XLII — ¡Ding, dong, ding!

Al entrar en la Casa Secreta yo apenas había sabido adónde iba. Mejor dicho, apenas había tenido conciencia; como a la larga comprendí, inconscientemente había encaminado los pasos hacia el Hipogeo Amarantino. Pretendía averiguar quién ocupaba el Trono del Fénix y reclamarlo, si era posible. Cuando llegara el Sol Nuevo la Comunidad necesitaría un gobernante que entendiera lo que había ocurrido; eso pensaba yo.

Cierta puerta de la Casa Secreta se abrió detrás de la cortina de terciopelo que colgaba detrás del trono. La había sellado yo, con mi palabra, en el año inicial de mi reinado; y había puesto campanas en el exiguo espacio entre la cortina y el muro, para que nadie entrara sin hacer algún ruido, que el ocupante del trono no dejaría de oír.

Ahora una orden mía abrió la puerta suave y silenciosa. Entré y la cerré a mis espaldas. Las campanillas, pendientes de hilos de seda, tintinearon blandamente; arriba de ellas campanas más grandes, de cuyas lenguas colgaban los hilos, susurraron con voces metálicas y dejaron caer un chaparrón de polvo.

Permanecí inmóvil, atento. Por fin cesó el campanilleo, aunque no sin que yo oyera en él la risa de Tzadkiel.

—¿Qué es ese retintín?— La que hablaba era una anciana, en un tono fino y agrietado.

Alguien más habló con profunda voz de hombre. No pude discernir las palabras.

—¡Campanas! —exclamó la anciana—. Oímos campanas. ¿Tan sordo te has vuelto, quiliarca, que no las oíste tú también?

Eché de menos el digue, con el cual habría podido rasgar la cortina y espiar dentro; mientras volvía a sonar la voz profunda, se me ocurrió que otros que hubieran estado en ese mismo sitio habrían tenido también la misma idea, y cuchillos bien afilados por añadidura.

—Sonaron, te digo. Envía alguien a averiguar.

Quizá hubiera muchas rajaduras así, porque en un solo aliento encontré una, hecha por algún observador apenas más bajo que yo. Mire y vi que me encontraba a tres zancadas de la derecha del trono. Sólo la mano del ocupante era visible, apoyada en el brazo, esqueléticamente flaca: una mano tramada de venas azules y cuajada de gemas.

Ante el trono, con la cabeza inclinada, se agachaba una forma tan vasta que por un momento creí que era la de Tzadkiel cuando había capitaneado la nave. Tenía el pelo en desorden, empastado y sanguinolento.

Detrás se alzaba una piña de guardias tenebrosos, y al lado un oficial sin casco cuyas insignias y la virtualmente invisible armadura lo señalaban como quiliarca de los pretorianos, aunque por supuesto no era el que había desempeñado el cargo en mis días de Autarca, ni tampoco el que yo bajara del alto poste en una época ahora inimaginablemente distante.

Delante del trono, y por lo tanto casi fuera de mi campo visual, una mujer harapienta se apoyaba en un bastón labrado. Justo cuando reparaba en ella, habló y dijo: —Suenan para dar la bienvenida al Sol Nuevo, Autarca. Toda Urth se prepara a recibirlo.

—En nuestra infancia —murmuró la anciana del trono— había poco que hacer salvo leer historia. Así aprendimos que ha habido mil profetas como tú, pobre hermana… No, digamos cien mil. Cien mil desahuciados locos que se creían grandes rectores y encima querían volverse grandes gobernantes.

—¿Quieres oírme, Autarca? —replicó la mujer harapienta—. Hablas de miles y cientos de miles. Al menos mil veces he oído objeciones como las tuyas, pero tú no has oído aún lo que yo he de decir.

—Adelante —dijo la mujer del trono—. Mientras nos diviertas puedes hablar.

—No he venido a divertirte, sino a decirte que el Sol Nuevo ya ha estado aquí muchas veces, quizá visto por una sola persona, o unas pocas. Te acuerdas sin duda de la Garra del Conciliador, pues desapareció en nuestra época.

—La robaron —farfulló la anciana sentada en el trono—. Nosotras nunca la vimos.

—Pero yo sí —dijo la harapienta mujer del bastón—. La vi en manos de un ángel, de niña, una vez que estaba muy enferma. Esta noche, mientras venía hacia aquí, volví a verla en el cielo. Tus soldados también, aunque temen decírtelo. También este gigante, que como yo ha venido a advertirte y por eso ha sido aporreado. Y tú la verías, Autarca, si salieras de esta tumba.

—Ya ha habido antes portentos así. No han traído nada nuevo. Ni ver una estrella con barba nos haría cambiar de idea.

Pensé en salir al escenario para concluir la obra, si podía; y no obstante me quedé donde estaba, preguntándome a quién podría entretener una obra semejante. Porque era una obra, y de hecho una obra que yo ya había visto, aunque no mezclado con el público. Era la obra del doctor Talos, con la anciana del trono en un papel que el doctor había reservado para él y la mujer del bastón en uno de los papeles que fueran míos.

Acabo de escribir que elegí no salir, y es cierto. Pero en el acto mismo de tomar esa decisión llegué a moverme, apenas. Las campanitas volvieron a reír y la campana mayor de cuya lengua dependían sonó una vez, aunque suavemente.

—¡Campanas! —volvió a exclamar la mujer del trono—. Tú, hermana, bruja o como quieras llamarte, ¡largo de aquí! En la puerta hay un retén. Dile al guardián que queremos saber por qué suenan.

—No me iré de aquí porque tú lo ordenes —dijo la mujer harapienta—. Ya he contestado tu pregunta.

En eso el gigante levantó la cabeza, separándose el pelo lacio con manos ensangrentadas.

—Si suenan campanas, es porque llega el Sol Nuevo —gruñó en una voz tan profunda que era difícil entenderlo—. Yo no las oigo, pero no necesito oírlas.

Aunque dudé de mis ojos, era Calveros en persona.

—¿Quieres decir que estamos locos?

Mi oído no es agudo. En un tiempo estudié el sonido, y cuanto más aprende uno de eso menos oye. Además, mis membranas timpánicas se han vuelto demasiado anchas y gruesas. Pero he oído las corrientes que agitan tus negras trincheras y las olas que golpean en tu costa.

¡Silencio! —ordenó la anciana.

—No podéis ordenar a las olas que se callen, madame —le dijo Calveros—. Ya llegan, y están amargas de sal.

Un pretoriano le golpeó la sien con la culata del fusil; fue como un mazazo.

Calveros pareció no acusarlo. —Los ejércitos de Erebus siguen las olas —dijo—, y todas las derrotas que sufran en manos de vuestro esposo serán vengadas.

Esas palabras me revelaron la identidad del Autarca, y tras esta nueva conmoción la de ver a Calveros quedó en poca cosa. Parece que di un respingo, porque las campanitas sonaron con fuerza, y una de las grandes habló dos veces.

—¡Escuchad! —exclamó Valeria con su voz agrietada.

El quiliarca estaba pasmado.

—He oído, Autarca.

Calveros gruñó: —Yo puedo explicarlas. ¿Me oiréis también a mí?

—Ya mí —dijo la mujer del bastón—. Repican por el Sol Nuevo, como ya os ha anunciado el gigante.

Valeria murmuró: —Habla, gigante.

—Lo que voy a decir no es importante. Pero lo diré para que después escuchéis lo que importa. Nuestro universo no es el más alto ni el más bajo. Basta que la materia se haga aquí demasiado densa para que estalle hacia un nivel superior. Nosotros no lo vemos porque todo se nos escapa. Luego hablamos de un agujero negro. Cuando la materia se vuelve demasiado densa en el universo inferior, explota hacia el nuestro. Nosotros vemos una erupción de movimiento y energía, y hablamos de una fuente blanca. Lo que esta profetisa llama Sol Nuevo es una fuente así.

Valeria murmuró: —En nuestro jardín hay una fuente que dice augurios, y hace muchos años oí que alguien la llamaba Fuente Blanca. ¿Pero qué tiene que ver todo esto con las campanas?

—Tened un poco de paciencia —le dijo el gigante—. Estáis aprendiendo en un aliento lo que yo aprendí en una vida.

La mujer del bastón dijo: —Eso está bien. Nos quedan sólo unos alientos. Alrededor de mil, tal vez.

El gigante la fulminó con la mirada antes de hablar de nuevo con Valeria.

—Los opuestos se unen para aparecer y desaparecer. El potencial de ambas cosas no se pierde. Este es uno de los grandes principios de las causas de las cosas. Nuestro sol tiene en el centro un agujero negro como el que os describí. Para llenarlo, durante milenios se ha acarreado una fuente blanca a través del vacío. Al volar gira, y en su movimiento emite ondas de gravedad.


Valeria exclamó: —¿Cómo? ¿Ondas de gravedad? El quiliarca tiene razón: tú estás loco.

El gigante pasó por alto la interrupción.

—Estas ondas son demasiado leves como para marearnos. Pero Océano las siente y crea nuevas mareas y corrientes desusadas. Como ya os dije, yo las he oído. Ellas me trajeron aquí.

El quiliarca gruñó: —Y si la Autarca lo ordena, te tiraremos de nuevo.

—Del mismo modo las sienten las campanas. Igual que Océano, tienen una masa delicadamente equilibrada. Por lo tanto repican, tal como dice esta mujer, anunciando el Sol Nuevo.

Yo estaba a punto de salir, pero advertí que Calveros no había acabado.

—Si sabéis algo de ciencia, madame, no ignoráis que el agua sólo es hielo al que se ha añadido energía.

Desde mi puesto de observación no veía la cabeza de Valeria, pero tiene que haber asentido.

—La leyenda de las montañas de fuego es más que una leyenda. En épocas en que los hombres no eran sino bestias superiores tales montañas existieron realmente. El vómito de fuego era piedra que la energía había vuelto incandescente, del mismo modo que el agua es hielo fluido. A nuestro mundo llegaban las llamas de un mundo inferior excesivamente cargado de energía: con los mundos ocurre lo mismo que con los universos.

Oí suspirar a Valeria. —Cuando nosotras éramos jóvenes, como no teníamos nada mejor que hacer, nos pasábamos días enteros cabeceando ante fárragos de este tipo. Pero cuando nuestro Autarca vino a buscarnos y despertamos a la vida perdimos familiaridad con todo cuanto habíamos estudiado.

—Por fin ha llegado, madame. La fuerza que hizo sonar vuestras campanas ha entibiado una vez más el corazón de Urth. Ahora repican por la muerte de los continentes.

—¿Ésa es la nueva que has venido a contarnos, gigante? Si los continentes mueren, ¿quién vivirá?

—Los que estén en naves, pienso. Sin duda aquellos cuyas naves estén en el aire o el vacío. Los que ya vivan bajo el mar, como vivo yo desde hace cincuenta años. Pero esto no importa. Lo que…

La solemne voz de Calveros fue interrumpida por un portazo que sonó a cierta distancia en el Hipogeo Amarantino y un estrépito de pies en carrera. Un oficial subalterno fue a plantarse ante el quiliarca e hizo el saludo mientras Calveros y la mujer del bastón se volvían a mirar.

—Sieur… —El hombre observaba a su comandante pero no podía impedir que los ojos asustados se le desviaran hacia Valeria.

—¿Qué pasa?

—Sieur, otro gigante…

—¿Otro gigante? —Me pareció que Valeria inclinaba la cabeza. Vi un relámpago de gemas y debajo un mechón de pelo gris.

—¡Una mujer, Autarca! ¡Una mujer desnuda!

Aunque no le veía la cara, supe que Valeria se dirigía a Calveros cuando preguntó: — ¿Y qué puedes decirnos de esto? ¿Es tu mujer, tal vez?

Él negó con la cabeza; y yo, recordando la cámara roja de su castillo, especulé sobre la disposición de su vida en cavernas talásicas que para mí eran casi inconcebibles.

—El guardián está trayendo a la giganta para que sea interrogada— dijo el subalterno.

El quiliarca añadió: —¿Queréis contemplarla, Autarca? Si no, puedo ocuparme del interrogatorio.

—Estamos cansadas. Ahora nos retiraremos. Por la mañana me dirás qué has averiguado.

—E-ella di-dice —tartajeó entonces el joven subalterno —que ciertos cacógenos han aterrizado en una nave y han dejado aquí un hombre y una mujer.

Por un momento supuse que se refería a Burgundofara y yo; pero era improbable que Abaia y sus ondinas se equivocaran por edades enteras.

—¿Y qué mas? —preguntó Valeria.

—Nada más, Autarca. ¡Nada!

—Te lo veo en los ojos. Si no te baja en seguida a la lengua, lo enterrarán contigo.

—Es un rumor infundado, no más. Ningún hombre nuestro ha informado nada.

—¡Suéltalo!

El subalterno parecía azorado. —Dicen que han vuelto a ver a Severian el Cojo, Autarca. En los jardines, Autarca.

Era entonces o nunca. Levanté la cortina y pasé por debajo, mientras todas las campanillas reían y arriba la gran campana tañía tres veces.

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