rechazar las flotas más poderosas.

Luego, contemplaba sus armas: un viejo arpón de ballenero y dos mohosos cuchillos, y comprendía que estaba soñando con los ojos abiertos. El camino era muy largo, y el haber capturado dos tristes rehenes no significaba que su suerte hubiera cambiado para siempre.

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