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Sábado, 20 de enero, 22:30 horas

A Sophie le dolía todo el cuerpo. Tenía todos los músculos tensos hasta tal punto que le resultaba imposible dominar su voluntad y relajarse. Se había producido una explosión, tan fuerte que todavía notaba la vibración en los oídos y tan violenta que se habían desprendido piedras de las paredes. Había conseguido ahogar el grito antes de que este brotara de su garganta, pero era incapaz de disimular los movimientos reflejos debidos a la tensión. Si en aquel momento aparecía Simon Vartanian, vería que no estaba dormida.

Tenía que relajarse. Pensó en la música, en el «Che faro» de Vito. Recordó su mirada mientras cantaba para… Anna. «Anna. Quiero que vivas, abuela, por favor. Por favor, quiero que estés bien.»

Rezó por Anna. Rezó por que Simon hubiera muerto en aquella explosión.

Oyó crujir el techo; fue un crujido sonoro y prolongado que le encogió el corazón. Simon no estaba muerto. Caminaba por la planta superior. Rezó por que se quedara donde estaba, al menos hasta que las lágrimas que resbalaban de sus ojos cerrados se hubieran evaporado.


Sábado, 20 de enero, 23:45 horas

Liz estampó una caja sobre el escritorio de Vito.

– Creía haberte dicho que te marcharas a casa.

Vito miró con el entrecejo fruncido a Maggy, que seguía sentada frente al escritorio de Nick, y a Jen, que había acercado una silla a donde estaba Vito y se había sentado en ella con los pies apoyados en el borde de la mesa y el portátil sobre su regazo. Brent había adoptado una postura similar y los cables cruzaban por encima de sus piernas.

– Y vosotros tres, ¿qué? -los acusó Liz-. Lo estáis apoyando en contra de mis órdenes.

Jen se encogió de hombros.

– Ha traído rosquillas. -Señaló la caja con el dedo gordo del pie-. Toma una.

Nick entró con otra gran caja de pruebas.

– Anda, rosquillas. Estoy muerto de hambre.

Liz inspiró aire irritada, y si no fuera porque ya habían encontrado lo que buscaban, la situación no habría pintado nada bien.

– A ver, ¿qué está pasando aquí?

Vito levantó la cabeza de la pantalla del ordenador.

– Es ingeniero de redes.

Liz sacudió la cabeza para aclararse las ideas.

– ¿Que es qué? ¿Quién?

– Simon Vartanian es ingeniero de redes. -Vito recogió la hoja que acababa de salir de la impresora-. Hemos accedido a su información fiscal.

Liz frunció el entrecejo.

– ¿Cómo? ¿O es mejor que no lo sepa?

Jen se encogió de hombros.

– Brent ha mantenido una conversación amistosa con un colega, otro loco de la informática que resulta que trabaja en el Servicio de Administración Tributaria.

– Y que resulta que es amigo de un amigo de otro amigo -dijo Brent sonriéndole a Maggy-. Hemos encontrado el número de la Seguridad Social que Simon utilizó cuando se matriculó en el curso universitario de Sophie con el nombre de John Trapper. Paga las cuotas mediante cheques bancarios y en la cuenta constan varias imposiciones hechas durante el último año. Trapper tiene su propio negocio de instalación de redes informáticas.

Vito le entregó la hoja a Liz.

– John Trapper ha recibido 1099 solicitudes de veinte empresas en ese tiempo. -Miró a Liz con ironía-. Es un maldito consultor.

Vito podía ver las vueltas que Liz le estaba dando a la cabeza.

– Y no trabaja gratis -dedujo ella.

– No. -Vito sonrió con tristeza-. Ni por asomo.

– Vito se preguntaba de dónde podía estar sacando Simon tanto dinero -explicó Jen-. Ha recibido atención médica gracias a la póliza de Frasier Lewis, pero tiene que vivir en alguna parte, tiene un equipo informático que cuesta un riñón y dispone de dinero en efectivo para comprarle material a Kyle Lombard. Claire no tenía dinero, por lo que no pudo robárselo a ella, y tampoco le robó a sus padres. Así que ¿de qué vive?

– Ha decidido seguir la pista del dinero -musitó Nick con una rosquilla en la boca-. Bien pensado.

– Muy bien -admitió Liz-. Os sigo. ¿Qué hace exactamente un ingeniero de redes?

– Instalar redes -respondió Brent-. Conectar los ordenadores de una empresa entre sí y con otros sistemas. Todos estos ordenadores están conectados a la red del Departamento de Policía. Hay archivos guardados en servidores compartidos que puede ver todo aquel que tenga acceso, hay bases de datos que pueden consultarse si se tiene acceso. La clave está en tener acceso.

Liz tomó una rosquilla de la caja.

– Sigue hablando, Brent. De momento no me he perdido.

– Las empresas o instituciones grandes, como el Departamento de Policía de Filadelfia, disponen de un servicio informático propio para asegurarse de que todo el mundo pueda acceder a la información que necesita, a las cuentas de correo electrónico, etcétera. Pero es imprescindible asegurarse de que acceda a la información solo quien verdaderamente la necesita. Por ejemplo, todo el mundo puede bajarse los formularios para solicitar atención médica del servidor de Recursos Humanos, pero el encargado de distribuir el correo interno no tiene acceso al Sistema Automático de Identificación Dactilar. Jen sí que tiene acceso porque necesita identificar huellas dactilares.

– Las grandes empresas cuentan con un departamento de informática propio -añadió Vito-. Las pequeñas empresas de diez empleados también necesitan trabajar en red, pero para instalarla solicitan los servicios de un consultor externo.

– Y Simon es consultor. -Liz asintió-. No sé por qué me temo que no limitó las malas acciones a su arte. ¿Les robó a esas empresas?

Brent sonrió.

– A las empresas no; a sus clientes. Todas las redes disponen de un administrador, que es quien concede los permisos de acceso pertinentes. Imaginamos que Simon debió de dejarse una puerta abierta a la red de algunas de esas empresas, si no a todas, con permisos de administrador. Así podía acceder siempre al sistema y comprobar cualquier cosa de cualquier persona.

– Como los movimientos bancarios de los modelos -dijo Nick-. Así es como supo que Warren, Brittany, Bill Melville y Greg Sanders estaban desesperados por obtener ingresos. El muy…

Vito tamborileó sobre la hoja impresa.

– Veinte empresas contrataron los servicios de Frasier Lewis. Entre ellas hay seis financieras, tres agentes inmobiliarios y dos aseguradoras médicas.

– Ahí nos hemos quedado encallados -dijo Maggy-. Hemos estado buscando cualquier cosa que vincule a esas empresas con los Vartanian o con alguna de las víctimas, pero de momento no hemos encontrado nada.

– Dios. -Liz le arrebató la hoja a Vito-. Simon ha pensado en todo. -Entonces se echó a reír con alegría y cierta petulancia- Nosotros también somos bastante buenos. -Le entregó la hoja a Nick-. Mira cuál es la sexta empresa que aparece, Nick.

Nick sonrió con sagacidad.

– Hijo de… -Le dio a Vito una palmada en la espalda y depositó la hoja sobre su escritorio-. Mira, Chick, es la empresa que administraba las finanzas de la tía de Winchester. -Señaló la caja de pruebas que tenía detrás-. Ahí están los balances de los últimos cinco años.

– Rock Solid Investments es una empresa financiera especializada en captar clientes jubilados -añadió Liz-. Muchas personas de edad ponen su dinero en sus manos.

– Puede que la anciana enterrada junto a Claire también lo hiciera. -Vito exhaló un suspiro. Estaban muy cerca, solo rezaba porque no llegaran demasiado tarde-. Muy bien, ¿qué tenemos que hacer ahora?

– Diría que necesitamos una orden judicial para registrar los archivos de los clientes de Rock Solid -apuntó Maggy-. Espero que el juez de guardia sea insomne. ¿Quién quiere ir?

Vito se puso en pie, pero Liz y Nick lo asieron por los hombros y lo obligaron a sentarse.

– Mierda, Liz -dijo Vito entre dientes-. Esto no tiene gracia.

Liz se puso seria de inmediato.

– Maggy, acompaña a Nick. Brent, ve tú también por si necesitan a alguien que se entienda con su informático. Vito, tú te quedas conmigo. Si de verdad quieres ayudar a Sophie, descansa un poco. Necesitarás estar fresco cuando encuentres a Simon Vartanian.


Domingo, 21 de enero, 3:10 horas

El teléfono del escritorio de Vito sonó y este se abalanzó sobre él.

– Ciccotelli.

– Soy Tess. Sé que si tuvieras noticias nos habrías llamado, pero quería decirte que estamos todos reunidos en tu casa, la familia entera. Estamos preocupados por ti. Solo quería que lo supieras.

Se imaginó la escena: toda la familia reunida en señal de apoyo. De pronto anheló acudir junto a ellos y hallar consuelo.

– No deberíais preocuparos por mí sino por Sophie.

– Ya lo hacemos. No sufras, tenemos muchos motivos por los que estar preocupados -añadió Tess con ironía-. No te rindas. Estoy segura de que Sophie sabe que estás haciendo todo lo posible por encontrarla.

Si alguien lo comprendía, esa persona era Tess.

– Gracias. Dáselas a todos de mi parte. Os llamaré en cuanto pueda.

Colgó el teléfono, se recostó en la silla y se cruzó de brazos con fuerza. Hacía diez horas que Simon se había llevado a Sophie y tres que Maggy, Nick y Brent se habían marchado a por la lista de clientes de Rock Solid Investments.

– ¿Dónde se han metido?

Jen levantó la cabeza del portátil y lo miró con compasión.

– Intenta relajarte, Vito, aunque sé que es difícil.

Maggy López había conseguido la orden judicial con bastante facilidad, pero encontrar a alguien de Rock Solid Investments que tuviera acceso a la lista completa de clientes estaba resultando más difícil de lo que esperaban. El empleado que jugaba a hacer de administrador de la red en su tiempo libre estaba de vacaciones y no había forma de dar con él, y al parecer nadie más conocía todas las contraseñas. De hecho, resultaba irónico que hubieran llegado a sugerirles que hablaran con su consultor informático.

Vito trató de relajarse, pero no le resultaba posible. Posó la vista en el CD con la grabación de la cámara oculta que le había ofrecido Brent. Recordó que el día en que encontró a Sophie viendo la película de su padre ella le había confesado que necesitaba verlo. Ahora Vito necesitaba verla a ella. Introdujo el CD en su ordenador y se contempló a sí mismo junto a la cama de Anna mientras Sophie aguardaba en la puerta con la jarra de plástico en la mano.

Quitó el sonido y avanzó rápido hasta que volvió a ver a Sophie, con la jarra en la mano y las lágrimas rodándole por las mejillas. Observó que su expresión se suavizaba y su mirada se demudaba. Y vio lo que no había visto el viernes por la noche porque había estado pendiente de Anna: Sophie lo miraba con amor. Ninguno de los dos había pronunciado las palabras; ella tenía miedo de estropear las cosas. Sin embargo, acababa de verlo con sus propios ojos. Vito cerró el archivo y también cerró los ojos. E hizo lo que llevaba dos años sin hacer: rezar.


Domingo, 21 de enero, 4:15 horas

Nick entró corriendo con un montón de hojas en la mano.

– Tenemos la lista.

De inmediato, Vito se puso en pie y tomó el listado, pero eran páginas enteras de nombres que no le decían nada. Miró a Liz, que al oír la voz de Nick había salido de su despacho a toda pastilla.

– ¿Qué se supone que tenemos que hacer con esto? -preguntó Vito, frustrado.

Brent se encontraba justo detrás de Nick, con el portátil bajo el brazo.

– Tenemos que hacer una selección y filtrarlo. Según Katherine, la anciana muerta parecía tener entre sesenta y setenta años, así que he efectuado una búsqueda de las clientas de entre cincuenta y cinco y ochenta, para asegurarnos. Salen unos trescientos nombres. He mirado cuántas tienen exactamente entre sesenta y setenta, pero siguen saliendo más de doscientas.

Vito se hundió en la silla.

– Doscientas. -Esperaba obtener un solo nombre. Sin embargo, los demás no se desanimaron. Estaban llenos de energía, y Vito se imbuyó de ella.

Jen caminaba de un lado a otro de la oficina.

– Bueno, pensemos. ¿Qué le ha robado a toda esa gente? ¿Dinero?

– Propiedades -respondió Liz-. Se quedó con el terreno de la tía de Winchester. Puede que a otra persona le robara otro cerca de una cantera, lo bastante aislado para poder hacer lo que le diera la gana sin levantar sospechas.

– Y sin que nadie lo oyera -añadió Nick.

Vito cerró los ojos. La desesperación volvía a amenazarlo.

– Hemos dado por hecho que se ha llevado a Sophie al mismo sitio adonde llevó a todos los demás.

– No compliques las cosas -le ordenó Nick-. A menos que tengamos un motivo para creer lo contrario, debemos dar por hecho que Simon seguirá con su rutina.

Vito se puso en pie y asintió con firmeza.

– Muy bien. Dividiremos el listado y averiguaremos cuáles de esas personas tienen propiedades dentro de la zona indicada en el mapa de la Secretaría de Agricultura. Luego buscaremos las casas de más de una planta.

– Por lo del ruido del ascensor -dedujo Nick-. No os olvidéis de la amalgama de los empastes. Tenemos que buscar a alguien que vivió en Europa antes de los años sesenta.

– Daniel me llamó anoche -dijo Liz-. Su hermana y él han regresado a la ciudad y quieren ayudarnos. Aprovecharé la baza y les pediré que nos proporcionen información, por si tenemos que negociar para que Simon libere a su rehén.

Vito se esforzó por respirar.

– Pues en marcha. Ya hace once horas que tiene a Sophie.


Domingo, 21 de enero, 4:50 horas

Simon se alejó del ordenador y estiró la musculatura de los hombros. Alan Brewster pesaba mucho más de lo que parecía. No obstante, había hecho bien en llevárselo al garaje para filmar la escena. El mero hecho de que le explotara la cabeza ya había resultado bastante caótico, pero además la reverberación producida por la granada había derribado parte de la pared. Si hubiera filmado la escena dentro de la casa, su estudio podría haber sufrido daños.

Tenía planeado dejar el cadáver de Brewster allí, pero descubrió que la luz del garaje no era lo bastante potente para alcanzar el nivel de detalle que requería la filmación. Las imágenes resultaban granulosas y las lentes de la cámara se habían ensuciado por culpa de los despojos humanos que habían salido despedidos. Así que volvió a llevar a Brewster dentro de la casa para obtener un plano mejor de sus restos. Resultaba obvio que trasladarlo le había costado un poco menos esa vez. Calculaba que solo su cabeza debía de pesar unos cuatro kilos y medio.

Simon accionó el ratón de su ordenador para ver de nuevo los cambios realizados en la escena de la muerte de Bill Melville con el mangual. Detestaba tener que admitirlo, pero Van Zandt tenía toda la razón. El hecho de ver explotar la cabeza del caballero hacía que El inquisidor resultara mucho más emocionante. Muy real no era, pero producía un efecto brutal.

Simon se frotó las manos con expectación. Sophie le proporcionaría tanto realismo como emoción y no veía el momento de empezar. Miró el reloj. Faltaban pocas horas para que su pierna estuviera recargada y a punto para seguir rodando.

Como rodando saldría una parte de Sophie.


Domingo, 21 de enero, 5:30 horas

– Mierda.

Vito se quedó mirando el mapa de la Secretaría de Agricultura cubierto con casi cuarenta chinchetas que representaban a todas las ancianas que vivían en la zona y tenían tratos con Rock Solid Investments. Y el reloj seguía corriendo. Habían pasado casi trece horas sin pena ni gloria.

– Siguen siendo demasiados nombres -masculló Nick-. Y no hay ni uno alemán.

– A lo mejor el nombre alemán era el de soltera -apuntó Jen-. Tenemos que empezar con las llamadas; es la única solución.

– Pero si damos con la persona correcta, responderá Simon -protestó Brent-. Y adivinará nuestras intenciones.

Todos miraron a Vito expectantes. Durante unos instantes su cabeza dio vueltas sin llegar a ninguna conclusión. De pronto, lo vio claro.

– ¿Y los familiares cercanos? -preguntó-. ¿Aparecen sus datos en los contratos de Rock Solid?

Brent asintió emocionado.

– Están en la base de datos.

– Nos repartiremos el trabajo. -Vito aguzó la vista ante el listado de nombres que tenía en la mano-. Nick, tú te encargas desde Diana Anderson hasta Selma Crane. Jen, tú desde Margaret Diamond hasta Priscilla Henley. -Adjudicó unos cuantos nombres a Liz, Maggy y Brent; del resto, se encargó personalmente. Y rezó otra vez.


Domingo, 21 de enero, 7:20 horas

– Sophie -la llamó con voz dulce-. He vuelto.

Al ver que Sophie no respondía, se echó a reír.

– Eres muy buena actriz. Claro que lo llevas en la sangre, ¿verdad? Tu padre era actor y tu abuela, toda una diva. Hace tiempo que lo sé, pero esperaba que me lo dijeras tú.

«No es posible.» Sophie hizo cuanto pudo para no ponerse tensa. Aquellas palabras eran las mismas que le había oído pronunciar a Ted.

– Me alegro de conocerte por fin, Sophie.

«No.» Sabía qué aspecto tenía Simon. Ted era alto, pero ¿tanto? No lo recordaba. Estaba muy cansada y el pánico le atoraba la garganta.

– Había pensado en María Antonieta; con cabeza, claro. -Pasó los dedos por su garganta y ella se estremeció. Entonces él se echó a reír-. Abre los ojos, Sophie.

Ella lo hizo despacio, rezando por que aquel no fuera Ted. Vio un rostro a muy corta distancia del suyo. Sus huesos eran anchos y el mentón, prominente. Sus dientes relucían, igual que su calva. No tenía cejas.

– ¡Bu! -susurró, y ella volvió a estremecerse. Por suerte, no era Ted. «Gracias a Dios.»

Su alivio duró poquísimo.

– Se acabó la farsa, Sophie. ¿No sientes la mínima curiosidad por saber lo que te espera?

Ella alzó la barbilla y miró alrededor, y entonces el horror tomó consistencia y le atenazó las entrañas. Vio la silla, tenía el mismo aspecto que la del museo. También vio un potro y una mesa con todos los instrumentos de tortura que aquel hombre había usado para matar a tanta gente. Se miró a sí misma y vio que llevaba un vestido de terciopelo color crema con un ribete morado. La simple idea de que la hubiera tocado, de que la hubiera vestido… Disimuló una mueca.

– ¿Te gusta el vestido? -preguntó él, y ella levantó la mirada. Mostraba una burlona expresión de tolerancia sin rastro de nerviosismo ni miedo-. El contraste del color crema con el rojo de la sangre quedará bonito.

– Me queda pequeño -respondió Sophie con frialdad, aliviada por que no le temblara la voz.

Él se encogió de hombros.

– Era para otra persona. He tenido que hacer cambios de última hora.

– ¿Tú sabes coser?

Él sonrió con crueldad.

– Tengo muchas habilidades, doctora Johannsen, entre ellas manejo muy bien la aguja y otros instrumentos punzantes.

La barbilla de Sophie seguía levantada en señal de orgullo y su mandíbula, apretada con gesto resuelto.

– ¿Qué piensas hacer conmigo?

– Bueno, en realidad el mérito es tuyo. Había planeado algo muy distinto, pero luego os oí a ti y a tu jefe hablar en el museo. ¿Te acuerdas de María Antonieta?

Sophie se esforzó por mantener la voz severa.

– Te has saltado unos cuantos siglos de golpe, ¿no crees?

Él sonrió.

– Será divertido jugar contigo, Sophie. No he podido conseguir ninguna guillotina, así que en ese sentido estás salvada. Tendremos que proceder con métodos más propios de la Edad Media.

Ella chasqueó la lengua.

– Sin dobles sentidos, ¿no?

Él se quedó mirándola unos instantes, luego echó hacia atrás la cabeza y estalló en carcajadas. Su risa sonaba estridente, áspera y… mezquina.

Mezquina. «Anna.»

– Has intentado matar a mi abuela, ¿verdad?

– Vamos, Sophie, no hay intentos que valgan. Todo es cuestión de éxito o fracaso. Claro que he matado a tu abuela, siempre consigo lo que me propongo.

A Sophie le costó dominar la profunda pena que la invadía.

– Eres un hijo de puta.

– Cuida tu lenguaje -la reprendió-. Eres una reina. -Retrocedió y Sophie vio una sábana blanca impecable atada a dos postes. Él tiró de la sábana y entonces Sophie reparó en que los postes eran en realidad altos micrófonos de pie. Con una floritura, Simon retiró la sábana por completo y dejó al descubierto una plataforma elevada rodeada por una valla blanca y baja. En el centro de la plataforma había un tajo con la superficie cóncava. Estaba teñido de sangre.

– ¿Qué? -dijo-. ¿Qué te parece?

Durante un momento Sophie no pudo hacer más que contemplarlo mientras su mente se negaba a aceptar lo que veían sus ojos. Aquello no era posible, era una locura. No podía ser cierto. Pero entonces se acordó de los otros… Warren, Brittany, Bill… y Greg. Todos habían sufrido a manos de Simon Vartanian. Lo haría; haría algo espantoso, atroz. No le cabía la menor duda.

Trató de recordar cuánto sabía de Vartanian, pero en su mente solo oía los gritos de Greg Sanders. El tajo estaba manchado de sangre. A Greg le había cortado la mano. Un grito empezaba a formarse en su garganta y se mordió la lengua hasta conseguir ahogarlo.

Simon Vartanian era un monstruo, un sociópata con grandes ansias de poder, con necesidad de doblegar al prójimo. No podía permitir que se saliera con la suya. No podía seguirle el juego y alimentar sus ansias. Se enfrentaría a aquello con agallas, aunque el pánico hiciera temblar todos los huesos de su cuerpo.

– Estoy esperando, Sophie. ¿Qué te parece?

Sophie echó mano de todas y cada una las gotas de su sangre artística y soltó una carcajada.

– Debes de estar bromeando.

Simon entornó los ojos y su expresión se tornó sombría.

– Yo no bromeo.

Y no le gustaba que se rieran de él. Por eso Sophie había utilizado esa estrategia. Teniendo en cuenta que seguía atada de pies y manos, tenía que utilizar cualquier cosa que se le ocurriera para librarse de aquello. Imprimió un burlón tono de incredulidad a su voz.

– ¿Esperas que me suba ahí, coloque bien la cabeza y aguarde a que tú me la cortes? Estás más loco de lo que creíamos.

Simon se la quedó mirando un buen rato y al fin esbozó una breve sonrisa.

– Mientras pueda grabar las imágenes que quiero, me da igual lo que penséis.

Se dirigió a un armario alto y ancho y abrió la puerta.

A Sophie el corazón le dio un vuelco y tuvo que hacer un gran esfuerzo para evitar que su expresión de burla se tiñera de horror.

El armario estaba lleno de dagas, hachas y espadas. Muchas eran antiguas y aparecían picadas por el paso de los años. Y por el uso. Otras se veían relucientes y nuevas; resultaba evidente que eran reproducciones. Todas parecían letales. Simon ladeó la cabeza, tanteando la longitud de las piezas de su alijo, y Sophie se dio cuenta de que estaba actuando en su honor. El pavoneo surtió efecto. Sophie recordó el cadáver del hombre que habían encontrado en el terreno, Warren Keyes. Simon lo había destripado. Luego recordó el grito de Greg Sanders cuando Simon le cortó la mano.

El miedo volvía a atorarle la garganta. Aun así mantuvo la sonrisa helada en el rostro.

Simon tomó un hacha de combate, parecida a la que Sophie utilizaba cuando se vestía de reina vikinga. El hombre se echó el mango al hombro y le sonrió.

– Tú tienes una igual.

Ella le habló con frialdad.

– Tendría que haberme dejado llevar por mi instinto y clavártela cuando podía.

– Dejarse llevar por el propio instinto suele ser una decisión sabia -convino él en tono afable, y guardó el hacha. Al final eligió una espada y poco a poco la extrajo de la vaina. La hoja destelló, era reluciente y nueva-. Esta está muy afilada. Debo hacer un buen trabajo.

– No es más que una reproducción -soltó Sophie con desdén-. Esperaba más de ti.

Él se la quedó mirando un momento, luego se echó a reír.

– Qué divertido. -Se acercó con la espada hasta Sophie, la sostuvo en alto frente a su rostro y la giró para que brillara bajo la luz parpadeante-. Las espadas viejas van muy bien para hacerse una idea del peso, la altura y el equilibrio, para saber cómo se movía quien las manejaba. Pero son feas y están oxidadas, y sin duda no están tan afiladas como esta.

– Claro, y los dos queremos que la espada que utilices conmigo esté afilada, ¿verdad? -dijo ella en tono irónico con la esperanza de que Simon no oyera los fuertes latidos de su corazón.

Él sonrió.

– A menos que quieras que destroce ese precioso cuello.

Simon volvía a atormentarla.

Sophie hizo un esfuerzo y se encogió de hombros.

– Si utilizas esa espada, no puedes utilizar el tajo. Es como llevar tirantes y cinturón. No queda bien.

Él volvió a tantearla. Luego se dirigió a la plataforma, levantó el tajo y lo hizo a un lado.

– Tienes razón. Tendrás que ponerte de rodillas. Además así te enfocaré mejor la cara. Gracias.

Empujó una cámara colocada sobre un trípode con ruedas hasta que estuvo en su sitio.

– De nada. ¿Dejaste que las otras víctimas manejaran las espadas antiguas?

Él se volvió a mirarla.

– Claro. Quería captar sus movimientos. ¿Por qué?

– Me estaba preguntando qué debe de sentirse al sostener en las manos una espada de casi ocho siglos de antigüedad.

– Es como si llevara todos esos años durmiendo y se despertara expresamente para ti.

Sophie se quedó boquiabierta al reconocer sus propias palabras. Cuando habló, su voz apenas resultaba audible.

– ¿John?

Él sonrió.

– Es uno de mis nombres.

– Pero, y la… -«La silla de ruedas. Oh, Vito.»

– ¿La silla de ruedas? -Él exhaló un suspiro afectado-. Ya sabes, la gente cree que los ancianos y los minusválidos son inofensivos. Me ha permitido esconderme a la vista de todos.

– ¿Todo… todo este tiempo?

– Todo este tiempo -respondió él con regocijo-. Ya ves, doctora J, no estoy loco y no soy estúpido.

Ella se dominó y, con esfuerzo, eliminó el temblor de su voz.

– No. Eres malo.

– Lo dices para quedar bien. Además, «malo» es uno de esos términos relativos.

– Puede que en un mundo paralelo lo sea, pero en este matar a tanta gente sin tener motivos para ello es una mala acción. -Ladeó la cabeza-. ¿Por qué lo has hecho?

– ¿El qué? ¿Matar a tanta gente? -Colocó otra cámara en su sitio-. Por varios motivos. Algunos se cruzaron en mi camino. A uno lo odiaba. Pero sobre todo quería verlos morir.

Sophie respiró hondo.

– ¿Verlos morir? Eso está muy mal hecho. No…

Él levantó la mano.

– No digas que no me saldré con la mía. La frase está muy trillada, y de ti espero algo más original.

Colocó la tercera cámara en su sitio y retrocedió mientras se sacudía las manos.

– Las cámaras ya están. Ahora tengo que hacer una prueba de sonido.

– Una prueba de sonido.

– Sí, una prueba de sonido. Necesito que grites.

«Adelante, grita.» Sophie negó con la cabeza.

– Y una mierda.

Él se rió entre dientes.

– Cuida tu lenguaje. Ya lo creo que gritarás. Si no, utilizaré el hacha.

– De todas formas me matarás. No pienso darte ese gusto.

– Me parece que Warren dijo lo mismo. No, fue Bill. Bill el Malo, don Cinturón Negro. Se creía muy fuerte, y al final acabó llorando como un bebé. Y gritó, mucho.

Él se acercó y le acarició el pelo que aún llevaba recogido en una trenza al haber hecho de Juana de Arco el día anterior.

– Tienes un pelo precioso. Me alegro de que lo lleves recogido, me habría dado mucha rabia tener que cortártelo. -Soltó una risita-. Claro que, bien pensado, resulta un poco tonto preocuparse por el pelo si voy a cortarte algo mucho más importante. -Le pasó los dedos por la garganta-. Creo que lo haré por aquí.

A Sophie le costaba respirar a causa del pánico. Seguir provocándolo no le serviría para ganar más tiempo. «Vito, ¿dónde estás?» Echó el cuerpo hacia atrás para apartarse de sus manos.

– ¿Quién era Bill? ¿El que destripaste?

Él estaba visiblemente asombrado.

– Bueno, bueno. Sabes más cosas de las que creía. No pensaba que tu amiguito el policía te diera tantos detalles.

– No le hizo falta. Yo estaba presente cuando desenterraron el cadáver. Le cortaste la mano a Greg Sanders.

– Y el pie. Se lo merecía, había robado en una iglesia. Tú misma lo dijiste.

El horror le revolvió el estómago. Había utilizado sus palabras, sus lecciones, para cometer aquellos viles asesinatos.

– Eres un hijo de puta, estás loco.

Él la miró con expresión sombría.

– Te he concedido un poco de margen porque me diviertes, pero esta vez te has pasado. Estás tratando de desconcertarme y no va a salirte bien. Cuando me enfado, me concentro mejor.

La aferró por el brazo y la tiró al suelo.

Sophie hizo una mueca de dolor al darse un fuerte golpe en la cadera contra el duro pavimento.

– Sí, como con Greg Sanders.

Le había cortado la mano… y el pie. Al parecer lo había hecho porque la víctima había robado en una iglesia, pero eso no era lo que ella había dicho. No era correcto. «Ha cometido un error.» No era cierto que furioso se concentrara mejor; de hecho, cometía errores. Tenía que utilizar eso en su favor.

Él la arrastró y ella trató de librarse de él, pero vio las estrellas cuando él le golpeó la cabeza contra el suelo, agarrándola por la gruesa trenza de la coronilla como si fuera un asa.

– No vuelvas a intentarlo.

Ella se tumbó de espaldas y lo miró a los ojos mientras se esforzaba por respirar. Era enorme, sobre todo visto desde ese ángulo. Estaba plantado delante de ella con los brazos en jarras y el semblante pétreo. Pero a él también le costaba respirar, sus ventanas nasales se movían.

– La jodiste con Greg, ¿lo sabes? -dijo ella jadeando-. A los ladrones de iglesias no se les cortaba el pie, solo la mano. Te dio tanta rabia que quisiera robarte que confundiste las cosas.

– Yo no confundí nada. -La agarró por el cuello del vestido y retorció la tela de terciopelo hasta que esta oprimió la garganta de Sophie y empezó a faltarle el aire. Ante sus ojos aparecieron más estrellas, y de nuevo forcejeó para librarse de él. Por fin la soltó de golpe y sus pulmones volvieron a llenarse.

– Vete al cuerno -lo insultó ella tosiendo-. Mátame si quieres, pero no pienso hacer nada para ayudarte con tu precioso juego.

Simon aferró el canesú del vestido con las dos manos y la puso derecha sin esfuerzo. Luego la levantó hasta que sus ojos quedaron a la misma altura.

– Tú harás lo que yo te diga. Si es necesario te clavaré a una tabla para que no puedas forcejear. ¿Lo has entendido?

Sophie le escupió en la cara y tuvo el placer de ver cómo la rabia demudaba su semblante. Él echó la mano hacia atrás con el puño cerrado mientras la sujetaba con la otra, y Sophie alzó la barbilla, preparándose para el golpe. Pero no la golpeó.

– No puedo señalarte la cara. Necesito que estés… guapa.

Se limpió la mejilla con la manga y la bajó al suelo.

– ¿Qué pasa? -lo provocó adrede-. ¿Acaso no serás capaz de disimular unos cuantos moretones cuando me inmortalices en tu estúpido juego? ¿O es que no sabes dibujar si no tienes un modelo exacto? Qué frustrante debe de resultar ser solo capaz de copiar, no saber crear nada original, -tragó saliva y volvió a alzar la barbilla-, Simon.

Él apretó la mandíbula y entornó los ojos, y de nuevo la levantó del suelo.

– ¿Qué más sabes?

– Todo -se burló ella-. Lo sé todo. Y la policía también, así que aunque me mates no te saldrás con la tuya. Te encontrarán y te meterán en la cárcel. Allí podrás pintar todos los payasos que quieras sin necesidad de esconderlos debajo de la cama.

A Simon le tembló un músculo del mentón.

– ¿Dónde están?

Sophie le sonrió.

– ¿Quiénes?

Él la sacudió con tanta fuerza que le castañetearon los dientes.

– Daniel y Susannah. ¿Dónde están?

– Están aquí, buscándote. Como Vito Ciccotelli, que no descansará hasta que te encuentre. -Entrecerró los ojos-. ¿Qué creías, que nadie lo sabía, Simon? ¿Que nadie te encontraría? ¿De verdad pensabas que nadie oiría nada?

– De momento no me ha encontrado nadie -respondió él. La levantó más y sonrió al ver la mueca de Sophie-. Hasta ahora nadie me ha oído -dijo-. Y a ti tampoco te oirán.

Sophie sacó fuerzas de la furia.

– Te equivocas. Todas las personas a quienes has matado han seguido gritando mucho tiempo después de que las enterraras, solo que tú no las has oído. Pero Vito Ciccotelli sí que las ha oído. Las oirá siempre.

Él la obligó a arrodillarse.

– Entonces a él también lo mataré. Pero antes te mataré a ti.


Domingo, 21 de enero, 7:45 horas

Selma Crane vivía en una cuidada casa victoriana antes de que Simon la enterrara junto a Claire Reynolds en el campo de Winchester. Vito se acercó sigilosamente hasta el garaje contiguo con el arma en la mano y miró por la ventana. Dentro había una camioneta blanca. Les hizo una señal afirmativa a Nick y Liz, situados detrás de un coche patrulla al inicio del camino de entrada.

Detrás de Nick y Liz se apostaba el cuerpo especial de intervención, a punto para irrumpir en la casa cuando Vito así lo indicara. Vito se acercó a ellos.

– Es una camioneta blanca. Dentro no he visto ninguna señal de movimiento.

El jefe del cuerpo especial dio un paso al frente.

– ¿Entramos?

– Preferiría sorprenderlo -dijo Vito-. De momento, esperad.

Un coche se aproximó. Al volante iba Jen McFain, Daniel Vartanian ocupaba el asiento del acompañante y su hermana viajaba detrás. Dejaron las puertas del coche abiertas y se acercaron con sigilo.

– ¿Está ahí dentro? -preguntó Daniel en tono quedo.

– Eso creo -respondió Vito-. Hay una puerta que da a la cocina. Todas las ventanas de la parte trasera de la casa están tapiadas y cubiertas con lona negra.

– Entonces el sitio es este -musitó Susannah-. Cuando Simon vivía en casa con nosotros tapió las ventanas de su habitación e instaló lámparas graduables para limitar la cantidad de luz.

– McFain nos ha puesto al corriente -explicó Daniel-. Nos ha dicho que tiene a su asesora. Déjeme entrar.

– No. -Vito sacudió la cabeza-. Ni hablar. No pienso dejarlo entrar ahí así como así, solo porque se siente culpable de no haberlo denunciado hace diez años.

A Daniel le tembló un músculo de la mandíbula.

– Lo que iba a decirle -empezó con cautela- es que tengo experiencia en el cuerpo especial de intervención y también como negociador. Sé lo que tengo que hacer.

Vito vaciló.

– Pero es su hermano.

Daniel no apartó la mirada.

– Eso es un golpe bajo. Le estoy ofreciendo mi ayuda; acéptela.

Vito miró a Liz.

– ¿Cuándo llegará el negociador?

– Aún tardará una hora -dijo Liz-. Como mínimo.

Vito miró el reloj, aunque sabía con exactitud qué hora era y cuánto tiempo había pasado. Sophie se encontraba allí dentro, lo notaba. No quería ni pensar en lo que Simon podría estar haciéndole en esos precisos momentos.

– No podemos esperar una hora más, Liz.

– Daniel tiene experiencia como negociador. Me lo dijo su oficial cuando buscaba información sobre él la otra noche. ¿Quieres que te reemplace y dé la orden?

Resultaba tentador, pero Vito negó con la cabeza y miró a Daniel Vartanian directamente a los ojos.

– Ahí dentro cumplirá mis órdenes. No quiero que me pregunte ni me discuta nada.

Daniel arqueó las cejas.

– Considéreme un asesor.

Vito se sorprendió a sí mismo al sonreír.

– Como quiera. Usted y yo iremos delante; Jen, Nick y tú nos seguís. Que el cuerpo especial esté preparado.

– Los haré entrar al primer disparo -dijo Liz, y Vito asintió.

– Preparaos para cualquier cosa. Vamos.


Domingo, 21 de enero, 7:50 horas

Sophie se encontraba arrodillada y Simon había entrelazado los dedos en su trenza. Le aferró la cabeza con saña y tiró hacia arriba mientras ella se resistía.

– Grita, venga -le ordenó entre dientes, mientras le retorcía el cuero cabelludo hasta producirle quemazón. Pero Sophie se mordió la lengua.

No pensaba gritar, no pensaba acceder a lo que él quería. Se echó hacia un lado con torpeza al tener las manos y los pies atados y estar aún arrodillada. Simon le plantó un pie sobre la pantorrilla para sujetarle las piernas. Volvió a tirarle del pelo mientras buscaba algo a tientas tras de sí. Ella oyó el sonido metálico de la espada al extraerla de su vaina; luego la vaina cayó al suelo, frente a ella. Él le tiraba del pelo con la mano izquierda de tal modo que la nuca le quedaba al descubierto a la vez que situaba su rostro de cara a las cámaras. Alzó el brazo derecho y Sophie volvió a morderse la lengua.

«No grites. Haz cualquier cosa menos gritar.»

– Que grites, joder. -Estaba furioso; temblaba.

– Vete al infierno, Vartanian -le espetó. Simon volvió a pisotearle la pantorrilla y el dolor se irradió por la columna vertebral de Sophie, quien se mordió la lengua con más fuerza y notó el sabor de la sangre. Se retorció para tratar de escupirle, pero él le clavó más los dedos en la coronilla. A Sophie le retumbaba la cabeza debido a la presión que él ejercía al aferrarla con su manaza.

Tiró de ella y casi le levantó las rodillas del suelo. Entonces Sophie oyó un ruido procedente del piso de arriba. Un crujido. Simon dio un respingo. Él también lo había oído.

«Vito.» Sophie escupió la sangre, se llenó los pulmones de aire y gritó.

– Cállate -gruñó Simon.

Sophie sintió ganas de cantar, pero en vez de eso volvió a gritar. Gritó el nombre de Vito.

– Eres una zorra. Vas a morir. -Simon levantó el brazo y dejó que todo su peso recayera en el pie que tenía sobre las rodillas, su único pie.

«Su único pie.» Sophie hizo un brusco movimiento hacia la derecha y luego se dejó caer hacia la izquierda para clavar el hombro en la pierna ortopédica de Simon. Él se tambaleó unos instantes y por fin perdió el equilibrio. La espada saltó de su mano mientras trataba de evitar la caída. Sophie se hizo a un lado y se libró por poco de que Simon le cayera encima. Sin embargo, él aún la tenía aferrada por el pelo y no podía zafarse. La puerta de lo alto de la escalera se abrió y se oyó un ruido de pasos.

– ¡Policía! ¡Que nadie se mueva!

«Vito.»

– ¡Estoy abajo! -gritó Sophie.

Simon se apoyó en la rodilla sana y se echó hacia atrás, atrayéndola hacia él. La había convertido en un escudo humano.

– Fuera -gritó-. Fuera o la mato.

El ruido de pasos siguió oyéndose hasta que Sophie vio los pies de Vito, y luego sus piernas. Y luego su rostro, con una sombría expresión de furia controlada.

– ¿Te ha hecho daño, Sophie?

– No.

– No deis ni un paso más -les advirtió Simon-. Si no, os juro que le romperé el cuello.

Vito se encontraba en la escalera y le apuntaba a Simon con la pistola.

– No la toques, Vartanian -dijo con voz bronca y amenazadora-. O te haré saltar la cabeza a tiros.

– ¿Te arriesgarás a que la mate? No lo creo. Creo que lo que vas a hacer es subir esa escalera y decirles a esos perros que se retiren. Luego tu bomboncito y yo nos marcharemos.

Sophie respiraba con esfuerzo. Simon tenía una mano entrelazada en su pelo y con el otro brazo la sujetaba por la garganta. No podía haberlo planeado mejor, no podía haberla colocado de modo que resultara más vulnerable para obligar a Vito a quedarse inmóvil.

– Mátalo, Vito -dijo ella-. Mátalo porque si no será él quien vuelva a matar. Y yo no podría vivir con esa carga.

– Tu chica ha expresado un último deseo, Ciccotelli. Acércate y haré que ese deseo se cumpla. Deja que me marche y ella vivirá.

– No, Simon. -Era una voz suave con acento del sur, firme y tranquila-. No te marcharás. Yo no lo permitiré.

Sophie notó tensarse de repente el cuerpo de Simon al oír la voz de Daniel. Se inclinó hacia un lado, pero él se venció junto con ella y ambos cayeron al suelo. Él la aplastó contra el pavimento y su peso le vació el aire de los pulmones. Luego se puso en pie y la arrastró consigo. Ella quiso golpearlo con las manos atadas pero solo consiguió cortar el aire. Él le retorció más el pelo y ella notó que las lágrimas asomaban a sus ojos.

Buscó a tientas algo a lo que asirse, cualquier forma de poner suficiente distancia entre ellos para que Vito pudiera disparar. Volvió a perder el equilibrio, pero esa vez sus manos toparon con un objeto metálico. Era la reluciente espada de Simon. Sophie se arrodilló sobre ella y flexionó los dedos en torno a la empuñadura. Luego se apartó y la hoja pasó rozando su costado.

La clavó hacia atrás con todas sus fuerzas. La espada topó con un cuerpo, se clavó y penetró en él. Con un grito ahogado de asombro, Simon cayó hacia atrás y arrastró a Sophie consigo. Ella soltó la empuñadura y se puso de rodillas; luego inclinó el tronco hacia delante y se retorció con gran dolor, pues él aún le aferraba el cuero cabelludo. Por un momento, todo cuanto Sophie pudo oír fue su propia respiración agitada. Luego reparó en los ruidosos pasos de la escalera.

Simon yacía de espaldas, tenía su propia espada clavada en el vientre con la hoja doblada formando un extraño ángulo hacia el exterior. Su camisa blanca se estaba tornando roja por momentos. Tenía la boca abierta y respiraba de forma entrecortada. Aun así, la rabia y el odio ardían en sus ojos y con un fuerte impulso se incorporó y asió la garganta de Sophie con la mano que le quedaba libre.

– No muevas ni un músculo -dijo Vito-, porque te aseguro que me muero de ganas de dispararte.

Jadeando, Sophie se incorporó cuanto pudo sin dejar de mirar a Simon a los ojos.

– Adelante, Simon, grita.

– Eres una zorra -le espetó Simon. Entornó los ojos y volvió a arremeter contra ella, y Sophie se dio cuenta demasiado tarde del rápido movimiento con que asió el espadín que tenía escondido dentro de la manga. Oyó los disparos al mismo tiempo que sentía un dolor punzante en el costado.

La mano con que Simon la asía por el pelo flaqueó de tal modo que al descender la arrastró consigo y Sophie quedó arrodillada a su lado, con el cuello torcido. Podía mirar hacia arriba pero no hacia abajo. Con el rabillo del ojo vio a Vito retroceder y enfundar la pistola.

Lo que por el ruido de los pasos parecía un ejército cruzó la planta superior y bajó la escalera.

– Campo libre -gritó Vito a pleno pulmón, pero le temblaba la voz-. Llamad a una ambulancia.

Sophie notó el olor acre de la pólvora y el férreo de la sangre. Una gran náusea se elevó desde su estómago.

– Quitadme esa mano del pelo -masculló Sophie. Luego se dejó caer contra Daniel mientras este retiraba la manaza de Simon de su trenza. Sophie se tendió de espaldas con cuidado y cerró fuerte los ojos ante el agudo dolor que sentía en el costado.

Merde -musitó-. Esto duele.

– ¿Chick? -Era la voz de Nick, procedente de la escalera-. ¿Qué ha ocurrido?

Vito corrió al lado de Sophie.

– Llama a otra ambulancia, Nick. Sophie está herida.

Vito utilizó la hoja de la espada para cortar el vestido a tiras y aplicárselas con fuerza de modo que detuvieran la hemorragia.

– No es una herida profunda -dijo-. No es profunda.

Ella hizo una mueca.

– Pues cómo duele. Dime que Simon está muerto.

– Sí -dijo Vito-. Está muerto.

Sophie miró hacia donde Simon yacía a menos de un metro de distancia, con la mirada vacía posada en el techo. Tenía dos heridas más, una en la cabeza y otra en el pecho. Sophie se sintió satisfecha de comprobar que la espada seguía clavada en su vientre.

– Supongo que Katherine averiguará quién de los dos lo ha matado -dijo.

– No puedes sentirte culpable, Sophie -musitó Vito-. No tenías elección.

Sophie resopló.

– ¿Culpable? Espero haber sido yo quien ha matado a ese hijo de puta con la espada. Aunque quien le haya disparado en la cabeza debería llevarse el trofeo a casa.

– Ese debo de haber sido yo -dijo Vito.

– Bien -aprobó Sophie. Miró a Daniel, que cortaba con el espadín la cuerda que mantenía sus manos atadas-. Lo siento.

– ¿El qué? -preguntó Daniel-. ¿Que esté muerto o que no me lleve yo el trofeo?

Ella lo observó con los ojos entornados.

– Lo que sea lo correcto.

Daniel rió en silencio.

– Creo que hoy hemos hecho un bien al mundo. Dígame, Sophie, aparte del corte del costado, ¿tiene alguna otra herida?

– Tengo una en la lengua.

La mostró a los dos hombres y ambos se estremecieron.

Daniel la asió por la barbilla con suavidad y le volvió la cabeza hacia la luz.

– Santo Dios, criatura, un poco más y se la arranca. Tendrán que suturarle también esa herida.

– Pero no he gritado -dijo satisfecha-. Hasta que he oído el ruido arriba.

Daniel sonrió con tristeza.

– Bien por usted, Sophie.

Le tomó una mano y empezó a frotarle la muñeca que la cuerda había escoriado.

Vito le tomó la otra mano. Estaba temblando.

– Dios mío, Sophie.

– Estoy bien, Vito.

– Está bien -repitió Daniel, y Vito levantó la cabeza y clavó los ojos en el chico.

– ¿Qué clase de negociación es esa? -soltó lleno de furia-. «No, no te marcharás. Yo no lo permitiré.» ¿Qué mierda de negociación es esa?

– Vito -musitó Sophie.

– Usted no lo habría dejado marchar, y lo sabe -dijo Daniel-. Simon detestaba que nadie le dijera lo que tenía que hacer. Esperaba que se pusiera como loco y que Sophie pudiera servirse de eso. -La miró con una sonrisa-. Lo ha hecho muy bien, buena chica.

– Gracias.

– Tengo que decírselo a Suze. -Daniel se puso en pie-. Lo siento, Vito. No pretendía asustarle.

Él respiró hondo.

– No se preocupe. Sophie está bien y Simon ha muerto. Estoy satisfecho.

Cuando Daniel hubo subido la escalera, Sophie le estrechó la mano a Vito.

– ¿Y mi abuela?

– Resiste.

Sophie respiró de veras por primera vez, a pesar del dolor del costado.

– Gracias.

Vito la miró con vacilación.

– Has hecho un buen trabajo con la espada.

Los labios de Sophie se curvaron.

– Mi padre y yo solíamos practicar esgrima. Alex participaba en campeonatos, pero a mí tampoco se me daba mal. Si Simon me hubiera visto hacer de Juana de Arco, lo habría sabido.

Vito recordó la elegancia con que Sophie blandía la espada, para deleite de los niños que seguían la visita. No tenía claro que volviera a hacerlo alguna vez.

– Quizá deberíamos retirar a Juana de Arco. Amplía el repertorio -añadió, imitando el acento de Nick.

Sophie cerró los ojos.

– Me parece una buena idea. Claro que después de esto, no quiero a ninguna María Antonieta a menos de tres metros.

Vito se llevó las manos de Sophie a los labios y rió con voz trémula.

– Siempre te queda la guerrera celta.

– Boudica -musitó ella, y oyó más pasos en la escalera. Había llegado el equipo médico-. Podríamos ofrecer una visita nocturna no apta para menores. Ted tendría cubiertos los estudios de Theo en menos que canta un gallo.

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