IX — El aire vacío

La punta de mi cuchillo ya había encontrado la ranura. La hice girar mientras me arrancaba la capa y rodé adentro del cuerpo abierto de Sidero. No intenté siquiera ver qué clase de criatura movía esas alas hasta que hube metido la cabeza dentro de la de él, con cierto esfuerzo, y pude mirar por el visor.

Tampoco entonces vi nada, o casi nada. El pozo de aire, que a esa profundidad había estado antes bastante despejado, ahora parecía lleno de niebla; algo había hecho bajar el aire fresco de los niveles superiores, mezclándolo con el aire tibio, húmedo y rezumante que respirábamos. Algo que ahora enturbiaba la niebla, como si la revolviera un millar de fantasmas.

Yo ya no oía las alas ni ninguna otra cosa. Lo mismo habría dado tener la cabeza encerrada en una polvorienta caja de caudales y espiar por la cerradura. Entonces sonó la voz de Sidero, pero no en mi oído.

Realmente no sé cómo describirlo. Sé bien lo que es tener pensamientos ajenos en la mente: los de Thecla y los del antiguo Autarca entraron en la mía antes de que los incorporara a mi vida. Pero no era eso. Y sin embargo tampoco era lo que yo entendía por oír. Lo más aproximado que se me ocurre es que detrás del oído hay otra cosa que oye; y que la voz de Sidero estaba allí, alcanzándome sin pasar por el oído.

—Puedo matarte.

—¿Después de que te he reparado? He conocido ingratitudes, pero ninguna tan honda.

El pecho se le había cerrado firmemente, y pugné por meter las piernas en las suyas, haciendo fuerza con las manos apoyadas en los huecos de los hombros. Si me hubiese quedado fuera un momento más, me habría quitado las botas; entonces habría sido fácil. Tal como estaban las cosas, tenía la sensación de haberme fracturado los dos tobillos.

—¡No tienes derechos sobre mí!

—Tengo todos los derechos. Te hicieron para proteger a los hombres, y yo era un hombre falto de protección. ¿No oíste las alas? No vas a hacerme creer que hay una criatura como ésa libre en la nave.

—Han soltado a los inclusos.

—¿Quién? —Por fin se me había acomodado la pierna sana. Con la coja tendría que haber sido más fácil porque se le habían acortado los músculos; pero por más que me esforzaba no conseguía empujarla hacia abajo.

—Los guiñadores.

Me sentí doblado hacia delante como a veces pasa en la lucha; Sidero se estaba sentando. Se levantó, y al ponerse en pie permitió que mi pierna derecha se estirara. Después fue fácil meter el brazo izquierdo. Con la misma facilidad entró el derecho, pero asomó por el brazal destrozado, protegido solamente en el hombro.

—Así esta mejor —dije—. Espera un momento.

En cambio Sidero se lanzó escaleras arriba, ahora capaz de subir tres peldaños de una zancada.

Me frené, di media vuelta y volví a bajar.

—Te mataré por esto.

—¿Por volver por mi cuchillo y mi pistola? Creo que no deberías; tal vez los necesitemos. —Me agaché a recogerlos, el cuchillo con la derecha, la pistola con la izquierda dentro de la mano de Sidero. Parte del cinturón se había metido en la rejilla del piso; pero lo recuperé sin dificultad, inserté la vaina y la pistolera y lo abroché a la cintura de Sidero sin dejar un pulgar de espacio.

—¡Sal!

Le ajusté mi capa a los hombros.

—Sidero, aunque no me creas yo también he tenido gente dentro. Puede llegar a ser agradable y útil. Porque estoy donde estoy tenemos brazo derecho. Tú dijiste que eras leal a la nave. Yo también. Vamos a…

Algo pálido se desprendió de la niebla pálida. Las alas eran traslúcidas como las de los insectos, pero más flexibles que las de un murciélago. Y eran enormes, tan anchas que envolvían el descanso donde estábamos como cortinas de catafalco.

De pronto volví a oír. Sidero había activado los circuitos que transmitían el sonido a mis oídos, o quizá estaba demasiado aturdido para impedir que funcionaran. Como fuese, oí el viento que esas alas grandes y fantasmales hacían bramar a nuestro alrededor, un siseo como el templado de mil espadas.

Tenía la pistola en la mano, aunque no conciencia de haberla sacado. Busqué desesperadamente algo a lo cual disparar, garras o cabeza. No había nada, y sin embargo algo me aferró las piernas y me levantó, y también a Sidero, como un niño levanta un muñeco. Disparé a ciegas. En las titánicas alas se abrió un hendidura —ah, pero qué hendidura más pequeña—, los bordes apenas definidos por una estrecha banda de negro quemado.

La baranda me dio en las piernas. En ese momento volví a disparar y olí humo.

Parecía como si ardiese mi propio brazo. Di un grito. Sidero estaba luchando con la criatura alada sin mi voluntad. Había sacado el cuchillo de caza, y por un instante temí que me hubiera apuñalado el brazo, que el dolor ardiente que sentía fuese de sudor entrando en una herida. Se me ocurrió volver la pistola contra él; entonces me di cuenta de que mi mano estaba dentro de la suya.

Una vez más fui presa del horror del Revolucionario. Yo luchaba por destruirme a mí mismo y ya no sabía si era Severian o Sidero, Thecla para vivir o Thecla para morir. Giramos, cabeza abajo.

Caímos. Fue de un terror indescriptible. Intelectualmente, yo sabía que en la nave sólo podíamos caer con lentitud. Y sin embargo estábamos cayendo, y el aire silbaba más y más rápido, y la pared del pozo de aire era una mancha oscura.


Había sido todo un sueño. Qué extraño parecía. Yo había subido a una nave con cubiertas en todos los lados; me había metido en un hombre de metal. Ahora por fin estaba despierto, tendido en la helada ladera de una montaña, más allá de Thrax, viendo dos estrellas y en la duermevela imaginando que eran ojos.

El brazo izquierdo se me había acercado mucho al fuego, pero no había fuego. Entonces lo que quemaba tanto era el frío. Valeria me llevó a un suelo más blando.

Estaba sonando la campana más grave del campanario. El campanario se había alzado por la noche, en una columna de fuego, y al alba se había instalado junto a Acis. La garganta de hierro de la gran campana les gritaba a las rocas y ellas resonaban alargando el eco.

Dorcas había puesto la grabación de «Campanas graves entre bastidores». ¿Había dado a luz mis últimas líneas? «Desde hace largo tiempo se dice que en tiempos futuros la muerte del sol viejo destruirá Urth. Pero de la tumba saldrán monstruos, un pueblo nuevo y el Sol Nuevo. La vieja Urth nacerá como una mariposa de la crisálida seca, y la Urth Nueva se llamará Ushas.» ¡Qué fanfarrón! Exit el Profeta.

En las alas me esperaba la mujer alada del libro del padre Inire. Golpeó las palmas una vez más, formalmente, como una gran dama llamando a su doncella. Cuando se separaron, apareció entre las dos un punto de luz blanca, caliente y llameante. Tuve la impresión de que ese punto era mi rostro, y mi rostro una máscara que lo miraba.

El antiguo Autarca, que vivía en mi mente pero rara vez hablaba, murmuró a través de mis labios hinchados: «Busca otra…».

Pasaron doce jadeos antes de que entendiese lo que nos había dicho: que era hora de rendir este cuerpo a la muerte, tiempo de que también nosotros —Severian y Thecla, él mismo y todos los que estaban a su sombra— avanzáramos hacia la sombra. Tiempo de que encontráramos a otro.


Yacía entre dos grandes máquinas ya rociadas de un lubricante oscuro. Casi cayéndome, me agaché a explicarle qué debía hacer.

Pero estaba muerto, la cicatriz de la mejilla fría al tacto, la pierna mustia quebrada, el hueso blanco asomando entre la piel. Con mis dedos le cerré los ojos.


Alguien se acercaba con pasos rápidos. Antes de que me alcanzara ya tenía a algún otro junto al hombro, una mano detrás de mi cabeza. Le vi la luz de los ojos, le olí el almizcle de la cara peluda. Me acercó una copa a los labios.

Probé, esperando que fuese vino. Era agua; pero agua pura, fría, que me supo mejor que cualquier vino.

—¡Severian! —dijo una cavernosa voz femenina, y un corpulento marinero se acuclilló a mi lado. Sólo cuando volvió a hablar comprendí que la voz había sido la de ella—. Estás bien. Nos llevamos… Me llevé un susto… —Le faltaban las palabras y en vez de hablar me besó; mientras lo hacía, la cara peluda nos besó a los dos. Fue un beso rápido, pero el de ella duraba y duraba.

Me dejó sin aliento.

—Gunnie —dije, cuando por fin me soltó.

—Bien, ¿cómo te sientes? Tuvimos miedo de que te murieras.

—Yo también. —Ya me había sentado, aunque era lo único que podía hacer. Me dolían todas las coyunturas, más me dolía la cabeza, y parecía que me hubiesen puesto el brazo derecho al fuego. La manga de la camisa de terciopelo colgaba en guiñapos y me habían untado la piel con un ungüento marrón.— ¿Qué me pasó?

—Parece que te caíste por el espiráculo… Allí te encontramos. Mejor dicho, te encontró Zak. Y fue a buscarme. —Gunnie movió la cabeza hacia el enano peludo que me había acercado la copa de agua. Antes de eso, supongo que te fulminó algo.

—¿Me fulminó?

—Hubo algún cortocircuito y el arco te quemó. A mí me pasó lo mismo. Mira. —Llevaba una camisa de trabajo gris; se la abrió lo suficiente para mostrarme que tenía la piel entre los pechos chamuscada y cubierta con el mismo ungüento.— Yo estaba trabajando en la central eléctrica. Cuando me quemé me mandaron a la enfermería. Allí me pusieron esto y me dieron un tubo para que siguiera usándolo… Supongo que por eso me buscó Zak. No estás oyendo nada, ¿no?

—Creo que no. —Las paredes de raros ángulos habían empezado a dar vueltas, a girar con lenta dignidad como los cráneos que una vez se habían columpiado a mi alrededor.

—Recuéstate de nuevo que iré a traerte algo de comer. Zak vigilará por si vienen guiñadores. De todos modos parece que hasta aquí no llegó ninguno.


Sentí que debería haberle hecho cien preguntas. Pero mucho más quería echarme a dormir, si el dolor me lo permitía; y antes de pensarlo dos veces ya estaba acostado y medio dormido.

Luego volvió Gunnie con un tazón y una cuchara.

—Atole —me dijo—. Cómetelo. —Sabía a pan rancio hervido en leche, pero estaba caliente y caía bien al estómago. Creo que antes de dormirme de nuevo comí la mayor parte.

Cuando volví a despertarme, el dolor ya no era aquel terrible tormento. Los dientes que había perdido seguían faltando y la boca y la mandíbula me ardían; a un lado de la cabeza tenía un chichón como un huevo de paloma y pese al ungüento se me empezaba a agrietar el brazo derecho. Hacía más de diez años que el maestro Gurloes o uno de los oficiales me había azotado, y descubrí que ya no era tan hábil en desprenderme del dolor.

Procuré distraerme examinando los alrededores. El lugar donde estaba no parecía tanto una cabina como una hendidura en un gran mecanismo, uno de esos lugares, aunque ampliado varias veces, donde se encuentran objetos que parecen llegados de ninguna parte. El techo tenía al menos diez anas de altura y era inclinado. No había puerta que preservara la intimidad o repeliera a los intrusos; desde un rincón entraba un pasillo libre.

Yo estaba acostado en una pila de trapos limpios cerca del rincón opuesto en diagonal. Cuando me senté a mirar en torno, el enano peludo que Gunnie llamaba Zak surgió de las sombras y se acuclilló a mi lado. No habló, pero la postura expresaba preocupación por mi bienestar. Le dije: —Estoy bien, descuida —y con eso se tranquilizó.

La única luz de la cámara entraba por el pasillo; recurrí a ella para examinar lo mejor posible a mi enfermero. Me pareció no tanto un enano como un hombre pequeño, es decir, no tenía una desproporción marcada entre las extremidades y el torso. La cara no era muy distinta de la de cualquier hombre, salvo por la mata de pelo que la ocultaba demasiado, la lujuriosa barba castaña y un bigote más lujurioso aún, ninguno de los cuales parecía haber sido sometido nunca a la tijera. La frente era baja, la nariz algo chata y la barbilla (hasta donde podía imaginarse) menos que prominente. Sin duda era un hombre, debería añadir, y por cierto que totalmente desnudo salvo por la gruesa capa de vello; pero cuando me vio mirarle la entrepierna tomó un trapo de la pila y se lo anudó a la cintura como un delantal.

Con cierta dificultad me puse en pie y eché a renquear por la habitación. Corriendo, él se me adelantó y fue a plantarse en el umbral. Allí todas las líneas de su cuerpo me recordaron a un criado que había visto refrenando a un exultante borracho; me pedía que no hiciese lo que pensaba y al mismo tiempo anunciaba la decisión de su dueño de impedírmelo por la fuerza si insistía.

Yo no era capaz entonces de ningún tipo de esfuerzo y aún menos de despertar en mí ese ánimo temerario que nos predispone a pelear con los amigos cuando no hay adversarios a mano. Titubeé. Él señaló el pasillo y, en un gesto inconfundible, se pasó un dedo por la garganta.

—¿Hay peligro allí? —pregunté—. Probablemente tienes razón. Al lado de esta nave, algunos campos de batalla que he visto parecerían parques públicos. De acuerdo, no saldré.

Con los labios lastimados me costaba hablar, pero al parecer me había entendido y al cabo de un momento sonrió.

—¿Zak? —pregunté señalándolo.

Volvió a sonreír y asintió.

Me toqué el pecho: —Severian.

—¡Severian! —Mostrando unos dientes pequeños y agudos, interpretó con una sonrisa una breve danza de alegría. Alegre todavía, me tomó del brazo izquierdo para llevarme de vuelta a la pila de trapos.

Aunque la mano era morena, parecía brillar tenuemente en la penumbra.

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