Durante esos años de naufragio, esos años de agitación, me enamoré de una ciudad: Venecia, Venezia, La Serenissima, Venedig. Creí que esta isla mágica me salvaría la vida. Creí en los mitos literarios que brotan de ella como su famosa niebla. Volví una y otra vez en busca de amor, en busca de mí misma.
Para los escritores que usan el idioma inglés, Italia se ha convertido más en mito que en realidad.
La culpa es toda de unos cuantos poetas del siglo XIX: en primer lugar los Browning -señor y señora-, que trajeron a las hordas a Florencia en busca de Fra Lippi, y que sólo encontrarían humos de coches, gelato deshecho, museos abarrotados, vendedores de cuero cínicos y plateros estafadores en el Ponte Vecchio; en segundo lugar, Lord Byron, que nadó en el Gran Canal con su criado remando a su lado (llevando su capa romántica y sus pantalones de montar), que le dio nobleza al Palazzo Mocenigo al escribir allí versos del divino Don Juan, pero que se portó asquerosamente mal con las mujeres toda su vida y abandonó a su querida hija, Allegra, para que muriera en un convento en lugar de confiársela a su madre; en tercer lugar, Percy Bysshe Shelley, que dejó su corazón en la playa de Lerici, una vez arrancado de las llamas que consumieron el resto de su cuerpo; y finalmente, pero en absoluto la última, Mary Wollstonecraft Godwin Shelley, que, tras concebir su monstruo humanoide en los Alpes, fue a Italia, sólo para ver cómo se ahogaba su marido, cumpliendo la profecía de su novela.
Olvídese, por el momento, a George Sand y Alfred de Musset (engañándose uno al otro en Venecia), Henry James, John Singer Sargent, John Ruskin, Vita Sackville-West, Nathaniel Hawthorne, el Barón Corvo, Igor Stravinsky, Ezra Pound, y todos los estúpidos que les siguieron. Byron, Browning y los Shelley se bastan solos para explicar la plaga turística de las costosas ruinas de Italia. Llegaron los poetas y escribieron; luego vinieron las hordas. ¿Quién dice que la poesía no tiene importancia económica?
El hechizo que lanzaron esos poetas sobre los sagrados lugares de esta hermosa aunque un tanto deteriorada bota fascinó a todos aquellos a los que les fascinaban los libros. Nosotros fuimos a Italia en busca de amor y poesía, y para nosotros el amor y la poesía eran intercambiables.
La primera vez que vine a Venecia tenía diecinueve años y llegué sola en tren desde Florencia (donde yo seguía un curso de verano, estudiando a los italianos). El curso tenía lugar en la Torre di Bellosguardo, del siglo XIII (ahora convertida en un albergue pintoresco aunque algo decaído que mira a Florencia desde la misma colina en la que tuvieron sus escarceos amorosos Vita y Virginia). Todo en Italia está cubierto con una capa de alusiones sexuales y poéticas; pues Italia es, por encima de todo, el país de los escarceos amorosos poéticos, por lo menos para los norteamericanos y los ingleses. Para los italianos es un país completamente distinto.
Me quedé parada a la salida de la estación de Santa Lucía con un ejemplar de tamaño pequeño y tapas azules de Don Juan en la mano. Los escalones de mármol de la estación me parecieron más grandes y empinados de lo que son. No vi perros muertos flotando ni condones usados ni botellas de Fanta. Sólo vi poesía y amor. Los poetas son los mejores publicitarios de todos.
Tomé el vaporetto para San Marcos, maravillándome ante los palacios del Gran Canal. Al ver una placa que decía «Qui abita Lord Byron» («Aquí vivió Lord Byron»), en la pared del Palazzo Mocenigo, casi me desmayo. Estaba en presencia de la Literatura, ese viejo fraude, ese gigoló intelectual. Como dijo Mary Shelley de su viaje de novios: «Fue romántico más allá del romance».
Y recorrí la hormigueante San Marcos, atravesando el museo vivo de una ciudad.
Un guapo médico chino (no con el que más tarde me casé) me compró violetas, me invitó a un helado y habló conmigo de Byron. Un burdo estudiante norteamericano me invitó a compartir su sórdida habitación en una pensión de mala muerte junto a la estación. Muchos italianos me pellizcaron el culo. Pero yo andaba como flotando, protegida por la poesía.
Nada alteró el hechizo. Yo estaba transfigurada, hipnotizada. Entonces los libros eran mi adicción. Los llevaba en el corazón y en la cabeza.
Entré en una casa con el nombre de Ruskin en la fachada y me recibió un torrente de insultos: aquello no era un museo. Tomé minipizzas para turistas y bebí vino agrio. A mí me pareció el maná.
Los techos de losas rojas medio despegadas, las campanas, las gaviotas, la esfera dorada de La Dogana (la aduana, que enriquecía Venecia con registros y embargos), el gran gorro cónico del campanile de san Giorgio Maggiore, dando cara a la dársena de San Marcos y su campanile, el modo en que los dos campanili se alinean en el canal para servir de señal a los barcos de vela que entran en el puerto, el modo en que los cruceros se deslizan por el canal Giudecca como sobre unos raíles invisibles: todo eso me encantó, me embrujó de tal modo que me hizo volver una y otra vez.
Volví a Venecia con amigas, finalmente con Allan, con Jon, con Will, y muchas veces sola. Me alojé en muchos sitios, desde el Ostello dello Gioventú, hasta hoteles baratos, pensioni medias, o los palacios más absurdamente caros como el Gritti o el Cipriani. Más tarde empecé a alquilar casas, las más alejadas de los turistas que pude encontrar. Me complacía decirme que era, si no nativa, al menos una habituée.
Muchas veces llegaba a Venecia y me preguntaba qué demonios me había traído de vuelta. Era un lugar lánguido, tendía a atraparme, pero el ensorcellement (como lo llama Anais Nin) no siempre era agradable. Me sentía como una mosca atrapada en una tela de araña, como un marino arrastrado al fondo del mar por un pulpo gigante. Nunca estaba segura de lo que quería de mí la ciudad.
Los azules cielos del verano y la resplandeciente laguna podían ser decepcionantes. Los turistas lo invadían todo como unos mendigos sucios y quemados por el sol, con prisa por volver a casa y contar lo que habían visto.
Pero cuando se vive en Venecia durante un tiempo, en verano o invierno, se descubre que la ciudad tiene un millar de secretos y que te deja penetrarlos sólo en su momento.
El verano de 1983 me invitaron a la antigua Unión Soviética para que asistiera a una reunión de escritores. Fue aquel hombre encantador, el desaparecido Harrison Salisbury, quien me invitó. El grupo incluía a Studs Terkel, Susan Sontag, Robert Bly, Gwendolyn Brooks, Irving y Jean Stone. Se dijo que aparecería Voznesenski, pero no lo hizo. Sí muchos apparátchiki. Fuimos en tren de Moscú a Kiev. Yo estaba horrorizada por el modo en que la cara negra de Gwendolyn Brooks provocaba miradas de asombro en Moscú y Kiev. Fue mi compañera de compartimento en el tren y nos pasamos toda la noche levantadas, hablando de poesía y maternidad.
¿Por qué Venecia siguió a ese viaje? Fue por Carly Simón. En caso contrario, yo habría vuelto directamente a Connecticut, donde me esperaba Will.
– Nos veremos en Venecia el uno de agosto en el Cipriani -había propuesto Carly Simón unos meses antes durante un agradable almuerzo que tuvimos en el Village.
Presumíamos comparando a nuestros amantes jóvenes. Los llevaríamos a Venecia y veríamos qué pasaba. (¿Pensábamos intercambiar parejas? Sólo en la fantasía.) Conque me alojé en el Cipriani (que ni siquiera sabía que existía antes de que lo mencionara Carly). Y después de Moscú, me reuní con Will en el aeropuerto de Milán. Corrimos a la habitación de un hotel a desahogarnos -o corno se llame lo que hicimos-, y luego tomamos el avión para Venecia al caer la tarde. La visión de la ciudad cuando una está enamorada resulta enriquecedora, no oprimente.
Entonces yo tenía dinero -o creía que el dinero me pertenecía más a mí que a Hacienda-, de modo que ocupamos una suite junto a la piscina del Cipriani. No salíamos de ella durante el día.
Nos quedábamos en la cama toda la mañana y la tarde, haciendo el amor y pidiendo cosas al servicio de habitaciones; de noche recorríamos las calles.
Carly nunca apareció con su amante de entonces, Al Corley. Había sido una de esas exuberantes proposiciones de las que una enseguida se queda amnésica. Pero nosotros no echábamos en falta a nadie. Por la noche, Will me enseñaba a nadar en la enorme piscina sin bañistas (construida de tal tamaño porque alguien había confundido los metros con los pies). Explorábamos las pequeñas calltde Giudecca en la oscuridad. Bebíamos en cafés, en nuestra habitación, en la cama, junto a la piscina. Hacíamos el amor como si lo estuviéramos inventando, pensando que lo inventábamos. En eso éramos como todos los amantes.
Venecia se convirtió en nuestra ciudad preferida. Todos los veranos íbamos a un apartamento de alquiler, o una casa, o un piano nobile, con Molly y Margaret. Yo me sumía en los ritmos de adagio de la laguna. Por las mañanas Will salía a por pan recién hecho. Desayunábamos perezosamente. Luego yo escribía. Después salíamos todos a almorzar en un trattoria cercana.
Desde los cinco años de edad, Molly veraneó en Venecia. Nos bañábamos en la piscina del Cipriani al caer la tarde, luego nos duchábamos, tomábamos el vaporetto hasta casa, nos cambiábamos y salíamos a cenar: una familia de cuatro miembros.
El día giraba en torno a la escritura, los paseos, los baños, las comidas. Las tensiones de Nueva York quedaban lejos. Yo no dejaba de tomar notas, imaginar poemas, iniciar relatos que creía que tenía que escribir. A veces se convertían en libros y a veces no. Pero el tranquilo ritmo de vida alimentaba este florecer. Y el mundo acuático lo bautizaba. Siempre volvía a casa con la cabeza llena de brotes exóticos.
¡Cuánto he soñado en Venecia, ese barco que flota en el mar Adriático! Era como dormir en una goleta, con el agua chapoteando y ondulando a los costados. A veces pienso que sólo voy a Venecia para dormir.
Durante esos veranos empecé a investigar el gueto de Venecia y quedé embrujada por el siglo XVI.
Will y yo siempre llegábamos cargados de libros para leerlos juntos. Leíamos en voz alta, subrayando y anotando las páginas. Desde las primeras veces, nos presentaron a venecianos que nos enseñaron la ciudad, y abrían museos y bibliotecas para nosotros. Empezamos a explorar la ciudad para ver si había un relato que me quisiera contar, o contar a través de mí.
El gueto de Venecia nos conquistó. Para demostrar su solidaridad conmigo, Will empezó a llevar una Estrella de David incrustada en cristal veneciano. También empezamos a leer historias de los judíos de Venecia.
Gracias a Cecil Roth, Riccardo Callimani y las propias piedras, la Venecia del siglo XVI empezó a resultarme viva. Era un refugio insular, con judíos infiltrados que buscaban asilo en él. Sefardíes de España, askenazíes de Alemania, judíos levantinos del Oriente Próximo, se mezclaban y unían en Venecia con cristianos y musulmanes, creando la magia de la cultura veneciana.
Inmediatamente vi una analogía entre aquella isla de Venecia y la isla de Manhattan. La Venecia del siglo XVI era el Manhattan de comienzos del siglo XX: rebosante de judíos que llegaban de Europa y Oriente Medio, destinados a enriquecer el mundo cristiano y a cambiarlo para siempre.
Los judíos venían a Venecia porque Venecia los aceptaba, y pronto se convirtieron en vendedores de ropa, antigüedades, libros. Se especializaron en las artes escénicas, la impresión, la encuademación de libros, las antigüedades; como ahora. Construyeron sinagogas, teatros, editoriales, empresas comerciales. Practicaban las artes. Al centrar sus energías en las pocas cosas que no les estaban prohibidas, se convirtieron en una fuerza. Y prosperaron. Y Venecia prosperó. Añadieron otro tipo de fermento a la gran tarta azucarada de la Serenissima.
Durante las prolongadas y perezosas estancias en Venecia, empezó a susurrarse un relato entre las piedras. A una chica judía, la auténtica Jessica, la tiene encerrada en el gueto su padre, Shylock (o Shallach, como debe de haber sido su nombre antes de adoptar la forma inglesa).
En una excursión diaria de lo más corriente, nuestra Jessica se encuentra con un joven inglés en el gueto, adonde había ido para oír predicar a sus famosos rabinos y para aprender las nuevas artes escénicas (por las que eran famosos los judíos de Venecia del siglo XVI). Sólo tiene veintiocho años, es poeta, actor, dramaturgo, y ha venido a Venecia con su lascivo patrón bisexual, el conde de Southampton. La peste ha cerrado los teatros de Londres y viaja con su señor (que está locamente enamorado de él y también, como les pasa a los amantes furiosos, quiere ser su mentor).
Will -pues ése, irónicamente, es el nombre del joven- y Jessica se enamoran a primera vista, como pasa en todos los cuentos de hadas, y su amor les empuja a huir del gueto, huir de Southampton, de Shallach y de todo el cinismo, pues el amor nace para imponerse al cinismo.
Algo así se estaba cociendo en mi cabeza cuando terminé otra novela -Parachutes amp; Kisses-. Ese invierno me llegó una invitación inesperada para que formara parte del festival de cine de Venecia. Notando que necesitaba sacar a la luz esa novela, acepté de inmediato, llevando conmigo a Will de cavaliere servente.
El festival de cine era una casa de locos. Eugeni Yevtushenko había venido de Moscú, con una mujer británica de la que estaba destinado a separarse muy pronto, y se comportaba como un mongol. Alto, teatral, acostumbrado a llenar los estadios de adoradores, tenía ganas de pelea. Günter Grass, fumador de pipa, meditabundo, llegó de Alemania con un estado de ánimo parecido, pero era demasiado listo y serio para demostrarlo. Balthus debería haber seguido pintando. Se alojaba en el Gritti, con su hermosa esposa japonesa y sus hijas, y parecía tomarse la cosa con toda la tranquilidad del mundo, lo que era inteligente. Le veíamos raramente y nunca en las proyecciones. Los hermanos Taviani -Paolo y Vittorio- eran sencillos, divertidos y extremadamente nerviosos. Iban a presentar Caos, su brillante película pirandelliana. Michelangelo Antonioni no estaba físicamente bien, pero era apasionadamente serio y vio todas las películas.
El jurado se pasaba el día entero viendo película tras película: las buenas, las malas, las mediocres. Películas del realismo socialista del bloque Oriental, películas indias de la industria del celuloide de Nueva Delhi, películas chinas producidas por los magnates de Hong Kong, películas artísticas o vulgares japonesas, películas que sorprendían o aburrían, más películas de las que una pensó nunca que se hicieran en todo el planeta en sólo un año.
Cada vez era más aburrido. No hay nada más aburrido que las películas mediocres. Y según pasaban los días, se podían ver unas nubes de tormenta que se cernían sobre la laguna.
Cuando llegó Claudia Cardinale con su marido, el productor siciliano, el ambiente estaba preparado para un duelo, la pelea de OK Corral.
Cardinale interpretaba a Clara Petacci, la última amante de Mussolini, en una película espantosa que se basaba no tanto en la historia como en un culebrón. El ruso vio de inmediato algo por lo que protestar. Y el alemán vio a un ruso al que podía ganar. Y empezó el follón.
Cómo empezó es un misterio. Las reuniones y deliberaciones tendían a entrar en combustión espontáneamente al cabo de cinco días o así. Puede que sea la disciplina que imponen a unas personas indisciplinadas. O a lo mejor es que los artistas no están acostumbrados a vivir en comunidad y sólo pueden soportarlo durante breves periodos. A lo mejor toda comunidad requiere una válvula de escape y la explosión debe producirse inevitablemente.
Primero el jurado debatió sobre la «moralidad» de ver una película que presentaba a Mussolini como amante, luego hubo unos enfrentamientos verbales a la hora de comer y del té, y de repente Eugeni celebraba una conferencia de prensa, ¡y los periódicos italianos tenían algo sobre lo que escribir! El festival podía ser un aburrimiento, pero los miembros del jurado no. ¡Pías! ¡Bom! ¡Zas! ¡Smash!
– Es una ofensa glorificar a los fascistas como amantes… -o algo así.
La confusión se alimentaba por sí misma, como tienden a hacer las creaciones de la prensa. A los medios de comunicación no hay nada que les guste más que los enfrentamientos caricaturescos. Los franceses y los ingleses competían en ser absurdos. Los italianos se les unieron encantados. Los periódicos norteamericanos se basaron en ellos.
A todos nos entrevistaron y citaron frases nuestras, por supuesto. Todos nos vimos obligados a pronunciarnos sobre este inofensivo melodrama. (Anita Hill ha dicho que, una vez que te conviertes en figura pública, se espera que tengas opiniones sobre todo. «Me reservo el derecho a no hacer comentarios», dijo. ¡Si yo y el resto del jurado hubiéramos sido tan listos como ella!)
A Claudia Cardinale la fotografiaron con un aspecto encantador manifestando lo ultrajada que se sentía. Su marido productor (o productor marido) juró negra vendetta.
Y en consecuencia el festival se convirtió en el acontecimiento de los medios de comunicación que quería ser y todos consiguieron publicidad, tanto si la querían como si no. Y la ciudad de Venecia recuperó el dinero que había pagado a los famosos para que vinieran en avión y comieran bien. Y Liv Ullmann llegó al final de todo para entregar el León de Oro, rampante una vez más delante de un campo lleno de agentes de prensa.
Lo que pasó en el festival y su combustión espontánea me llevó a pensar nuevamente en mi novela sobre Venecia. Todos los escritores anhelan escribir un relato del tipo de Un yanqui en la corte del rey Arturo. Todos los escritores quieren viajar en el tiempo, mientras el futuro espera a que regresen.
¿Y si mi Jessica no fuera judía, cuando nos encontramos con ella por primera vez, sino cristiana? ¿Y si era una jovencita rebelde educada en Radcliffe que procedía de una polvorienta y vieja familia de blancos, anglosajones y protestantes de la parte alta del East Side e iba a la Royal Academy of Dramatic Art de Londres en lugar de casarse como es debido, y estaba, a pesar de la desaprobación familiar, decidida a ser actriz? ¿Y si hubiera adorado la poesía de Shakespeare durante toda su vida y un día en Venecia, después de ser jurado de un festival de cine, se deslizara por una fisura del tiempo y se encontrara convertida en una judía del gueto del siglo XVI, enamorada de un muchacho inglés muy poético que se llamaba Will?
Ése es siempre el comienzo de un relato.
Yo tenía mi relato. O el relato me tenía a mí.
Me puse a tomar notas frenéticamente. Existía la posibilidad de hornear una tarta hecha con todo lo que sabía de Venecia, Shakespeare, los isabelinos y los judíos.
Hice el relato adecuadamente shakespeariano y sangriento. Eran obligatorios los puñales, los venenos, las dagas, las espadas, los estiletes. Quería oír la música de las palabras isabelinas, de modo que escuché repetidamente a sir John Gielgud recitar los sonetos hasta que no puede dejar de oírla. Busqué todos los montajes de El mercader de Venecia que se representaban aquel año. Vi antiguas películas y vídeos de la obra. La leí en voz alta para mí misma. Luego leí todo lo que pude encontrar sobre ella. «A Shakespeare le gustaba dejar en el aire a mentes que habían perdido el equilibrio», dijo Joyce (por medio de Stephen Dedalus). Conque volví al gueto un lluvioso otoño y pensé y pensé. Volví a oír los susurros de las piedras. Volví a ver al joven Shakespeare y a una Dama Negra andando bajo la lluvia.
El secreto de conseguir que Shakespeare funcione en el presente no es oscurecer sus verdades sobre el personaje con tonterías y toques isabelinos. El público de Shakespeare ve a través de esas cosas, porque está acostumbrado a las convenciones del lenguaje y de la representación teatral que le son propias. Debemos hacer obras de teatro tan transparentes como las isabelinas. Una buena adaptación debe suprimir la barrera que separa la Inglaterra isabelina de nosotros, no reforzarla.
Pero El mercader es una obra difícil de hacer moderna debido a que la actitud de Shakespeare hacia Shylock es muy desagradable por culpa del antisemitismo y, sin embargo, constituye algo intrínseco al drama. Shakespeare ve a Shylock como a un ser humano igual que él mismo, pero los viejos prejucios isabelinos hacia los judíos (en su época de mucho odio a los judíos) están siempre presentes. Incluso el personaje de Jessica es más flojo que el de Portia. Y la renuncia de Jessica a su padre es cruel. Como lo es su robo del anillo (que le regaló a él su madre muerta). La comparación de Shylock de las hijas con los ducados puede leerse fríamente como una afrenta a los judíos, pero también se puede presentar con pasión, iluminando la rabia de un padre y el amor de un padre. (Laurence Olivier y Dustin Hoffman lo hicieron.)
Yo quería que Serenissima resolviera el dilema de Jessica de una vez por todas, mostrar por qué Jessica traicionaba a su padre; no sólo por amor y libertad, sino por poesía. También quería resolver el misterio de la Dama Negra de los sonetos. Pensaba matar dos pájaros de un tiro, convirtiéndola en la misma condición de judía del gueto que inspiraba el personaje de Jessica.
El libro iba a ser literatura, y sin embargo, en cierto modo, también iluminaría la condición de la mujer del siglo XX, empujando al lector a pasar la página.
Aunque Serenissima todavía me hechiza con su potencial, sospecho que fallé parcialmente en esta novela porque todavía no entendía del todo mi propia relación con la ciudad de Venecia. Además, traté de hacer demasiadas cosas en un libro delgado. Serenissima debería haber sido más largo y con más contenido, como Fanny. Debería haber tenido más personajes, más contracorrientes y argumentos secundarios. Haber suprimido menos cosas.
Consciente de mi tendencia al exceso, contraté a un corrector para que me cortara las alas. Nos animamos uno al otro y cortamos demasiado. V. S. Pritchett dice que los puntos fuertes y los débiles de un escritor están tan entrelazados que no se puede renunciar a unos sin influir en los otros.
Venecia, como Nueva York, era para mí una ciudad ancestral, una ciudad que me llevaba a las raíces de mi condición de judía. Pero era más: su mito es el de una isla mágica donde se resuelven los problemas, los rompecabezas se completan por sí solos, o por lo menos se disuelven en el aire.
El mercader de Venecia es sólo una de las muchas versiones de Shakespeare de ese relato. Pero, además, no es un logro absoluto; a pesar de las enfebrecidas frases de Shylock sobre el ser judío, a pesar del mágico cielo estrellado de Belmont, a pesar de la oscura belleza de Jessica y la remilgada recapitulación de Portia sobre la justicia como una especie de noblesse obligue concedida a los infortunios de los judíos siempre que se conviertan, se pongan de rodillas, renuncien a su sangre, su comida, sus ducados, sus hijas, y la condición de judíos de sus nietos.
De modo que El mercader no funciona por completo, debe ser dicho. Puede que sea el odio lo que la desmerece. Con el odio raramente se hace buena literatura. Pero que otra obra sobre una isla mágica, La tempestad, resuelve bellamente todos los dilemas, y funciona, es algo que se debe decir.
Hay amor auténtico entre los enamorados, arrepentimiento auténtico por parte del rey hechicero, Próspero, libertad auténtica para los espíritus encadenados, Calibán y Ariel, libertad auténtica para el poeta cuando decide irse. La isla mágica podría ser Venecia (es una isla del norte de Italia, después de todo), pero evidentemente no lo es. Pudo serlo, pues Venecia es sobre todo la isla de la muerte, como Thomas Mann sabía mejor que nadie. Venecia es el lugar que atrapa a los espíritus torturados. Es la isla de papel donde se pegan las moscas. Necesita sangre nueva constantemente para renovar la vida. Venecia es nada más y nada menos que un vampiro.
Conocí a un pianista danés que iba todos los años a Venecia a tocar en un bar de mala muerte. Por el invierno y durante la primavera, lo tenía contratado un jeque de Sharjah por muchos, muchísimos ducados. Pero todos los veranos y los otoños se veía empujado a regresar a Venecia como si el espíritu de su antigua identidad le arrastrara hasta allí.
Ese melancólico danés había investigado sobre su pasada identidad, que parecía ser la de un panadero del siglo XIII. Por la noche, su habitación a veces se llenaba con una fragancia de flores o el olor del pan recién horneado. Se entrechocaban recipientes y estantes metálicos. Cuando despertaba, todo estaba recubierto de un fino polvo blanco. Abría los ojos, nada sorprendido.
Tenía los ojos azules, el pelo rubio, leve constitución y poco peso, y mostraba la calavera debajo de la piel de la cara como a veces parece pasarles a los escandinavos. Al tocar el piano parecía joven, pero cuando te acercabas a él veías que tenía entre cincuenta e infinitos años. Su cara estaba recorrida por finas arrugas. Era, como yo, adicto a Venecia, aunque podías ver que no le sentaba bien a su salud.
Por supuesto, tenía que tener algún amante en la ciudad, un amante imposible, como mi Piero, que llegaba y se iba de modo impredecible. El amante probablemente tenía la misma inconsciente crueldad infantil que el Tadzio de Von Aschenbach. Todos los amantes venecianos la tienen.
Puede que Piero fuera amante de ese danés tanto como mío. Puede que también fuera amante de Tadzio. Y de Alfred de Musset. Y de Byron. Y de Shakespeare. ¿Quién lo puede decir? En Venecia es posible llevar múltiples vidas en múltiples tiempos. El aqua alta sube inexorablemente, cubriendo los suelos.
Hablábamos muchas noches, el pianista danés y yo, y aunque no recuerdo su nombre, sé que su historia tenía algo que ver con la mía. Al final, las personas que no se pueden librar de Venecia mueren allí. La laguna necesita sus espíritus para atraer a los futuros espíritus.
Había otro problema con Venecia en mi novela: no contaba la verdad definitiva sobre Venecia. Y no era porque yo no me esforzase todo lo posible. Me esforzaba. Pero todavía no sabía la verdad definitiva sobre Venecia. Venecia no es soleada. Venecia es una tumba.
El arrebatado hacer el amor entre el desayuno y el almuerzo, la enfebrecida pasión de cinco a siete, son modos de traerte una y otra vez a Venecia. Pero hacer el amor no origina vida. Sólo origina espectros, espectros seductores, espectros con una increíble fuerza magnética y sexual, espectros que pueden resonar en el mayor orgasmo conocido en terra firma. En realidad, no es terra firma. Es el mar, y la barca de la muerte se dirige hacia el oeste con el sol poniente.
No hace mucho (en la mitad de este libro) volví a Venecia con mi hija. Hablamos y hablamos y recordamos otros veranos cuando ella era niña y yo estaba soltera. Pero cuando iba a visitar a mis viejos amigos, se negaba a venir, prefiriendo quedarse en el Gritti, viendo la CNN y pidiendo cosas al servicio de habitaciones. Conque iba yo sola.
Mis amigos se aferraban a mí del modo en que los habitantes de una isla se aferran a los recién llegados: para salir de un tremendo aburrimiento. Me invitaban a comer, a cenar, a tomar el té, y me hablaban de las maravillosas casas que estaban en venta en Venecia.
En la recepción del hotel, antiguos amantes me dejaban mensajes, pero cuando los telefoneaba nunca estaban en casa. Cuando volvía, había mensajes nuevos a los que nunca podía responder. Había mensajes de personas a las que no conocía. ¿Estaba un panadero del siglo XIII entre ellas?
Mi amigo danés se había ido. Creí ver a Piero en su motora por el Gran Canal solo, pero luego me pareció que no era él. Traté de llamarle, pero una secretaria me dijo que estaba fuori Venezia («fuera de Venecia»). El cielo se oscureció. Las ventanas se abrían solas en mi vieja habitación (la de Hemingway, me dijeron) del Gritti. En el techo sonaban pasos la noche entera, pero cuando me quejé, el encargado me dijo que en la habitación de encima de la mía no había nadie.
Finalmente, al quinto día, me encontré en un verde jardín (con fama de que una vez había sido cementerio) en Dorsoduro. Estatuas de figuras con mantos, sombreros, la cara velada, acechaban en las sombras aterciopeladas. Los setos eran de un verde musgo, y aquí y allá una fucsia brillante o un ciclamen estallaban en el verdor como una flor en una maceta encima de una tumba.
Yo estaba sentada en el centro de un grupo de mujeres. Una era una artista austríaca que llevaba viviendo allí cerca de treinta años (atraída por los amantes italianos y la luz). Ahora había renunciado a los hombres (de cualquier nacionalidad). Otra, una rechoncha norteamericana divorciada, finalmente había vendido su casa de Nueva York y se había instalado allí. Otra, una rica viuda inglesa, había comprado un palazzo en el Gran Canal y lo estaba restaurando. Otra era una voluminosa duquesa que tenía a mi Piero, su Piero, el Piero de quien fuera. Navegaba por el Mediterráneo. Nadie sabía adonde iba.
Hablábamos de regímenes alimenticios, de ejercicios físicos, de comida, de niños caprichosos, criados caprichosos, hombres caprichosos. Todas me animaban a dejar Nueva York, mi marido, mi familia, y trasladarme allí. El ritmo de vida era más tranquilo, y podría escribir.
Pero yo sólo podría escribir sobre el pasado, creía, y al final no escribiría nada porque la hierba me cubriría las manos. El cementerio me estaba dominando, y Venecia hacía que el proceso fuera agradable. La barca que rema hacia la puesta del sol estaba esperando al borde del canal. El seductor chapoteo del agua creaba el sonido de Venecia: vieni, vieni.
La muerte que ofrecía no era la petite mort. Era la grande. Y era inexorable.
Los amantes venecianos, quienesquiera que fuesen, de cualquier sexo, sólo eran sus ayudas de cámara, su artillería, sus apoyos. Ellos eran el cebo seductor. Pero sólo nos podíamos quedar por propia voluntad, que es como le gustamos a la muerte. Nos espera en Venecia, paso a paso, remo a remo, orgasmo a orgasmo.
Recordé la primera vez que me sentí atraída por Piero, ocho o nueve años antes. Navegábamos en su barco cerca de San Marcos una perfumada noche de mediados de julio. Era la fiesta del Redentore, que conmemoraba la liberación de la Serenissima de una plaga de hace medio milenio. Habían construido un puente de barcos desde la Piazza del Giglio, en San Marcos, a Santa María della Salute, en Dorsoduro, y hasta la magnífica iglesia del Redentore, de Palladio, en Giudecca. Toda la ciudad andaba por encima del agua, o eso parecía. Los que no cruzaban los puentes, llevando velas, comida, prosecco, estaban reclinados en sus barcas sembradas de flores, tomando el fruto de la viña. La música de Vivaldi, Monteverdi y Albinoni flotaba sobre las aguas. Los prohombres -los futuros tangentopolisti que ahora abarrotan las cárceles- estaban ocultos en una especie de palco real flotante construido sobre pontones que también difundía la música veneciana sobre las aguas. Los equipos de televisión pasaban en pequeñas motoras para transmitir la festa a los ávidos ojos del resto de Italia, que todavía considera a Venecia una rareza: medio italiana, medio otra cosa.
La suntuosa duquesa de Piero estaba preparando langostas, calamares, y risotto negro hecho con la tinta de las seppie venecianas. Yo observaba con asombro tanto su habilidad como su imperturbabilidad. Piero se me acercó.
Me echó el aliento en la nuca, me pasó un dedo por el antebrazo de un modo posesivo, premonitorio. Me tomó con sus ojos.
Yo estaba perdida en sus ojos pardos de fauno, olía el fuego bajo su piel morena, admiraba su rizado pelo rubio de sátiro. Su sudor era libidinoso y delicioso, ¿o era el mío? Parecía que teníamos el mismo olor.
– Lo siento, pero no estoy libre del todo -dijo, haciendo un gesto hacia la duquesa.
Lo que quería decir era lo opuesto, como sucede tantas veces: Me alegra no estar libre del todo. Ella es mi vacuna, mi protección, mi escudo invisible. Pero me encantaría traerte a Venecia una y otra vez a base de pequeños lametazos y mi mágico sabor.
Y así comenzó la cosa. Se fue destilando en la laguna durante un año entero, se consumó una noche de luna llena un año después, siguió intermitentemente durante años y terminó para siempre cuando huí de Venecia dominada por el pánico, sin ni siquiera haberle visto.
El viento soplaba con fuerza desde el canal. Ventanas, macetas y pianos resonaban tocando melodías interrumpidas, y una nube de polvo soplaba por encima de todo. Me miré en el espejo. Estaba blanca como un espectro.
– Mujer a la que llamo madre, si en efecto es ése tu nombre -dijo mi hija que ahora tenía quince años-, tenemos que irnos de aquí. Va a pasar algo terrible.
Al cabo de una hora, habíamos hecho las maletas y habíamos alquilado una góndola taxi para que nos llevase a donde se alquilaban coches.
Mientras íbamos en coche hacia terra firma, nos alcanzó una terrible tormenta, que hizo balancearse a nuestra furgoneta y oscureció sus ventanillas.
Habíamos escapado con el tiempo justo. Los espectros se arremolinaban y gritaban por encima de la laguna. Las damas del jardín del cementerio exclamaban:
– Non scappi! («¡No huyas!»)
Pero yo pisaba el pedal a fondo y tenía Milán en el punto de mira. De vuelta a la vida, a la prisa y fealdad del tráfico, a lo mundano de los negocios, a teléfonos que no ponen en contacto con los muertos.
También se marchó Browning, y también Byron y los Shelley. George Sand dejó Venecia en cuanto tuvo terminado el libro. Sólo Aschenbach se quedó. Y Pound. Y Stravinski. Están enterrados allí.
Una vez lejos, las damas del oscuro jardín no me podían atrapar.
– Mamá -dijo Molly-, nunca me había alegrado de marcharme. Adoraba Venecia cuando era pequeña. ¿Qué pasó?
– Entonces eras demasiado joven para Venecia -dije yo, conduciendo enloquecida.
– No lo entiendo.
– Todavía no estamos preparadas para Venecia -dije.
Pero con el ojo de la mente vi las aguas cerrándose sobre la ciudad, los mosaicos dorados flotando y deshaciéndose, los santos bizantinos haciéndose pedazos.
Esta condenada Atlántida un día se hundiría bajo las cálidas aguas y nadie haría nada por impedirlo. Los arqueólogos del 5040 harían excavaciones, maravillándose de la obra de arte de la muerte.
Pensé en el día en que enterramos a nuestra amiga, la artista Vesty Entwhistle, en el verde jardín del camposanto de San Michele, la isla cementerio, y en cómo echamos teselas doradas en la tierra de encima de ella porque había utilizado unos cuadrados dorados parecidos en sus mosaicos. Otra vida para alimentar a los abundantes espectros. La Serenissima triunfa siempre que en ella se entierra a alguien.
Doce años después, los enterradores desentierran los huesos de los que no son lo suficientemente famosos para atraer a nuevos turistas. Arrojan esos huesos sin valor en un osario común, en una isla osario de la que sólo me han hablado al oído. Pues durante los primeros doce años uno saborea la inmortalidad. Y luego, si ya no eres famoso, afuera contigo: calavera, pelvis, vértebras, tibias, todo. ¿Qué inmortalidad es de hecho mucho más larga que eso? La inmortalidad, después de todo, es el recuerdo de una en las mentes de los que te quieren.
Ya no quiero morir en Venecia. Y por lo tanto, claro, no puedo vivir allí.
Imagino que ya soy demasiado mayor para arriesgarme a ser veneciana.