Martes, 16 de enero, 21:55 horas
– ¿O curre algo malo, doctora J?
Sophie levantó la cabeza y vio que Marta cruzaba el aparcamiento situado detrás del edificio de humanidades de la Universidad Whitman.
– La moto no funciona. -Se apeó y dio un resoplido de hastío-. Antes de entrar en clase iba perfectamente, en cambio ahora se ahoga cuando intento arrancarla.
– Qué fastidio. -Marta se mordió el labio-. ¿No le faltará gasolina? La última vez que mi coche no arrancaba me puse frenética y luego me di cuenta de que no había repostado.
Sophie disimuló su impaciencia. Marta estaba tratando de ayudarla.
– He llenado el depósito esta mañana.
– ¿Qué ocurre? -Spandan se había unido a ellos, igual que la mayoría de los alumnos del seminario de posgrado que impartía los martes a última hora de la tarde. Ese semestre le tocaba dar teoría de la excavación a una clase rebosante. Habitualmente se quedaba un rato después de la clase para responder preguntas, pero ese día había salido pitando. Vito la esperaba en Peppi's Pizza y durante la clase no había podido dejar de pensar en aquel beso.
– No me funciona la moto y llego tarde.
Marta la miró con interés.
– ¿Tiene una cita?
Sophie alzó los ojos, exasperada.
– Si no consigo llegar enseguida, ya no la tendré.
La puerta se abrió tras ellos y John descendió por la rampa con su silla de ruedas.
– ¿Qué ocurre?
– A la doctora J se le ha estropeado la moto y llega tarde a una cita -explicó Bruce.
John rodeó al grupo y se acercó al motor para echarle un vistazo.
– Hay azúcar. -Dio un golpecito sobre el depósito de gasolina con un dedo enguantado.
– ¿Qué? -Sophie se inclinó para verlo y enseguida se dio cuenta de que tenía razón. Una nube de partículas de azúcar brillaba en torno al depósito bajo la luz de las farolas-. Mierda -susurró-. Juro por Dios que esa mujer va a pagar por lo que me ha hecho esta vez.
– ¿Sabe quién lo ha hecho? -preguntó Marta con los ojos como platos.
Estaba casi segura de que la saboteadora era Amanda Brewster.
– Me lo imagino.
Bruce sostenía el móvil en la mano.
– Voy a llamar al personal de seguridad del campus.
– Ahora no. Ya daré parte yo, no te preocupes -añadió al ver que Spandan se disponía a protestar. Desató la mochila del asiento-. No pienso esperar aquí hasta que vengan. Tengo muchísima prisa. Tardaré como mínimo un cuarto de hora en llegar al restaurante andando.
– Ya la llevo yo -se ofreció John-. Tengo aquí la camioneta.
– Mmm… -Sophie negó con la cabeza-. Gracias, pero prefiero ir andando.
John levantó la barbilla.
– Está equipada con control manual, conduzco bien.
Lo había ofendido.
– No es eso, John -se apresuró a decir-. Es que… soy tu profesora. No me parece correcto.
Él la miró de soslayo a través de su pelo siempre greñudo.
– Solo le he propuesto acompañarla, no le he pedido que se case conmigo. -Una de las comisuras de sus labios se curvó-. Además, no es mi tipo.
Ella se echó a reír.
– De acuerdo, gracias. Voy a Peppi's Pizza.
Agitó la mano para despedirse del resto.
– Hasta el domingo.
Caminó junto a la silla de ruedas hasta que llegaron a la camioneta blanca de John. El chico abrió la puerta y activó la plataforma para subir la silla. Se bajó de la silla con facilidad y se situó en el asiento del conductor.
Vio que Sophie lo observaba y su mandíbula se tensó.
– Tengo mucha práctica.
– ¿Cuánto tiempo hace que vas en silla de ruedas?
– Desde que era niño. -Su respuesta fue sucinta; había vuelto a ofenderlo. Sin decir nada más, John abandonó el aparcamiento.
Sophie no sabía qué más decir, así que se decantó por un tema que le pareció más neutral.
– Te has perdido el principio de la clase de hoy. Espero que todo vaya bien.
– Me he entretenido en la biblioteca. Llegaba tan tarde que he estado a punto de no aparecer, pero tenía que preguntarle una cosa. He intentado acercarme al terminar la clase, pero ha salido pitando.
– Así que tenías un motivo para ofrecerte a acompañarme. -Sonrió-. ¿Qué quieres preguntarme?
Él no sonrió; aunque rara vez lo hacía.
– Mañana tengo que presentar un trabajo para otra asignatura. Casi lo tengo listo, pero me está costando encontrar información sobre una parte.
– ¿De qué va?
– Es una comparación de teorías modernas y medievales sobre el crimen y el castigo.
Sophie asintió.
– Debes de cursar legislación medieval con el doctor Jackson. ¿Cuál es la pregunta?
– Quiero incluir una comparación entre la práctica medieval de marcar la piel con un hierro candente y el uso actual del registro de delincuentes sexuales. Sin embargo, no encuentro información fiable sobre lo primero.
– Un tema interesante. Puedo darte unas cuantas referencias que te ayudarán. -Buscó su bloc de notas en la mochila y empezó a escribir-. ¿Cuándo tienes que entregar el trabajo?
– Mañana por la mañana.
Ella hizo una mueca.
– Entonces, a menos que los bibliotecarios trabajen ahora más horas que antes, tendrás que utilizar las páginas de internet para las referencias que te indico. Sé que hay información disponible en la red. Las otras seguramente solo se encuentran en libros antiguos. Ah, Peppi's está al doblar la esquina. -Arrancó la hoja y se la entregó a John cuando este se detuvo en el aparcamiento del restaurante-. Gracias, John. Buena suerte con el trabajo.
Él tomó la hoja y asintió muy serio.
– Hasta el domingo.
Sophie esperó a que John se marchara. Luego contuvo la respiración mientras buscaba con la mirada la camioneta de Vito. Poco a poco, fue soltando el aire. Aún se encontraba allí.
Ya estaba. Entraría en el restaurante y… su vida daría un giro. De pronto, se sintió muerta de miedo.
Martes, 16 de enero, 22:00 horas
Daniel se encontraba sentado en el borde de la cama del hotel, exhausto. Había visitado más de quince hoteles desde el desayuno pero no estaba más cerca que antes de encontrar a sus padres. Ambos eran animales de costumbres, por lo que había empezado por sus establecimientos preferidos: los más caros. Había acudido a las grandes cadenas. Nadie los había visto, o recordaba haberlos visto.
Se quitó los zapatos con aire cansino y se dejó caer sobre el colchón. Estaba lo bastante cansado para dormirse tal cual, con la corbata anudada al cuello y los pies en el suelo. Tal vez sus padres no hubieran ido a Filadelfia después de todo; tal vez aquello fuera una locura; tal vez hubieran muerto.
Cerró los ojos, tratando de pensar más allá del martilleo de sus sienes. Tal vez debería llamar a la policía y echar un vistazo a los depósitos de cadáveres.
O a las consultas médicas. A lo mejor habían ido a visitar a alguno de los oncólogos de la lista que había encontrado en el ordenador de su padre. Claro que ningún médico le contaría nada. Secreto profesional, le dirían.
El sonido de su móvil lo sobresaltó cuando estaba casi dormido. Susannah.
– Hola, Suze.
– No los has encontrado. -Más que una pregunta, era una afirmación.
– No, y eso que me he pasado el día recorriendo la ciudad. Empiezo a preguntarme si realmente vinieron aquí.
– Seguro que han estado ahí -aseguró Susannah con una ligera inflexión en la voz-. La llamada del móvil de mamá a la abuela se hizo desde Filadelfia.
Daniel se sentó en la cama.
– ¿Cómo lo sabes?
– He pedido que rastrearan las llamadas. He pensado que deberías saberlo. Llámame si los encuentras; si no, no. Adiós, Daniel.
Iba a colgar.
– Suze, espera.
Él la oyó suspirar.
– ¿Qué quieres?
– Me equivoqué. No al marcharme, eso tenía que hacerlo. Pero me equivoqué al no explicarte por qué.
– Y ahora, ¿piensas decírmelo? -Le hablaba con dureza y a Daniel se le encogió el corazón.
– No, porque estás más segura si no lo sabes. Ese es el único motivo por el que no te lo conté entonces… ni te lo cuento ahora. Sobre todo eso último.
– Daniel, ya es tarde. Hablas en clave y no quiero escucharte.
– Suze… Hubo un tiempo en que confiabas en mí.
– Confiaba. -Su única palabra sonó terminante.
– Pues vuelve a confiar en mí, por favor, únicamente en relación con eso. Si supieras el motivo, estarías en peligro. Tu carrera estaría en peligro. Te ha costado demasiado esfuerzo llegar adonde estás para venirte abajo solo porque yo necesite descargar mi conciencia.
La chica guardó silencio tanto rato que Daniel tuvo que comprobar si la conexión todavía duraba. Sí. Al final, ella musitó:
– «Sé lo que hizo tu hijo.» ¿Y tú, Daniel? ¿Lo sabes?
– Sí.
– ¿Y quieres que te perdone?
– No, no espero tanto. No sé lo que quiero. Tal vez solo quiera oírte llamarme Danny otra vez.
– Eras mi hermano mayor, y necesitaba tu protección. Ahora ya sé cuidarme sola. No necesito que me protejas, Daniel; no te necesito en absoluto. Llámame si los encuentras.
Colgó el teléfono y Daniel se quedó sentado en el borde de la cama de una desconocida habitación de hotel mirando el auricular y preguntándose cómo había permitido que todo se jodiera tanto.
Martes, 16 de enero, 22:15 horas
– Encanto, si no piensa pedir nada, tendrá que marcharse. La cocina cierra dentro de un cuarto de hora.
Vito miró el reloj antes que a la camarera.
– ¿Puede ser una grande que lleve de todo? -preguntó-. Sírvamela en una caja. Me la llevaré a casa.
– Ella no viene, ¿eh? -dijo la camarera en tono compasivo mientras recogía la carta.
Sophie tendría que haber llegado hacía más de media hora.
– Eso parece.
– Bueno, a un tipo como usted no debería costarle mucho encontrar mejor compañía. -Riendo por lo bajo, regresó a la cocina para pasar la nota. Vito apoyó la cabeza en la pared, por detrás de la mampara de su reservado, y cerró los ojos. Trató de no pensar en el hecho de que Sophie no hubiera acudido a la cita. Trató de concentrarse en cosas que realmente pudiera cambiar.
Habían identificado a cuatro de las nueve víctimas. Les quedaban cinco.
«Rosas.» Notó olor de rosas y sintió que la mampara se movía cuando alguien se sentó al otro lado. Después de todo, había acudido a la cita. Sin embargo, él siguió tal cual, con los ojos cerrados.
– Perdón -dijo ella, y Vito abrió los ojos. Estaba sentada frente a él y llevaba puesta la chaqueta de cuero negro. Unos enormes aros de oro colgaban de sus orejas y se había retirado el pelo de la cara dejándolo suelto sobre un hombro-. Estoy esperando a una persona y he pensado que podría ser usted.
Vito se echó a reír. Estaba recordando su primer encuentro.
– Veo que el dispositivo para borrar la memoria funciona bastante mejor de lo que creía. Tendré que probarlo.
Ella le sonrió y él se sintió liberado de parte de su estrés.
– ¿Ha sido un día duro? -preguntó ella.
– Podría decirse que sí. Pero no quiero hablar de cómo me ha ido el día. Al final has venido.
Ella se encogió de hombros.
– Cuesta resistirse a un regalo de cine. Gracias.
Sophie se aferraba las manos tan fuerte que tenía los nudillos blancos. Vito tomó aire y extendió los brazos para separarle las manos y tomarlas entre las suyas.
– Lo que sí que ha debido de costarte ha sido darme el nombre de Alan, pero lo has hecho para ayudarnos.
Las manos de Sophie se tensaron y sus ojos se apartaron de los de Vito.
– Y para ayudar a todas esas madres, esposas, maridos e hijos. No quería que hablaras con Alan porque estaba avergonzada. Pero más me avergonzaba no decírtelo.
– Lo de la nota lo he escrito en serio. Brewster es un imbécil. Deberías olvidarle.
Ella tragó saliva.
– No sabía que estaba casado, Vito. Yo era joven, y muy tonta.
– Lo he entendido todo en cuanto lo he visto. Supongo que te imaginabas que sería así.
– Tal vez. -Levantó la cabeza, a Vito le pareció que con aire decidido-. Te he traído una cosa. -De uno de sus bolsillos extrajo una hoja de papel doblada y se la entregó.
Vito desdobló el papel y se echó a reír. En él aparecía una tabla de cuatro filas y cuatro columnas. En el encabezamiento de las columnas había escrito «francés», «alemán», «griego» y «japonés». Junto a las filas ponía «maldita sea», «mierda», «diantre» y «joder». En las casillas había incluido lo que Vito supuso que serían las traducciones.
– Me gusta mucho más esta tabla que la que llevamos dos días examinando.
Ella le sonreía y él notó que sus hombros eliminaban aún más tensión.
– Prometí enseñarte palabrotas nuevas. También he anotado la transcripción fonética. No quiero que las pronuncies mal, pierden efecto.
– Es fantástico. Pero falta «culo». Esta noche mi sobrino me ha pillado diciéndolo.
Con cara de extrañeza, Sophie le quitó el papel de las manos, sacó un bolígrafo de otro bolsillo y escribió la palabra ofensiva y todas sus traducciones. Volvió a entregarle la hoja y él la dobló y se la guardó en el bolsillo.
– Gracias.
Luego Vito tomó sus manos de nuevo y le alivió notarla relajada.
– No tenía claro si vendrías.
– He tenido problemas con la moto. Me ha acompañado uno de mis alumnos.
Él frunció el entrecejo.
– ¿Qué le ha pasado a la moto?
– No arrancaba. Alguien me ha echado azúcar en el depósito de gasolina.
– ¿Quién puede haber hecho una cosa así? -Vito entrecerró los ojos al ver que Sophie fruncía los labios-. ¿Quién te ha estado molestando, Sophie?
– Es la mujer de Brewster. Está chalada. Me ha enviado una… carta de amenaza; bueno, más o menos.
– Sophie -le advirtió él.
Ella alzó los ojos en señal de exasperación.
– Me ha enviado una rata muerta. Luego me ha telefoneado para avisarme de que me mantuviera alejada de su marido. Debe de haber oído a Alan hablar con Clint. Está loca de atar. Cree que todas las mujeres se arrojan a los brazos de Alan.
– Es probable que su ayudante actual lo haga. -Suspiró-. Siento que piense que tú también lo haces.
– No importa, de verdad. Me he pasado mucho tiempo yendo con pies de plomo para evitar a Alan y ahora esto me ha obligado a enfrentarme a él. Es mejor así. -Frunció el entrecejo-. Lo que no está mejor así es mi moto. Me revienta tenerla estropeada.
Vito no podía desaprovechar esa oportunidad.
– Te acompañaré a casa.
Las palabras sonaron más profundas e insinuantes de lo que pretendía. A Sophie se le encendieron las mejillas y bajó la cabeza, no sin que antes él observara en sus ojos un deseo que hizo que una oleada de placer le recorriera el cuerpo.
– Te lo agradezco -dijo en voz baja-. Ah, casi se me olvidaba.
Retiró una mano y sacó otro papel doblado de su bolsillo.
– Te he conseguido un poco más de información sobre el tipo que murió en Europa. Alberto Berretti.
En la lista aparecían los nombres de los hijos de Berretti y de sus abogados. También aparecían los nombres de sus familiares, empleados y principales acreedores. Sería una buena forma de empezar cuando al día siguiente hablara con la Interpol.
– ¿De dónde has sacado esto?
– ¿Sabes Étienne… mi antiguo profesor? No conocía más que el nombre de Berretti y el rumor. Pero un viejo amigo de mi padre conoce a mucha gente rica; o bien los conoce personalmente, o conoce a alguien que los conoce. Lo he llamado y él me ha proporcionado la información.
Vito se tragó el enfado.
– Pensaba que habíamos quedado en que no llamarías a nadie más.
– No he llamado a nadie que piense que ha estado comprando piezas, o tratando en ellas. -Ella también estaba enfadada y no se molestó en disimularlo-. Conozco a Maurice desde que era niña. Es un hombre decente.
– Sophie, te lo agradezco. Lo único que quiero es que no te hagan daño. Si dices que conoces bien a ese hombre y que es decente, es que lo es.
– Lo es -repitió ella con testarudez. Sin embargo, Sophie no retiró la mano que Vito aún asía y él lo interpretó como una buena señal. Le tomó de nuevo la otra mano y ella volvió a relajarse.
– Y… tu padre, ¿aún vive?
Ella sacudió la cabeza con gesto triste.
– No. Murió hace unos dos años.
O sea que su padre sí que le caía bien. A diferencia de su madre.
– Debía de ser difícil para él que pasaras tanto tiempo lejos, en Europa.
– No, vivía en Francia. Lo vi más hacia el final de su vida que mientras me criaba. -Miró a Vito de reojo-. Mi padre se llamaba Alex Arnaud.
Vito frunció las cejas.
– Sé que he oído ese nombre en alguna parte. No, no me lo digas.
Ella lo miraba con expresión divertida.
– Me extrañaría que lo conocieras.
– Sé que he visto ese nombre últimamente. -Vito hizo memoria y se la quedó mirando-. ¿Tu padre era Alexandre Arnaud, el actor?
Ella pestañeó.
– Me has dejado impresionada. No hay muchos norteamericanos a quienes les suene su nombre.
– Mi cuñado es un cinéfilo. La última vez que fui a su casa estaba viendo una película francesa y los actores no me parecieron malos. No te ofendas.
– Para nada. ¿Qué película era?
– ¿También hay premio por acertar el nombre de la película? -A ella volvieron a encendérsele las mejillas, y él se percató de que sus ojos denotaban tanta timidez como deseo. Aquello, el flirteo, era algo nuevo para ella, y ese simple hecho a Vito le resultó mucho más excitante que todo lo demás. Bueno, que casi todo. Sabía que lo que había bajo aquella chaqueta de cuero era más que suficiente para excitarlo-. Me alegro de tener buena memoria -bromeó, y de mala gana le soltó las manos cuando la camarera colocó la pizza sobre la mesa con una sonrisilla de complicidad.
– ¿Aún quiere que se la prepare para llevar? -preguntó-. Si es así, traeré una caja.
– Me muero de hambre -confesó Sophie-. ¿Cierran pronto?
La camarera le dio una palmadita en la mano a Sophie y le guiñó el ojo a Vito.
– Cuando terminen, encanto.
Vito chascó los dedos.
– Lluvia suave -dijo-. La película de tu padre.
Sophie dejó de masticar y lo miró con los ojos como platos.
– Uau, eres muy bueno.
Vito se sirvió una porción de pizza.
– Así que, ¿cuál es el premio?
Ella apartó la mirada y algo cambió en sus ojos cuando el nerviosismo dio paso a la expectación. Vito vio cómo el pulso palpitaba en la garganta de Sophie mientras esta se mordía aquel carnoso labio inferior.
– Todavía no lo sé.
Vito tragó saliva, su propio latido se desbocó. Apenas podía contener las ganas de apartarla de la mesa y morderle él el labio.
– No te apures. Seguro que se me ocurrirá algo. Tú hazme el favor de comer deprisa, ¿de acuerdo?
Martes, 16 de enero, 23:25 horas
Era bueno; muy bueno. No tanto como La muerte de Warren pero sí mejor que el noventa y nueve coma nueve por ciento de las birrias que se exponían en las galerías de arte.
Se volvió a mirar los fotogramas y luego el cuadro donde él mismo había plasmado la muerte de Gregory Sanders. El rostro de ese chico tenía algo; incluso muerto salía más favorecido en la película de lo que era en realidad. Sus labios se curvaron. Probablemente se habría convertido en una estrella.
Bueno, si de él dependía, se convertiría en una estrella. De momento tenía que hacer limpieza. Había lavado con la manguera el cadáver que yacía en el estudio del sótano. En la mazmorra. Gregory se había mostrado bastante impresionado. Bastante aterrado.
Tal como debía ser. «Intente robarme ahora», había mascullado él. El joven había implorado perdón y clemencia. No había obtenido ninguna de las dos cosas.
En la secuencia de la muerte de Gregory había buenas escenas. El robo era un delito muy frecuente en la Edad Media y para castigarlo se aplicaban métodos muy variados. No era la tortura que tenía planeada, pero lo importante era que había funcionado.
Saldría para enterrar el cadáver al rayar el alba y luego volvería a su estudio para trabajar en el videojuego. Por la mañana ya tendría algunas respuestas a los e-mails que había enviado a las chicas rubias y altas de tupuedessermodelo.com antes de encontrarse con Gregory aquella misma tarde. Tenía que idear una muerte para la imponente reina que satisficiera a Van Zandt. Luego tenía que abrirle la puta cabeza al caballero. No sabía muy bien cómo conseguirlo, pero ya se le ocurriría algo.
Martes, 16 de enero, 23:30 horas
A Sophie le temblaban las manos al tratar de introducir la llave en la cerradura de la puerta de casa de Anna. No habían intercambiado palabra mientras Vito la acompañaba a casa, salvo las sucintas indicaciones de ella. Durante el trayecto él la había asido de la mano, a veces tan fuerte que la había obligado a hacer una mueca de dolor. Pero se trataba de un dolor agradable, si algo así existía. Por primera vez en mucho tiempo se sentía viva. Y torpe. Renegó en voz baja cuando la llave se salió de la cerradura por tercera vez.
– Dame la llave -le pidió él en tono tranquilo. Consiguió abrir a la primera y los perros acudieron de inmediato con estridentes ladridos. A Sophie la expresión de su rostro le habría resultado cómica de no haber estado tan ansiosa. Vito miraba a Lotte y Birgit con horror, aunque sin perder la dignidad.
– ¿Qué demonios es esto?
– Son las perritas de mi abuela. Mi tía Freya las saca al mediodía, o sea que a estas horas ya deben de estar impacientes. Vamos, chicas.
– Son… de colores. Como tus guantes.
Sophie miró a las perras con una mueca.
– Fue un experimento. Tengo que sacarlas, vuelvo enseguida.
Salió por la puerta de la cocina y, de pie en el porche trasero, se cruzó de brazos y empezó a tamborilear con la punta del pie mientras las perritas rastreaban la hierba y se olían una a otra.
– Daos prisa -les susurró-. Si no, os tendré un mes entero a base de comida de lata.
La amenaza pareció funcionar, o tal vez tuvieran frío, porque se dieron prisa. Sophie las atrajo hacia sí y acarició sus rizadas cabezas con la mejilla; luego las hizo entrar en la cocina. Cerró el pestillo, se volvió y respiró hondo. Vito se encontraba a pocos centímetros de distancia, sus oscuros ojos reflejaban temeridad y Sophie notó que le flaqueaban las piernas. Él se había quitado el abrigo y los guantes y rápidamente hizo lo propio con los de ella.
Vito bajó la mirada a su busto, todavía cubierto por capas y capas de ropa. Se quedó así unos segundos durante los cuales ella sintió latir su corazón; luego la miró a los ojos y en los instantes subsiguientes Sophie tuvo la impresión de no poder respirar mientras seguía sintiendo los fuertes latidos de su corazón. Tenía los senos tensos y los pezones casi le dolían de tan sensibles. La palpitante sensación que notaba entre las piernas le hizo desear que él se diera prisa.
Sin embargo, no se dio prisa. Con un cuidado exasperante, le acarició el labio inferior con los dedos hasta hacerle estremecerse. Entonces esbozó una sonrisa sagaz, de depredador.
– Te deseo -susurró-. Mentiría si te dijera otra cosa.
Ella alzó la barbilla, ansiosa por que él la tocara, nerviosa al ver que no lo hacía.
– Pues no digas nada más.
Los ojos de él emitieron un destello y durante unos instantes interminables se limitó a observar a Sophie, como si esperara que siguiera hablando. De repente, con movimientos rápidos, entrelazó las manos en su pelo y le cubrió la boca con la suya, y ella gimió de placer. Fue un beso atrevido, apasionado, que clamaba más; y Sophie quiso más de aquel beso; quiso más de él.
Posó las palmas de las manos en su pecho y sintió el tacto de sus fuertes músculos a través de la camisa, y estuvo a punto de volver a gemir cuando los notó flexionarse. Hincó los dedos en la camisa y atrajo a Vito hacia sí. Necesitaba sentir aquellos pectorales prietos contra sus ansiosos senos. Le rodeó el cuello con las manos y se elevó los pocos centímetros necesarios para situarse a la misma altura que él; necesitaba sentir toda la tensión de aquel cuerpo.
Él no la defraudó. En cuestión de segundos la empujó contra la puerta y la rígida protuberancia de sus vaqueros empezó a ejercer presión donde más agradable resultaba. La puerta estaba fría como un témpano, pero Vito ardía mientras ella se frotaba contra él. Por fin asió sus senos y los pellizcó y jugueteó con los dedos hasta oírla gemir de nuevo.
De pronto, detuvo el movimiento de manos y caderas y apartó sus labios de los de ella.
– No. -La palabra sonó quejumbrosa, pero Sophie estaba demasiado excitada para prestar atención a eso-. Sophie, mírame. -Ella abrió los ojos. Vito se encontraba tan cerca que podía contar todas y cada una de sus pestañas-. Yo ya te he dicho lo que deseaba. Necesito que tú hagas lo mismo; dime qué quieres.
La obligaba a decirlo.
– A ti. -Las dos palabras brotaron en un susurro-. Te quiero a ti.
Él exhaló un suspiro.
– Hace mucho tiempo que no estoy con nadie. No podré ir despacio esta vez.
«Esta vez.»
– Pues no lo hagas.
Con lentitud, él asintió; bajó las manos hasta asir el elástico del jersey de ella y se lo pasó por la cabeza. Cuando este se enredó con su pelo, soltó una jadeante carcajada. Entre los dos lo desenmarañaron, y él se puso serio al contemplar el delicado encaje blanco de su sujetador.
Tragó saliva.
– Dios, qué bella eres.
Introdujo los dedos bajo el borde festoneado de la prenda y rodeó con ellos sus senos, y al hacerlo evitó expresamente rozar los pezones que ya hacían sobresalir el encaje. Las manos le temblaban.
Sophie notaba el corazón aporrearle el pecho.
– Tócame, Vito. Por favor.
Los ojos de él volvieron a centellear y, de nuevo con movimientos rápidos, la despojó de la prenda de encaje desabrochándole el cierre delantero. Ella no dispuso más que de un instante para sentir la frescura del aire en su piel antes de que él le rodeara un seno con la cálida palma de la mano y el otro con su aún más cálida boca. Ella entrelazó los dedos en su negro y ondulado cabello y lo atrajo hacia sí; luego cerró los ojos y se dispuso a sentir. Qué bien le sentaba aquello; cuánto lo necesitaba.
Pero él se incorporó antes de lo que esperaba.
– Sophie, mírame.
Ella le hizo caso. Vito tenía los labios húmedos y los ojos como brasas.
– ¿Dónde tienes la cama?
Ella se estremeció y elevó los ojos al techo.
– Arriba.
Él esbozó una rápida y pícara sonrisa:
– Ya está arriba.
Se le acercó para besarla. Ella le desabotonó a tientas la camisa y él le bajó la cremallera de los pantalones. Salieron de la cocina a trompicones, despojándose de prendas a un ritmo frenético a medida que se aproximaban a la escalera. Él se detuvo en el primer peldaño y la empujó contra la pared. Estaba completamente desnuda, pero él aún llevaba puestos los calzoncillos. Apartó los ojos de su rostro y los bajó para admirar su cuerpo mientras el pecho le subía y le bajaba como si cada vez tuviera que obligar a sus pulmones a respirar.
– Eres preciosa.
Sophie había oído antes aquellas palabras. Quería creer que eran ciertas, pero las palabras eran solo eso: palabras. Lo que contaba eran los hechos. Casi con desesperación, aferró la cabeza de Vito y lo besó con fuerza. Él soltó un gruñido y se hizo con el control del beso. Profundizó en él mientras recorría la espalda de Sophie con las manos. Le acarició las nalgas y la atrajo hacia sí. Ella notó palpitar su erección; empezó a mover las caderas y se acercó para frotarse contra él, pero necesitaba más.
– Vito, por favor. Ahora.
Un escalofrío sacudió el cuerpo de Vito a pesar de que Sophie notaba en las palmas de las manos su piel ardiente, y en ese instante supo que estaba tan a punto como ella. Él retrocedió y la tomó de la mano para conducirla arriba, pero ella deslizó las manos bajo el elástico de sus calzoncillos y se los bajó. Tampoco esta vez la defraudó; rodeó su miembro con la mano y lo oprimió, lo cual le arrancó un peculiar gemido.
– Sophie, espera.
– No. Aquí. Ahora. -Se apoyó en él y le mordisqueó el labio. Tenía una mano posada sobre su pecho, ejerciendo presión sobre sus fuertes músculos. Lo miró a los ojos; se sentía segura. Aquello era puro sexo, lo sabía muy bien-. Ahora.
Ella lo empujó y se montó a horcajadas sobre sus caderas mientras él se agachaba hasta quedar sentado en la escalera.
– Sophie, no…
Ella lo interrumpió cubriéndole la boca con la suya; luego descendió y lo introdujo en su cuerpo. Lo notó caliente, y grande, y duro, y cerró los ojos ante la sensación de plenitud.
– Has dicho que me deseabas.
– Sí.
Él la aferró por las caderas e hincó los dedos en su piel.
– Pues tómame. -Arqueó la espalda y al hacerlo lo introdujo más en ella. Luego abrió los ojos y observó cómo él los cerraba despacio, cómo su mentón de barba incipiente se tensaba, cómo su atractivo cuerpo se ponía completamente rígido. Entonces empezó a moverse, primero despacio, luego con más rapidez y vigor al notar que se aproximaba al clímax.
Alcanzó el orgasmo con un grito y se dejó caer hacia delante, asiéndose al escalón inmediatamente superior. Besó con fuerza a Vito y su boca ahogó el gemido que él emitió mientras sacudía las caderas con movimientos salvajes. Entonces su espalda se tensó y empujó con movimientos espasmódicos al culminar su placer.
Jadeando como si acabara de echar una carrera, se apoyó hacia atrás sobre los codos y dejó caer la cabeza hasta posarla sobre la escalera. Durante unos segundos ninguno de los dos dijo nada. Luego Sophie se hizo a un lado y se sentó en el escalón inferior. Se sentía relajada y… la mar de bien. Dio unas palmaditas en el muslo de Vito, pero él se puso rígido y se apartó. Al volverse a mirarlo, vio que él la estaba mirando a ella. Pero en sus ojos no descubrió satisfacción y placer sino una rabia feroz.
– ¿Qué demonios hemos hecho? -soltó con acritud.