Conocí a mi marido en el cruce de una calle, y casi le atropello con mi coche. Iba a salir con él en una cita a ciegas (concertada por un amigo mutuo que es humorista) y sin duda no quería quedar atrapada en el coche de uno con el que salía sin haberlo visto nunca.
Durante la cena, devoró su comida en menos de dos minutos, al tiempo que hablaba. Yo trataba de recordar la maniobra de Heimlich, aunque puede que él hubiera preferido otra maniobra. Debe de haberme gustado porque le dejé monologar toda la noche. Habitualmente monologo yo.
En aquel momento yo todavía tenía varios novios en varios continentes, y no creía que me hiciera falta un marido, aunque sin duda necesitaba un amigo.
Me molesta admitir esto, pero estaba casada cinco meses después. Navegamos por el Mediterráneo durante nuestro viaje de novios. Entonces nos llegamos a conocer el uno al otro. Ahora recomiendo noviazgos más largos.
Incluso ahora, tenemos laringitis de gritarnos uno al otro: el asqueroso secreto de un matrimonio duradero.
Nunca me divorciaré de él -y cómo podría, si es un abogado especializado en divorcios-, pero puedo pegarle un tiro. Ése es el modo en que dos personas saben que están hechas una para la otra.
Parece que quiere lo mejor para mí (y para él). Sus antecedentes penales no constan en ningún ordenador. Tiene -¡glub!- «buen carácter», como habría dicho mi madre si hubiera dicho alguna vez ese tipo de cosas. Aborrezco escribir nada que sea bueno sobre este matrimonio, porque ya se sabe que es ley de vida que, lo mismo que cuando aparece un artículo sobre las «parejas felices» en una revista se originan divorcios inmediatos, escribir cosas buenas sobre tu pareja en un libro provoca problemas maritales. (Lo mismo que escribir cosas malas.)
Poco después de nuestra primera cita, Ken y yo nos encontramos hablando uno con el otro estuviéramos donde estuviéramos. Yo fui a California a ver a mi agente que vivía allí por un tiempo y, sin motivo aparente, llamé a Ken. Fui a Italia, supuestamente para seguir unos cursos de cocina en Umbría, pero en realidad para ver a un amante poco fijo que movió cielo y tierra para verme sólo una noche, y llamé a Ken. Esperaba que me llamase por teléfono ese amante y siempre era Ken. Me debatía sobre si ir o no a Venecia a ver al otro y en lugar de eso me cité en París con Ken. Lo cierto es que mi inteligente futuro marido me mandó un pasaje a París y en consecuencia yo dudaba si ir en avión a reunirme con un hombre disponible cuando tenía otro no disponible esperando en Italia. Debía de haber cambiado algo en mi masoquista mente o, si no – ¡horror!-, me había enamorado.
Pero no me quería enamorar. Sólo quería estar con alguien que me gustase. El amor nunca ha provocado más que problemas. Como dijo Enid Bagnold: no es para usar y tirar. Así que, cuando conocí a Ken, decidí que había superado el amor. En el pasado, normalmente me había casado con los dedos cruzados.
La primera noche que conocí a Ken fue al volver de aquella boda en St Moritz donde mi mejor amigo, el hermoso romano, se había casado con una princesa guapa y lista, con el von y el zu para demostrarlo. La chica tenía veintitantos años. Yo tenía cuarenta y tantos. El tenía treinta y tantos. En cierto modo me alegró conocer a un hombre de mi edad. Y me gustaba el aspecto de Ken: igual que un oso irrumpiendo en un campamento de Yellowstone.
Un hombre alto, corpulento, desaliñado, con un bigote y barba negros, una poblada cabellera de pelo negro (algo gris en las sienes) y un traje con chaleco incluido y una pajarita roja, Ken daba la sensación de un animal amistoso olfateando el aire. Tenía los ojos pardos y cálidos. Parecía que tenía que recogerse las piernas (como las varillas de un paraguas) para subirse a mi coche. Se volvió y sonrió como un gato mirando un plato de leche.
– Hola -dijo, claramente aliviado. ¿Esperaba que yo fuera Vampira o Boadicea o una amazona con un pecho portando una lanza?
Mi amigo el humorista, Lewis Frumkes, me había contado que tenía más o menos mi edad. Y era listo. Y agradable.
– Una rara combinación -dijo Lewis-. Normalmente son listos o agradables, pero no las dos cosas.
– ¿No será, espero, un soltero accesible?
Lewis quedó desconcertado por esta frase. ¿Cómo podía saber él que yo odiaba a los «solteros accesibles», que normalmente eran laboradictos y sexofóbicos y querían que pensaras en la boda durante la primera cita? Hacía mucho tiempo que yo había decidido que los italianos infieles, los actores sin trabajo, los herederos blancos, anglosajones y protestantes menores de edad, y los casados, eran más sexy.
Mi psicoanalista determinó que era una alergia al matrimonio, que en realidad era una dependencia edípica de mi adorado padre. Era buena dando consejos, aunque siempre pretendía que no daba ninguno. Estaba claro a quién aprobaba y a quién no.
– ¿Dónde está ahora? -decía siempre que hacías referencia a un hombre que era rico o famoso o las dos cosas, y con el que habías salido, aunque fuera brevemente, en el pasado. Las orejas se le aguzaban como las de una matrona de Edith Wharton.
Me miraba como si mis actores eventuales y mis maridos descarriados fueran trayfe.
Quería que me casara y consiguiera tarjetas de crédito, en lugar de dárselas a otros. Creía que hacer eso era como arrojar perlas a los cerdos. Creía que me valoraba demasiado poco. Puede que fuera así. Pero me gustaba el sexo y a la mayoría de los llamados hombres accesibles el sexo les asustaba mucho.
– Si yo fuera soltero, ¿sería acccesible? -preguntó Lewis.
– En absoluto -dije yo, riendo.
Me miró perplejo, sin saber si esto era un cumplido o un insulto.
– Le dije a Lewis que no quería conocer a alguien famoso -dijo Ken-. Pero entonces dijo: «Ella no es de ésas.»
– ¿Quieres decir que estabas juzgándome antes de conocerme?
– Todo el mundo juzga siempre a los demás -dijo él, empujando hacia atrás el asiento del coche y estirando las piernas-. Cada vez que negocio con otros abogados, es un concurso para ver quién tiene más larga la polla. Ya sabes a qué me refiero. Todos tus libros tratan de eso.
– Entonces, ¿por qué te resistías a conocerme?
– Probablemente por miedo. Creía que eras una comehombres. Está claro que no lo eres.
¿Era un cumplido o un insulto? ¿Quién lo sabe? Comprendí inmediatamente que era sincero y estaba muy nervioso. No podía estarse quieto. Como Tigger, parecía más grande debido a lo que se agitaba.
Aparqué el coche en un garaje de la parte baja de la Quinta avenida y nos dirigimos a un horrendo restaurante carísimo del centro, que sería una de las bajas de la quiebra de fines de los años ochenta.
Rechazó la primera mesa, y la segunda. Nos sentamos en la tercera. Un típico neoyorquino, imaginé.
– No… de Great Neck -dijo-, sino del oeste de Central Park cuando era pequeño. Recuerdo que tiraba cupones de racionamiento por la ventana… o me lo recordaban ellos. Yo nací durante la guerra.
También yo, pensé. ¿Debería decirlo? ¿O se esperaba que mintiera sobre mi edad? Con cuarenta y pico años todavía no me había hecho a la idea. Mi psicoanalista creía que no lo debía decir. Yo no estaba de acuerdo. ¿Quién soy sino una persona nacida en plena II Guerra Mundial? Mi edad forma parte de lo que soy. Pero las mujeres, incluso las mujeres deseables, siempre tienen miedo a parecer poco deseables. La sinceridad requiere mucho tiempo. Sin decidir lo sincera que debía de ser, le dejé hablar. No solté uno de mis incontrolables discursos. Nuestra primera cita no tuvo trazas del típico duelo verbal de Nueva York de ¿Puedes mejorar esto?
Ken me contó la historia de su vida, desde los cupones de racionamiento en adelante. Se refirió a sus padres, los colegios a los que fue, sus primeros trabajos -periodismo, cine-, antes de convertirse en abogado. Me habló de dos ex esposas, de una larga relación que acababa de terminar, de una hijastra que adoraba, de su amor por los aviones y de que coleccionaba libros raros. Todo salía de su boca sin demasiado desprecio de sí mismo. Y con muchas bravatas. No muy distinto a mí, desde luego.
No se estaba escondiendo de mí. Muchos de los hombres que conozco se ocultaban y ni siquiera se daban cuenta.
Me dejó perpleja que fuera piloto. La novela que acababa de entregar a un editor aquella misma tarde (y había pasado los últimos tres años luchando con ella) terminaba con Isadora Wing casándose con un piloto aficionado, su cuarto marido. Era todo inventado. Yo nunca había salido con un piloto aficionado. Isadora necesitaba sencillamente casarse con un piloto y recibir lecciones de vuelo para superar de una vez por todas su miedo a volar.
Any Woman's Blues empezaba con la muerte de ella. Había dejado un manuscrito final para que se publicase póstumamente. El ejemplar caía en manos de una feminista sin el menor sentido del humor que tomaba literalmente todas las bromas de Isadora y les ponía objeciones políticas. Pero Isadora no estaba muerta de verdad. Simplemente había desaparecido en el Pacífico Sur como Amelia Earhart. Pero a diferencia de Amelia, se salvaba. Regresaba a Connecticut para volver a ser poeta; desaparecía para el mundo, esto es, no para sí misma.
Mi inconsciente había ideado este mito de renacimiento aéreo/poético porque yo tiendo a hacer metáforas de los conflictos que vivo. Cuando empecé Any Woman's Blues me notaba muerta. Disgustada con mi personaje público, no quería tener que volver a escribir otro libro sobre Isadora, de modo que me deshice de mi heroína más famosa. Pero según escribía, Isadora volvía a la vida, lo mismo que hacía yo. Nos salvamos por nuestras creaciones.
Y aquí estaba yo, con un piloto aficionado, el mismo día en que había entregado el libro.
Todos los autores saben que un libro es como lanzar las runas, como leer los naipes, como un plano de la palma de la mano y el corazón. Creamos un océano; luego caemos en él. Pero también escribimos la balsa salvavidas. Y podemos insuflar un aliento de vida en la boca de nuestras criaturas.
A pesar de todos mis intentos de matar a mi álter ego, Isadora, ésta seguía obstinadamente viva. Lo mismo me pasaba a mí. Ahora todo lo que tenía que hacer era aprender a volar.
Puedo hacerme amiga de este hombre, pensé, mientras él hablaba de por qué le gustaba tanto volar.
– Supone libertad -dijo-, un desafío a los límites.
– ¿Cómo conseguiste ser tan sincero? -pregunté yo.
– ¿Qué otra alternativa hay? -preguntó Ken-. Ahora o nunca.
La primera cita fue un miércoles por la noche. Lo dejé en su apartamento de una de las calles 60 Este y me dirigí a mi casa de Connecticut, donde Molly, Margaret y Poochini estaban pasando las vacaciones de primavera.
Ken llamó a las diez de la mañana siguiente. No jugaba.
– Lo pasé muy bien contigo.
– Yo también -dije.
Luego, me entró el pánico por haber revelado tanto, y cerré la boca. Había aprendido de varios pretendientes reservados a no hablar en exceso. Era peligrosamente poco adecuado.
– ¿Qué te parece el sábado que viene? -preguntó.
– ¿Qué me parece de qué?
– De salir conmigo.
– Yo nunca salgo los sábados por la noche -dije yo, impasible-. Paso los fines de semana en el campo… Escribo…
– Entonces iré al campo.
– No te atrevas -dije yo.
– ¿Y por qué no?
– No invito a casa a hombres que acabo de conocer… Va en contra de mi religión.
– Bueno, pues peca.
– No tan deprisa -dije.
Hubo un pausa violenta mientras los dos considerábamos nuestro primer enfrentamiento.
– Me veré contigo en Nueva York -dije finalmente.
– ¡Estupendo! Toma el tren y te recogeré en Gran Central. Luego te llevaré a casa en coche.
– No -dije yo decididamente (nunca quería estar sin coche con un hombre nuevo)-. Iré en coche y me reuniré contigo.
– No hagas eso. ¿Dónde vas a aparcar?
– Aparcaré en mi garaje; o conseguiré un chófer. Eso es… Conseguiré un chófer para poder volver y ver a mi hija por la mañana.
– Te llevaré en coche yo de vuelta… Me encanta conducir.
– No, no me llevarás -dije.
– Muy bien… Como quieras. Siempre que aparezcas.
– ¿Por qué no iba a aparecer?
– Podría entrarte pánico -dijo-. A la gente le pasa.
¿Pensé mucho en él después de esa llamada? No. Sabía que era mucho mejor no pensar en ningún hombre en ese momento.
Los días pasaron imaginando cuál era el mejor momento de llamar a Venecia, cuáles eran los fines de semana en que estaba fuera la mujer de mi amante actual, y revisando interminablemente Any Woman's Blues, aunque ya lo había entregado. (Soy de las escritoras a las que los editores tienen que arrebatarles el manuscrito de las manos.) También trabajaba en la versión musical de Fanny Hackabout-Jones, hacía investigaciones para un libro sobre Henry Miller y tomaba notas para una nueva novela. En mitad de todo esto apareció uno de los pretendientes más reticentes, después de una ausencia de cuatro meses.
Me mandó un regalo de cumpleaños -una miniatura hindú de una diosa bailando- y llamó después por teléfono. Quería saber lo que iba a hacer por mi cumpleaños. Era como si intuyera que yo no estaba disponible. En caso contrario no lo habría preguntado.
Le dije que Ken y Barbara Follett iban a venir a Connecticut para mi cumpleaños (que aquel año también caía en el día de Pascua). Me preguntó si se nos podía unir. Le dije que les llamaría para ver lo que les parecía.
– ¿Quién es ese tipo? -quiso saber Follett, que me había visto seis meses antes en Venecia con Piero. Y luego se echó a reír-. Por supuesto, invítale también. Me gustará compararle con el otro.
– ¿Le conocemos? -preguntó Barbara.
Durante los últimos años he cargado por Londres con todo tipo de acompañantes, casados y solteros. Mis amigos siempre estaban intrigados, pero también se mostraban intensamente protectores conmigo. Una vez, Barbara le preguntó de sopetón a uno de mis pretendientes:
– ¿Estás casado?
Era un guapo historiador portugués al que yo había conocido en un congreso en Roma. No tenía ni idea de qué decir ante tal pregunta.
– Eso parece -dijo, tímidamente.
Barbara le lanzó una mirada fulminante.
– Le echaremos un vistazo a ese tipo -dijo Barbara por teléfono-. En cualquier caso, veremos cómo pinta los huevos de Pascua.
Aquel fin de semana nos sentamos en torno a la gran mesa redonda del comedor con Molly, que hacía autorretratos con óleo en huevos cocidos.
– El modo en que una se ve a sí misma dice algo sobre cómo es -dijo Barbara, que era especialista en leer las palmas de la mano, leer la cara, leer a la gente-. Y qué animal es, Ken es un lobo, ¿no es verdad, Lobito? Y Molly es un elefante. Y Erica es un bichon frisé como Poochkin.
Todos pintábamos los huevos, hasta el pretendiente. La suya era una cara reservada. El modo de ser expansivo de Barbara en cierto modo le cohibía. Yo estaba contenta.
El y yo dormimos juntos aquella noche, pero ni siquiera nos tocamos. Soñé que volaba en una avioneta con Isadora Wing y Piero y un gran oso negro. Piero estaba asustado pero el oso no.
– Que no cunda el pánico, señoras y caballeros -dijo.
Y de pronto Ken y Barbara Follett también estaban en el avión, y Molly, y todos los chicos de los Follett.
– ¿Has intentado andar por las alas? -le pregunté al oso.
– Soy un piloto prudente -dijo-. Todavía no quiero morir. Tengo muchas cosas que vivir.
El día de mi cumpleaños, que era el de Pascua, el oso llamó desde Toronto.
– ¿Qué tal el fin de semana? -pregunté.
– Espantoso -dijo él-. Supongo que no se puede revivir el pasado.
Yo quedé perpleja.
– Vine aquí a pasar mi cumpleaños con mi antigua novia.
Tragué saliva, pero mi boca siguió seca.
– ¿Tu cumpleaños? ¿Cuándo es tu cumpleaños?
– Hoy… el veintiséis de marzo.
– Dios mío -dije yo, con un nudo en la garganta-. También el mío.
Un largo silencio. Pero él no pareció sorprendido.
– ¿Te veré la semana que viene? -quiso saber.
– ¿El sábado?
– Sí, la noche en que escribes.
– Sí -dije yo-. Voy a hacer una excepción contigo.
Me molestó que su cumpleaños fuera el mismo día que el mío. En primer lugar, nadie más debería cumplir años ese día. En segundo, parecía otro maldito presagio. Se estaba cerrando algo sobre mí y no me gustaba. Como dijo Anita Loos: «El destino sigue manifestándose.»
¿Cómo se atrevía ese hombre a cumplir años el mismo día? ¿Es que no respetaba nada? ¿Quería meter el hocico en todas mis cosas? Mi cumpleaños era mío.
Aquel sábado por la tarde le recogí con mi coche -con un chófer contratado para la ocasión- y fuimos al centro, al Public Theatre, a ver un musical que era medio en yídísh, medio en inglés. Elección suya. Por el modo en que no dejaba de mirarme, me di cuenta de que era una prueba. Quería saber si me reía en los momentos adecuados, si entendía el yídish. Ahh… No me la daba. Era una especie de prueba: el asunto de los tres cofres, la montaña de cristal que hay que trepar, el beso al príncipe dormido para ver si se puede romper el hechizo. ¿Cómo se atrevía a ponerme a prueba?, pensé. Debería ponerle a prueba yo a él.
– Bien, ¿la pasé? -pregunté cuando nos subíamos al coche.
– ¿A qué demonios te refieres?
– Mira… Sé cuándo me ponen a prueba. No soy idiota.
Me miró con expresión de burla.
– ¿Dónde aprendiste yídish? -preguntó.
– En el mismo sitio donde lo aprendiste tú -dije-. Además, no sé mucho.
– Te reiste en todos los momentos adecuados -dijo.
– Los que tú consideraste así -dije yo-. Dios santo… Eres un hijo de puta engreído.
– Te gustó -dijo él.
Después de eso, empezamos a salir a cenar todas las noches.
– He conocido a un hombre agradable de verdad -les conté a los de mi terapia de grupo.
– Sí, sí -dijeron ellos-. Si era agradable de verdad, no serás capaz de gustarle.
– No me digáis.
– Sí, sí, sí-dijeron ellos.
Ken y yo adquirimos la costumbre de cerrar los restaurantes. Nos sentábamos, cenábamos, bebíamos, hablábamos y de repente había personas barriendo y pasando la fregona a nuestro alrededor.
¿De qué hablábamos? No lo puedo recordar. Pero no podíamos parar. Le miraba y pensaba: No me voy a acostar nunca con él. Estaba harta de las cosas que empiezan con sexo y luego fracasan. Seríamos amigos, me dije, amigos, no amantes. Así nada podría ir mal. La amistad era lo mejor, después de todo. La amistad tenía posibilidades de durar.
De modo que cenábamos juntos todas las noches y no dormíamos juntos.
Se convirtió en un juego el ver hasta dónde podía prolongarse aquello. El sexo no demostraba nada, me dije. Sólo ensucia el agua. Me había sentido atraída por muchos hombres, y cuando dejé la adicción, lo que quedaba habitualmente era algo por lo que no merecía la pena molestarse. Esta vez el hombre me iba a gustar antes. No iba a casarme con él hoy y cambiarle después.
Entretanto, estaba Piero. Su amor era imperecedero porque su vida estaba comprometida con otra persona. Había venido a verme a Connecticut no mucho antes de que yo conociera a Ken, y en cierto modo resultaba menos impresionante fuera del mundo acuático de Venecia. Como Ondina en tierra, necesitaba sus escamas iridiscentes para deslumbrar. Le había visto brevemente después de la boda de St Moritz y la magia volvió a recuperarse en parte. Pero creo que lo cierto era que me estaba cansando de su predecible carácter evasivo. Si yo me prestaba, él se prestaba a aparecer, durante un tiempo. El sexo, claro, nunca había dejado de ser un delirio, pero incluso los delirios tienen sus límites.
Sin masoquismo que lo alimente, se enfría. Lo mismo que los hombres que persiguen con ardor y luego huyen, lo mismo que los solteros de buena posición que te interrogan sobre tus propiedades e inversiones, hasta los grandes sementales se vuelven aburridos al cabo de un tiempo. Saben hacer que te corras y corras y corras y corras y corras. ¿Y qué? En cuanto ves su cinismo subyacente, el folleteo deja de ser tan importante. Manipulación más que revelación.
En Los Angeles, adonde fui a ver a mi agente literario y a leerles algo de mi nueva novela a una selección de magnates jovencitos (que habían leído Miedo a volar en el colegio), me alojé en el apartamento de una actriz amiga, en West Hollywood. Todas las mañanas me levantaba tres horas antes de lo necesario y me encontraba llamando a Ken sin haberlo planeado de verdad. Me encontré relatándole la escena en la que cuento el argumento de mi nueva novela a una sala llena de tipos de veintitantos años con trajes de Armani que les robaban a escondidas mi primera novela a sus padres y se la meneaban con ella en el cuarto de baño. Trato de explicarles por qué de esta novela sobre una artista madura esclavizada por un atractivo y joven semental saldría una gran película. Pero no hay modo de que lo acepten. Para ellos, yo soy un ser curioso, una antigüedad de una época perdida entre la niebla de la historia: los años setenta.
– A mi madre le encantan sus libros -dice uno de ellos. Y se alza un coro de: También a la mía, también a la mía, también a la mía.
Volverán a sus despachos y llamarán a sus madres con orgullo:
– ¿Sabes a quién conocí? -dirán. Pero ¿quieren hacer películas que les gusten a sus madres? Decididamente, no. Sus madres son, por definición, viejas.
– He pasado de ser demasiado joven para todo a ser demasiado vieja para todo -le digo a Ken por teléfono-. Cuando estuve en Hollywood en los años setenta, acababa de hacerme famosa. Todas las personas importantes eran mayores que yo. Ahora todas las personas importantes son más jóvenes, pero todos siguen siendo tíos.
¿Por qué le estoy contando todo esto?, me pregunto. ¿Porque lo entiende? ¿Porque sabe a qué me refiero? ¿Porque hablamos como si lleváramos hablando toda la vida?
Sin embargo, no me fío. ¿Cuándo se va a convertir en un monstruo o en un marica? ¿Cuándo va a rechazar algo más íntimo? ¿Cuándo va a revelar el Mr. Hyde detrás del Doctor Jekyll?
Durante mi semana en Los Angeles no dejaba de recordar la frase inmortal de Hannah Pakula sobre el regreso al este: «Hollywood no es sitio para una mujer de más de cuarenta años que sea socia de una biblioteca.» Hollywood siempre me hace sentir que nunca seré lo bastante rica o lo bastante delgada o lo bastante joven. Hasta cuando era joven me sentía demasiado mayor en Hollywood. De modo que me encuentro encantada cuando la auténtica personificación de la mujer mayor que ha conquistado Hollywood se acerca a mi mesa en Morton's -donde estoy cenando con mi agente- hablando toda excitada de mis libros. Me invita a almorzar en su casa al día siguiente y me entero de que la muy importante, la muy atractiva Joan Collins, es en realidad una madre tierra judía por debajo de toda su pintura.
Nos sentamos en su cuarto de estar blanco intercambiando historias sobre hombres más jóvenes. Ella acaba de sobrevivir a una dura prueba con un tipo muy moderno y resbaladizo que se llamaba Peter Algo.
– Nunca me di cuenta de que me estaba mintiendo -dice ella-, ni follando con mis amigas. Era muy romántico. Es lo que echamos de menos, a hombres que no tengan miedo de ser románticos con nosotras.
Tomo el avión de vuelta a Nueva York y Ken está esperando en el aeropuerto.
– Pensé que necesitabas a alguien que te viniera a buscar-dijo, despidiendo al chófer alquilado.
Poco después de esto, me llevó a dar un paseo en avioneta por primera vez. Su avión era un Cessna 210 que tenía en el aeropuerto de Teterboro, en New Jersey. Me enseñó a comprobar el combustible, el mecanismo de aterrizaje, los alerones, a hacer las verificaciones para el despegue, y luego se quedó totalmente tranquilo y concentrado en cuanto despegamos. Volar era para él un estado de conciencia alterada. Nunca estaba tan contento como volando. En cuanto ascendimos sobre los depósitos de gasolina y los solares industriales de New Jersey, los problemas de la tierra quedaron debajo. El aire estaba lleno de pequeños aviones, cada uno de ellos unido a tierra por un torrente constante de comunicación por radio. El aire era el último sitio donde la libertad era algo más que una palabra.
Volamos hacia el norte, Hudson arriba, con sus empalizadas rojas, luego doblamos hacia el este sobre Long Island Sound y realizamos una rápida gira hasta el final de la isla, con sus rompientes de espuma y verdes campos de patatas. Escuchamos los partes meteorológicos que daban los otros pilotos y volamos por los baches de encima de las nubes. ¡No me extraña que se me hubiera ocurrido que Isadora tuviese un marido piloto! Ésta era la libertad que yo había buscado toda mi vida. Pero ¿cómo se las arregla un personaje de ficción para emplazar a un hombre de verdad? Debo de haber escrito un poderoso conjuro.
Tomamos tierra.
– No has tenido nada de miedo -dijo él.
Y era verdad.
Después de ese primer vuelo, volvimos en coche a mi casa de Nueva York, donde me estaba esperando Molly, que acababa de volver de casa de su padre. Fue la primera vez que Ken la vio.
Molly estaba haciendo diligentemente sus deberes en la mesa del comedor.
– ¿Qué quieres ser cuando seas mayor? -preguntó él (poco inspirado).
– Abogada.
Y Ken se enamoró de ella sobre la marcha.
Se volvieron a disparar las alarmas. Este tipo no está bromeando, pensé. ¿Qué voy a hacer?
Salir para Italia lo más pronto posible, eso mismo. Por suerte tenía una amiga que me había invitado a un curso de cocina en Umbría. Ibamos a encontrarnos en Roma, y luego viajaríamos a las colinas de Umbría, donde, durante una semana, aprenderíamos a distinguir los distintos tipos de aceite de oliva, a amasar pasta y a preparar sugo. Me había comprometido a hacer este viaje mucho antes de conocer a Ken, pero nada más llegar a Roma le eché de menos. También echaba en falta a Molly. Parecía que no existía razón para que yo estuviera allí.
Nos alojaron a todas en una encantadora hostería instalada en un antiguo establo. Las habitaciones eran de piedra, húmedas y oscuras, y no tenían teléfono. La campiña de Umbría era un estallido de flores silvestres -amapolas, lirios, jacintos-, pero llovía sin cesar. Hice la llamada habitual a Piero y, como de costumbre, resultó difícil de localizar. Luego me devolvió la llamada (mientras yo estaba amasando pasta) y dijo que no podía venir. Después me pasó a su hijastro: más tarde me enteré de que era una clave para indicarme que iba a venir, pero no quería que eso lo supiera su familia.
Imaginando que no iba a venir, hice planes de volver a casa de inmediato. Pero cuando Piero llamó y dijo:
– Non scappi-quedé nuevamente prendida de su voz.
Ken, entretanto, llamó desde Nueva York y me pidió que nos viéramos en París. Entonces apareció Piero de improviso. Pasamos una noche maravillosa juntos en el establo de piedra. Hicimos el amor con nuestra habitual facilidad milagrosa, y dormimos uno en brazos del otro toda la noche. Al día siguiente exploramos la húmeda campiña de Umbría y llegamos hasta Todi, comiendo en el Ristorante Umbría. Mientras reíamos y nos tocábamos, comiendo y bebiendo, le pregunté por qué seguía con una mujer de la que no estaba enamorado.
– Es mi antibiótico -dijo él-. Sin ella, me habría casado veinte veces.
Mi explicación es -pensé para mí misma- que ella es el antibiótico y yo soy la enfermedad.
Me trajo en coche de vuelta al curso de cocina y nos besamos y nos despedimos. Cuando volví a mi habitación, había tres recados de Ken, en el último me informaba que había un pasaje de avión para París esperándome en el aeropuerto de Roma.
Llamó algo después para decir:
– No te sientas obligada a venir, pero sería estupendo que lo hicieras.
Amaneció finalmente el día en que pensaba volver a casa, y tomé un taxi hasta el aeropuerto sin estar segura de dónde estaría aquella tarde.
Si iba a Venecia, esperaría y esperaría para poder pasar unas horas con Piero. Si iba a París, pasaría algo muy distinto.
En el aeropuerto, fui al mostrador de Air France y encontré mi pasaje. Miré los horarios. El próximo vuelo a Venecia salía dentro de una hora, el próximo vuelo a París dentro de hora y media. Di vueltas por el aeropuerto dominada por el pánico. Tenía los ojos vidriosos. Chocaba contra la gente y las paredes. Me parecía que aquella decisión era fundamental en mi vida. Pensaba en la hermosa Venecia y en el hermoso Piero y en aquellos días mágicos que pasamos después de la boda en St Moritz. Los podría recuperar. ¿Podría? Nunca se entra dos veces en el mismo dormitorio. Una vez que se empieza a ver lo rutinario de la dicha, ¿sigue siendo dicha? Hasta los voluptuosos pueden verse encadenados a sus relojes. Ah… Era el momento de sumergirme nocturnamente en el Caos y la Vieja Noche. Las deidades clónicas no quieren someterse a horarios. Una vez que las conviertes en rutina, tienden a alejarse. ¿Y Pan? Corre de vuelta al bosque primordial.
¿Y si iba a París? Bueno, pasaría algo nuevo. Se abriría otra puerta. O se cerraría. Sudaba de sólo pensar en ello. Tenía miedo de que estuviera a punto de renunciar a mi libertad, a mi vida.
Tomé el vuelo a París. Cuando fui a recoger mi equipaje, vi, al otro lado de la puerta de cristal, a ese gran oso humano saludándome enloquecidamente con la mano, sonriendo. Tenía un rostro muy sincero. Cuando me reuní con él al otro lado de la puerta, no podía dejar de decir lo contento que estaba de que hubiera venido. Cuando me subí al coche que él había alquilado, siguió mirándome con tal intensidad que continuamente circulaba por el arcén. No paraba de decir:
– Estoy tan contento de que hayas venido, estoy tan contento de que hayas venido.
Nos registramos en su hotel favorito, un pequeño relais de un parque en pleno arrondissement XVI. Antiguamente una maison depasse, tenía habitaciones diminutas y estaba lleno de espantosos muebles rococó, pero nuestra suite daba a un jardín verde.
– Necesito un baño -dije. Un baño tiende a ser mi solución para todo.
Ken se agitaba por allí, abriendo los grifos del baño, echando Vitabath de pino, tratando de ayudarme a deshacer las maletas, dando saltos por la diminuta habitación, hasta que yo grité:
– ¡Por favor, estáte quieto! ¡Me estás volviendo loca!
Estaba tan deseoso de agradarme, que me ponía nerviosa.
Por fin, sola en el cuarto de baño, me metí en la bañera y pensé: ¿Qué demonios estoy haciendo aquí?
Una llamada a la puerta.
– ¿Quieres té o café? -preguntó Ken-. ¿Te pido algo?
Me molestó que me interrumpieran. Pero grité:
– Café.
Cuando salí de la bañera, nos sentamos en el cuarto de estar de la suite y tomamos el café.
– Me encanta lo cómoda que estás con tu cuerpo -dijo él-. Andas por la habitación vestida, semidesnuda, desnuda, y te sientes contenta con tu piel. Nunca he estado con una mujer así.
– ¿A qué te refieres?
– Normalmente echan el pestillo a la puerta y se maquillan. Las mujeres tienen mucho miedo de que les vean su cara de verdad.
Hablamos. Salimos a cenar a una brasserie cercana. Hablamos y hablamos y hablamos algo más. Yo pensaba en lo diferente que habría sido mi velada si hubiera ido a Venecia. Habría pasado mucho tiempo telefoneando, concertando citas, cancelándolas, volviéndolas a concertar. Luego habría habido el sexo intenso, y luego el adiós. Esto era lo contrario. Estábamos al comienzo, no al final de algo. Anduvimos y anduvimos por las calles de París. Hablamos. Cuando volvimos al hotel, hablamos algo más. En cierto momento, yo pensé: Vamos a tener que hacer sexo, ¿y luego qué? Era un rubicón que debíamos cruzar, posiblemente un Waterloo.
– Hace años que no me pongo un condón -dijo, con una jovialidad fingida para disimular su pánico cuando surgió la cuestión sexual-. Siempre he vivido con la misma persona.
Y de hecho, el acto de colocarse el obligatorio condón hizo que quedara instantáneamente sin erección.
– Cuestiones de corrección política -dijo. Yo hice como que me reía. Pero estaba desesperada y también lo estaba él. Cuando a la mañana siguiente me desperté con su erección apretándose contra mí, inmediatamente dejé que me entrara un ataque de culpabilidad con respecto a Piero para evitar la posibilidad del sexo. Pobre Piero, pensé. ¿Cómo le podía hacer esto? ¿Cómo podía abandonarle por otro hombre?
¿Pobre Piero? El pobre Piero debía de haber pasado por una larga serie de mujeres durante todo el tiempo que le conocía, y nunca le había obligado a ponerse un condón. (Tenemos unas normas para los malos chicos y otras normas para los buenos.)
¿Qué es lo que yo quería? ¿Quería volver con el gigoló? Después de todo, en mi generación era una herejía que las primeras relaciones sexuales no fueran algo mágico, a calzón bajado, una maravilla de la química. Habíamos dejado de creer en Dios y en su lugar habíamos instaurado el sexo instantáneo. Cuando eso se demostró problemático, declaramos muerto a Dios. El País del Folleteo era nuestra tierra sagrada, y cuando se demostró que era de difícil acceso, nos declaramos abandonadas en una isla desierta.
Por la mañana, gracias a los cielos, Ken tenía una reunión. Y yo me quedé en el hotel para escribir. Lo pensé largo rato, luego llamé a Piero a Venecia. Parecía notablemente indiferente porque no hubiera ido, y se refirió a los proyectos que tenía con su dama y a lo apretado que andaba de tiempo. Esperaba verme aquel verano cuando yo alquilara mi usual palazzo estropeado.
Cuando volvió Ken, me sentí encantada de verle. Tenía una sonrisa que hacía que te alegraras por estar viva. Me tendió un pequeño paquete. Lo abrí. Era la primera edición de La fin de Chéri, de Colette.
– Quería que tuvieras algo que te recordara este fin de semana -dijo-, por si acaso es el último que pasamos juntos.
– ¿Cómo supiste que era uno de mis libros favoritos? -exclamé yo.
– No lo sabía. Sencillamente parecía que me llamaba desde la estantería.
¿Cómo podía saber él que yo valoraba todas las etapas de mi vida en relación con las de Colette? Yo había tenido mi Will, mi Chéri… ¿Iba a ser aquel hombre imposible el que se convirtiera en un amigo? Colette lo consideraba el estado definitivo de la vida de una mujer. Ese hombre había comprado el libro, pensando que sería un recuerdo de despedida. Sabía que ésta era una época implacable.
¡Y qué implacable! De algún modo había elegido el único libro que me abriría el corazón.
Incluso ahora me asombra que hayamos perseverado.
Porque la verdad es que lo que encontré con Ken fue la única cosa que no tenía catalogada en mi capítulo sexual: empatía. Creía que lo sabía todo, pero no sabía esto. Los hombres están tan oprimidos por la mitología machista como las mujeres. Les aterroriza tener que ser sementales. En nombre de la liberación los hemos reducido a sementales o nada. Hemos insistido en los gigolós y luego gritamos que lo único que teníamos eran los gigolós. La «química» se ha convertido en la nueva tiranía de mi supuestamente liberada generación. Pero la química puede quedar bloqueada por la proximidad.
Lo que aprendí con Ken es que algunas de nosotras temen el amor incluso más de lo que lo desean. Hemos aprendido a utilizar el sexo como un modo de desterrar el amor.
Una extraña convergencia de las estrellas llevó a Joan Collins a estar en París al mismo tiempo que nosotros. Nos invitó a que fuéramos a verla rodar una entrevista en la televisión francesa. Después fuimos todos a cenar a la Brasserie Lipp.
El programa que estaba haciendo Joan requería que la entrevistasen llevando puesto un fabuloso vestido color rosa de Chanel, en un decorado de antigüedades de Didier Aaron. Por algún motivo, Joan hablaba de antigüedades y de lo divertido que debería de ser comprarlas. Me quedé sentada y contemplé su consumada profesionalidad. Allí estaba una mujer que se había impuesto al sistema, sobrevivido a todos sus maridos, recuperado a sus hijos, metido la nariz en un mundo que se reía de las mujeres mayores (y trataba a las actrices como bienes de consumo de usar y tirar). Había encontrado la mejor venganza: vivir bien. En un mundo sensato, habría sido un modelo, no un objetivo para que lo atacaran las otras mujeres. Pero las feministas eran tan duras con ella como los chovinistas machistas. ¿Por qué? ¿Porque llevaba maquillaje? ¿Porque se atrevía a interpretar el papel de una mujer de edad sexy? ¿Porque, al ser una actriz, sabía hacer una buena entrada?
Después de la grabación, su amigo Robín, Ken y yo íbamos andando hacía el hotel Bristol a tomar el té. Una pareja norteamericana nos reconoció; Joan y yo íbamos andando delante de los hombres. La mujer se detuvo y exclamó:
– ¡ Ahí va Joan Collins!
– ¿Cuál de ellas es? -preguntó el marido.
Así es la fama.
Aquella noche en el Lipp, formábamos un grupo curioso. Después de su sesión de trabajo con la prensa, Joan no quería que la fotografiaran con su novio, Robin Hurlstone, de modo que le pidió a Ken que fuera su acompañante. Joan hablaba con él y yo hablaba con Robin, y los paparazzi quedaron todos confusos cuando entramos. Estaban reunidos a la puerta del restaurante. (No me extraña que lospaparazzi odien a los famosos que les dan de comer. Siempre están esperando fuera, al frío, mientras la presa está caliente dentro, comiendo.)
Estar con famosas del voltaje de Joan siempre me hace dar las gracias por ser simplemente una escritora.
Puede que me reconozcan durante breves periodos cuando estoy promocionando un libro, pero el resto del tiempo soy invisible, mientras tomo notas.
En un determinado momento de aquella alegre (aunque excesivamente pública) cena, Joan, su secretaria y yo bajamos juntas al pequeño cuarto de baño.
– Es bastante atractivo -dijo Joan de Ken-. Y parece lo suficientemente listo para ti -puso en blanco sus ojos enormes.
Como yo trataba de hacer algo para librarme de Ken, me dio que pensar que Joan lo encontrara «atractivo». Seguía pensando en irme de París y tomar un avión a Venecia, pero entonces recordé que allí no tenía nada por lo que ir.
Resulta difícil abrirse a alguien que te quiere de verdad. Yo seguía tratando de alejarme de Ken y él seguía aprobando el examen para quedarse.
Siempre trataba de hacer cosas por mí, desde llenarme la bañera a traerme aperitivos. Nos recuerdo a los dos dando vueltas en aquella diminuta suite como boxeadores en un ring.
– ¿Es que crees que una persona no te va a querer si no haces cosas sin parar por ella? -le grité exasperada.
Eso le dejó seco.
– No-dijo.
– Está bien. Eres encantador-grité-. El problema es que tú no lo crees.
Se puso a llorar. Se tumbó en la cama con lágrimas corriéndole por la cara. Le abracé.
– Eres encantador, lo eres -dije yo. Y, los dos llorando, aquella noche hicimos el amor por primera vez.
Así fue como empezó nuestra relación. Si yo hubiera sido agente de apuestas, no habría apostado por ella.
Unas semanas después, de vuelta a Estados Unidos, me llevó a su casa de Vermont a pasar el fin de semana. Era un tiempo demasiado tempestuoso para volar, de modo que fuimos en coche por la Route 91 hasta Bratdeboro y luego seguimos por las Green Mountains. En Putney, nos detuvimos a cenar. La conversación entre nosotros fluía como siempre y me aterraba lo cerca que estábamos uno del otro.
– Te he estado esperando toda la vida -dijo él.
– Estoy aterrada -dije yo, reconociéndolo por fin.
– ¿Por qué?
– Si me enamoro de ti, trataré de hacer que lo pases bien todo el tiempo y entonces no podré escribir -dije-. Tengo que ser libre para ser sincera con lo que escribo, y eso es lo primero de todo. No puedo ponerme a cuidar de un hombre.
– Escribe todo lo que necesites escribir sobre mí, sobre todo lo que sea -dijo él-. Nunca te echaré eso en cara. Por eso me he enamorado de ti.
– Lo dices ahora… Pero la cosa cambiará. Siempre cambia. Los hombres dicen una cosa cuando andan detrás de ti y otra cuando te tienen bien agarrada. Probablemente creas lo que estás diciendo ahora, pero la cosa cambiará, te lo aseguro.
– No, no cambiará -dijo él-. Además, yo no soy los hombres -agarró una servilleta-. Te doy plena libertad…, sobre todo -escribió en ella. Y luego-: Escribe todo lo que te apetezca, siempre-y añadió su firma y la fecha.
Todavía tengo este documento en la caja fuerte.
Pero lo cierto era que yo me tenía más miedo a mí misma del que le tenía a él. Si me enamoraba de él, ¿censuraría lo que escribía para agradarle? Si me casaba con él, ¿me empeñaría en que mi escritura fuera la de una mujer casada?
Al principio, éste fue mi dilema, pues nos casamos tres meses más tarde, en Vermont. Tuve que luchar contra mi tendencia a tratar de agradarle censurando la verdad.
– Si censuras algo -dijo él-, al final te enfadarás y me dejarás. Y prefiero que digas la verdad y te quedes.
Mi locura particular era pensar que siempre tenía que elegir entre lo que escribía y mi vida. Puede que sea la locura de todos los que escriben. Todavía lucho en la guerra de mi madre y mi abuela.
Antes de que nos casáramos, nuestros padres organizaron una cena en un restaurante del campo. Luego Ken llevó a sus padres en coche de vuelta al Sugarbush Inn y yo llevé a Molly. En algún punto del camino tomé una carretera equivocada y me dirigí hacia Nueva York. La lluvia arreciaba. Conduje y conduje…
Molly estaba muy enfadada, como de costumbre, por mi espantoso sentido de la orientación.
– Ya lo sabes, mamá -dijo-, no te tienes que casar a menos que quieras hacerlo.
En ese momento, Ken y su padre aparecieron en coche detrás de nosotros.
Sólo después de que nos casáramos nos dimos cuenta de que todos los motivos para que lo hiciéramos eran inevitables. Su innata tendencia Prozac se imponía a mi pesimismo. Tenía la loca tenacidad de mi padre. Nunca se rendía. Se despertaba riendo en plena noche. Necesitaba quererme más de lo que necesitaba alejarse de mí. Yo necesitaba quererle a él más de lo que necesitaba sentirme abandonada y desheredada.
¿Por qué nos casamos en vez de limitarnos a vivir juntos? Porque necesitábamos saber que cuando llegaran los malos momentos seguiríamos juntos y saldríamos adelante. Y ha habido todo tipo de malos momentos. Problemas sexuales, problemas de dinero, las dificultades de las familias con hijastros. A veces discutimos como salvajes y hacemos el amor como amantes. A veces nos volvemos la espalda uno al otro. Incluso cuando nos gritamos y nos tiramos cosas, somos amigos. ¿Quién es el hombre y quién es la mujer? A veces ninguno de los dos lo sabe. El matrimonio es andrógino, como las amistades íntimas.
Los dos aceptamos el hecho de que, al intentar que sea un matrimonio de iguales, estamos haciendo historia (como el resto de nuestra generación pionera). Los dos aceptamos el hecho de que no nos pertenecemos uno al otro. Los dos somos capaces de decir al otro lo que sea; y hemos tenido discusiones tan fuertes que parecía que el sol nunca volvería a salir.
Pero en el fondo de todo eso, hay una sensación de que somos responsables uno del otro, si no de la felicidad del otro. Hay empatía, admiración, respeto hacia la inteligencia y la sinceridad del otro. No puedo imaginar el escribir un libro tan desnudo como éste si no fuera por este matrimonio.
Al ver que se meten conmigo, Ken dirá:
– ¿Qué más da que te ataquen o se burlen de ti? Ya has pasado antes por eso. No borra tus palabras.
Y me doy cuenta de que he pasado por todo y he llegado al otro extremo, riéndome y leyéndole en voz alta en la cama a mi mejor amigo.