VIII — La manga vacía

Demasiado tarde ya, me moví rápidamente: tendí a Idas de espaldas, le busqué el pulso, le golpeé el pecho para renovar la vida del corazón, todo perfectamente inútil. No encontré el pulso, pero sí un vaho de veneno en la boca.

Tenía que haberlo llevado escondido. No en la camisa, a menos que se hubiera deslizado la cápsula en los labios mientras estaba oscuro para romperla y tragar si fracasaba. En el pelo, quizás (aunque era demasiado corto para esconder algo), o en la faja de los pantalones. De cualquiera de esos lugares le habría sido fácil llevárselo disimuladamente a la boca mientras se restañaba la sangre del brazo.

Recordando lo que había pasado cuando intentaba reanimar al camarero, no me atreví a hacer otra prueba. Revisé el cuerpo, pero no encontré casi nada aparte de nueve chrisos de oro, que puse en el bolsillo de la vaina. Ella me había dicho que había dado un chrisos para que la ayudasen; parecía razonable suponer que Abaia (o quienquiera de sus agentes que la hubiese enviado) le había suministrado diez. Cuando abrí las botas con el cuchillo, descubrí que los pies que ocultaban eran grandes y palmípedos. Rebané las botas en trocitos, hurgándolas como un par de guardias antes había hurgado ella mis pertenencias, pero no tuve más éxito.

Sentado en la litera, contemplando su cuerpo, me resultó extraño haberme dejado engañar, aunque al principio sin duda había sido así, no tanto por Idas como por el recuerdo de la ondina que me había librado de los nenúfares del Gyoll y acercado al vado. La ondina era una giganta; por eso yo había visto a Idas como un joven larguirucho, no como una niña gigante, por más que en la torre de Calveros hubiese visto encerrado a un niño parecido: un varón, y mucho más joven.

El pelo de la ondina era verde, no blanco; tal vez eso lo explicara casi todo. Yo tendría que haberme dado cuenta de que ni en hombres ni en animales con cabello o pelaje se encuentra un verde tan vívido y auténtico, y que cuando parece darse es efecto de las algas, como en la sangre del hombre verde de Saltus. Si dejamos una soga colgando en un estanque, no tarda en volverse verde; qué estúpido había sido.

Había que dar parte de la muerte de Idas. Lo primero que pensé fue hablar con el capitán, y asegurarme de que me prestara atención contactándolo a través de Barbatus o Famulimus.

No bien había cerrado la puerta comprendí que esa presentación era imposible. La conversación en el camarote había sido el primer encuentro de ellos conmigo; y por lo tanto el último mío con ellos. Tendría que llegar al capitán de otra forma, establecer mi identidad e informar de lo ocurrido. Idas había dicho que las reparaciones se estaban haciendo abajo; seguro que debía haber un oficial de turno. Una vez más bajé los sinuosos escalones, ahora hasta más allá de las jaulas de los inclusos, hacia una atmósfera aún más húmeda y caliente.

Por absurdo que pareciera, de algún modo sentí que mi peso, apenas ligero en el andén de mi cabina, disminuía más a medida que bajaba. Antes, durante la escalada por los cordajes, lo había notado menguar con el ascenso; de lo cual se deducía que habría tenido que aumentar según iba descendiendo de un nivel a otro en las entrañas de la nave. Sólo puedo decir que no era éste el caso, o al menos que no me parecía así sino al revés.


Pronto oí pasos en la escalera que tenía debajo. Si algo había aprendido en las últimas guardias, era que cualquier extraño que me cruzara al azar intentaría matarme. Me detuve a escuchar y saqué la pistola. Conmigo se detuvo el débil retumbo metálico; luego volvió a sonar, rápido y desparejo, el ruido de alguien que subía corriendo y tropezaba. En un momento hubo un estrépito, como de una espada o un casco caídos, y otra pausa hasta que se reanudaron los pasos vacilantes. Yo estaba bajando hacia algo de lo cual otro huía; de eso no parecía haber dudas. El sentido común me indicaba que huyera también, pero me demoré, demasiado orgulloso y tonto como para retroceder mientras no conociera el peligro.

No tuve que demorarme mucho. Al cabo de un momento entreví abajo un hombre con armadura que trepaba con prisa febril. Un momento más y sólo nos separaba un tramo, con lo que lo vi bien; le faltaba el brazo izquierdo, y, por cierto, al parecer se lo habían arrancado porque del brazal pulido aún colgaban unos jirones sangrantes.

Había pocas razones para temer que ese hombre herido y espantado me atacara, y muchas más para suponer que iba a escapar si yo le parecía peligroso. Enfundé la pistola y lo llamé, preguntándole qué pasaba y si podía ayudarlo.

Se detuvo y alzó la cara cubierta por el visor. Era Sidero y estaba temblando.

—¿Eres leal? —gritó.

—¿A qué, amigo? No tengo intención de hacerte daño, si hablas de eso.

—¡A la nave!

No tenía sentido prometer lealtad a un mero artefacto de los hieródulos, por grande que fuese; pero, obviamente, no era momento de discutir abstracciones.

—¡Por supuesto! —exclamé—. Hasta la muerte, si es preciso. —Rogué por dentro que el maestro Malrubius, que en un tiempo me había intentado enseñar algo sobre las lealtades, supiera perdonarme.

Sidero volvió a subir los escalones, esta vez con algo más de calma y lentitud, pero todavía trastabillando. Ahora que lo veía mejor, comprendí que el chorreante fluido oscuro que había creído sangre humana era demasiado viscoso, y menos carmesí que verde negruzco. Los jirones que había tomado por carne hecha pedazos eran cables mezclados con una especie de algodón.

Sidero era un androide, entonces, un autómata con forma humana como había sido mi amigo Jonas. Aunque me reproché no haberme percatado antes, el descubrimiento fue un alivio. En el camarote ya había visto bastante sangre.

A esas alturas Sidero ya se acercaba al descanso donde yo estaba. Cuando llegó se detuvo, balanceándose. En ese tono rudo e imperioso que uno adopta inconscientemente para dar confianza, le dije que me dejara verle el brazo. Lo hizo, y yo reculé atónito.


Si meramente escribiera que era hueco, daría la impresión de que era hueco como se dice que es la osamenta. Más exactamente, estaba vacío. Los cablecitos y flecos de fibra empapada en líquido oscuro salían de la circunferencia de acero. Dentro no había nada; absolutamente nada.

—¿Cómo puedo ayudarte? —pregunté—. No tengo experiencia en tratar heridas como ésta.

Pareció dudar. Yo habría dicho que el rostro cubierto por el visor era incapaz de expresar emoción; y sin embargo se las ingeniaba para hacerlo mediante movimientos angulares y el juego de sombras de las facciones.

—Tendrás que hacer exactamente lo que yo te diga. ¿Lo harás?

—Por supuesto —dije—. No hace mucho, confieso, juré que algún día iba a empujarte de una altura como me empujaste tú a mí. Pero no me vengaré de un hombre herido. — Entonces recordé cuánto había querido el pobre Jonas que lo considerasen un hombre, como por cierto lo considerábamos yo y muchos otros, y de hecho ser un hombre.

—Debo confiar en ti —dijo él.

Dio un paso atrás y el pecho —todo el torso— se le abrió como un gran capullo de acero. Y se abrió al vacío, sin revelar nada.

—No entiendo —le dije—. ¿Cómo voy a ayudarte?

—Mira. —Con la mano que le quedaba señaló la superficie interna de una de las placas como pétalos que formaban el pecho vacío—. ¿Ves algo escrito?

—Sí, líneas y símbolos de muchos colores. Pero no puedo leerlos.

Entonces me describió cierto símbolo complejo y los que lo rodeaban, y después de buscar un poco lo encontré.

—Inserta allí un metal afilado. Gíralo a la derecha un cuarto de vuelta, no más.

La ranura era muy angosta, pero mi cuchillo de caza tenía una punta de aguja que yo había limpiado en la camisa de Idas. Encajé esa punta en el lugar que Sidero me había indicado y la hice girar como me había dicho. La fuga de líquido oscuro disminuyó.

Sideros me describió un segundo símbolo en otra placa; y mientras yo la buscaba me atreví a decirle que nunca había oído ni leído nada sobre seres como él.

—Hadid o Hierro te lo podrían explicar mejor. Yo cumplo mis deberes. No pienso en esas cosas. No a menudo.

—Comprendo —dije.

—Tú te quejas de que te empujé. Lo hice porque no atendías mis instrucciones. He aprendido que en la nave los hombres como tú son un riesgo. Si se hacen daño, no es más que el que me harían a mí. ¿Cuántas veces dirías que hombres así han intentado destruirme?

—No tengo idea —dije, todavía escrutando la placa en busca del símbolo.

—Yo tampoco. Aquí entramos en el Tiempo, y luego salimos y volvemos a entrar. El capitán dice que hay una sola nave. Todas las naves que saludamos entre las galaxias o los soles son esta nave. ¿Cómo voy a saber cuántas veces lo han intentado, cuántas veces tuvieron éxito?

Pensé que se estaba volviendo irracional, y entonces encontré el símbolo. Una vez que hube ajustado la punta del cuchillo a la ranura y giré la hoja, la filtración se redujo a casi nada.

—Gracias —dijo Sidero—. Estaba perdiendo mucha presión.

Le pregunté si no tenía que beber fluido para reponer el que había perdido.

—A la larga sí. Pero ahora tengo de nuevo mi fuerza, y cuando hagas el último ajuste la tendré toda. —Me dijo dónde estaba y qué hacer.

—Me preguntaste cómo llegamos a existir. ¿Sabes cómo llegó a existir tu raza?

—Sólo sé que éramos animales y vivíamos en los árboles. Eso dice el mistes. No monos, porque monos sigue habiendo. Tal vez algo parecido a los zoántropos, aunque más pequeños. Los zoántropos siempre andan por las montañas, me he fijado, y allí trepan a los árboles de la selva de altura. El caso es que esos animales se comunicaban entre sí, como hacen incluso el ganado o los lobos, por medio de ciertos gritos y movimientos. Finalmente, por la voluntad del Increado, resultó que los que se comunicaban mejor lograron sobrevivir y los que lo hacían mal perecieron.

—¿No hay nada más?

Sacudí la cabeza. —Los que se comunicaban tan bien que podía decirse que hablaban fueron hombres y mujeres. Eso seguimos siendo nosotros. Las manos se nos hicieron para asirse a las ramas, los ojos para ver la próxima rama al pasar de un árbol a otro, las bocas para hablar y masticar fruta y pichones. Así siguen siendo. ¿Y tu especie qué?

—Como la tuya, en gran parte. Si es cierto lo que se cuenta, los maestres querían protegerse del vacío, de los rayos destructores, las armas de los hostiles y otras cosas. Se construyeron cobijos duros. También querían ser más fuertes para la guerra y el trabajo en la nave. Entonces nos pusieron el líquido que viste para que moviéramos los brazos y las piernas como ellos quisiesen, pero con más fuerza. Nos lo pusieron en los genatores, debería haber dicho. Como necesitaban comunicarse, agregaron circuitos parlantes. Después más circuitos para que pudiéramos hacer una cosa mientras ellos hacían otra. Controles para que pudiéramos hablar y actuar aun cuando ellos no pudiesen. Hasta que al fin llegamos a tener reserva de habla y aun actuar sin un maestre dentro. ¿No consigues encontrarlo?

—¡En un momento lo tengo! —le dije. La verdad es que lo había encontrado hacía ya un rato, pero quería que siguiera hablando—. ¿Quieres decir que los oficiales de la nave os utilizan como si fueseis ropa?

—Ahora no muy a menudo. La marca es como una estrella, con otra marca derecha al lado.

—Ya lo sé —dije, pensando qué podía hacer y estudiando la cavidad. Pensé que el cinturón, con el cuchillo y la pistola en su funda, no iba a caber; pero sin estas cosas podría muy bien meterme dentro.

Le dije a Sidero: —Espera un poco. Si quiero encontrarlo voy a tener que trabajar agachado. Estas cosas se me están clavando en los dedos. —Me quité el cinturón y lo dejé en el suelo, junto con la vaina y la pistola.— Sería más fácil si te acostaras.


Así lo hizo, y ahora que ya no sangraba como antes, con más rapidez y gracia de lo que yo hubiera pensado.

—Date prisa. No puedo perder tiempo.

—Escucha —le dije—, si hubiera alguien persiguiéndote, a estas alturas ya estaría aquí, y yo no oigo a nadie alrededor. —Mientras fingía estar ocupado, yo pensaba furiosamente; la idea parecía una locura, pero si resultaba me daría protección y un disfraz. Había usado armadura muy a menudo. ¿Por qué no usar una armadura mejor?

—¿Crees que me he librado de ellos?

Oí lo que decía Sidero pero apenas le presté atención. Antes yo había hablado sin escuchar; ahora había algo que escuchar, y después de escucharlo reconocí qué era: un lento batir de grandes alas.

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