Viena suponía un baño en el pasado nazi. E ir a Europa, para mi familia, siempre ha sido una excusa para sumirse en su origen primigenio. Todos han sido grandes viajeros y grandes descontentos. Europa era un lugar para rebuscar en la memoria, para revivir dramas, ideales, historias, sexo. Mi abuelo había soñado con el París del cambio de siglo durante toda su vida en Nueva York; mi madre había soñado con la Exposición Universal de París de 1931, con sus maquetas de Angkor Wat, y los chicos tan guapos que la perseguían vestida con sus medias de seda y su sombrero de forma acampanada. Ella y mi tía no olvidaban nunca el tremen (después llamado el Liberté, la primera bañera en la que yo también crucé el Atlántico), donde chicos nazis muy repeinados que olían a colonia de violeta las perseguían por las salas art déco, sin saber que eran judías. (Mi madre siempre ha tenido muchos admiradores.) Del Bremen al Liberté, seguimos sus pasos marinos.
Era una tradición familiar: Europa para nosotras era sexo: el lugar donde desaparecía la culpabilidad, las chicas bailaban el cancán y los chicos te besaban bajo los puentes del Sena, o el Támesis o el Arno, sin ninguna consecuencia. Europa era aventuras de una noche con hombres que hablaban escasamente tu idioma y en consecuencia no lo podían contar. Europa era poesía y bacanales y vino y queso y el país de las Doce Princesas. Allí no contaba nada. Después de todo, nos habíamos ido a tiempo. El Holocausto no se nos llevó por delante. Pero jugábamos con el peligro al borde de la llama, dedicándonos al sexo, una invitación al incendio. El hecho de haber escapado por poco al mayor pogromo de la historia hacía a Europa más sexy para los judíos norteamericanos nacidos después de la II Guerra Mundial. Dios sólo hizo dos fuerzas -amor y muerte-, y cuanto más cerca estuvieran el calor era mayor.
Preguntada:
– ¿No quieres ir a Europa, abuela? -la abuela, de ciento un años, de mi actual marido contestó (como ha hecho durante años):
– Ya he estado.
Pero mi familia nunca le volvió la espalda a su antiguo país. El verano en que yo tenía trece años fui a Europa en el Liberté con mis padres, cargando con un estuche de maquillaje con quince barras de labios y veinte colores distintos de esmalte de uñas, por el Grosvenor House, el George V, y el hotel Trianon de Versalles. Coqueteé con todos aquellos ascensoristas en sus cajas doradas. Bailé con pretendientes, y los llamé «pretendientes». El verano de mis diecinueve años me mandaron a la Torre de Bellosguardo, en Florencia, a estudiar italiano, y el verano en que tenía veintitrés años volví a hacer lo mismo sin la excusa de los cursos de verano.
Me enamoré de Italia como si el país fuera un hombre, un hombre con muchos campanili. A partir de entonces, Italia fue el país de mi amor. Todavía lo es, aunque las botellas de plástico y los condones se depositen en sus soleadas orillas y VIP ahora signifique visite in prigione.
Willkommen in Wien, decía el rótulo. Aquello no era Italia, pero estaba cerca. Justo al otro lado de los Alpes estaba El País del Folleteo, una bota bailando enfebrecidamente que le daba una patada a Sicilia hacia el mar azul celeste. Y Viena era encantadora, aunque estuviera abarrotada de nazis y de psicoanalistas, aunque yo estuviera con mi marido.
Pronto tomé conciencia de ello. Sólo tuve que echarle los ojos encima y al momento quedé enamorada de un protagonista de lo más inadecuado, un psiquiatra hippy laingiano con unos intensos ojos verdes (uno de ellos estrábico), abundante pelo rubio y gran cantidad de feromonas. Yo sólo quería un ligue para aliviar el aburrimiento de mi matrimonio, pero le había echado el guante a un amante-demonio al que no había nada que le gustase más que liar la vida de los demás y tener líos con las mujeres de los otros psicoanalistas.
Su nombre auténtico era tan absurdo que no podría usarlo en un libro. Yo le llamaba «Goodlove», esperando evocar el Mr. Lovelace de Clarissa. Aparte de eso, lo tenía más o menos colgado de mí. Sentir un deseo inmediato lleva al cuelgue. Perder el control empuja al amante a jugar a los dardos con el objeto del caos emocional. Los dardos, las flechas, acompañan al amor. Incluso Cupido las usa.
En todos los actos públicos -cenas en el Danubio, banquetes en la Rathaus, conferencias de luminarias psicoanalíticas por medio de auriculares- coqueteábamos. Todo el mundo lo notaba. Pretendíamos eso. Nos daba la excitación necesaria. No queríamos follar tanto el uno con el otro como fastidiarles a los demás, en especial a mi marido y mi psicoanalista. Pero mi psicoanalista no miraba. Sólo lo hacía mi marido.
Tras unos escarceos preliminares en el hotel vienés donde residían todos los ingleses, comprendí que era de poco fiar en la cama. De todos modos estaba loca por él.
Su conversación me atraía. Él quería nada más y nada menos que llevarme al fondo de mí misma. Y yo estaba tentada. Era el tentador que había andado buscando.
Mi primer libro de poemas había salido aquella primavera y yo estaba buscando una recompensa. Publicar un libro siempre me ha hecho desear el caos. Un libro ordena y pone fin a una parte de la vida. Esa fase ha terminado, está a punto de comenzar otra. Buscaba una balsa que me ayudara a cruzar el Rubicón. La balsa siempre ha sido un hombre.
Llegué, vi, fui conquistada. Mis tretas para convertir a un esclavo en amo no me fallaron. El corazón y el cono latían exigiendo: tómame, tómame, tómame o moriré.
Mi marido y yo quedábamos despiertos toda la noche analizando la atracción. Con eso tratábamos de reprimirla, pero sólo la hacía más intensa. Dado que todo libro es un pelarse la piel, ahora yo estaba en carne viva. Quería que me saliera una piel nueva que tapara la sangre.
Una relación amorosa hace eso: que crezca una protección, aunque sólo sea para cicatrizar. El amor ni siquiera tiene que participar, El hombre sólo me parecía guapo a mí. Pero me provocaba, y la provocación parece amor.
Después de quince días de esto, nos marchamos juntos en su MG, sin destino. Un descaro, un regicidio. Allan era el rey y yo era la asesina. Quería matar al rey del interior de mi cabeza. No me bastaba con el ajedrez. El hombre tenía que ser de carne y hueso. Y tenía que hablar, tenía que despertar al diablo osado de mi pecho.
Él dijo:
– No quieres, no puedes.
Yo dije:
– ¡Puedo! ¡Quiero!
¡Qué modo tan estúpido de iniciar un viaje! Nos dirigimos a los Alpes y zigzagueamos por los pasos alpinos. Salzburgo, St Gilgen, Berchtesgaden, el nido de Hitler. Nos deteníamos en pensiones modestas. Estábamos destinados a no gustarnos el uno al otro tanto como el primer día que nos vimos.
Nos dominaba el pánico. Para aplacarlo, le conté la historia de mi vida. «Adrián Goodlove» me empujaba a ello, estimulando mi candor. Para cuando llegamos a París, yo ya había oído mi propia historia, aunque había sido como las de Scherezade, para mantenerlo interesado. Claro, la adorné y la exageré e inventé parientes de más. Eso es lo que hacen los que cuentan relatos.
Me abandonó en París sin coche. Iba a reunirse con su novia e hijos. Monté en cólera. Le mordí los labios. Le mordí el cuello. El se rió y me pidió un libro de poemas firmado. Después de un descenso en la Orilla Izquierda del Hades á la Miller, Orwell, Hemingway y otros ídolos caídos, reclamé mi alma, y reclamé a mi marido poco después.
El psiquiatra hippy y yo nos volvimos a ver en Londres, en Hampstead Heath. Nos sentamos en el jardín de Keats y esperamos a que cantara el ruiseñor. Adrián, mi musa, me dio un impulso para empezar el libro.
– Escribe sobre esto -dijo-. No te lamentes.
– ¿Y después qué? -pregunté yo.
– Escribirás otro libro y otro -dijo él.
– ¿Eso es todo?
– Es todo lo que hay. Uno termina y luego empieza otra vez.
– ¿Y si no tiene éxito?
– ¿Y eso qué tiene que ver contigo? Tú eres la que escribe no el crítico de tu libro.
– ¿Y si no puedo?
– Puedes. Sé que te puedes imponer a tus miedos. Eso es lo que es un escritor, uno que se impone al miedo.
Conque volví a casa y empecé. Cada vez que vacilaba, ponía una grabación de su voz. Hecha en la Autobahn, cerca de Munich, sonaba a camiones que pasaban zumbando y a cláxones que atronaban. Pero, por debajo del ruido del tráfico, oía su voz que me excitaba.
Todavía la puedo oír. Me encaminó. Escribí la narración como un vagabundo que huye. Mi actuación como Scherezade era el marco. Día y noche escribía con el corazón latiéndome con fuerza. Era medio confesión, medio desafío. Escribí aquello porque creí que no podría. Me empujaba la fuerza del miedo.
Empecé el libro en septiembre y tenía un borrador -salvo el final- en junio. El final me costó mucho más dolor que todos los demás libros míos juntos. Sabía que, hiciera lo que hiciera al final mi heroína, sería algo equivocado según las convicciones políticas de alguien. De modo que la dejé en la bañera, renaciendo.
El renacer es la cuestión principal. El divorcio, el matrimonio, la muerte, pueden llevarte allí o no. Las novelas de hoy normalmente favorecen el divorcio. Durante el último siglo favorecieron el matrimonio. Ningún final interesa tanto como el renacer de la heroína. Dado que habían muerto tantas heroínas, quería que la mía renaciera.
Cuando tuve cuatrocientas página» o así, corrí al despacho de mi editor y las dejé encima de la mesa. A lo mejor él había llegado a pensar que no existía ninguna novela. Salí rápidamente y me dirigí a Cape Cod, donde se reunían los psiquiatras.
Cuando Aaron me llamó para decirme lo mucho que le había gustado el libro, yo quedé traspuesta y casi tenía miedo de escuchar. Recuerdo vagamente que dijo:
– Lo tiene todo: feminismo, sexo, sátira, ambivalencia; cuenta la historia desde un punto de vista único.
¿Era mi libro aquello? Luego me dediqué durante seis meses al proceso de encontrar un final.
Lo que más recuerdo es que les quise quitar el libro a los de la imprenta. Tenía terrores y sudaba mucho por la noche anticipando mi condenación. Sabía que este libro era una proclama de emancipación. Pero no sabía si yo sabría cómo ser libre.
¡La de noches que pasé despierta con ganas de romper el contrato, guardar el libro con llave en un cajón, quemarlo en la playa! El desafío que representaba me hizo perseverar. Ya no sabía a quién desafiaba. ¿A mí misma? ¿A mi marido? ¿A mi familia? ¿A la tradición que condena a las mujeres engreídas a muerte? Sin embargo no sabía todo lo que estaba haciendo.
El bloqueo para escribir volvió. Había escrito el libro a toda velocidad para burlarlo, pero las últimas cincuenta páginas me llevaron tanto como escribir las cuatrocientas anteriores. Los planteamientos erróneos son ilustrativos. En uno, Isadora escribe largas cartas a Herzog, a Freud, a Colette, a Simone de Beauvoir, a Doris Lessing, a Emily Dickinson. En otro, muere en un aborto chapucero. En otro, huye de Bennett y va a Walden a vivir sola en los bosques. En otro, ella promete esclavitud eterna, y él la vuelve a aceptar.
Ninguno de ellos servía. El final de un libro es un amuleto mágico tanto para su autor como para su lector. Sabemos que los libros hacen que pasen cosas, de modo que nos debemos contener, deseando que no pasen. Volví a lo que sabía que debía hacer: construir un final que fuera consistente con el personaje. Isadora había emprendido su camino. Pero todavía no había llegado. No podía humillarse, pero tampoco podía huir lejos. Podía cambiar mentalmente, pero no la mesa en la que escribía. Todavía no. No estaba completamente dispuesta. Tenía otro paso de montaña que cruzar.
Cuando el libro empezó a circular con las cubiertas verde pálido que contenían las galeradas, se produjo un murmullo. Yo no lo entendía. Era entusiasmo y condena. Robaban las galeradas y pasaban de mano en mano, Desaparecieron.
Mi pánico se intensificó cuando apuntaba el éxito. Yo sabía que quería el éxito, pero ¿lo quería así? La desnudez del libro me aterraba. Había escrito en mi piel y me presentaba ante el mundo como una mujer tatuada desnuda.
El primer verano en el Cape, había soñado con el libro no escrito; el segundo verano en el Cape, ya estaba en galeradas. Agonicé ante el final, al corregir las pruebas (incluso leía los diálogos en una cinta magnetofónica para oír cómo sonaban). Había dovened delante del manuscrito con un frasco de líquido para correcciones en la mano hasta que me coloqué debido a los vapores.
El día de la publicación apuntaba en noviembre de 1973 como si fuera el día en que montan la guillotina en la plaza de la ciudad. Si hubiera podido meter la cabeza en ella y terminar con tantas miserias, lo habría hecho.
Tener el cuerpo en carne viva acompaña a la habilidad para observar y describir sentimientos. Esto no se hace por una alegre inconsciencia. Los escritores dudan, tienen impulsos ciegos, se flagelan a sí mismos. El suplicio sólo se interrumpe durante breves momentos.
Conque el libro salió al mundo, andando por sí solo, con su propio destino a cuestas. Su destino no era predecible. No lo es el destino de ningún niño, y el padre se queda allí, mordiéndose las uñas y rezando.
Dos años después me encontré famosa, con un libro de bolsillo en lo más alto de las listas de los más vendidos durante la mayor parte del año. Pero mi fama no era la que una doctoranda en literatura habría deseado. Programas de debate y artículos de primera página, fotografías en el césped de las dunas de la parte de afuera de mi cabaña alquilada en Malibú, tratos con la industria del cine muy amargos, Hollywood y el mundo de la droga. Pero también peticiones de mi ropa interior (sin lavar, a ser posible), mensajes en botellas de Crusoes en una isla desierta que querían que los rescatara. Las plegarias atendidas siempre son más duras que las no atendidas. Choqué contra mi propia compulsión hacia la autodestrucción. Había conseguido lo que quería; ahora no podía esperar para quitármelo de encima.
Cuando el alumno está preparado, aparece el profesor. Julia Phillips fue mi profesora de autodestrucción. Estaba muy por delante de mí en esa especialidad. Cuando la conocí -un manojo de nervios de cuarenta y cinco kilos con un pelo que soltaba chispas como los petardos-, me enamoré. Su energía era de maníaca; hablaba sin parar; tenía un niño, un Oscar, un marido obediente. Controlaba el mundo desde el hotel Sherry-Netherland. En 1974 eso no era habitual entre las mujeres.
Una de las heroínas de Edna O'Brien dice en alguna parte que la gente del cine está poseída por demonios, aunque demonios de una categoría muy baja.
Pero un demonio fue una vez un daimón -una fuerza creativa-, y Julia también era eso. Despedía energía, ideas, una especie de carisma. Me dejó admirada antes de llegar a odiarla.
Me persiguió para conseguir los derechos cinematográficos de Miedo a volar y por fin los compró por una opción modesta, sin cláusula de que podrían volver a mí, y 50.000 dólares.
Incluso para 1974, no era un buen negocio. Las negociaciones fueron interminables, variando mágicamente de cláusulas en el ordenador durante al menos un año. Entretanto, yo escribía mi primer guión de cine, celebraba reuniones interminables sobre él en el Sherry-Netherland con mi modelo del momento, y un día le dije adiós a mi matrimonio. Y el libro andaba por ahí haciéndose famoso. La primera señal de esto fueron los tremendos montones de correo.
Para cuando llegué a California en el otoño, con el primer borrador del guión debajo del brazo, Julia había pasado a otro nivel del consumo de drogas. Pero como yo no sabía nada de la cocaína, creía que era simplemente violenta y dañina.
Yo esperaba en una habitación del hotel -el Beverly Hílls-, y ella me llamó para decir:
– Hay un accidente en la autopista de San Diego. Llegaré dentro de una hora.
Una hora después su secretaria llamó para informar de otro accidente, una reunión urgente o problemas con el cuidado de sus hijos. Cuando las horas pasaron de dos a seis, empecé a considerar que se burlaba de mí y me enfadé.
Se comportaba del mismo modo con los directores y las actrices y justificaba su propia conducta con una especie de desfachatez y bravuconería que resultaba alternativamente genial y deprimente.
Las personas liosas pueden ser interesantes. Todos odiamos la hipocresía y queremos suprimirla del mundo, pero cuando un lioso se convierte en un hipócrita es un engaño más molesto que ninguno. Como dice Auden: «es menos desconcertante en el sentido moral que te dé por el culo un viajante que un obispo». Julia no era un obispo, pero yo la había convertido en la suma pontífice de los liosos: la rebelde de la rebeldía.
Entre reuniones que nunca se celebraban y un diluvio de publicidad el libro, yo estaba muy ocupada viendo a Jonathan Fast y enamorándome de él. Me había hecho amiga de sus padres durante las cenas en casa de los Untermeyer. Entretanto, Julia estaba ocupada fastidiando a toda la industria del cine con su mal proceder. Y cuando directores como Hal Ashby y John Schlesinger, y actrices como Goldie Hawn y Barbra Streisand habían renunciado al proyecto debido a las locuras de Julia, ésta decidió dirigir ella misma la película.
Entonces fue cuando nos enfrentamos. A pesar de haber hecho un breve curso de dirección en el American Film Institute, Julia era una novata. (También lo era yo, por supuesto, pero yo no estaba planeando dirigir la película.)
Por entonces, Jonathan y yo estábamos viviendo juntos en Malibú y yo trataba de quitarme de encima el matrimonio con el doctor Jong. Nuestra casa de Malibú tenía una cama de agua desde la que se veía el Pacífico, una bañera desde la que se veía el Pacífico y un patio central como una jungla abierto a los elementos. Las serpientes y los lagartos jugaban en él. Una vez, al llegar a casa, me encontré una serpiente en el cuarto de estar, y no del tipo habitual que se encuentra en los cuartos de estar de Malibú.
La casa era una de esas casas de muñecas montadas por unos carpinteros para que el productor mantenga relaciones sexuales con una starlet a media tarde los días de entre semana.
Eramos felices. Estábamos enamorados. Pero también estábamos traumatizados. El Newsweek estaba preparando un artículo de portada sobre mí y había situado fotógrafos en las matas de dondiegos y buganvillas. Jonathan trataba de emprender una carrera de escritor de guiones y sufría los tormentos habituales del rechazo. Yo trataba de apartarme del mundo y escribir una segunda novela, aunque los amigos escritores me aseguraban que no merecía la pena, pues cualquier cosa que escribiera después de Miedo a volar probablemente sería condenada, y no había segundos actos (o segundas oportunidades) en la vida de los norteamericanos.
– Escribe guiones de cine -decía Mario Puzo-, se gana más dinero.
Yo era una mocosa licenciada en literatura, y paseaba la vista por Malibú -con sus multimillonarios de origen extranjero corriendo por la playa, haciéndose más ricos y más canosos- y sólo pensaba en la literatura con una «L» mayúscula.
– Si no escribo la segunda, ¿cómo voy a poder escribir la tercera? -le pregunté a Mario.
– Si no escribo la tercera, ¿cómo voy a poder escribir la cuarta? Si no escribo la cuarta, ¿cómo voy a poder escribir la quinta…? -etcétera.
Yo quería ser Ivy Compton-Burnett o Simone de Beauvoir, no Robert Towne.
– Los tontos mueren -murmuró Mario Puzzo.
O puede que sólo dijera:
– Majadera.
¿No estaba en Hollywood? Bien, pues entonces sería Isherwood, Huxley o Thomas Mann; desde luego, no los hermanos Marx. Mi elevada idea de la literatura siempre me ha agotado.
O a lo mejor es el empeño que puso mi padre en el mundo del espectáculo que ha tomado el camino erróneo.
Durante la época en la que Julia puso la mano sobre una piedra y se declaró directora y yo me ungí como la Enamorada de la Literatura, conocí a un determinado hombre. Lo trajo alguien a una fiesta de nuestra casa de la playa. Podría haber sido cualquiera. Pasaron bastantes personajes desagrables por nuestra casa de Malibú el año en que fui famosa de verdad.
– Te presento a un gran amigo íntimo mío -dijo un conocido, utilizando unos adjetivos que denotan una completa ignorancia del significado de la palabra «amistad».
El modo de ganarse la vida el íntimo, el gran amigo, no estaba claro. Podría haber sido un director comercial, un encargado de personal, un productor y un domador de leones, todo al mismo tiempo.
Podría haberlo sido. Aquello era Hollywood.
No resulta noticia para nadie (excepto para una esnob literaria en 1974) lo que Hollywood les hace y les hacía a los personajes que han lavado y planchado su pasado para parecer actores-personajes. Las trampas financieras se omitían. Los fracasos se borraban y los éxitos se proclamaban a los cuatro vientos por remota que fuera la asociación. Los nombres de famosos que se soltaban en una conversación llegaban a llenar el suelo como las hojas en otoño.
El señor «encargado, productor o lo que fuera» tenía unos ojos verdes muy brillantes, y un enmarañado pelo gris, Me parece recordar que llevaba joyas de Zuni y túnicas de lino que parecían togas romanas, pero seguramente debe ser un error. Pretendía que de niño había predicado en los carnavales cristianos. Pretendía que había sido un pecador convertido en penitente y que había visto la luz, aleluya. Me recordaba a uno de los primeros cristianos rezando antes de que le arrojaran a los leones. Yo le recordaba, al parecer, lo mismo.
Este caballero y yo nos pusimos a hablar cerca de la bañera ante el luminoso telón de fondo de la puesta de sol sobre el Pacífico (y los dos nos felicitamos por estar silueteados sobre ella). El había seguido el asunto de Miedo a volar por las columnas de cotilleos. Estaba escandalizado por lo que me pasaba.
– Julia dice que ahora es directora y ni un actor la puede aguantar más allá de una sola reunión. No es asunto mío, pero si quieres hacer algo con ese contrato, puedo conseguir que recuperes los derechos. Te han jodido. Te ofrecieron unos acuerdos miserables. Y los agentes conspiran para que los aceptes
Había echado el anzuelo. Mi cerebro parecía una bomba a punto de explotar. Mi lioso de turno estaba preparado para echárseme encima como un león. Mi detector de liosos estaba averiado.
A los pocos días, a Jonathan y a mí nos invitaron a conocer los leones de nuestro nuevo amigo.
Guardados en un desfiladero secreto del desierto, vagaban por un ambiente preparado para que pareciera la sabana africana.
Nos invitaron a Jon y a mí a acariciarles, movernos entre ellos, entre sus garras. Posamos para polaroids que verían Howard y Bette Fast en Beverly Hills, sabiendo que harían los sonidos adecuados de padres judíos contentos.
Nuestro domador saltó entre los leones, gritándoles para demostrar que le podría gritar a cualquiera. Utilizó taburetes, sillas, látigos. Su mujer, una hermosa actriz que trabajaba poco, parecía igualmente apasionada por ellos.
– Será mejor que salgáis de la jaula -dijo, inquietantemente-. Esto podría ser peligroso.
Nos quedamos fuera viendo cómo nuestro domador metía la mano dentro de la bocea di leone y luego sonreía. ¿Cómo podía saber yo que estaba mostrando cuál era mi papel en todo este asunto?
De las guaridas de los leones pasamos a los bufetes de los abogados. Mr. «encargado y todo lo demás» me explicó por qué demandar a Julia, a Columbia Pictures y a ICM sería algo completamente seguro y sin riesgos. Yo creía que estaba hablando de mí; hablaba, claro, de sí mismo. Me proporcionó un abogado, se ofreció como productor y me metió en la pesadilla de mi vida (sin faltar agentes que declaraban). Me prometió, naturalmente, encargarse de todos los gastos, pero sus promesas fueron las promesas de un predicador de los carnavales.
Si alguien te promete una demanda «gratis» o que nunca tendrás que volver a pagar impuestos en tu vida, corre a esconderte. El truco de lo de los impuestos también me lo hicieron, hacia la misma época de mi vida, y he estado pagándolo desde entonces. Estos dos terribles errores de apreciación se convirtieron en un modo de destrozarme a mí misma y a mi fama a la vez.
Criada a base de películas en las que el tipo humilde se impone al sistema, yo no tenía más idea de lo que era un tribunal de lo que un ratón tiene de un concurso de quesos.
Cualquier idiota habría sabido que demandar a una empresa de cine en la ciudad de Burbank era tan inteligente como entrar en una guarida de leones en un desfiladero del desierto. Mi nuevo consejero esperaba una rápida capitulación y una victoria instantánea. Demostró que mantenía menos contacto con la realidad que yo.
La demanda se publicó en la prensa, consiguiendo el tipo de odiosa publicidad que consiguen esas cosas, y continuó interminablemente. Era bastante duro escribir una segunda novela después de todo el ruido que se había armado. (Miedo a volar me había parecido la obra de una aprendiz cuando la escribí, y ahora iba a ser mi lápida, o por lo menos «follar a calzón quitado» iba a ser mi epitafio.) Pero escribir una segunda novela mientras estaba en marcha el proceso era precisamente el obstáculo que necesitaba para hacer que me sintiera tan horriblemente mal como yo necesitaba sentirme después del éxito. Todos me lo desaconsejaron. Pero participé en cuerpo y alma en el asunto, decidida a ser yo, y no mi suegro de entonces, como Thomas Paine y Espartaco reunidos en uno.
Aquello destrozó dos años de mi vida que deberían haber sido divertidos. Supuso, como cualquier persona sensata habría predicho, un atolladero legal, facturas enormes, y ninguna película. En 1975 regresé a Nueva York, promocioné mi segunda novela, Cómo salvar la propia vida, alrededor del mundo, y sólo me preguntaron por «follar a calzón quitado» y la demanda. De vuelta en Nueva York, empecé una tercera novela, sobre uno de los primeros cristianos que echaron a los leones para que se lo comieran, pero pronto la abandoné y me refugié en mi vieja cámara de seguridad de Barnard, la segura visión del siglo XVIII. Me puse a investigar para escribir un relato picaresco sobre una chica huérfana que se hace poeta, bruja, viajera, prostituta, y por fin madre de una hija encantadora, triunfando en consecuencia sobre su infortunio: la heroína perfecta para redimir mi vida posfama.
Durante los cinco años en que trabajé en este relato del siglo XVIII, fui tremendamente feliz, y mientras ideaba el argumento, también tuve una niña. Escribí sobre ella a través de los ojos de Fanny:
Me maravillé ante la Naricilla respingona (manchada de Sangre del Seno Materno), las pequeñas Manos buscando a tientas que no sabían qué Manos agarrar, la Moquita tratando de chupar ciegamente de no sabía qué pechos, los Piececitos que no sabían qué caminos andarían ni por qué Continentes todavía por descubrir, en qué Países todavía no nacidos.
– bienvenida, pequeña Desconocida -dije, entre lágrimas-. bienvenida, bienvenida.
Y entonces el salado Mar de mis Lágrimas se desbordó y lloré grandes Oleadas de Marea. Lloré hasta que mis propias Lágrimas arrancaron un Trozo de la sangre reseca de las Mejillas Infantiles y me mostraron la Piel translúcida, el Color del Amanecer en verano.
Cuando ingresé en el hospital, no estaba segura de si era mi heroína o yo la que iba a tener aquella criatura. En consecuencia, la partida de nacimiento de Molly al principio decía «Belinda», el nombre de la hija de Fanny. Comprendí mi error, y luego quedé tumbada en la cama inventando nombres para mi hermosa hija. Glissanda, Ozma, Rosalba, Rosamund, Justina, Boadicea… Consideré muchísimos. Luego me vino a la cabeza Molly Miranda. Y Jon estuvo de acuerdo.
– Decidiste una buena cosa, mamá -dice Molly.
El nacimiento de Molly lo redimió todo, y Fanny hizo el resto. Supongo que Fanny es la novela mía que más me gusta (con mucho) porque sus tremendas exigencias me dieron una profunda satisfacción. La exigencia de recrear un argumento y el lenguaje del siglo XVIII, de darle la vuelta a la picaresca masculina, me hicieron completamente feliz de un modo en que no lo había sido desde los seis años; y lo mismo pasó con mi matrimonio con Jon, hasta que dejó de hacerme feliz.
Es más fácil escribir sobre el dolor que sobre la alegría. La alegría no tiene valor. Después de ese espasmo de vida en órbita, me encantó mantenerme en la sombra, oculta en el país.
Consideramos la posibilidad de trasladarnos a Princeton por la biblioteca, a las Berkshire por el paisaje, a Key West por la luz, a Colorado por las montañas, pero terminamos en Weston, Connecticut (a una distancia prudencial en coche de la biblioteca Beinecke y de Manhattan), llevando una vida casi idílica: escritura, yoga, perros y cocina. El único error que cometimos fue dejar que los de la revista People nos fotografiaran para un artículo sobre las parejas felices. Esos artículos hacen inevitable el divorcio, lo mismo que es probable que los artículos de portada de Time lleven a la muerte, la bancarrota y secuestro de los hijos.
Fanny me hizo feliz porque me permitía vivir con el Oxford English Dictionary siempre abierto sobre mi mesa de trabajo; ¿y qué puede hacer más feliz que eso? Jon me hacía feliz gracias a su buen humor y su pretensión de que no había nada mejor que escribir y hacer yoga. Y Molly me hizo feliz porque era un milagro mío, en cierto modo producido por Dios, mientras mi mente estaba en otras cosas, en el origen de la palabra lenzuelo, por ejemplo.
Pero la fama nunca me hizo feliz, aunque eso, claro está, no significaba que quisiera renunciar a ella. La fama es una gran prueba de carácter. ¿Se pierde una o se encuentra como resultado de tenerla? Muchos de nosotros nos perdemos a nosotros mismos, al menos un tiempo. Algunos volvemos. La mayoría no lo hace. En aquella época yo quería perderme en los bosques de Connecticut, cuidando a mi niñita, buscando palabras en el diccionario y leyendo a Smollet o a Fielding o a Swift todas las mañanas para conseguir captar con la mente la cadencia de las frases. La fama me aterraba y me dejaba perpleja. Quería alejarme lo más que pudiera de aquellos recuerdos dolorosos. El reinado de la reina Ana era perfecto. Yo había muerto, pero estaba a punto de renacer como una pelirroja en traje de montar.
Por lo menos había sobrevivido. Ella sería así.
Al releerlo, advierto que este capítulo no contiene nada sobre Henry Miller. Puede que sea porque en él estoy escribiendo sobre mis ansias de sabotaje de mi propia identidad y Henry era lo contrario a eso: me dio clases de cómo vivir.
Curiosamente, conocí a Henry Miller el mismo día que conocí a Jonathan Fast, un día dorado de California de octubre de 1974.
Cogí mi Buick alquilado, bajé por Sunset Boulevard hasta Pacific Palisades, y pasé la tarde con un chico de Brooklyn asombrosamente viejo de ochenta y tres años, que me había estado escribiendo cartas divertidas durante seis meses y ahora aparecía con su carne envejecida y un espíritu más joven que el mío.
Casi siempre en una silla de ruedas, ciego de un ojo, con un pijama puesto y una bata de felpa, con una cara como de antiguo sabio chino, Henry Miller se levantó de la cama para reunirse conmigo y anduvo, con bastante dificultad, en lugar de mantenerse pasivo en una butaca.
Iba a convertirse en mi ojo lúcido en medio del huracán.
Los escritores norteamericanos tienden a ser unos borrachos y unos melancólicos cuya principal relación con sus jóvenes aspirantes parece ser: «Dame una buena razón para que no me suicide». Si les vas a conocer y admirar, lleva ginebra o informes sobre alcohólicos anónimos y prepárate a animarlos. Pero Henry estaba, como él mismo señaló, «siempre alegre y contento». Su temperamento era su don y también su regalo a todos.
Si le hubiera conocido cuando era joven, habría sido más huracán, más caos. Pero el hecho de que hubiera sobrevivido a lo que estaba pasando yo, y haber mantenido el equilibrio, era lo importante de verdad. Calificado de «rey de la indecencia», siguió escribiendo lo que tenía que escribir.
Todo el que apriete el botón sexual de Norteamérica debe estar preparado para sirenas y alarmas. Todo lo demás que hagamos con nuestra vida quedará apagado por eso.
– ¿Por qué no te lo tomas a broma? -preguntó Henry, porque me inquietaban las cartas de admiradores pidiéndome bragas sucias. Todavía me hago esa pregunta las veinticuatro horas del día. Y mi capacidad para contestarla en un determinado momento todavía es el índice de mi salud mental.
Volví por Sunset Boulevard, cargada de acuarelas, libros, grabados. Henry no era una persona que te dejara ir con las manos vacías.
Todos esos objetos estaban encima de la cama cuando Jonathan y yo (que nos acabábamos de conocer en una fiesta de sus padres) regresamos a ella a última hora de la noche o primeras de la mañana. Habíamos estado horas sentados en Mulholland Drive, viendo las luces de Los Ángeles parpadeando entre la niebla, hablando de la imposibilidad del auténtico matrimonio de mente y corazón, y dándonos cuenta de que nos estábamos enamorando.
Yo tenía treinta y dos años y él tenía veintiséis, pero en cierto sentido los dos acabábamos de salir del cascarón. Nos prometimos uno al otro la vida aquella primera noche, y gracias a Molly siempre estarán unidas.
Posteriormente nos hicimos un daño horrible uno al otro, hicimos cosas espantosas, fuimos amantes y padres irresponsables, cegados por el orgullo, los celos, la rabia.
No me corresponde ser su caballo de Atila, aunque lo fui en algunos libros, que demuestran que todavía creía culpables a los que me querían hacer libre.
Necesito añadir esto para él y Molly. Me habría gustado haberme conocido mejor y haberles hecho menos daño. Me gustaría haber sabido entonces lo que sé ahora: que es inútil culpar a los maridos o a los hijos de las propias deficiencias, algo que sólo retrasa el momento de encararlas. Hasta que una acepta que es responsable de ellas, no hay paz.
La fama resulta ser un poderoso instrumento de gracia porque humilla rápidamente a las víctimas que elige. Navegas por ella, con las velas hinchadas de importancia, y cuando pasa un cuarto de hora y quedas en calma, te das cuenta de que la importancia no te puede llevar a donde necesitas ir.
Escribir, que para mí había empezado siendo un modo de seducir a la musa y conseguir el cariño del público, ahora iba a tener una función distinta en mi vida. Recuperé la capacidad de disfrutar que tenía en la infancia, un medio de placer, de conocimiento propio.
Varios escritores inteligentes, Robert Penn Warren entre ellos, han dicho que sólo se puede empezar a escribir de verdad cuando se renuncia a la ambición.
Volvía una y otra vez a la poesía después de cada novela porque la poesía garantizaba que sería oscura, y por ello a prueba de la ambición, de modo que se podía escribir sin pensar casi nada en el mundo exterior.
Una sociedad se empobrece, creo, por su falta de salidas para actividades sin ambiciones. La meditación, el atletismo, el pintar acuarelas, la poesía, escribir un diario, rezar, sólo son enriquecedores cuando se hacen sin esperar la adulación de los demás. Cuando el diablillo de la ambición entra en acción, se estropean. Pero al diablillo de la ambición le resulta difícil afectar a la poesía, porque nadie hace poesía por dinero, por fama, por vender libros, de modo que la poesía debe hacerse para uno mismo si es que se hace.
La fama, por otra parte, está presa de la mercadotecnia y la exigencia de que se haga lo mismo una y otra vez; al menos, si se quiere dar de comer a los niños.
Fanny le ha recordado a la gente mis raíces literarias, ha recibido atención seria y se ha vendido mucho en todo el mundo, pero en cierto modo mi fama más duradera es la de Miss Coños Solitarios, la de portavoz de los impulsos más oscuros de las mujeres norteamericanas.
Por muy profundamente que me sumiera en mis poemas, y por muchos libros de poemas que produjera, el diablillo de la fama me buscaba para que apareciera como la que acuñó lo de «follar a calzón quitado», un símbolo de los anhelos de mi generación de libertad por medio del placer sexual.
Una no escoge por qué se va a hacer famosa, y una no controla las muchas luchas que debe mantener en su vida. Lo mejor que se puede hacer es trabajar sin preocuparse demasiado por los demás símbolos y seguir haciendo lo que te pueda centrar y te haga recordar tu auténtica identidad.
La poesía ha seguido siendo eso para mí.
Si la meta de nuestra breve existencia es hacer que nos aceptemos a nosotros mismos, les despejemos el futuro a nuestros hijos y quedemos en paz -aunque sea a regañadientes- con nuestra mortalidad, la poesía sigue siendo el medio perfecto.
La mortalidad es la principal obsesión de la poesía, secundada por el amor, que es la criada de la mortalidad. Es la que esparce las rosas; la poesía las vuelve a reunir en su seno corporal.