Capítulo IV

Pilar entró en el salón con la cabeza muy erguida y se dirigió hacia donde estaba Lydia, ocupada en hacer punto. —Lydia —dijo-. He venido a decirle que no aceptaré ese dinero. Me marcho ahora mismo...

Lydia la miró extrañada.

—Pero, hijita —dijo-. Alfred no se habrá sabido explicar. No se trata de ninguna limosna, si es eso lo que tú crees. No se trata de bondad por nuestra parte. No es más que cumplir con un deber. Si las cosas hubieran ido, como debían, tu madre habría heredado la suma, y de sus manos hubiera pasado a las tuyas. Es tu derecho de sangre. Por lo tanto, es un deber de justicia, no de caridad.

—Por eso no puedo aceptarlo —replicó Pilar-. Oyéndoles hablar así y viendo cómo se portan conmigo, no puedo aceptarlo. Cuando vine aquí, lo hice pensando correr una aventura divertida. Ahora lo han estropeado todo. Me marcho en seguida y no volveré a molestarles nunca más...

Los sollozos entrecortaron sus palabras. Volviéndose, salió del salón.

—Nunca creí que se lo tomara de esa forma —declaró Lydia, muy abatida.

—Parece muy trastornada —comentó Hilda.

—Ya dije yo que no debía hacerse —declaró George. Hércules Poirot y Sugden entraron en el salón. El inspector dirigió una mirada a su alrededor, preguntando:

—¿Dónde está míster Farr? Necesito hablar con él. Pero antes de que nadie pudiera responder, Poirot inquirió:

—¿Dónde está mademoiselle Estravados?

Con acento de maligna satisfacción, George Lee contestó:

—Ha dicho que se marchaba. Se ve que está ya harta de sus parientes ingleses.

Poirot dio media vuelta.

—Vamos —dijo a Sugden.

Cuando los dos hombres salían al vestíbulo oyóse un lejano estrépito y un grito.

—¡Pronto! ¡Vamos! —apremió Poirot.

Subieron de dos en dos los escalones de la escalera que conducía a la habitación de Pilar. La puerta estaba abierta. Un hombre se hallaba en el umbral. Al oírles llegar, volvió la cabeza. Era Stephen Farr.

—Está viva —dijo.

Pilar estaba pegada contra la pared de su cuarto, con la mirada fija en una gran bala de cañón que se hallaba en el suelo.

—Estaba encima de la puerta —explicó-. Me hubiera caído en la cabeza al entrar. Por suerte, se me enganchó la falda en un clavo y al abrir la puerta caí hacia atrás.

Poirot se arrodilló para examinar el clavo, en el que se veía un trozo de la falda de Pilar.

—Este clavo le ha salvado la vida, señorita —dijo.

—¿Qué significa esto? —preguntó el inspector.

—Pues que alguien ha intentado matarme —explicó Pilar.

—Una trampa muy sencilla, pero muy eficaz —comentó el policía-. Es el segundo crimen que se proyecta en esta casa. Pero esta vez ha fallado.

Pilar juntó las manos.

—¡Virgen Santísima! —exclamó-. ¿Por qué han querido matarme?

—En lugar de eso, debiera usted preguntarse qué es lo que sabe —dijo Poirot.

—Pero... si no sé nada.

—Está usted en un error. Dígame, mademoiselle Pilar, ¿dónde estaba usted en el momento del crimen? No se encontraba en esta habitación, ¿verdad?

—Sí, señor. Ya se lo dije.

Con ridícula suavidad, el inspector replicó:

—Pero al decir eso no dijo la verdad, señorita. Nos aseguró que había oído el grito de su abuelo, pero desde aquí no podía haberlo oído. Monsieur Poirot y yo hemos hecho la prueba.

—¡Oh! —exclamó Pilar.

—Estaba usted en algún lugar mucho más cercano a la habitación de su abuelo —dijo Poirot-. Y le diré dónde estaba. Se encontraba entre las dos estatuas del pasillo, junto a la puerta del cuarto de su abuelo.

Pilar se mostró sobresaltada.

—Pero..., ¿cómo lo ha sabido? —preguntó. Con una leve sonrisa, Poirot contestó:

—Míster Farr la vio allí.

—¡Mentira! —exclamó Stephen-. No la vi.

—Usted perdone, míster Farr, pero usted la vio —dijo Poirot-. Recuerde su impresión de que había tres estatuas en lugar de dos. Sólo una persona vestía aquella noche un traje blanco: mademoiselle Estravados. Ella fue la tercera figura que vio. ¿No es verdad, mademoiselle? Después de breve vacilación, Pilar respondió:

—Sí, es verdad.

—Ahora cuéntenos toda la verdad —pidió el detective-. ¿Por qué estaba usted allí?

—Después de cenar salí del salón y pensé en ir a ver a mi abuelo. Creí que eso le gustaría. Pero al desembocar en el pasillo vi que había alguien delante de la puerta. Como no quería que me vieran, pues mi abuelo había dicho que no quería ver a nadie, me metí entre las estatuas, por si acaso la persona aquella se volvía.

»De pronto empezaron a sonar ruidos terribles de mesas y sillas que se caían. No me moví, pues estaba terriblemente asustada. Luego sonó aquel terrible grito –Pilar se persignó-. El corazón me dejó de latir. Me dije: «Alguien ha muerto».

—¿Qué más?

—Empezó a llegar gente por el pasillo, y yo me mezclé.

—¿Por qué no nos dijo eso cuando la interrogamos por primera vez? —inquirió Sugden.

—A la policía vale más no decirle muchas cosas —repuso Pilar, moviendo la cabeza-. Si hubiera dicho que estuve tan cerca de la puerta habrían sospechado de mí. Por eso dije que no me moví de mi cuarto.

—Si continúa diciendo mentiras acabará por despertar sospechas, señorita —declaró Sugden.

—Pilar, ¿a quién vio junto a la puerta del cuarto de su abuelo? —pidió Stephen.

—No sé quién era —replicó Pilar, después de breve vacilación-. Lo que sí puedo decir es que era una mujer.

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