XLIV — La marea matutina

Había un resplandor de luz azur. La Garra había regresado; no la Garra destruida por la artillería ascia, ni siquiera la que yo le había dado al quiliarca de los pretorianos de Tifón, sino la Garra del Conciliador, la gema que había encontrado en mi zurrón mientras caminaba con Dorcas por un oscuro camino junto a la Muralla de Nessus. Intenté decírselo a alguien; pero tenía la boca sellada y no encontraba la palabra. Quizás estuviera demasiado lejos de mí mismo, del Severian de carne y hueso que Catalina había alumbrado en una celda de la mazmorra de la Torre Matachina. La Garra perduraba, refulgiendo, vibrando contra el vacío oscuro.

La luz del sol debió de hacerme volver en mí, como me habría levantado del lecho de muerte. El Sol Nuevo tenía que llegar; y el Sol Nuevo era yo. Alcé la cabeza, abrí los ojos y escupí un chorro de fluido cristalino distinto de cualquier agua de Urth; en realidad no parecía agua sino una atmósfera más rica, tonificante como los vientos de Yesod.

Entonces reí, dichoso de encontrarme en el paraíso, y al reírme sentí que no me había reído nunca, que toda la dicha que había conocido era apenas una intuición vaga, enfermiza y en algún sentido descarriada. Más que la vida, yo había deseado un Sol Nuevo para Urth; y el Sol Nuevo estaba allí, danzando a mi alrededor como diez mil espíritus centelleantes y coronando cada ola de oro Purísimo. ¡Ni en Yesod había visto un sol semejante!


Su gloria eclipsaba en gloria a todas las estrellas y era como el ojo del Increado, algo que el pirólatra no puede mirar sin quedarse ciego.

Apartándome de esa gloria, grité como había gritado la ondina, de victoria y desesperación. En torno a mí flotaban los despojos de Urth: árboles arrancados de cuajo, tejas sueltas, vigas quebradas y sucios cadáveres de bestias y hombres. Allí se esparcía lo que sin duda habían visto los marineros que habían luchado contra mí en Yesod; y al verlo como ellos, dejé de odiarlos; se habían enfrentado al advenimiento del Sol Nuevo con cuchillos de hoja mellada, y en cambio se renovó la sorpresa de que Gunnie hubiera llegado a defenderme. (No por primera vez, me pregunté también si habría roto ella el equilibrio; de haber luchado contra mí, habría vencido ella y no los éidolones. Tal era su naturaleza; y sí yo hubiera muerto, Urth habría perecido conmigo.) Muy a lo lejos, sobre el murmullo de las olas de muchas lenguas, oí o me pareció que oía un grito de respuesta. Eché a andar hacia allí pero pronto me detuve, entorpecido por la capa y las botas; me quité las botas (aunque eran buenas y casi nuevas) y dejé que se hundieran en el agua. Pronto las siguió la capa del subalterno, algo que más tarde lamentaría. Nadar, correr y caminar largas distancias siempre me ha hecho consciente de mi cuerpo, y la sensación era de fortaleza y bienestar; la herida envenenada del asesino se había cerrado como la de Agilus.

Sin embargo era simple fortaleza y bienestar. Había desaparecido el poder inhumano que me venía de la estrella, aunque seguramente había durado lo suficiente para curarme. Cuando intenté alcanzar la parte de mí cuerpo que en un tiempo había estado allí, fue como si quisiera mover una pierna amputada.

De nuevo se oyó el grito. Respondí, e insatisfecho con mis avances (me parecía que cada ola que yo enfrentaba me hacía retroceder lo que había adelantado), tomé aliento y nadé cierta distancia bajo el agua.

Abrí los ojos en seguida, pues me pareció que no había en el agua una pizca de sal; y de chico había nadado a ojo abierto en la ancha cisterna de la base del Campanario y hasta en los estancados bajos del Gyoll. Esta agua parecía clara como aire, aunque en lo más profundo de un azul verdoso. Vagamente, como podemos ver un árbol reflejado en un charco, distinguí el fondo, donde algo blanco se movía de forma tan lenta y errante que me era difícil saber si estaba nadando o meramente derivaba. La pureza y calidez mismas del agua me alarmaron; sentí miedo de olvidar, de un modo u otro, que en realidad no era aire y perderme como una vez me había perdido entre las oscuras, enredadas raíces de los nenúfares celestes.

Rompí las olas, pues, alzándome dos codos por encima de ellas, y a cierta distancia todavía vi una destartalada balsa a la cual se aferraban dos mujeres, y sobre la que un hombre se protegía los ojos para escudriñar la superficie revuelta.

Una docena de brazadas me llevaron hasta ellos. Habían hecho la balsa con todo el material flotante que habían podido encontrar atando las distintas partes. El centro era una gran mesa como la que habría dispuesto un exultante para una cena íntima en su suite; y las ocho robustas patas, que arañaban el aire a pares, semejaban parodias de mástiles.

Después de encaramarme al lomo de un armario (un tanto estorbado por la bienintencionada ayuda que me dieron), vi que el grupo de supervivientes constaba de un hombre calvo y gordo y las dos mujeres, ambas bastante jóvenes, una bajita y agraciada con una cara alegre y redonda de muñeca jovial, la otra alta, morena y de cara enjuta.

—Ya veis —dijo el gordo—, no todo está perdido. Habrá más, acordaos.

La mujer morena murmuró: —Y nada de agua.

—Algo conseguiremos, no temas. Mientras, nada que repartir entre cuatro es sólo un poco peor que nada que repartir entre tres, siempre que se distribuya con justicia.

—Esto que hay todo alrededor tiene que ser agua fresca —dije.

El gordo meneó la cabeza. —Me temo que es el mar, sieur. Marea alta causada por la Estrella del Día, sieur, y en este momento ya ha devorado el campo abierto. Seguro que viene mezclado el Gyoll, así que el agua no será tan salada como dicen que es el viejo Océano, sieur.

—¿No nos conocemos? La cara de usted me resulta familiar.

Se inclinó con la destreza de cualquier legado, sin soltar la mano de una de las patas de la mesa.

—Odilo, sieur, maestro mayordomo, y encargado por nuestro bondadoso Autarca, cuya sonrisa es la esperanza de sus humildes servidores, sieur, del ordenamiento del Hipogeo Amarantino, sieur. Sin duda me vio usted allí, sieur, durante alguna visita a la Casa Absoluta, aunque yo no tuve ocasión de servirlo, estoy seguro, porque habría recordado semejante honor hasta el día de mi deceso, sieur.

—Que podría ser éste —dijo la mujer morena.

Titubeé. No quería fingir que era el exultante por el cual palmariamente me tomaba Odilo; pero, por mucho que me creyesen, anunciarme como el Autarca Severian sería una torpeza.

Me rescató la mujer con cara de muñeca.

—Yo soy Pega, y era doncella de la armigeresa Pelagia.

Odilo frunció el ceño. —Pobres maneras muestras presentándote así, Pega. Eras la auxiliar de Pelagia. —Y añadió para mí:— Era una buena sirvienta, sieur, no tengo nada que reprocharle. Una pizca aturdida, quizá.

La mujer con cara de muñeca pareció arrepentirse, aunque sospecho que era una expresión totalmente adoptada.

—Yo peinaba a madame y me ocupaba de sus cosas, pero en realidad me tenía para que le contara las últimas bromas y los chismes, y para enseñarle a hablar a Picopícaro. Eso decía madame, y siempre me llamaba doncella. —Una gruesa lágrima le rodó por la mejilla y relució al sol; pero si era por el ama muerta o el pájaro muerto yo no podía saberlo.

—Y ésta, ah… esta mujer no quiere presentarse a Pega ni a mí. Quiero decir, más allá de su nombre, que es…

—Thais.

—La presentación me halaga —dije. Para entonces había recordado que detentaba cargos honorarios en una docena de legiones y epitagmas, cualquiera de los cuales podía emplear como incógnito sin necesidad de mentir.

—Hiparca Severian, de los Tarentinos Negros.

La boca de Pega se abrió en un pequeño círculo.

—¡Oh! ¡Entonces lo he visto en la procesión! —Se volvió hacia la mujer que decía llamarse Thais.¡Los hombres llevaban cuirboullis lacados con plumas blancas, y nunca ha visto usted destrieros como aquéllos!

Odilo murmuró: —Entiendo que tú fuiste con tu ama…

Pega respondió algo pero no le hice caso. Me había llamado la atención un cuerpo que cabeceaba a una cadena de la balsa, y pensé cuán absurdo era estar agachado sobre los muebles de un muerto, disimulando ante sirvientes, mientras Valeria se pudría bajo el agua. ¡Cómo se habría burlado ella! Durante una pausa en la charla, le pregunté a Odilo si su padre no había servido en el mismo puesto.

Se iluminó de placer.

—Por cierto que sí, sieur, y toda su vida cumplió a enterísima satisfacción. Fue en los grandes días del padre Inire, sieur, cuando, si es lícito decirlo así, nuestro Hipogeo Apotropaico era famoso en toda la Comunidad. ¿Puedo saber por qué lo pregunta, sieur?

—Pensaba, nada más. Es más o menos lo habitual, se me ocurre.

—Sí, sieur. Le dan al hijo la oportunidad de mostrar un buen temple; y si aprueba, conserva el cargo. Tal vez no lo crea, sieur, pero una vez mi padre encontró al tocayo de usted antes de que llegara a ser Autarca. ¿Sabe algo de la vida y los hechos de ese hombre, sieur?

—No tanto como me gustaría, Odilo.

—Airoso modo de hablar, sieur. Sumamente airoso, en verdad. —Asintiendo, el gordo mayordomo echó una luminosa sonrisa a las mujeres, para asegurarse de que apreciaban la exquisita cortesía de mi respuesta.

Pega estudiaba el cielo. —Parece que lloverá. Puede que al fin y al cabo no muramos de sed.

Tahis replicó: —Otra tormenta. En cambio nos ahogaremos.

Les dije que esperaba que no, y había empezado a examinar mi estado emocional cuando recordé que la acumulación de nubes en el este ya no podía atribuirse al influjo de mi estrella.

Odilo no iba a privarse de contar la historia que había anunciado. —Era noche entrada, sieur, y mi padre estaba haciendo la ronda final cuando vio una persona vestida con un hábito fulígeno de carnifex, aunque sin la acostumbrada espada de ejecuciones. Como cabía esperar, lo primero que se le ocurrió fue que el hombre se había disfrazado para una mascarada, de las cuales hay varias en cualquier noche en uno u otro sector de la Casa Absoluta. Sin embargo él sabía que en el Hipogeo Apotropaico no iba a haber ninguna, poco afectos a tales diversiones como eran el padre Inire y el entonces Autarca.


Sonreí, recordando la Casa Azur. La mujer morena me miró un instante y se tapó ostentosamente los labios con la mano, pero yo no tenía deseos de cortar el recital de Odilo; ahora que ya no vagaría más por los Corredores del Tiempo, todo lo concerniente al pasado o el futuro me parecía infinitamente precioso.

—Su siguiente ocurrencia, que más le habría valido fuese la primera, sieur, como tantas veces nos concedió a madre y a mí, sentados junto al fuego, fue que aquel carnifex, considerándose apto para pasar inadvertido, se disponía a cumplir alguna misión siniestra. Mi padre comprendió de inmediato que era vital, sieur, averiguar si su tarea servía al padre Inire o a algún otro. Por lo tanto se le acercó, audaz como si lo respaldara una cohorte de hastarii, y le preguntó directamente qué hacía allí.

Thais murmuró: —Seguro que si hubiera andado en algo malo se lo habría dicho.

Odilo dijo: —Mi querida dama, puesto que se ha abstenido de informarnos, aun cuando nuestro alto huésped nos participó amablemente de su patricia identidad, ignoro quién puede ser usted. Pero es obvio que nada sabe de artificios, ni de las intrigas que se desarrollan día a día, ¡y noche a noche!, en la miríada de pasillos de la Casa Absoluta. Mi padre sabía muy bien que ningún agente encargado de una misión secreta la habría descubierto, por abrupta que fuese la inquisitoria. Se confió al albur de que algún gesto involuntario o alguna expresión fugaz delatara la intención traicionera, en caso de que la hubiese.

—¿No llevaba ninguna máscara ese Severian? —pregunté—. Ha dicho que iba vestido de torturador.

—Estoy absolutamente seguro de que no, sieur, ya que mi padre lo describía a menudo: un semblante de hombre salvaje, sieur, crudamente marcado en una mejilla.

—¡Lo conozco! —prorrumpió Pega—. He visto un retrato y un busto. Están en el Hipogeo Absciticio; los puso la Autarca cuando se volvió a casar. Tiene aspecto de poder cortarte la garganta mientras silba entre dientes.

Sentí como si me hubieran cortado la mía.

—¡Muy acertado! —aprobó Odilo—. Algo muy parecido decía mi padre, aunque nunca de modo tan sucinto como para que yo pudiera recordarlo.

Pega estaba examinándome. —Nunca tuvo hijos, ¿no es cierto?

Odilo sonrió: —Me figuro que eso se habría sabido.

—Hijos legítimos. Pero le habría bastado levantar una ceja para cubrir a cualquier mujer de la Casa Absoluta. Todas exultantes.

Oclilo le dijo que se mordiera la lengua. Ya mí: —Espero que perdone a Pega, sieur. Al fin y al cabo es casi un cumplido.

—¿Que me digan que parezco un degollador? Sí, es la clase de cumplidos que recibo siempre. —Yo hablaba sin reflexionar y de esa manera continué, buscando llevar la conversación hacia el segundo matrimonio de Valeria y a la vez esconder la pena que sentía.¿Pero no tendría que ser mi abuelo, ese degollador? Si Severian el Grande estuviera vivo, seguro que tendría más de ochenta años. ¿A quién tendría que preguntarle por él, Pega? ¿A mi madre o a mi padre? ¿Y no creen que al fin y al cabo algo habrá tenido ese hombre, para disponer de tantas chatelaines hermosas cuando de joven había sido torturador, aun si la Autarca tomó un nuevo marido?

Para llenar el silencio que siguió a mi pequeño discurso, Odilo dijo: —Ese gremio fue abolido, sieur, creo yo.

—Por supuesto. Es lo que siempre cree la gente.

Todo el este se había puesto negro ya, y el movimiento de la improvisada balsa era perceptiblemente más vivo.

Pega susurró: —No quería ofenderlo, hiparca. Lo único es que…

Lo que quiso decirme se perdió en el estruendo de la rompiente.

—No —le dije—. Tienes razón. Por lo que sé era un hombre duro; y también cruel, al menos por reputación, aunque puede que en esto él no hubiera estado de acuerdo. Muy posiblemente Valeria se casó con él por el trono, aunque a veces, se dice, no fue por eso. Al menos el segundo marido la hizo feliz.

Odilo rió entre dientes.

—Bien dicho, sieur. Limpia estocada. Has de cuidarte, Pega, cuando cruzas espadas con un soldado.

Thais se levantó, aferrando una pata de la mesa y señalando con la otra mano.

—¡Mirad!

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