XVII — La isla

Si te dijera, lector que naciste en Urth y has inspirado allí cada gota de tu aliento, que el aparato se posó como una gran ave acuática, imaginarías un chapoteo cómico. Y sin embargo no fue así; porque en Yesod, según vi por los costados unos momentos después del descenso, las aves acuáticas han aprendido a dejarse caer en las olas con tal gracia y levedad que se diría que el agua sólo es para ellas un aire más fresco, como para esos pájaros pequeños que vemos junto a las cascadas, que saltan al torrente a buscar peces y están allí tan a sus anchas como otros pájaros en los arbustos.

Lo mismo nosotros: nos posamos en el mar y en ese momento plegamos las inmensas alas, meciéndonos suavemente mientras parecía que todavía volábamos. Algunos marineros hablaban entre ellos; y acaso Gunnie o Purn me habrían hablado si les hubiese dado alguna oportunidad. No se las di, porque deseaba absorber todas las maravillas de alrededor, y porque me era imposible hablar sin sentir la urgencia de decirles a quienes tenían prisionero a otro, que era yo aquel a quien buscaban.

Así que miré hacia afuera (según creí) por los costados del aparato, y saboreé el viento, ese glorioso viento de Yesod que transporta la pureza nueva de un mar que no conoce la sal, y el perfume de los gloriosos jardines, y con ellos la vida, y descubrí que los costados, que hasta entonces habían sido invisibles, ahora eran impalpables, de modo que nos movíamos como sobre una balsa angosta, con las alas encima por dosel. Y vi mucho.

Como cabía esperar, una de las tripulantes tiró a una compañera al agua; pero mucho más hacia popa otros la subieron a bordo; y aunque ella se quejara del frío a voz en cuello, agachándome a meter las manos en el agua descubrí que no estaba tan helada como para hacerle daño.

Luego las ahuequé, las llené todo lo posible y bebí del agua de Yesod; y aunque estaba muy fría, me alegró que me chorreara por el pecho. Porque recordé un viejo cuento del libro marrón que una vez había transportado en memoria de Thecla. Hablaba de cierto hombre que en lo alto de la noche cruzó una tierra baldía y vio a otros hombres y mujeres bailando y se les unió; y cuando terminó la danza fue con ellos a lavarse la cara en una fuente nunca vista de día, y bebió de esa agua.

Y un año más tarde de aquel día la mujer del hombre, aconsejada por cierto sabio artefacto, fue al mismo lugar y oyó una música salvaje y la voz de su marido, que cantaba solo, y un ruido de muchos pies bailando; pero no vio a nadie. Y cuando lo interrogó sobre esas cosas, el artefacto le dijo que el marido había bebido de las aguas de otro mundo y se había bañado en ellas, y que no regresaría nunca.

Y no regresó.


Cuando el tropel enfiló la calle blanca que llevaba del muelle al edificio de la colina, me aparté de los marineros atreviéndome a acercarme más que cualquiera a los tres que llevaban al prisionero. Sin embargo no me atreví a confesar quién era, aunque empecé a decirlo al menos cien veces sin llegar a emitir ningún sonido. Finalmente hablé, pero sólo para preguntar si el juicio se llevaría a cabo ese día o el próximo.

La mujer que nos había hablado volvió la cabeza, sonriente.


—¿Tantas ganas tienes de ver sangre? —preguntó—. No la verás. Como hoy el hierogramato Tzadkiel no ocupa el Sillón de justicia, sólo tendremos el examen preliminar, que si es preciso puede llevarse a cabo en su ausencia.

Sacudí la cabeza.

—Yo ya he visto mucha sangre. Creedme, milady, que no tengo ganas de ver más.

—¿Entonces por qué has venido?

Le dije la verdad, aunque no toda la verdad.

—Porque lo creí mi deber. Pero decidme: suponiendo que mañana Tzadkiel tampoco ocupe el sillón, ¿nos permitirán esperarlo aquí? Y todos vosotros, ¿no sois también hierogramatos? ¿Y habláis todos nuestra lengua? Me sorprendió oírla en vuestros labios.

Yo caminaba medio paso por detrás de ella; y en consecuencia ella me había hablado más o menos por encima del hombro. Ahora, agrandando la sonrisa, se retrasó para tomarme del brazo.

—Cuántas preguntas. ¿Cómo voy a acordarme de todas, no digamos ya contestarlas?

Avergonzando, traté de balbucear una disculpa; pero el contacto de esa mano, que se había deslizado en la mía tibia e indagadora, me enervó tanto que sólo pude tartamudear.

—De todos modos por ti lo intentaré. Tzadkiel estará aquí mañana. ¿Temes no poder volver a tiempo a los trapos y a la carga?

—No, milady —conseguí decirle—. Si pudiera me quedaría para siempre.

Al oír eso se le apagó la sonrisa.

—En total estaréis en esta isla menos de un día. Debes… debemos, si quieres, aprovecharlo como podamos.

—Quiero —le dije, y en serio. La he descrito como una mujer de edad mediana y aspecto común, y así era: nada alta, con algunas arrugas visibles en los ojos y la boca y las sienes tocadas de escarcha. Tal vez sólo fuese el aura de Yesod; del mismo modo a los hombres corrientes todas las exultantes les resultan atractivas. Tal vez fueran sus ojos, largos, luminosos y del azul profundísimo del mar, no empañados por los años. Tal vez fuera alguna otra cosa percibida inconscientemente; pero volví a sentir lo mismo que cuando, tanto más joven, había conocido a Agia: un deseo tan fuerte que, consumida la carne en su propio ardor, parecía más espiritual que cualquier fe.

—… después del examen preliminar —dijo ella.

—Por supuesto —respondí—. Por supuesto. Soy esclavo de milady. —Ni siquiera sabía qué acababa de aceptar.

Una amplia escalera de piedra blanca flanqueada de fuentes se alzaba ante nosotros con la ligereza aérea de un banco de nubes. Ella levantó los ojos con una sonrisa burlona que me pareció infinitamente atractiva.

—Si de verdad fueses mi esclavo, cojo o sin piernas haría que me subieras en brazos por esta escalera.

—Lo haría gustoso —dije, y me agaché como para alzarla.

—No, no. —Ella había empezado a subir, y tan leve como una niña.— ¿Qué pensarían tus camaradas?

—Que me han deparado un honor, milady.

Sonriendo todavía, ella susurró: —¿Y no que has abandonado a Urth por nosotros? Pero mientras vamos hacia el tribunal contestaré tus preguntas lo mejor posible. No todos somos hierogramatos. En Urth, ¿son los hijos de los sanniacenos hombres y mujeres sagrados? Ni yo ni ninguno de nosotros usa tu lengua. Tampoco tú hablas como nosotros.

—Milady…

—No comprendes.

—No. —Busqué algo que agregar, pero lo que me había dicho parecía tan absurdo que no había respuesta posible.

—Te lo explicaré después del examen. Pero ahora debo pedirte un pequeño servicio.

—Lo que sea, milady.

—Gracias. Llevarás al Epítome hasta el banquillo.

La miré perplejo.

—Lo pondremos a prueba; lo examinaremos con el consentimiento de los pueblos de Urth, que lo han enviado a Yesod. Para demostrarlo ha de conducirlo un hombre o mujer de Urth que represente a ese mundo, como él pero de un modo menos significativo.

Asentí.

—Lo haré por vos, milady, si me enseñáis adónde debo llevarlo.

—Bien. —Se volvió hacia el hombre y la otra mujer, diciendo:— Tenemos un custodio. —Los otros asintieron, y ella tomó al prisionero del brazo para tironearlo (aunque a él le habría sido fácil resistirse) hasta donde aguardaba yo.— Llevaremos a tus camaradas a la Sala de Justicia, donde explicaré qué es lo que va a ocurrir. Dudo que a ti te haga falta. Tú… ¿cómo te llamas?

Vacilé, preguntándome si conocería el nombre del Epítome.

Vamos, ¿tan secreto es?

De todos modos tendría que confesar pronto, aunque había esperado poder oír antes el examen preliminar y así, cuando me llegara el turno, estar mejor equipado para el triunfo. Mientras nos deteníamos en el pórtico dije: —Severian, milady. ¿Está permitido que pregunte el vuestro?

Sonrió de modo tan irresistible como la primera vez.

—Entre nosotros esas cosas no son necesarias pero, ahora que me conoce alguien que las necesita, me llamaré Apheta. —Me vio dudar y añadió:— No temas. Los que te oigan decir ese nombre sabrán de quién hablas.

—Gracias, milady.

—Ahora llévatelo. El arco está a tu derecha. —Me lo señaló.— Entra por allí. Encontrarás un largo pasillo elíptico donde no puedes desviarte porque de ningún lado tiene puertas. Llévalo hasta el final, y luego entra en la Cámara de Exámenes. Mírale las manos: ¿ves cómo están engrilladas?

—Sí, milady.

—En la Cámara verás la anilla a la cual deben sujetarse los grillos. Condúcelo hasta allí y encadénalo. Hay una cadena corrediza, en seguida te darás cuenta. Luego ocupa tu sitio entre los testigos. Cuando acabe el examen, espérame. Te mostraré todos los prodigios de nuestra isla.

El tono dejó claro a qué se refería. Hice una reverencia y dije: —Milady, soy del todo indigno.

—Eso ya lo juzgaremos. Ahora ve. Haz lo que te digo y tendrás tu recompensa.

Con una nueva reverencia me volví y tomé al gigante del brazo. Ya he dicho que era más alto que cualquier exultante, y es cierto: casi tan alto como Calveros. No era tan pesado, pero sí joven y vigoroso (joven como había sido yo el día en que con Términus Est al cinto había salido de la Ciudadela por la Puerta de los Cadáveres). Para pasar por el arco tuvo que agacharse, pero me siguió como en el mercado el carnero de un año sigue al pastorcito; lo ha tenido de mascota y ahora piensa vendérselo a alguna familia que una vez castrado lo engordará para un festín.

El pasillo tenía la forma del huevo que los magos mantienen en equilibrio sobre la mesa; el techo arqueado era alto, casi en punta, los lados curvos y el suelo chato. Lady Apheta había dicho que no tenía puertas, y era cierto, pero a los dos lados había ventanas. Esto me confundió, porque yo había supuesto que el pasillo corría alrededor de un tribunal en el centro del edificio.

Mientras caminaba miré a través de ellas a izquierda y derecha, al principio con cierta curiosidad por la isla de Yesod, luego maravillado de verla tan semejante a Urth, por fin estupefacto. Porque montañas nevadas y pampas llanas daban paso a extraños interiores, como si por cada ventana yo mirase una estructura diferente. Había una sala amplia y vacía bordeada de espejos, otra más amplia aún donde estanterías de pie albergaban libros en desorden, una estrecha celda con ventana barrada y el suelo cubierto de paja y un corredor oscuro y angosto bordeado de puertas de metal.

Volviéndome hacia el cliente le dije: —Me estaban esperando, eso está bien claro. Veo la celda de Agilus, la mazmorra de la torre Matachina y lo demás. Pero te han tomado por mí, Zak.

Como si el sonido de su nombre hubiera roto un hechizo, se volvió violentamente hacia mí, echando atrás el largo pelo para revelar los ojos en llamas. Se debatía con las esposas de tal modo que los músculos de los brazos se le hincharon como si fuesen a reventar la piel. Casi automáticamente le puse una pierna por delante y lo lancé por arriba de mi cadera como tanto tiempo atrás me enseñara el maestro Gurloes.

Cayó en la piedra blanca como un toro en la arena, y el golpe pareció sacudir el sólido edificio; pero al momento estaba de nuevo en pie, esposado o no, y corría pasillo abajo.

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