XXV — La pasión y el pasaje

Es extraño cómo obra el agotamiento en la mente. Una vez solo en mis aposentos, no pude dejar de pensar en que ahora no había guardia frente a mi puerta. En mi tiempo como Autarca siempre había tenido centinelas, a menudo pretorianos. Vagué por varias habitaciones, buscando la puerta simplemente para verificar que ahora no había ninguna; pero cuando al fin la abrí, unos brutos semihumanos de casco grotesco se irguieron como resortes.

Volví a cerrar, preguntándome si estaban ahí para cuidar que no entraran otros o que no saliera yo; y perdí unos momentos más buscando una forma de apagar la luz. Pero estaba demasiado agotado como para seguir yendo de un lado a otro. Dejando caer la ropa al suelo, me tendí de través en la ancha cama. Mientras mis pensamientos derivaban hacia el brumoso estado que llamamos sueño, la luz se fue atenuando y terminó por apagarse.

Creí oír pasos, y por un tiempo que pareció largo pugné por sentarme. El sueño me apretaba contra el colchón, sujetándome mejor que una droga. Al fin la caminante se sentó a mi lado y me retiró el pelo de la cara. Aspirando su perfume, la atraje hacia mí.

Cuando juntamos los labios, unos rizos me acariciaron la frente.

Me desperté sabiendo que había estado con Thecla. Aunque no había hablado y yo no le había visto la cara, no tenía dudas. Raro, imposible, prodigioso, me dije; sin embargo así era. Nadie de este universo ni de otro me habría podido engañar tanto tiempo en una intimidad tan grande. Pero no, no era imposible, nada imposible. Los hijos de Tzadkiel, los meros niños que criaba en su mundo de Yesod, habían traído a Thecla y los demás para luchar contra los marineros. Seguro que a Tzadkiel no le era imposible traerla a ella otra vez.

Me levanté de un salto y me volví a buscar algún rastro: un pelo o una flor aplastada en la almohada. Habría atesorado siempre (y me lo dije) un recuerdo así. La rara manta de piel con que me había tapado estaba lisa y extendida. Junto a la huella de mi cuerpo no había otra.

En alguna parte de los laboriosos escritos que reuní en el triforio de la Casa Absoluta, y más laboriosamente aún repetiré a bordo de esta nave en una fecha ignota del futuro que se ha vuelto mi pasado, dije que, aunque al lector no le haya parecido así, raras veces me he sentido solo. Para seros franco, entonces, si alguna vez os cruzáis también con estos escritos, dejadme decir que en ese momento sí, me sentí solo, que supe que estaba solo pese a ser Legión, como mi antecesor había dicho a sus ayudantes que lo llamaran.

Yo era ese antecesor, y los antecesores de él; cada uno tan solitario como deberán estar todos los gobernantes hasta que a Urth le lleguen tiempos mejores, o más bien hombres y mujeres mejores. También era Thecla; Thecla pensando en la madre y la medio hermana que no volvería a ver nunca, y en el joven torturador que había llorado por ella cuando a ella ya no le quedaban lágrimas. Sobre todo era Severian, y horriblemente solo, como conoce la soledad el último hombre de un barco abandonado, cuando sueña con sus amigos y se despierta más solo que nunca, y quizá sale a cubierta a mirar las estrellas pobladas y las destrozadas velas que no lo llevarán a ninguna parte.

El miedo me dominó por más que traté de ahuyentarlo riéndome. Estaba solo en la gran suite que Tzadkiel había llamado aposentos. No oía a nadie; y parecía posible, todos los delirios que soñamos parecen posibles en el momento de despertar, que no hubiese nadie que YO pudiera oír, que por razones propias e insondables Tzadkiel hubiese vaciado la nave mientras yo dormía.

Me bañé en la piscina; luego me afeité la cara inquietante, libre de cicatrices, que me miraba desde el espejo, todo el tiempo atento a oír una voz o una pisada. Tenía la ropa rota, y tan sucia que vacilé en ponérmela de nuevo. En los armarios había prendas de muchos colores y clases, y sobre todo, me pareció, de esas clases que tanto se adaptan al estilo masculino como al femenino, y a cualquier talla, todas de las telas más ricas. Elegí unos pantalones amplios, oscuros, que se ajustaban a la cintura con una faja de paño rojo, una túnica de cuello abierto y grandes bolsillos, y la capa fulígena del gremio de los torturadores, del cual oficialmente sigo siendo maestro, forrada de brocado multicolor.

No me habían abandonado, y cuando terminé de vestirme el miedo ya había desaparecido en gran parte; no obstante, mientras avanzaba por la enorme pasarela desierta a la que daba la suite, lo pensé un rato, y de la soñada Thecla que me había deleitado y dejado, pasé a Dorcas y Agia, a Valeria y por fin a Gunnie, a quien harto contento había tomado de amante cuando podía serme de utilidad y no tenía otra, y de quien, al decirme Tzadkiel que había despachado a los marineros, yo había permitido que me separaran sin una palabra de protesta.

A lo largo de toda mi vida he estado excesivamente dispuesto a abandonar a mujeres que tenían derecho a mi lealtad: Thecla, por supuesto, hasta que fue demasiado tarde para otra cosa que facilitarle la muerte; y después de ella Dorcas, Pía y Daría, y por fin Valeria. En esa vasta nave parecía a punto de dejar de lado a una más, y resolví no hacerlo. Encontraría a Gunnie, dondequiera que estuviese, y la llevaría a mis habitaciones para que se quedase hasta que llegáramos a Urth y pudiera, si lo deseaba, volver a la aldea de pescadores.

Así decidido iba avanzando, y la pierna recién curada me permitía andar al menos tan deprisa como cuando partiera desde la Vía de Agua que corre con el Gyoll; pero yo no pensaba sólo en Gunnie. Era consciente de la necesidad de tomar nota de los lugares y la dirección en que me movía, pues nada habría sido más fácil que perderme en la vastedad de la nave, como más de una vez me ocurriera en el viaje a Yesod. También era consciente de algo más: un punto de luz brillante que parecía infinitamente lejano y sin embargo inmediato.


Dejadme confesar que ya entonces lo confundí con ese globo de oscuridad que mientras Gunnie y yo lo atravesábamos se había convertido en disco de luz. Sin duda es imposible que el portal por donde pasamos fuese la Fuente Blanca que ha salvado y destruido Urth, el géiser rugiente que vomita crudos gases sin origen.

Es decir, siempre lo consideré imposible mientras tenía alguna ocupación en el mundo de la luz, el mundo que habría perecido sin un Sol Nuevo; pero a veces me lo pregunto. ¿No será que Yesod, visto desde nuestro universo, es tan diferente de Yesod visto desde dentro como un hombre visto desde fuera es diferente de la imagen que ve de sí mismo? Sé que a menudo soy insensato y a veces débil, solitario y asustadizo, dado en exceso a la bondad pasiva y demasiado presto, como he dicho, a abandonar a mis amigos más íntimos en busca de algún ideal. Sin embargo he aterrorizado a millones.

¿No será al fin y al cabo que la Fuente Blanca es una ventana a Yesod?


La pasarela daba curvas y más curvas; y, como antes, observé que si bien en la zona de mis habitaciones parecía casi corriente, la distancia que se extendía adelante y la que yo había dejado atrás se volvían cada vez más extrañas a medida que mis ojos las escrutaban, llenas de brumas y luces siniestras.

Al cabo se me ocurrió que la nave se moldeaba a mi paso, y una vez que yo me marchaba, volvía a sí misma para usos propios, tal como una madre se dedica a su hijo cuando está con él —hablando con las palabras más simples y jugando a cosas de niños pero en otros momentos compone una epopeya o recibe a un amante.

¿Era la nave de hecho un ente vivo? De que una cosa semejante fuera posible no me cabían dudas; pero había visto poco que lo indicara, y de ser así, ¿para qué necesitaba tripulación? La cosa se habría podido hacer más fácilmente, y lo que Tzadkiel me había dicho la noche anterior (suponiendo que durante mis horas de sueño había sido de noche) sugería un mecanismo más simple. Si aplicando el peso de un pie al respaldo del canapé se podía entrar en el cuadro, ¿no se apagaría paulatinamente la luz de la habitación cuando el peso de los pies dejaba el suelo? ¿No se remodelarían esas proteicas pasarelas al imperio de mis pasos? Resolví vencerlas usando la pierna curada.

En Urth no lo habría hecho, pero en Urth toda la enorme nave se habría caído en pedazos; y a bordo, donde antes yo había sido capaz de correr y hasta saltar, ahora era más rápido que el viento. Me precipité hacia adelante; cuando llegaba a la curva siguiente di un salto y pateé la pared, cayendo a lo largo de la pasarela del mismo modo que había saltado de una jarcia a otra.

En un instante había dejado atrás el pasaje que conocía y me encontraba entre ángulos insólitos y mecanismos fantasmales, donde luces verdeazuladas volaban como cometas y el corredor se retorcía como las tripas de un gusano. Mis pies dieron en la superficie, pero no con vigor; estaban entumecidos, y las piernas flojas como las de una marioneta cuando ha caído el telón. Me tambaleé por la pasarela, que se encogió hasta convertirse en un punto dolorosamente brillante, pero cada vez más pequeño, en un campo de oscuridad total.

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