XXXVII — El Libro del Sol Nuevo

Como en mi época, a los prisioneros nos alimentaban dos veces al día y en la comida vespertina nos volvían a llenar la garrafas de agua. El aprendiz me llevó la bandeja, me guiñó un ojo, y cuando el aspirante ya no estaba a la vista, regresó con queso y una hogaza fresca.

La comida vespertina había sido tan escasa como la matinal; mientras se lo agradecía, me puse a comer lo que me había llevado.

Él se acuclilló frente a la puerta de la celda.

—¿Puedo hablarle?

Le dije que él era dueño de hacer lo que quisiese, y que sin duda conocía mejor que yo las normas locales.

Con el rubor, las mejillas oscuras se le oscurecieron todavía más.

—Es decir, ¿quiere que hablemos?

—Si eso no te cuesta unos azotes.

—No creo que haya problema; ahora no, al menos. Pero deberíamos mantener la voz baja. Es probable que algunos otros sean espías.

—¿Cómo sabes que yo no?

—Porque usted la mató, claro. Está todo patas arriba. Todo el mundo se alegra de que ella haya muerto, pero seguro que habrá una investigación y no se sabe a quién enviarán a reemplazarla. —Hizo una pausa, al parecer meditando profundamente cómo iba a seguir.— Según cuentan los guardias, usted dijo que quizá pudiera traerla de vuelta.

—Y tú no quieres.

Descartó esto con un ademán. —¿Habría podido ¿De veras?

—No lo sé… Tendría que haber probado. Me sorprende que te lo contaran.

—Yo ando por ahí y los escucho hablar, lustro botas o hago recados por monedas de plata.

—Yo no tengo nada que darte. Las que tenía se las quedaron los soldados que me detuvieron.

—No buscaba eso. —Se levantó y hurgó en un bolsillo de los raídos pantalones.— Tenga, más vale que las tome.

Me las mostró; eran piezas de latón gastado de un diseño que yo desconocía.

—A veces se consigue que alguno le traiga comida de más o lo que sea.

—Tú me trajiste más comida, y no te di nada.

—Tómelas —dijo él—. Quiero dárselas. Tal vez las necesite. —Como yo no extendía la mano, las arrojó entre las barras y desapareció por el corredor.

Recogí las monedas y las dejé caer en uno de mis bolsillos, perplejo como no lo había estado nunca.

Fuera, la tarde se había convertido en un anochecer frío con la lumbrera todavía abierta. Empujé la pesada lente hasta cerrarla y la sujeté con la grapa. Las pestañas gruesas y lisas, de una forma que yo nunca había considerado, estaban diseñadas claramente para mantener el vacío a raya.

Mientras acababa el pan con queso, pensé en el regreso a Urth en la gabarra y mi alborozo a bordo de la nave de Tzadkiel. ¡Qué maravilloso habría sido lanzar la vieja Torre Matachina a un viaje entre las estrellas! Y sin embargo había en la Torre algo siniestro, como en todas las cosas cambiadas de un fin noble a otro vergonzoso. Yo había llegado allí a la virilidad sin sentir nada semejante.

Desaparecido el pan con queso, me envolví en la capa que me diera el oficial, con un brazo cerré el postigo, e intenté dormir.

La mañana trajo más visitantes. Llegaron Burgundofara y Hadelin, escoltados por un aspirante alto que los saludó con el arma y los dejó frente a mi puerta. No cabe duda de que en mi cara había una expresión de sorpresa.

—El dinero obra milagros —dijo Hadelin; el pliegue de la boca mostraba cuán penosa había sido la suma, y me pregunté si Burgundofara habría ocultado los salarios que traía del barco o si el capitán consideraba que ahora ese dinero era de él. Burgundofara dijo: — Necesitaba verte una última vez y Hadelin me lo arregló. —Quería decir más, pero las palabras se le atascaron en la garganta. —Quiere que la perdone —dijo Hadelin.

—¿Por dejarme por él, Burgundofara? No hay nada que perdonar; no tengo derechos sobre ti.

—Por señalarte cuando entraron los soldados. Tú me viste. Sé que me viste.

—Sí —dije, recordando.

—No lo pensé… Tenía miedo… —De mí.

Ella asintió.

Hadelin dijo: —De todos modos se lo habrían llevado. Lo habría señalado algún otro.

—¿Usted? —le pregunté.

Sacudió la cabeza y se alejó de los barrotes.

En mis tiempos de Autarca había visto muchos suplicantes arrodillados delante de mí; en ese momento se arrodilló Burgundofara, y me pareció odiosamente inapropiado.

—Tenía que hablar contigo, Severian. Una última vez. Por eso la otra noche seguí a los soldados hasta el muelle. ¿No me perdonarás? Yo no lo habría hecho, pero estaba muy asustada.

Le pregunté si se acordaba de Gunnie.

—Sí, claro, y de la nave. Salvo que ahora parece un sueño.

—Ella era tú, y es mucho lo que le debo. Por ella, por ti, te perdono. Ahora y cualquier otra vez. ¿Me comprendes?

—Creo que sí —dijo; y de repente era feliz, como si se le hubiera encendido una luz por dentro—. Severian, vamos a bajar el río hasta Liti. Hadelin va allí a menudo, y compraremos una casa donde yo viviré cuando no esté con él en el Alcyone. Queremos tener hijos. Cuando lleguen, ¿puedo contarles de ti?

Aunque entonces creí que sólo era porque yo veía la cara de Hadelin tan bien como la suya, mientras ella hablaba ocurrió algo extraño: tuve conciencia de su futuro, como la habría tenido del futuro de una flor que Valeria hubiera arrancado en sus jardines.

Le dije: —Es posible, Burgundofara, que tengas hijos como deseas; si los tienes, puedes contarles de mí lo que quieras. También es posible que en un tiempo por venir quieras volver a encontrarme. Si buscas, quizá lo consigas. Quizá no. Pero si buscas, recuerda que no me buscarás porque yo te lo haya dicho, ni porque te haya prometido que me encontrarías.

Cuando se fueron pensé un momento en ella y en Gunnie, que una vez había sido Burgundofara. Decimos que un hombre es valiente como un atrox, o una mujer, como era Burgundofara, bella como una corza roja. Pero nos falta un término así para la lealtad, porque nada de lo que conocemos es verdaderamente leal; o mejor dicho, porque la lealtad verdadera sólo se encuentra en el individuo y no en el tipo. Un hijo puede ser leal a su padre y un perro a su amo, pero la mayoría no lo son. Como Thecla yo había sido desleal con mi Autarca, como Severian con mi gremio. Gunnie había sido leal conmigo y con Urth, no con sus camaradas; y acaso seamos incapaces de elevar un modelo de lealtad al nivel de apotegma por la sola razón de que la lealtad (en último análisis) es elección.

Y sin embargo, qué extraño que Gunnie tuviera que navegar los vacíos mares del tiempo para volver a ser Burgundofara. Un poeta cantaría que buscaba el amor, supongo; pero para mí buscaba la ilusión de que el amor es más de lo que es, aunque me gustaría creer que iba detrás de un amor más alto que no tiene nombre.

Pronto llegó otro visitante, pero no era ningún visitante, ya que yo no le veía la cara. Un murmullo que parecía proceder del pasillo preguntó: —¿Usted es el teurgo?

—Si usted lo dice —respondí—. ¿Pero quién es usted, y dónde está?

—Soy Canog, el estudiante. Estoy en la celda de al lado. Lo oí hablar con el muchacho, y con la mujer y el capitán hace un momento.

—¿Cuánto hace que está aquí, Canog —pregunté con la esperanza de que me aconsejara en ciertas cuestiones.

—Casi tres meses. Me han sentenciado á muerte, pero no creo que me ejecuten. Ha pasado demasiado tiempo. Probablemente el viejo frontisterio haya intercedido por su hijo extraviado, ¿eh? Al menos eso espero.

En mi época yo había oído muchas veces hablar así; era raro descubrir que las cosas no habían cambiado.

A estas alturas ha de conocer las costumbres del lugar.

—Oh, es como le dijo el chico; quiero decir, no tan malo si uno tiene un poco de dinero. Yo conseguí que me dieran papel y tinta, así que ahora escribo cartas para los guardias. Además, un amigo me compró algunos libros; si me tienen aquí lo suficiente, me volveré un erudito famoso.

Como siempre había hecho en mis recorridos por las mazmorras y calabozos de la Comunidad, le pregunté por qué lo habían encarcelado.

Por un rato guardó silencio. Yo había abierto de nuevo la lumbrera, pero aun con el soplo de viento percibía el vaho del orinal que estaba bajo el catre y el hedor general del calabozo. Enancado en la brisa llegó un graznido de cuervos; por los barrotes de la puerta entraba un interminable martilleo de botas sobre metal.

Por fin el hombre dijo: —Aquí no hurgamos en esos asuntos.

—Siento haberlo ofendido, pero usted me hizo la misma pregunta. Me preguntó si era teurgo, y es como teurgo que me han encarcelado.

Otra larga pausa.

—Maté a un tendero que era un imbécil. Estaba durmiendo detrás del mostrador cuando yo tiré al suelo un candelabro de latón, y el hombre se incorporó rugiendo, con la espada que tenía bajo la almohada. ¿Qué otra cosa iba a hacer? Uno tiene derecho a salvar la vida, ¿no?

—No en todas las circunstancias —le dije. No supe que ese pensamiento estaba en mí hasta que lo expresé.


Esa noche el chico me trajo la comida, y con ella a Herena, Declan, el piloto y la cocinera que yo había visto brevemente en la posada de Saltus.

—Los tengo dentro, sieur —dijo el chico. Se echó atrás el salvaje pelo negro con un gesto propio de cualquier cortesano—. El guardia me debe algunos favores.

Herena estaba llorando, y saqué la mano por entre los barrotes para acariciarle el hombro.

—Estáis todos en peligro —dije—. Os pueden detener por culpa mía. No os quedéis mucho tiempo.

El piloto dijo: —Que vengan a mí con sus soldaditos de culo blando. Les aseguro que no se toparán con una virgen.

Declan asintió y se aclaró la garganta, y con cierto asombro me di cuenta de que era el jefe.

—Sieur —empezó con su voz honda y lenta—, el que está en peligro es usted. En este lugar matan a la gente como en mi pueblo a los cerdos.

—Peor —intervino el chico.

—Tenemos la intención de hablarle al magistrado en favor de usted. Esta tarde esperamos allí, pero no nos admitieron. Dicen que la gente pobre espera días enteros para llegar a hablar con él; pero nosotros esperaremos todo lo que haga falta. Mientras, pensamos hacer lo que podamos.

La cocinera del Alcyone le echó una mirada significativa que yo no comprendí.

Herena dijo: —Pero ahora queremos que nos hable de la llegada del Sol Nuevo. Yo he oído más que los otros y he intentado contarles lo que me contó usted, pero era muy poco. ¿Nos lo dirá todo ahora?

—No sé si os lo puedo explicar de modo que lo entendáis —dije—. No sé si lo entiendo yo mismo.

—Por favor —imploró la cocinera.

Fueron las únicas palabras que ella dijo.

—Muy bien, pues. Ya sabéis lo que le ha pasado al Sol Viejo: se está muriendo. No quiero decir que vaya a apagarse como una lámpara a medianoche. Eso tardaría mucho. El pabilo, si podéis concebirlo así, ha bajado al ancho de un pelo y en los campos se ha podrido el maíz. Vosotros no sabéis, pero en el sur ya se está renovando la fuerza del hielo. Al de diez quilíadas se sumará el del invierno que ya tenemos casi encima, y los dos hielos se abrazarán como hermanos e iniciarán la marcha al norte, hacia estas tierras. Pronto el gran Erebus, que ha establecido allí su reinado, tendrá que enfrentarlos con sus fieros y pálidos guerreros. Unirá fuerzas con Abaia, cuyo reino está en las aguas cálidas. Junto con otros inferiores en poder pero iguales en astucia, prometerán lealtad a los gobernantes de las tierras situadas más allá de la cintura de Urth, que vosotros llamáis Ascia; y una vez que se hayan unido con ellos intentarán devorarlos.

Pero cada palabra es una palabra, y lo que les dije es demasiado largo para escribirlo aquí. Les conté todo lo que sabía de la muerte del Sol Viejo, y qué le pasaría a Urth, y les prometí que al fin alguien traería un Sol Nuevo.

Entonces Herena preguntó: —¿No es usted el Sol Nuevo, sieur? Eso dijo la mujer que estaba con usted cuando llegó a nuestra aldea.

Le contesté que de eso no iba a hablar, temiendo que si lo sabían —y me veían encarcelado— se desesperarían.

Declan quiso saber qué le pasaría a Urth cuando llegase el Sol Nuevo; y como entendía poco más que él, recurrí a la obra del doctor Talos, aunque nunca había pensado que en un tiempo futuro la obra del doctor Talos saldría de mis palabras.

Cuando al fin se marcharon, me di cuenta de que no había tocado la comida que me había traído el chico. Tenía mucha hambre; pero cuando fui a levantar el tazón mis dedos rozaron algo oculto en las sombras: un largo y angosto hato de trapos.

Entre los barrotes flotó la voz de mi vecino: —Estupendo cuento. Tomé notas lo más rápido que pude, y cuando me liberen podrían convertirse en un librito importante.

Yo estaba desenvolviendo los trapos y apenas lo oí. Era un cuchillo: la larga daga que había llevado el piloto a bordo del Alcyone.

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