Capítulo VI

Hubo una breve pausa. Cosa curiosa, todo el rencor y la indignación habían desaparecido. Hércules Poirot mantenía a su auditorio bajo el hechizo de su personalidad. Le miraban fascinados, mientras reanudaba su exposición de los hechos.

—Todo está ahí. El muerto es el foco y el centro del misterio. Debemos ahondar en el corazón y en la mente de Simeon Lee y ver qué encontramos allí. Porque un hombre no vive enteramente para sí. Lo que tiene lo da... a aquellos que vienen tras él...

»¿Qué legó Simeon Lee a sus hijas e hijos? En primer lugar: orgullo. Un orgullo que en el muerto se frustró en su decepción por sus hijos. Luego la cualidad de la paciencia. Sabemos que Simeon Lee esperó pacientemente durante años para vengarse de alguien que le había injuriado. Vemos que ese aspecto de su temperamento fue heredado por el hijo que menos se le parece físicamente. David Lee también es capaz de recordar y alimentar un rencor y resentimiento a través de los años. Físicamente, Harry Lee es el único de sus hijos que se le parece mucho. Ese parecido es notable cuando se examina el retrato de Simeon Lee cuando era joven. La misma nariz aguileña, el mentón saliente, la cabeza echada atrás. Creo que Harry también heredó muchos de los gestos peculiares de su padre. Por ejemplo, ese hábito de echar hacia atrás la cabeza al reír y el de acariciarse la barbilla.

»Teniendo presente todo eso y estando convencido de que el crimen lo cometió una persona íntimamente relacionada con el muerto, estudié a la familia desde ese punto de vista psicológico. Es decir, traté de decir quiénes eran los criminales psicológicamente posibles. Y en mi juicio sólo dos personas reunían esas condiciones. Eran Alfred Lee e Hilda Lee, la esposa de David. A David lo rechacé como posible asesino... No creo que un ser tan delicado pudiera ser autor de un crimen tan brutal. También rechacé a George Lee y a su esposa. Fueran cuales fuesen sus deseos, no creo que tuvieran suficiente temperamento para correr ese riesgo. Ambos son esencialmente cautos. También consideré incapaz de todo acto de violencia a la esposa de Alfred Lee. Al llegar a Harry Lee vacilé. Aparentemente, es un hombre combativo, enérgico, pero sospecho que todo eso es puro bluff, y que esencialmente es débil. Sé también que esa misma era la opinión de su padre. Dijo que Harry no valía más que los otros. Eso me dejaba con sólo dos posibles criminales. Ya los he nombrado. Alfred es un hombre que sabe ser fiel. Se ha sabido dominar durante años, limitándose a ser el subordinado a la voluntad del otro. En tales condiciones siempre es posible que algo salte. Además, es incluso muy posible que alimentara algún rencor secreto contra su padre. Y ese rencor, al no ser expresado de ninguna manera, fue creciendo en intensidad. Son las personas tranquilas y apacibles las que de súbito se demuestran capaces de las mayores violencias. Cuando pierden el dominio de sí mismas, lo pierden por completo. La otra persona a quien consideraba capaz del crimen era Hilda Lee. Es del tipo de personas que en determinadas ocasiones es capaz de tomarse la justicia por sus propias manos. Esos seres son jueces y ejecutores a la vez. En el Antiguo Testamento hay muchos personajes así. Jael y Judith, por ejemplo.

»Luego examiné las circunstancias del crimen. Y lo que primero llama la atención son las extraordinarias condiciones en que ese crimen tuvo lugar. Recordamos la habitación en que halló la muerte Simeon Lee. Había allí una pesada mesa, unas pesadas sillas y sillones, una lámpara y otros objetos, todo volcado. Pero la mesa y los sillones eran lo más curioso. Ambos muebles son de sólido roble. Resulta difícil comprender cómo en una lucha entre dos hombres puede volcarse tanto mueble sólido. El conjunto resulta irreal. Y, no obstante, a ninguna persona con sentido común se le hubiera ocurrido disponer aquella decoración a menos que fuera real. De ser así, el asesino de Lee tenía que ser un hombre vigoroso.

»Otro detalle curioso es el de la puerta cerrada por fuera. No se advierte ninguna razón lógica para semejante comportamiento por parte del asesino. No se podía pretender simular suicidio, ya que nada en la muerte aquella hablaba de suicidio. Tampoco se podía simular una huida por las ventanas, ya que dichas ventanas estaban dispuestas de forma que no se podía huir por ellas. Una vez más nos encontramos ante un hecho que exige tiempo. Tiempo, que es algo precioso para el asesino.

»Otra cosa incomprensible es el hallazgo de un trozo cortado de esponja de la que utilizaba Simeon Lee cortado y un trozo de madera, cosas que me enseñó el inspector Sugden. Esos dos objetos fueron recogidos por una de las primeras personas que entraron en la habitación. Una vez más nos hallamos ante algo que no tiene sentido. ¡No significa absolutamente nada! Y, sin embargo, estaban allí.

»Como pueden observar, el crimen se hace cada vez más raro. Carece de orden y método. No es razonable. »Y ahora llegamos a la principal dificultad. El inspector Sugden fue llamado por míster Lee, quien le informó de un robo cometido en su casa y le pidió que volviera más tarde. ¿Por qué no pidió al inspector Sugden que aguardara abajo, mientras él hablaba con la persona sospechosa? Estando en casa el inspector, habría podido ejercer mayor presión sobre el culpable.

»Así llegamos al punto en que no sólo el comportamiento del criminal es extraordinario, sino que también lo es el de Simeon Lee.

»Yo me dije: "Todo está mal. ¿Por qué? Porque lo miramos desde un punto de vista falso. Lo miramos desde el punto que desea el criminal".

»Tenemos tres cosas que carecen de sentido común: la lucha, la llave hecha girar por fuera y el trozo de goma. Pero necesariamente ha de haber algún punto desde el cual esas tres cosas tendrían sentido. Y me estrujé el cerebro procurando olvidar las circunstancias del crimen y aceptar las cosas por su propio valor. Me dije: "¿Qué significa la lucha? Violencia, destrozo, ruido. ¿Por qué se cierra una puerta haciendo girar la llave desde fuera? ¿Para que nadie pueda entrar...? Pero la llave no impidió eso, puesto que la puerta fue echada abajo casi en seguida. ¿Para retener a alguien dentro? ¿Para impedir que alguien entrara?". Y llegué al recorte de esponja. Entonces me volví a decir: "Un trozo de esponja no es más que un trozo de esponja".

»Ustedes dirán que en todo eso no hay nada, pero de todas formas quedan tres impresiones: ruido, encierro y un problema sin solución.

»¿Concordaba todo ello con mis dos sospechosos? No. Tanto para Alfred como para Hilda, lo ideal hubiera sido un crimen silencioso. El haber perdido tiempo cerrando la puerta por fuera resulta absurdo, y el trozo de esponja y la chapa de madera siguen sin significar nada.

»A pesar de ello sigo convencido de que en este crimen no hay nada absurdo, y que, por el contrario, ha sido muy bien planeado y magistralmente ejecutado. Lo demuestra el hecho de que pudo ser cometido. Por tanto, todo cuanto sucedió estaba previsto.

»Después de repasar todos los hechos varias veces, empecé a ver un rayo de luz.

»Sangre... mucha sangre... sangre por doquier... Una insistencia en sangre fresca, húmeda, brillante... Tanta sangre..., resultaba demasiada sangre.

»Y eso me dio otra idea. Es un crimen de sangre... está en la sangre. Es la propia sangre de Simeon Lee que se levanta contra él.

Hércules Poirot se inclinó hacia delante.

—Las dos más valiosas claves de este misterio me fueron ofrecidas por las frases que pronunciaron inconscientemente dos personas distintas. La primera fue cuando Lydia Lee recitó un pasaje de Macbeth: «¿Quién hubiera creído que el viejo tuviese tanta sangre dentro de él?». La otra fue una frase pronunciada por Tressilian. Me contó lo desconcertado que se sentía por una serie de cosas que, al suceder, le hacían el efecto de que ya antes habían su—cedido. Lo que le hacía sentir eso era un suceso muy sencillo. Oyó llamar y fue a abrir a Harry Lee. Al día siguiente hizo lo mismo con Stephen Farr.

»Ahora bien: ¿Por qué tuvo esa impresión? Miren ustedes a Harry Lee y a Stephen Farr y lo comprenderán.. ¡Son asombrosamente parecidos! Por eso, el abrir la puerta a Stephen Farr era igual que abrir la puerta a Harry Lee. Era como si el mismo hombre estuviera allí. Y hoy mismo, Tressilian me decía que siempre se equivoca al dirigirse a unas personas u otras. No es extraño. Stephen Farr tiene la nariz aguileña, echa hacia atrás la cabeza al reír y se acaricia constantemente la barbilla. Miren bien el retrato de Simeon Lee, cuando era joven, y verán que no sólo Harry Lee sino también Stephen Farr se le parece.

Stephen se agitó en su asiento, haciendo crujir la silla. —Recuerden las palabras de Simeon Lee contra su familia —siguió Poirot-. Declaró que estaba seguro de tener mejores hijos entre los ilegítimos. De nuevo volvemos al carácter de Simeon Lee, que tuvo un gran éxito con las mujeres y que destrozó el corazón de su esposa. Por ello llegué a la conclusión: en la casa no se hallaba—solamente la familia legal de Simeon Lee, sino también alguno de los hijos no reconocidos.

Stephen, de pronto, se puso en pie. Poirot, mirándolo dijo:

—Ése fue su verdadero motivo, ¿no? Nada de esa romántica historia de la muchacha del tren. Usted venía hacia aquí antes de encontrarla a ella. Venía a ver qué clase de hombre era su padre...

Stephen estaba pálido como un muerto. Con voz temblorosa murmuró:

—Sí... siempre tuve deseos de verle... Mi madre hablaba de él a veces. Se convirtió en una obsesión para mí. ¡Tenía que ver cómo era! Gané algún dinero y vine a Inglaterra. No pensaba decirle quién era yo. Mi intención era pasar por el hijo de Ebenezer Farr. Vine aquí con sólo un motivo: ver al hombre que era mí padre...

Sugden murmuró:

—¡Qué ciego he sido! Ahora lo comprendo. Por dos veces le tomé a usted por Harry Lee. Y, sin embargo, al notar mi error nunca sospeché la verdad.

Volvióse a Pilar y siguió:

—Esa persona a quien usted vio junto a la puerta era Stephen Farr, ¿no? Pero no quiso descubrirlo. Pretendió hacernos creer que era una mujer.

Oyóse un ruido e Hilda Lee se puso en pie.

—No —dijo-. Está usted en un error, inspector. Yo fui la persona a quien Pilar vio.

—¿Usted, señora? —preguntó Poirot.

—Nunca me hubiera creído tan cobarde —siguió Hilda-. ¡Callar por miedo! Estaba en la sala de música con David. Él estaba tocando. Le noté muy raro. Me asusté un poco y me di cuenta de mi responsabilidad, pues yo fui quien insistió en hacerle venir. David empezó a in—terpretar la Marcha Fúnebre. De pronto tomé una decisión. Por raro que pareciera teníamos que marcharnos en seguida, aquella misma noche. Decidí subir a ver a míster Lee y explicarle por qué nos íbamos. Llegué hasta la puerta de su cuarto y llamé. No recibí ninguna respuesta. Llamé con más fuerza. El mismo silencio. Intenté abrir la puerta, pero la puerta estaba cerrada con llave. Y, de pronto, mientras vacilaba, oí un ruido dentro del cuarto... Hilda se interrumpió, murmurando:

—Ya sé que no me creerán, pero es la verdad. Alguien estaba allí dentro, atacando a mi suegro. Oí caer mesas y sillas, romperse porcelanas y jarrones, y luego aquel terrible grito. Después reinó el más completo silencio.

»Me quedé paralizada. No podía moverme. De pronto llegó míster Farr, Magdalene y todos los demás. Míster Farr y Harry comenzaron a golpear la puerta hasta derribarla. Y cuando entramos en la habitación no había nadie dentro de ella. Sólo míster Lee, muerto, y la sangre.

Hilda había elevado la voz.

—¡No había nadie, nadie! ¿Me entiende? Y. sin embargo, nadie salió de aquella habitación...

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