XXXV — Nessus otra vez

Cuando vivía entre los torturadores vi a muchos clientes golpeados. No por nosotros, que sólo infligíamos los castigos ordenados en decretos, sino por los soldados que nos los traían y se los llevaban. Los más expertos se protegían la cabeza y la cara con los brazos, y el estómago con la barbilla; esto deja expuesta la columna, pero para proteger la columna hay poco que pueda hacerse de todos modos.

Fuera de la posada al principio intenté luchar, y parece probable que los peores golpes los recibiera después de perder la conciencia. (O, mejor dicho, de que la perdiera la marioneta que yo manipulaba desde lejos.) Cuando me recobré, aún seguían lloviendo golpes, y traté de hacer lo que hacían los desdichados clientes.

Los fusileros usaban las botas, y algo mucho más peligroso: las cantoneras de hierro de las culatas de los fusiles. Los relámpagos de dolor me parecían lejanos; sobre todo tenía conciencia de los golpes, cada uno súbito, compulsivo y artificial.

Al fin se terminó y el oficial me ordenó que me levantara; me tambaleé y caí, me patearon, volví a intentarlo y caí de nuevo; me metieron el cuello en un nudo de cuero crudo y con eso me alzaron. Me estrangulaba, pero también me ayudaba a mantener el equilibrio. Tenía la boca llena de sangre; escupí una y otra vez, preguntándome si no me habría perforado los pulmones con una costilla.

Había cuatro fusileros en el suelo, y recordé que a uno le había arrancado el arma pero no había podido soltar la traba que me hubiera permitido hacer fuego: sobre pequeñeces así gira nuestra vida. Algunos camaradas los examinaron y descubrieron que tres de los cuatro estaban muertos.

—¡Los mataste! —me gritó el oficial.

Le escupí sangre a la cara.

No fue un acto racional, y esperé una nueva tanda de golpes. Tal vez la hubiera recibido, pero alrededor había cien o más personas mirando a la luz que fluía de las ventanas de la posada. Murmuraban, intranquilas, y con la impresión de que algunos soldados sentían lo mismo que ellos me acordé de los guardias de la obra del doctor Talos, que buscaban proteger a Meschiane, que era Dorcas y la madre de todos nosotros.

Se improvisó una litera para el fusilero herido y apremiaron a dos hombres a que la llevasen. Para los muertos bastó un carro lleno de paja. A la cabeza, el oficial, los fusileros restantes y yo partimos hacia el muelle, que estaba a unos centenares de pasos.

Una vez caí y dos hombres de la multitud se lanzaron a ayudarme. Antes de estar de nuevo en pie supuse que eran Declan y el marinero, o acaso Declan y Hadelin; pero al jadear las gracias descubrí que eran extraños. Al parecer el incidente enfureció al oficial, que cuando caí de nuevo les disparó a los pies para alejarlos y me estuvo pateando hasta que volví a levantarme ayudado por la cuerda y el fusilero que la tenía.

El Alcyone estaba en el muelle, tal como lo habíamos dejado; pero al lado había una embarcación de un tipo que yo no había visto nunca, con un palo que parecía demasiado ligero para llevar una vela, y en la cubierta un cañón giratorio mucho más pequeño que el del Samru.

La vista del cañón y los marineros que lo manejaban renovó el ánimo del oficial. Me hizo parar, dar la cara a la multitud y señalar a mis seguidores. Le dije que no tenía seguidores y no conocía a ninguna de esas gentes. Entonces me golpeó con la pistola. Cuando me levanté una vez más vi a Burgundofara lo suficientemente cerca como para tocarme. El oficial repitió la orden y ella desapareció en la oscuridad. Quizá cuando volví a negarme me haya golpeado otra vez, pero no lo recuerdo; yo flotaba sobre el horizonte, dirigiendo futílmente mi vitalidad a la rota figura tendida tan lejos. El vacío la neutralizaba, y entonces decide encauzar la energía de Urth. Los huesos del cuerpo se soldaron y cicatrizaron las heridas; pero noté, consternado, que la mejilla desgarrada por la mira de la pistola era la misma que había abierto la garra de hierro de Agia. Era como si la vieja lesión se hubiera reafirmado, aunque un poco atenuada.


Aún era de noche. Me sostenía una madera lisa, pero daba saltos y tumbos como si estuviera atada al lomo del destriero menos grácil que se haya visto galopar. Me senté y descubrí que estaba en un barco, y que había yacido en un charco de sangre y de vómito; tenía el tobillo encadenado a una grapa. Cerca había un fusilero que apoyado en un puntal mantenía trabajosamente el equilibrio en esa cubierta salvaje. Le pedí agua. Como había aprendido en la marcha por la jungla junto con Vodalus, no hace ningún mal pedir favores cuando uno está prisionero: a menudo no nos complacen, pero en ese caso nada se pierde.

El principio se confirmó cuando (para mi sorpresa) el guardia salió bamboleándose hacia popa y regresó con un cubo de agua del río. Me levanté, me limpié lo más escrupulosamente posible el cuerpo y la ropa y empecé a interesarme por mis alrededores, que de hecho eran harto novedosos.


La tormenta había despejado el cielo, y las estrellas brillaban en el Gyoll como si el Sol Nuevo se hubiera encendido en el empíreo y fuese ahora una antorcha que dejaba un reguero de chispas. Por detrás de las torres y cúpulas recortadas en la orilla oeste espiaba la verde Luna.

Sin velas ni remos, avanzábamos rebotando como una piedra lanzada al agua. Falucas y carabelas con todo el velamen desplegado parecían ancladas en medio del canal; pasábamos entre ellas como una golondrina entre megalitos. A popa se alzaban dos plumas de rocío centelleante, altas como el mástil desnudo, muros de plata levantados y demolidos en un momento.

No lejos oí unos sonidos guturales, apagados, que casi habrían podido ser palabras. Era como si una bestia sufriente intentase hablar, y luego susurrar. En la cubierta había otro hombre tendido, cerca de donde estuviera yo, y un tercero agachado junto a él. La cadena me impedía alcanzarlos; me arrodillé para añadir el largo de mi pantorrilla, y así me acerqué lo suficiente y llegué a verlos todo lo que era posible en aquella oscuridad.

Los dos eran fusileros. El primero yacía de espaldas, inmóvil pero retorcido de sufrimiento, la expresión una mueca horrible. Cuando notó mi presencia intentó de nuevo hablar, y el otro murmuró:

—Tranquilo, Eskil. Ya no importa.

—Tu amigo tiene el cuello roto —le dije. —Nadie puede saberlo mejor que usted, señor. —Entonces se lo rompí yo. Eso pensaba.

Eskil dejó escapar un ruido estrangulado, y su camarada se inclinó a escuchar.

—Quiere que lo mate —me dijo cuando volvió a enderezarse—. Hace una guardia que me lo está pidiendo… Desde que zarpamos.

—¿Piensas hacerlo?

—No lo sé. —Tenía el fusil cruzado en el pecho; mientras hablaba lo dejó en la cubierta, reteniéndolo con una mano. Vi que la luz destellaba en el cañón aceitado.

—Hagas lo que hagas morirá pronto. Te sentirás mejor después, si dejas que muera naturalmente.

Habría seguido hablando, quizá, pero Eskil movía la mano izquierda y me callé para observarla. Como una araña tullida se arrastró hacía el fusil y al fin se cerró y lo acercó a él. Al otro fusilero no le hubiese costado nada quitárselo; pero no lo hizo, y parecía tan fascinado como yo.

Lentamente, con un sinfín de dolor y trabajo, Eskil levantó el fusil y lo fue girando hasta apuntarme con el cañón. A la tenue luz de las estrellas yo le miraba los dedos rígidos, que tanteaban y tanteaban.

Tal como el victimario, la víctima. Un rato antes yo habría podido salvarme con solo descubrir la traba que permitía que el fusil disparase. Él, que tan bien sabía dónde estaba y cómo funcionaba, me habría matado si sus dedos entumecidos hubiesen podido soltarla. Impotentes los dos, nos mirábamos fijamente.

Al cabo su fuerza ya no pudo soportar el peso del arma, que cayó a la cubierta, con un tableteo. Sentí que el corazón me estallaba de piedad. En ese momento yo mismo hubiera apretado el gatillo. Se me movieron los labios, pero apenas me enteré de lo que estaba diciendo.

Eskil se sentó sin quitarme los ojos de encima.

En el mismo momento el barco empezó a detenerse. La cubierta bajó hasta quedar casi horizontal y las plumas de agua de la popa se desvanecieron como una ola que rompe en la playa. Me levanté a ver dónde estábamos; Eskil también se levantó, y en seguida se nos unió el amigo que lo había cuidado y me vigilaba a mí.


A la izquierda se alzaba el terraplén del Gyoll, cortando el cielo nocturno como la hoja de una espada. Nos deslizábamos a lo largo del terraplén casi en silencio; el bramido de los motores que nos habían propulsado tan velozmente era ahora un ruido apagado. Había una escalera que bajaba hasta el agua, pero ninguna mano amiga que nos amarrase. De la proa saltó un marinero, y otro le arrojó el cabo. Un momento después una pasarela unió la escalera con el barco.

En la popa apareció el oficial flanqueado de fusileros con antorchas. Se detuvo a mirar a Eskil; luego llamó a los tres soldados. Tuvieron un largo conciliábulo en voz demasiado baja para que yo pudiera oírlos.

Por último el oficial y mi guardia se me acercaron, seguidos por los hombres de las antorchas. Después de uno o dos alientos el oficial dijo: —Quítenle la camisa.

Eskil y su amigo vinieron a pararse a nuestro lado.

—Ha de quitarse la camisa, sieur —dijo Eskil—. Si no tendremos que arrancársela.

Para probarlo pregunté: —¿Y tú lo harías?

Se encogió de hombros, y yo desabroché la fina capa que había tomado de la nave de Tzadkiel y la dejé caer en la cubierta; luego, pasándomela por encima de la cabeza, me quité la camisa y la tiré sobre la capa.

El oficial se acercó más e hizo que me volviese para examinarme las costillas de los dos lados.

—Tendrías que estar muerto —balbuceó. Y enseguida—: Es verdad lo que dicen de ti.

—Como no sé qué se ha dicho, no puedo confirmarlo ni negarlo.

—No te estoy pidiendo que lo hagas. Vuelve a vestirte. Te lo aconsejo.

Busqué mi ropa pero había desaparecido.


El oficial suspiró.

—Alguien te las ha birlado… Un marinero, supongo. —Miró al amigo de Eskil.— Tú lo habrás visto, Tanco.

—Le estaba mirando la cara, sieur, no la ropa. Pero trataré de encontrarla.

El oficial asintió.

—Que Eskil te acompañe.

—Uno de los hombres le pasó a otro la antorcha y se agachó a soltarme la pierna.

—No las encontrarán —me dijo el oficial—. En estos barcos hay mil escondites y las tripulación los conoce todos.

Le dije que no tenía frío.

El oficial se quitó la capa del uniforme. —El que las robó, me imagino, va a cortarlas y vender los trozos. Tendría que sacar algo. Ponte esto… En el camarote yo tengo otra.

Me disgustaba aceptar su capa, pero rehusarla hubiese sido una estupidez.

—Tendré que sujetarte las manos. Es la norma. —A la luz de las antorchas las esposas brillaban como plata; sin embargo mordían las muñecas como todas las demás.

Bajamos los cuatro por la pasarela a unos escalones que parecían casi nuevos; subimos y en una sola fila tomamos por una calle angosta bordeada de jardincitos y casas desparejas, la mayoría de una sola planta: primero uno con una antorcha, yo siguiéndolo, detrás de mí el oficial con la pistola desenfundada colgando a un lado, y a retaguardia otro portador de antorcha. Un peón que volvía a su casa se paró a mirarnos; aparte de él no había nadie.

Por encima del hombro le pregunté al oficial adónde me llevaba.

—Al puerto viejo. Han arreglado un casco para meter prisioneros.

—¿Y después?

No lo veía, pero me imaginé cómo se encogía de hombros.

—No lo sé. Me ordenaron que te arrestara y te trajera aquí.

Hasta donde alcanzaba a ver, «aquí» era un jardín público. Antes de que entráramos en la oscuridad, bajo los árboles, levanté los ojos y me vi a mí mismo por entre las hojas mustias de escarcha.

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