Alicia Jiménez se presentó...






Alicia Jiménez se presentó una mañana en mi casa de forma inesperada.

Tenía bastante mejor aspecto que la última vez que nos vimos, debido sin duda al hecho de que se había alimentado de una forma algo más coherente, y aunque aún me impresionaron sus oscuras ojeras y la tristeza de su mirada, cabría afirmar que se esforzaba por abandonar el profundo pozo de desesperación en el que se encontraba sumida desde la muerte de su hija.

Cuando le pregunté la razón de tan sorprendente visita, su respuesta no me extrañó demasiado:

—Necesitaba estar cerca de ella —dijo.

La llevé al jardín posterior al tiempo que le decía:

—Nunca entra en la casa. Esta es la zona por la que suele moverse.

—¿Está aquí ahora?

—No.

—¿Le importaría que me quedara un rato?

—En absoluto.

La dejé allí, sentada casi en el mismo lugar en que acostumbraba a sentarse Jimena, y al regresar a mi despacho me desconcertó descubrir que Omaira la observaba a través de la ventana.

—¿Cree que en el infierno serán menos duros conmigo si me esfuerzo por evitar que otras madres sufran lo que esa pobre mujer está sufriendo?

—No tengo ni la menor idea... —repliqué, y era sincero—. En primer lugar porque no estoy seguro de que exista el infierno, pero en el caso de existir dudo que las buenas obras que se ejecuten después de muerto se computen de la misma forma que si se hubieran hecho en vida.

Acudió a acomodarse en la butaca, frente a mi mesa, y casi se podría considerar que sonreía al comentar:

—Los seres humanos serían mucho mejores si se les diera la oportunidad de saber lo que significa estar muertos aunque tan solo fuera durante una corta temporada.

—Me da la impresión de que eso ya se lo he oído antes a otro muerto.

—No me sorprende; por desgracia tan solo aprendemos a valorar lo que tenemos cuando lo hemos perdido... —Me miró de frente, con aquella mirada en la que parecía que estuviera viendo a través de mi cuerpo y al poco añadió—: Me he estado esforzando en recordar detalles de mis conversaciones con ese cerdo, y hay uno que tal vez pueda servirle; en un determinado momento le pregunté la hora, me mostró su reloj y me llamó la atención que en la esfera aparecía el escudo de un equipo de fútbol.

—¿Un equipo de fútbol? ¿Qué equipo?

—No lo sé, pero recuerdo que se me antojó impropio de un hombre tan peripuesto como él.

—¿Reconocerías ese escudo si lo vieras?

—Supongo que sí.

Me conecté por internet con las páginas de los equipos de fútbol de primera división y casi al instante señaló uno de ellos.

—¡Ese!

—¿Estás segura?

—Completamente.

—¡Hijo de la gran puta! Ya podría haber sido socio del Barça.

—¿Cuál es la diferencia?

—Que me jode tener algo en común con semejante degenerado, aunque tan solo sea el hecho de que seamos aficionados al mismo equipo.

—Parece lógico viviendo en la misma ciudad... ¿O no?

—Depende de cómo se mire... Al pensar en un pederasta exhibicionista y asesino no se te pasa por la mente la idea de que pueda gustarle el fútbol, y menos hasta el punto de llevar un reloj con el escudo de su equipo.

—Supongo que habrá muchos momentos en los que hasta un pederasta asesino se comporte como alguien que pudiéramos considerar «normal».

—No deberían tener derecho a ello; son alimañas y no me las imagino saltando de alegría cada vez que Raúl marca un gol, de la misma manera que me resisto a imaginármelos disfrutando de una buena cena o una agradable charla entre amigos cuando acaban de violar y asesinar a una criatura.

—No lo concibe porque tiene conciencia y considera que esta le estaría reclamando continuamente por lo que ha hecho —dijo la colombiana como si estuviera intentando aclararme cómo se resolvía un pequeño problema doméstico—. Pero un psicópata infanticida, o incluso un simple pistolero profesional, ni tan siquiera se plantea semejante posibilidad; hace lo que quiere hacer procurando que no le atrapen y basta. A mí siempre me preocupó el castigo que pudiera llegarme desde fuera, no el que emanara de mi interior.

Desapareció, no por seguir la molesta costumbre de los difuntos a los que les encanta ir y venir a su antojo sin dar explicaciones, sino porque se escucharon los pasos de Alicia Jiménez, que al poco hizo su aparición en el umbral de la puerta para comentar en tono de sincera admiración:

—Tiene una casa preciosa.

—¡Tendría que haberla visto hace un par de años! Era una auténtica pocilga que se caía a pedazos.

—Pues está claro que se ha gastado una fortuna en restaurarla.

—No fui yo... Nunca hubiera conseguido reunir tanto dinero; la reparó su antigua propietaria, que había nacido aquí, pero cuya familia se había visto obligada a huir a México durante la guerra civil. Cuando regresó, muy anciana, muy rica, y muy, muy excéntrica, se ofreció a pagar los gastos de reparación a cambio de que le permitiera pasar de tanto en tanto algunos días en su antigua habitación.

—Por lo que veo le suelen ocurrir cosas extrañas.

—Pero siempre relacionadas con esta casa... Hasta que la compré yo era un funcionario de ministerio de lo mas normal, divorciado, aburrido y cuya única pasión se centraba en pasarse horas oculto entre la maleza estudiando la vida de las aves.

—¿Ya no lo hace?

—Sí, pero ahora no las observo por simple curiosidad, sino por una razón muy concreta; estoy tratando de averiguar el motivo por el que nunca se ha dado el caso de que un ave muera en pleno vuelo sin haber sido atacada por un depredador.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Que los albatros, los cormoranes, los gansos, las cigüeñas y hasta las más pequeñas de las aves migratorias consiguen volar durante miles de kilómetros manteniéndose días enteros en el aire, sin que jamás se haya sabido de una de ellas que, pese al terrible esfuerzo, se haya desplomado de improviso.

—Será debido a su especial constitución genética; han nacido para eso.

—En efecto. ¿Pero qué tiene de especial la constitución de su corazón que las hace inmunes al infarto cualquiera que sea el esfuerzo o el estrés al que se les someta? Un colibrí bate las alas millones de veces al día, incluso volando hacia atrás sin agotarse, pero si a un mamífero se le exigiese la mitad de ese esfuerzo, le fallaría el corazón. Quizá, si se investigara se podría descubrir las causas y encontrar un remedio al infarto que mata a miles de seres humanos cada año.

—No sabía que le interesara la medicina.

—Y no me interesa especialmente... Me limito a exponer una teoría basada en simples observaciones. No me considero capacitado para dar respuestas, pero creo que tengo el derecho, y casi la obligación, de hacer la pregunta a quien corresponda: ¿por qué no se investiga en qué se diferencian esencialmente el corazón de un ave del de un mamífero?

—Tengo un amigo cardiólogo que tal vez conozca la razón. Pero lo que ahora me gustaría saber es a qué atribuye que todos esos fenómenos extraños le ocurran desde que compró esta casa.

—A que se asienta sobre la cueva en que habitaba un ermitaño del que se decía que se comunicaba con los muertos.

—¿Y lo cree?

—¿Que se comunicara con los muertos...? ¿Por qué no? A mí me ocurre a diario y supongo que un muerto de hace trescientos años no se diferencia en mucho de uno actual. Desde luego, prefiero aceptar esa teoría, por absurda que parezca, que admitir que estoy loco y es mi imaginación la que crea a esos difuntos.

—Si quiere que le sea sincera, yo también era de la opinión de que estaba loco hasta que sentí la presencia de Jimena en el salón de mi casa —dijo al tiempo que ensayaba lo que pretendía ser una sonrisa—. Y ahora, ahí fuera, en el jardín, experimenté esa misma sensación de que se encuentra muy cerca.

—¿Y eso le asusta?

—¡En absoluto! Se trata de mi hija. ¿Qué mal podría causarme?

—Ninguno, porque ningún mal le causarán nunca los muertos, se traten o no de su hija. Para hacer daño es necesario utilizar la imaginación, y los difuntos carecen de ella.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Que no pueden imaginar de la misma manera que no pueden mentir; se limitan a «estar». Y únicamente cuando a ellos les apetece.

—O sea, ¿que usted no puede convocarlos?

—¡En absoluto! No soy un médium ni nada por el estilo, y estoy convencido de que si los llamara dejarían de venir. Son ellos los que se sirven de mí, no yo de ellos.

—En ese caso supongo que resultaría inútil que le pidiera que se pusiera en contacto con mi marido.

—Totalmente... Ni siquiera se me ha pasado por la mente la idea de ponerme en contacto con mi padre, al que adoraba; es más, no me gustaría verle porque prefiero recordarle como era en vida.

—¿Y eso?

—Siempre fue un hombre extraordinariamente alegre, divertido y vitalista, y los difuntos rezuman tristeza.

—¡Lógico, si están muertos!

Se aproximó a la ventana, contempló el jardín y el sol, que comenzaba a ocultarse en el horizonte, y al poco dijo:

—¿Le importaría que pasara aquí la noche? No me apetece la idea de conducir hasta Cuenca a estas horas.

—Faltaría más. Puede dormir en la habitación de invitados, que tiene las mejores vistas de la casa.

Preparé unos espaguetis al azafrán, que era uno de los pocos platos que sabía que nunca me fallaban, y me agradó comprobar que no necesitaba obligarla a comer ya que lo hacía con notable apetito. Tuve la sensación de que el hecho de encontrarse allí, tan cerca de Jimena, le proporcionaba una nueva razón para vivir, y por mi parte debo admitir que me agradaba la idea de atenderla, aunque tan solo fuera en las sencillas tareas domésticas de servirle la cena o entregarle toallas limpias y una botella de agua fría.

Me precio de ser un hombre delicado con las mujeres, pero mi relación con Macarena durante los últimos años de nuestro matrimonio había resultado demasiado tensa, por no decir abiertamente agria, ya que mi ex esposa era de ese tipo de personas que se consideran autosuficientes en todo aquello que no se refiera al dinero.

Hay mujeres que tan solo permiten que se las proteja económicamente sin caer en la cuenta de que a los hombres nos agrada cuidarlas más allá del hecho de regalarles un abrigo de visón o darles dinero cada mes.

Atender a una sencilla ama de casa y tres o cuatro hijos, hacer bien mi trabajo y dedicar mi tiempo libre a observar a los pájaros fueron mis metas, pero cometí el error de casarme con una ambiciosa universitaria que no quiso darme más que un hijo, despreciaba mi trabajo porque no me hacía rico, y jamás pasó una sola hora a mi lado observando a los pájaros.

El mérito de los héroes se asienta en el hecho indudable de que la mayoría de las personas corrientes nunca hemos pretendido ser héroes porque solemos sentirnos más cómodos en el anonimato de este lado de la pantalla del televisor.

No niego que en un momento dado soñé con la posibilidad de convertirme en un original diseñador de puentes, pero lo que me empujaba a ello era la emoción de enfrentarme a los retos de la técnica, no la necesidad de ser reconocido o alabado de un modo personal.

La mayoría de los seres humanos que se sienten muy desgraciados lo son porque aspiraron a ir mas allá de lo que les permitían sus capacidades sin conformarse con la minúscula porción de vida que les había correspondido en el reparto.

Triste debe de ser fracasar cuando se han librado grandes batallas, pero denigrante resulta fracasar cuando tan solo nos hemos enfrentado a ridículas escaramuzas.

Hasta el bendito o maldito día en que los difuntos se cruzaron en mi camino me consideraba el más gris de los humillados, y a menudo me asalta la sensación de que fue por mi falta de carácter por lo que los que ya ni tan siquiera tenían aire para respirar decidieron acudir en mi busca.

Curiosamente, la fuerza que no supe extraer de la vida la obtuve de la muerte, y alguien que con anterioridad no consiguió destacar por nada pasó a destacar más que ningún otro al convertirse en el único vínculo de unión entre las dos orillas del más profundo y tenebroso de los ríos.

¿Por qué?

¿Por qué yo?

Supongo que esa es una pregunta para la que nunca sabré encontrar una respuesta, ya que no se trata de un problema matemático ni de una situación que se preste a aplicar la experiencia obtenida, y nadie que yo conozca tiene experiencia sobre cómo tratar a los difuntos.

Si me eligieron por mi debilidad, han conseguido convertirme en el más fuerte, y como tal me enfrentaré sin miedo al peor enemigo que nadie haya conocido, porque lo máximo que puedo perder es la vida, y soy el único que sabe, a ciencia cierta, que esa vida no es más que la primera etapa de un largo camino.

¡Qué sencillo resultaría todo si además fuera capaz de creer que al final de ese camino se encuentra Dios!

Envidio a quienes tienen fe. En ocasiones los desprecio, pero son más las veces que me sorprendo a mí mismo buceando en el fondo de mi alma en demanda de aquel que sabría darle un sentido a todo cuanto me está ocurriendo.

Hace años escuché una frase que me causó una honda impresión: «Dios no es más que el postrer refugio de los atribulados», y me impresionó especialmente por la elección de la palabra: «atribulado», que expresa mejor que cualquier otra lo que experimenta un ser humano cuando siente miedo, soledad, desamparo, vacío y desconcierto. Nunca he podido evitar que al pensar en un ser «atribulado» me venga a la mente la imagen de un viejo velero navegando por un mar oscuro y encrespado sin capitán, sin rumbo y sin timón.


Alicia Jiménez no parecía tener el menor interés en ocultar que en aquella particular etapa de su vida, o quizás en todas, necesitaba que cuidaran de ella.

Ignoro si en algún momento fue una mujer fuerte a la que el destino había golpeado con tanta saña que había acabado por desequilibrarse, o siempre se había comportado así, pero lo cierto es que muy de mañana me la encontré sentada en el jardín sumida en uno de aquellos largos períodos de ausencia en los que realmente parecía haberse «mandado mudar a otra ciudad», sin responder más que con monosílabos y con tal aire de desamparo que su difunta hija la observaba con la expresión más triste que jamás haya descubierto en los ojos de un muerto.

—Tal vez sea por ella por lo que me encuentro ahora aquí —musitó Jimena en voz muy baja y como si temiera despertarla—. Ya no siento odio por lo que me hicieron y supongo que no me es dado experimentar deseos de venganza, pero al verla no puedo soportar la idea de que quien la ha llevado a esos extremos siga causando daño a otras personas.

—Te prometí acabar con él y pienso hacerlo.

—¿Cómo y cuándo?

—El cómo depende de ti, de Andrea y de esa muchacha, Omaira, que sois quienes tenéis que proporcionarme los datos que me sirvan para continuar acosándole; el cuándo es únicamente cuestión de suerte.

—En mi situación resulta muy difícil creer en la suerte.

Cuando «tu situación» es llevar meses descomponiéndote en el fondo de un pozo debe de ser ciertamente harto difícil confiar en la suerte, y cuando «tu situación» es vivir rodeado de difuntos y de una pobre mujer en estado casi catatónico las expectativas tampoco se presentan mejores.

Esa tarde descendí a la cueva del anciano Tavaré con el fin de tumbarme en el viejo camastro del ermitaño en un desesperado intento por conseguir que el espíritu del desaparecido anacoreta visionario acudiera en mi ayuda mostrándome el camino que me llevara hasta la Bestia, aun a sabiendas de que poco podría hacer alguien que había dejado de existir trescientos años antes.

Aunque, a decir verdad, en el fondo de mi alma estaba convencido de que, pese a los siglos transcurridos, el comportamiento humano continuaba siendo el mismo.

¡Vedla!, tan hermosa, tan dulce y delicada.

¡Vedla por última vez, en el último instante!

Os la ofrezco como un raro presente,

disfrutad del momento, compartidlo conmigo,

permitid que vuestra imaginación vuele muy lejos.

Que corra el semen y el cuerpo se estremezca.

Yo cargo con las culpas,

tan solo sois testigos y el mirar no hace daño.

¡«El mirar no hace daño»!

¡Falso!

Mirar aquellas fotos me causó un daño irreparable, puesto que había abierto en mi cerebro la ventana a un nuevo universo del que jamás pude imaginar la existencia.

Una cosa es oír hablar de violadores asesinos de niños, y otra muy diferente contemplar las espeluznantes imágenes de cómo se han cometido esos crímenes.

¿Y el resultado?

Una encantadora criatura llena de esperanzas de vida convertida en un guiñapo ensangrentado por el mero capricho de un sádico.

Durante unas décimas de segundo me quedé traspuesto, y como me venía ocurriendo cada vez con más frecuencia, me vi a mí mismo en el papel de la Bestia, jadeando ante un minúsculo cadáver de ojos dilatados por el terror y la entrepierna ensangrentada que aparecía tendida sobre una enorme cama cubierta con una manta azul adornada con pequeñas flores blancas.

A menudo me pregunto por el significado de tan inquietantes visiones.

¿Tan obsesionado estoy con un psicópata asesino que existen momentos en los que en verdad consigo introducirme en su piel y vivir sus más íntimos recuerdos?

Entra dentro de lo posible el hecho de que, una vez más, todo fuera únicamente fruto de una mente que se deterioraba por momentos, no lo descarto, pero en aquella situación tan especial tuve la sensación de que me encontraba tan cerca de la bestia que me hubiera bastado con girar la cabeza para verla.

En ocasiones, aquella fue una de ellas, la barca con la que suelo atravesar el oscuro río de la muerte comienza a hundirse mansamente, me aferro a las bordas y observo, espantado, cómo la arrastra la corriente preguntándome en cuál de las orillas acabará por encallar. Y lo más triste del caso es que no me angustia la idea de que al fin se detenga en la orilla equivocada.

Al menos ese día habré conseguido descansar.

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