Manuela Vidal era una mujer...
Manuela Vidal era una mujer menuda, casi diminuta, delgada y frágil que sin resultar bonita debió ser, eso sí, una muchacha encantadoramente graciosa, con unos grandes ojos negros y expresivos, sin duda antaño alegres, pero ahora cubiertos por un espeso velo de tristeza.
Me observó desde el otro lado de la mesa, revolviendo una y otra vez con la cucharilla la taza de té que había pedido, y al fin inquirió con una voz grave y profunda, casi hombruna, que contrastaba de modo sorprendente con su aspecto.
—¿Usted dirá?
Estaba acostumbrado, desde mucho tiempo atrás, a momentos difíciles y situaciones embarazosas, aquella era una de ellas, y una vez más no acertaba a abordar el tema aunque sabía muy bien que no había llegado hasta allí para guardar silencio.
Al fin decidí lanzarme a la aventura y confiar en salir lo mejor parado posible de tan incómodo trance.
—Tengo una mala noticia que darle.
—¡Raro sería! Hace años que nadie me ha dado una buena noticia.
—Se trata de su marido.
—Lo suponía.
—Está muerto.
Dejó de mover la cucharilla, contempló largo rato el té como si esperara que de la taza surgiera una aclaración algo más concreta y advertí que sus enormes ojos se cubrían de lágrimas al inquirir con apenas un hilo de voz:
—¿Está seguro?
—Completamente; le suplico que no me pregunte cómo lo sé, pero le doy mi palabra de que es así.
Lloró largo rato, en silencio, sin hacer tan siquiera un aspaviento, permitiendo que las lágrimas cayeran libremente sobre el mantel, por lo que al fin agradeció con un gesto el pañuelo que le alargué por debajo de la mesa.
—¿Cuándo murió?
—El mismo día de su desaparición.
—¿Cómo?
—Se ahogó.
—¿Se ahogó? ¿Dónde pudo ahogarse?
—En el mar. Lo siento.
—¡Dios! Siempre conservé la esperanza de que algún día regresaría y mis hijos podrían volver a ver a su padre. ¿Está absolutamente seguro de que ha muerto?
—Como comprenderá no soy tan cruel como para venir a contarle algo así si no estuviera seguro... ¿Le hubiera perdonado por lo que se supone que le hizo?
—Nunca he admitido que hiciera nada malo... Pero aunque lo hubiera hecho preferiría saberle vivo aunque fuera en una playa del Caribe y en compañía de una hermosa mulata, que muerto... Algunas mujeres acostumbran a devolver a los maridos a sus esposas y los padres a sus hijos; la muerte no.
No supe qué responder, por lo que permití que se bebiera muy despacio el té haciéndose a la idea de que ya no era una esposa traicionada por un marido infiel, sino una pobre viuda de un buen hombre.
—No podía haber cambiado tanto de improviso... No el Miguel que yo conocí, y al que despedimos con besos y risas a la puerta de casa. ¡No mi marido! ¿Cómo ocurrió?
—Prefiero no contárselo de momento. Es demasiado duro y doloroso para un solo día. Quizá más adelante...
—Puedo soportarlo: después de la noticia de su muerte, me siento capaz de soportarlo todo.
—No insista. Lo que ahora importa es aclarar lo que en verdad sucedió, limpiar el buen nombre de su esposo e intentar que le devuelvan su casa dado que no fue él quien se quedó con las joyas.
—¿Le mataron para robárselas?
—No.
—¿Entonces...?
—No conozco la historia completa... —Mentí con evidente descaro pero convencido de que en aquellos momentos era lo mejor que podía hacer—. No le mataron, pero los detalles aún no están claros, así que lo que tiene que hacer es ayudarme a entenderlos y, sobre todo, a que la policía los entienda. ¿Comprende lo que pretendo decirle?
—Lo intento.
—En ese caso, lo único que le pido es que confíe en mí; si actuamos inteligentemente y tenemos un poco de suerte podrá recuperar cuanto perdió.
—Se equivoca. Nadie me devolverá a Miguel y eso es lo que en verdad importa. El resto no son más que maledicencias...Y una casa.
—Sus hijos necesitan esa casa, y que cesen las maledicencias en torno a su padre.
—Eso es muy cierto. Mis hijos lo necesitan más que yo.
—Vayamos entonces a lo que importa. Aquí tiene una carta, supuestamente anónima, que debe entregar a la policía y en la que un desconocido le hace saber que su marido fue mandado asesinar por un tal Pepe Carlín, que era el destinatario final de las joyas que llevaba.
—¿Y es cierto?
—En absoluto.
Me observó perpleja, dudó, apuró lo poco que quedaba en el fondo de la taza y, por último, inquirió en un tono evidentemente agresivo:
—En ese caso, ¿cómo pretende que me preste a levantar una acusación tan grave contra un inocente?
—Probablemente de lo único que Pepe Carlín es inocente es de la muerte de su esposo, pero ha cometido tantos delitos que no le va a perjudicar en exceso que se le acuse de uno más. Sin embargo, a nosotros nos va a servir de mucho.
—Eso sí que no lo entiendo.
—Pues resulta muy sencillo. Esta carta, sin el nombre de Pepe Carlín, sería uno de tantos anónimos que se reciben casi a diario y a los que la policía no suele hacer caso, limitándose a realizar una investigación rutinaria que no suele llevar a conclusión alguna. Sin embargo, todo el mundo sabe que los Carlín constituyen un conocido clan de narcotraficantes que hasta ahora han conseguido salir bien librados de los incontables chanchullos en que se han visto involucrados, a base de astucia, mucho dinero y abogados tramposos.
—Eso hasta yo lo sé. Todo el mundo en Galicia lo sabe; son unos auténticos malnacidos; sobre todo el viejo patriarca.
—La policía le tiene ganas, muchas ganas, y si intuye que le pueden cazar, no por el simple hecho de importar cocaína o mandar incendiar bosques con el fin de mantenerles ocupados mientras desembarca su droga, sino por un robo con asesinato, se lanzarán sobre esa pista con auténtico entusiasmo.
—Eso sí que lo entiendo. ¿Pero de qué servirá si la pista es falsa?
—Servirá para llegar más rápidamente a la verdad, que es lo que a nosotros nos interesa. Y además... si a un hombre tan poderoso como Pepe Carlín le llega el rumor de que le consideran sospechoso de un delito que no ha cometido, pondrá a toda su gente, y sus muchos medios económicos, al servicio de una verdad que permita demostrar su inocencia.
Tardó en responder, me observó de nuevo, ahora con un brillo diferente en los ojos, y al fin admitió:
—¡Astuto...! ¡Muy astuto! Los Carlín son el clan más poderoso de Galicia, y admito que si tanto ellos como la policía se involucran en el tema, aunque sea por razones opuestas, tendremos el doble de opciones de saber qué es lo que en realidad ocurrió.
—Veo que lo ha entendido. Segarle la hierba bajo los pies a los Carlín es como pegarle una patada a un avispero, y lo que intento es que haya tantas avispas revoloteando por ahí que alguna nos indique el camino correcto.
La diminuta Manuela Vidal se echó hacia atrás, observó largo rato las gaviotas que revoloteaban sobre el agua o se posaban en las innumerables mejilloneras ancladas en la tranquila ría, resultó evidente que estaba concentrada en sus pensamientos intentando analizar en detalle cuanto acababa de decirle, y al fin me miró directamente a los ojos al tiempo que inquiría:
—¿Por qué hace esto?
—¿Necesariamente tiene que existir una razón?
—¿Qué ha querido decir?
—Que si a su modo de ver el simple hecho de pretender ayudar a una viuda con tres hijos que está pasando por una situación harto difícil no basta por sí misma... ¿Acaso es necesario que exista algún otro tipo de motivación?
—Tal vez no, pero no es lo normal... Nadie hace nada por nada.
—Puede que sea cierto, pero si fuera «lo normal» ni tan siquiera estaríamos aquí, hablando del tema. Me consta que la mayoría de la gente no va por ahí metiéndose en líos por el simple hecho de ayudar a desconocidos en apuros, pero hace tiempo que llegué a la conclusión de que desde el momento en que pasamos a pertenecer a esa «mayoría» que no mueve un dedo dejamos de ser nosotros mismos... Lo único que pretendo es ayudarla, pero si abriga la menor duda sobre mis intenciones será mejor olvidarnos del tema.
—¡No, por Dios! —se apresuró a exclamar al tiempo que alargaba una mano sobre la mesa y la colocaba sobre la mía—. ¡De ninguna manera! Si por mí fuera, convencida como he estado siempre de que Miguel nunca nos habría traicionado, lo más probable es que optara por no remover el tema con las amarguras que ello puede traer aparejado. —Retiró suavemente la mano al tiempo que concluía—: Pero me gustaría que mis hijos pudieran crecer sintiéndose orgullosos de su padre. Si lo consigue le bendeciré eternamente.
El Hermanos Salcedo IV era un viejo barco de madera, de unos veinte metros de eslora, cien veces pintado y repintado de blanco y verde, en el que alguien como yo jamás se habría arriesgado a navegar ni por el interior de la tranquila ría de Vigo, pero que tenía todo el aspecto de haber librado docenas de batallas contra las agitadas olas de la justamente llamada Costa da Morte.
Emitía un rancio hedor a brea, gasoil, pintura y tripas de pescado que golpeaba el rostro como un inesperado balonazo, y los tres hombres que se afanaban reparando aparejos sobre cubierta, así como el que a los pocos instantes hizo su aparición cubierto de grasa y con una llave inglesa en la mano, parecían tener aquel mismo olor incrustado en la ropa y casi podría asegurarse que en la piel.
Les sorprendió, y casi diría que alarmó, que les pidiera permiso para subir a bordo, y el que evidentemente llevaba la voz cantante, Luis Salcedo, que no era, no obstante, el de más edad, se me aproximó tanto que pude percibir con toda claridad que a sus incontables olores se unía ahora el propio de alguien que acostumbra a beber en exceso.
—¿Qué es lo que le trae por aquí?
—Hablar.
—¿De qué?
—De seguros.
—¡Ah, bueno! —Pareció tranquilizarse dando un paso atrás para ir a tomar asiento sobre una pila de cajas destinadas a contener pescado—. ¡Se trata de eso! Lo siento, pero ya tenemos todos los seguros que necesitamos; la cofradía se ocupa de contratarlos en bloque y de ese modo nos resultan mucho más económicos.
—No me refería a ese tipo de seguros.
—Tampoco necesitamos seguros de vida, de casas o de coches. Como puede comprobar estamos vivos, pero por desgracia la mayoría no tenemos casas, ni mucho menos coches.
—Tampoco me refería a eso —insistí para lanzar de inmediato y con una naturalidad que tenía muy bien estudiada la gran mentira que confiaba que les hiciera reaccionar—: La empresa que represento está especializada en asegurar joyas.
Se hizo un silencio, los cuatro hombres intercambiaron largas miradas en las que se advertía un notable desconcierto, y por último el de la llave inglesa, cuya principal característica radicaba en que casi carecía de cuello, hizo un gesto indicando el hediondo mono cubierto de grasa que vestía al tiempo que preguntaba:
—¿Acaso tenemos aspecto de disponer de joyas que asegurar?
—Evidentemente no.
—¿Entonces?
—No busco asegurar sus joyas, en el improbable caso de que las tuvieran; lo que busco es recuperar un valioso lote de ellas que mi compañía aseguró hace años, y del que se desconoce su paradero. Aún no está claro, pero parece ser que se trata de un caso de robo y asesinato.
—¿Robo y asesinato? —pareció espantarse Luis Salcedo al que, evidentemente, el término «asesinato» había impresionado más de lo que hubiera deseado.
—Exactamente. El viajante que las transportaba desapareció, y ahora se ha descubierto que fue asesinado. Un asunto muy feo. Muy, pero que muy feo.
—¿Y qué tenemos que ver nosotros con todo eso? —quiso saber uno de los hermanos, porque por su aspecto resultaba evidente que los cuatro debían de serlo, y que no había abierto la boca hasta ese instante.
—Nada. Absolutamente nada; pero cuentan por ahí que quienes cometieron el crimen se asustaron al saber que las joyas iban destinadas a Pepe Carlín, por lo que optaron por arrojar al mar el maletín y quitarse de en medio.
—¿Se refiere a Pepe, el patriarca de los Carlín?
—¿Cuál si no? Incluso corren rumores de que fue él mismo quien lo organizó todo, aunque sin intención de matar a nadie, pero ese punto aún no se ha comprobado... ¡Cosas que ocurren cuando hay tanto dinero por medio!
—¡Manda carallo! —masculló mordiendo las palabras el grasiento mecánico cuellicorto—. Siempre se ha sabido que los Carlín son gente peligrosa, pero no los imaginaba mezclados en un robo con asesinato. —Blandió en el aire su inseparable llave inglesa al tiempo que insistía—: Pero lo que aún no nos ha aclarado es a qué viene contarnos todo esto.
—A que estoy contactando con todos aquellos barcos que faenan por la zona en la que se sabe que fue arrojado al agua el maletín de las joyas con el fin de advertirles de que, «si por casualidad lo encontraran», más les valdría devolverlo y conformarse con la recompensa que ofrece la compañía de seguros, que intentar venderlas.
—¿Y eso por qué?
—Porque de no ser así su principal problema no se centraría en pasarse unos cuantos años a la sombra por traficar con mercancía robada; su principal problema residiría en Pepe Carlín y en su conocida afición a hacer desaparecer a cuantos puedan testificar en su contra. Todo el mundo sabe que no se lo piensan mucho a la hora de pedirles a los narcos colombianos que le abastecen de coca que les envíen un par de sicarios que le solucionen los problemas.
Si lo que pretendía, y puedo jurar que no pretendía otra cosa, era ponerlos nerviosos, lo había conseguido; los cuatro se habían quedado como clavados en sus respectivos lugares, mudos, sin decidirse a hablar y lanzándome esquivas miradas de reojo, y al más joven, el único que continuaba sin pronunciar palabra, le temblaban ligeramente las manos.
Por último, Luis Salcedo se decidió a preguntar:
—¿Y qué es lo que tendría que hacer, según usted, quien hubiera tenido la mala suerte de pescar ese maletín?
—Ponerse en contacto conmigo; les proporcionaría un buen abogado que se ocuparía de hacer la entrega de las joyas y cobrar la recompensa que concede el seguro sin necesidad de que su nombre se hiciera público.
—No parece una mala solución.
—La mejor para quien no quiera meterse en líos que le puedan costar la cárcel o la vida.
—¿Pero qué ocurriría si una pequeña parte de esas joyas se hubieran perdido por el camino?
—Si «la pérdida» no es demasiado significativa, podría considerarse que es la parte que les corresponde de la recompensa, y no se hablaría más del asunto.
—¿Digamos un diez por ciento?
—Digamos. Pero lo que importa es que aparezca el maletín, aunque tenga un pequeño agujero por el que se podrían haber «escapado» esas piezas perdidas.
—¿Por qué es tan importante el maletín?
—Porque por su estado se demostraría que ha permanecido todo ese tiempo en el fondo del mar.
—Claro.
—De acuerdo, pues —concluí al tiempo que le alargaba a Luis Salcedo un papel con el número de mi móvil—. Pienso quedarme tres o cuatro días en el balneario de La Toja. Si averiguan algo no tienen más que llamarme.
Salté a tierra y regresé al coche en el que me esperaba Alicia dejándoles ocupados en estudiar el número de teléfono como si en él se encontrara la solución a un grave problema que se les había venido encima inesperadamente.
—¿Qué tal ha ido?
—No parecen estúpidos y haría falta ser muy estúpido para no aceptar mi propuesta. Es posible que estuvieran dispuestos a correr el riesgo de que la policía les atrapase, pero no creo que lo estén tanto a la hora de tener problemas con los Carlín. Saben que esa gente es de la que no se anda con bromas.
Veinte años atrás había pasado unas inolvidables vacaciones en el balneario de la isla de La Toja, y me alegró descubrir que continuaba siendo el mismo lugar tranquilo y acogedor que, para mayor regocijo de sus huéspedes, disponía de una excelente cocina.
Alicia disfrutaba de la estancia al tiempo que se la veía en verdad interesada por el desarrollo del extraño asunto de las joyas de Miguel López Garrido, por lo que no paraba de hablar, con un entusiasmo a todas luces desacostumbrado en ella, sobre el probable devenir de tan curiosos y poco usuales acontecimientos.
Por las noches solíamos dar un agradable paseo hasta un casino cercano en el que por mi parte arriesgaba algún dinero a la ruleta mientras que ella prefería el blackjack, lo que al parecer tenía la virtud de permitirle olvidar durante un corto espacio de tiempo y, sin «mandarse mudar a otra ciudad», sus incontables desgracias.
La tercera noche, en la que había ganado dos mil euros, lo que la hacía sentirse tan excitada como una niña con zapatos nuevos, me invitó a pasar la noche en su habitación y he de admitir, mal que me pese, que en cuanto nos desnudamos su entusiasmo desapareció como por ensalmo, así que lo que prometía ser una hermosa velada de amor, o al menos de apasionado sexo, pasó a convertirse en una amarga demostración de hasta qué punto una blanca y mullida cama puede acabar por convertirse en un oscuro e impenetrable muro que separa más que une.
En cuanto comencé a acariciarla se quedó como muerta, tan fría como una anguila recién extraída del río, y pese a que me esforcé por todos los medios a mi alcance, echando mano a los socorridos trucos que solía practicar cuando mi vida conyugal caminaba ya de forma imparable hacia el abismo, no logré obtener de ella ni el más leve suspiro o tan siquiera una casi imperceptible convulsión que me indicara que había encontrado un punto en su cuerpo que respondiera a cualquier clase de estímulo.
A veces pienso que si en la punta de la lengua le hubiera pinchado con unas agujas de hacer media, tampoco hubiera reaccionado.
Se han escrito millones de páginas, algunas en verdad hermosas o excitantes, sobre las fogosas relaciones de una pareja, pero no creo haber leído nunca nada que describa con tanto detalle y parecida exactitud la amarga desmoralización que se apodera de un hombre, y supongo que de igual modo de una mujer, cuando tras más de una hora de denodados esfuerzos llega a la demoledora conclusión de que no existe nada al otro lado de una maravillosa piel tersa y brillante. Su sexo olía a limpio, pero ese olor fue el único premio que obtuve a lo largo de aquella larga y fatigosa noche, del mismo modo que el fontanero debe conformarse con los aromas que surgen de la cocina del restaurante de lujo al que le está reparando el fregadero.
Cuando al fin comprendió que me daba por vencido dado que aquella era una batalla que no hubiera conseguido ganar ni un batallón de legionarios, me acarició suavemente el cabello para murmurar con una leve sonrisa:
—Lo siento.
—Más lo siento yo... —respondí de todo corazón, ya jadeante—. ¿Siempre has sido así?
—Con mi marido no.
—¿Y con otros?
—Nunca ha habido otros. Lo probé con la intención de proporcionarle un nuevo padre a Jimena, pero lo cierto es que nunca llegamos a estos extremos de intimidad.
—¿Pretendes hacerme creer que únicamente ha habido un hombre en tu vida? ¡No puedo creerlo!
—Para la mayoría de las mujeres, yo entre ellas, tan solo existe un hombre en la vida, pese a que algunas se hayan acostado con docenas de ellos. Las que, como en mi caso, hemos tenido la suerte de amar y ser amadas únicamente por ese hombre, somos sin duda las más felices hasta el día en que desaparece, momento en el que nos convertimos en las más desgraciadas.
—Pero esa vida sigue...
—Te equivocas... Amar y dejar de amar es tanto como ser y dejar de ser. Lo que sigue es la muerte en vida, que en nada se le parece. Comes, bebes, duermes y respiras, pero desde el instante en que se ha ido aquel a quien amas, lo mismo te daría ser un ser humano que una zanahoria. Te garantizo que hay días, e incluso meses, en los que realmente no estoy segura de si los he vivido o los he soñado.
Aquella noche en La Toja llegué a la conclusión de que Alicia Jiménez no me amaría nunca pese a que nos hubiera hecho mucho bien compartir nuestras mutuas soledades.
¡Estúpido de mí!, la soledad no puede compartirse, del mismo modo que no se comparte un cáncer.
Son dolorosas enfermedades, una del alma, la otra del cuerpo, que nos consumen sin que ningún extraño pueda llegar a hacerse una idea de la profundidad de nuestro sufrimiento. En ocasiones compartimos la cama, pero siempre dormimos solos.
Al amanecer se había ido, y al asomarme al balcón la pude distinguir a la orilla del agua, tan ausente que por unos instantes temí que decidiera adentrarse en la ría y poner fin de una vez por todas a sus incontables padecimientos.
—No se preocupe; no lo hará.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—Porque los muertos reconocemos de inmediato a los que van a morir, y a ella aún le quedan muchos años de vida... —Se le advertía bastante más animado que la primera vez que me visitó, e incluso podría asegurar que sus ojos nada tenían que ver con los traslúcidos ojos de los difuntos cuando añadió—: Mi coche debe de estar en el fondo del río, cerca de su desembocadura. Si lo rescataran nadie dudaría de que fue un accidente.
—Yo lo he pensado. Lo que no encuentro es la disculpa para hacer que draguen el estuario. Después de tanto tiempo, y con la cantidad de lodo que arrastra ese río, lo más probable es que haya desaparecido bajo el fango.
—Busque un testigo.
—¿Un testigo ¿Qué clase de testigo? Usted me aseguró que era prácticamente de noche y no se veía a nadie por los alrededores.
—Es verdad. Pero eso es algo que únicamente sabemos usted y yo. Entra dentro de lo posible que alguien debidamente aleccionado crea recordar tanto tiempo después que esa tarde le pareció ver el techo de un coche azul arrastrado por el agua...
—¿Realmente está usted muerto? Es la primera vez que un difunto menciona la posibilidad de un engaño.
—Yo no soy un difunto cualquiera. Soy un difunto desesperado.
—¡Aun así! Todo este tiempo he vivido en el convencimiento de que los muertos no son capaces de mentir, y eso era lo que hacía que me sintiera tan a gusto con ellos. Me molestaría que las cosas cambiaran.
—Y no cambian. Yo no estoy mintiendo; tan solo estoy indicando que podría darse el caso de que alguna persona viva lo hiciera.
—¡Qué diferencia más sutil!
—Pero suficiente... ¿O no?
—Probablemente. Pero ¿cómo diablos encuentro yo ahora a una persona que de pronto recuerde que hace tres años le pareció ver el techo de un coche azul arrastrado por la corriente de un riachuelo perdido en medio de un bosque?
—Con dinero. Le sorprendería descubrir hasta qué punto un puñado de billetes tiene la virtud de refrescar memorias.
—Se equivoca; no me sorprendería en absoluto.
—En ese caso pídale a Manuela que busque a mi viejo amigo Rodolfo Ferreira, en Bueu. Por tres mil euros jurará que vio el coche y hasta a Ronaldiño bailando encima.
—No es que me guste tener que recurrir a testigos falsos... Pero está claro que en este caso lo que importa no es que el testigo sea falso, sino que lo que cuente sea cierto. Un testigo honrado que se equivoca siempre es peor que uno falso que acierta.
No era aquella una frase que se me hubiera ocurrido de repente y en unas circunstancias muy determinadas, sino más bien el firme convencimiento que abrigaba desde siempre de que hombres y mujeres de indiscutible buena fe son capaces de asegurar que han visto cosas que nunca vieron, defendiendo su errónea versión a capa y espada incluso más allá de la evidencia.
Al cadalso han subido miles de culpables condenados por el testimonio de otros culpables, pero también miles de inocentes condenados por el testimonio de otros inocentes a los que nadie supo sacar de su error.
A qué se debe el hecho de que la mente humana se empecine en que ha sido testigo de hechos que nunca ocurrieron es algo que nunca he acertado a entender, pero debo admitir que soy la persona menos indicada a la hora de analizar tan peculiar problema, puesto que es muy posible que todos los difuntos a los que aseguro ver a diario nunca hayan existido más que en mi imaginación.
¿Puede ser lo imaginado tan real como lo vivido?
Al ser ese un dilema con el que convivo durante años, no me siento capacitado para dar una respuesta válida, pero lo que sí sé a ciencia cierta es que con demasiada frecuencia nos quedan grabadas con mayor intensidad en la mente escenas que nunca vimos y quizá tan solo soñamos, que otras que vivimos realmente pero que se evaporaron como la gota de rocío que ha caído prisionera de un rayo de sol.
No hace falta ser paranoico o esquizofrénico; basta con ser un simple ser humano, porque únicamente los animales ven siempre lo que ven y oyen siempre lo que oyen.
Cuando le planteé a Manuela Vidal la posibilidad de contratar un falso testigo ni tan siquiera se planteó el dilema de elegir entre la ética o la práctica; había sufrido demasiadas humillaciones durante demasiado tiempo, por lo que lo primero que hizo fue telefonear a una prima lejana y pedirle que se acercara a Bueu y localizara cuanto antes en el bar de la plaza al mencionado Rodolfo Ferreira.
—Es el hombre perfecto. Está acostumbrado a mentir sin inmutarse debido a que es un gran aficionado a la pesca con caña.
—Lo que importa no es que le crean. Lo que importa es que consiga plantear una duda razonable.
—Las dudas siempre son razonables. Y si en principio no lo son, lo que hay que intentar es que a la larga acaben por serlo.
—Puede que estés en lo cierto. Pero de nada servirá, razonable o no, si los hermanos Salcedo no dan señales de vida.
Por suerte, ¡tan importante es la suerte cuando se trata de un tema en que tanto ha influido la mala suerte!, al día siguiente el mayor de los Salcedo me llamó con el fin de comunicarme que estaban dispuestos a hacer un trato siempre que se les mantuviera al margen de la negociación.
Con eso me bastaba.
Bartolomé Cisneros me envió a su mejor abogado, quien, a pesar de no tener la menor idea de que habían sido los difuntos los que me condujeron con sus confesiones hasta aquel punto, me aconsejó que lo dejara todo en sus manos.
—Es un caso de lo más atípico e interesante. Me encanta la idea de hacerme cargo de él. Creo que no solo conseguiré que le devuelvan la casa a esa pobre mujer; es muy posible que obtenga una buena indemnización.
Le dejé, por tanto, al frente de la curiosa empresa, y al día siguiente emprendimos el camino de regreso, siempre con Coco en el maletero, felices por haber contribuido a enmendar un injusto entuerto, aunque en cierto modo decepcionados por el hecho de que una hermosa relación sentimental que debía haberse cimentado en un marco tan apropiado como el balneario de La Toja no hubiera cuajado.
No me avergüenza en absoluto admitir a estas alturas que estoy convencido de que Alicia Jiménez hubiera contribuido a hacer mi vida un poco menos patética, al tiempo que tal vez yo hubiera contribuido a hacer la suya un poco menos dramática. Supongo que cuando la soledad ha pasado a ser una parte esencial de la vida debe de resultar muy difícil divorciarse de ella con el fin de unirse a otra pareja.Y es que la soledad es profundamente egoísta; nunca quiere a nadie a su alrededor.
—Lo siento. Lo de la otra noche fue un desastre.
—No tiene importancia.
—Sí que la tiene y lo sabes. Eres la única persona de este mundo con la que me siento a gusto y protegida. Hubiera sido magnífico que nos entendiéramos en la cama.
—«La cama» suele durar entre diez y treinta minutos del día. No más del uno por mil del tiempo que una pareja pasa junta. ¿Crees que vale la pena despreciar el novecientos noventa y nueve restante?
—Curioso modo de ver las cosas... Por lo general se le suele dar mucha importancia a ese uno por mil.
—Precisamente se le da importancia por lo escaso... Sobre todo en aquellas parejas que tan solo hacen el amor una vez por semana, con lo cual se vuelve el uno por casi siete mil. Pero si quieres que te diga la verdad prefiero tu presencia, sin sexo, a tu ausencia con él.
—Es lo más bonito que me han dicho en años.
—Pues debo haberlo leído en alguna parte porque no creo que se me haya ocurrido a mí solo. Nunca me he considerado un tipo especialmente romántico.
—El romanticismo pasó de moda hace tiempo, pero ten por seguro que acabará regresando del mismo modo que regresa la moda de la falda larga o el cabello corto. Ese día a nadie le dará vergüenza admitir que en el fondo siempre fue un poco romántico.
Tal vez tuviera razón, no lo sé con certeza porque la única mujer de mi vida, Macarena, siempre fue menos romántica que el felpudo de la entrada.
Al menos en este, pese a lo áspero que pudiera llegar a ser, podía leerse en letras rojas: «Bienvenido a casa», y no recuerdo que ni un solo día de nuestro matrimonio en que Macarena me saludara con un afectuoso «Bienvenido a casa».
—¡Bienvenido a casa!
—¿Qué haces aquí?
—¿Qué quiere que haga? Esperarle.
—¿Y eso?
—Supuse que era mejor no acompañarles. Mi madre lleva demasiado tiempo sola y necesita que alguien se ocupe de ella... —Su tono sonó esperanzado al inquirir—: ¿Qué tal fue la cosa?
—¡Bien!
—¿Solamente «bien»?
—Tu madre es una mujer inteligente y encantadora, pero me temo que continúa tan enamorada de tu padre que no deja espacio para nadie más. Excepto para tu recuerdo, naturalmente.
—Pero mi padre murió hace años y yo también estoy muerta. Ya es hora de que empiece a rehacer su vida.
—Las vidas no se rehacen como un puente que se haya venido abajo por culpa de un terremoto, pequeña. No están hechas de vigas o cemento; están hechas de sentimientos que no se adquieren en las ferreterías. Y mucho me temo que a tu madre se le agotó el crédito en cuanto a sentimientos se refiere; lo gastó todo en vosotros. Ahora lo único que le queda es odio, y nadie fue capaz de levantar nada bueno sobre el odio.
—¿Y qué va a ser de ella?
—No lo sé. Tenía la esperanza de que con la desaparición de ese cerdo se calmara, pero el dolor que siente sigue siendo como un cáncer que le roe las entrañas.
—¿A qué cerdo se refiere?
—Al que te asesinó, naturalmente.
Se volvió para intercambiar una mirada con Andrea, que había hecho su aparición al otro lado del jardín tan lejana y evasiva como de costumbre.
Al fin, tras una corta pausa sentenció:
—Pero el que nos asesinó no ha muerto.
Si dijera que me sorprendió, mentiría.
Tampoco en esta ocasión consigo recordar cuál fue mi reacción, pero estoy absolutamente seguro de que no me extrañaron en absoluto sus palabras.
—¿De modo que no ha muerto?
—Desde luego que no.
—¿Y por qué estás tan segura?
—Porque continúo en este jardín. Y Andrea también.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que si hubiera muerto habríamos seguido nuestro camino, cualquiera que fuese y adonde quiera que nos condujese; pero en lugar de ello continuamos ancladas aquí, a la espera de algo, aunque no sepamos qué es exactamente ese «algo».
—Ya... O sea que lo que en cierto modo sospechaba se ha confirmado: el tal Roque Centeno no era en realidad la Bestia Perfecta. ¡Me lo temía, puedo jurar que me lo temía!
Si quiero ser absolutamente sincero, debo reconocer que desde el primer momento supe, o tal vez sería mejor decir presentí, que, pese a su confesión y al hecho evidente de que sus datos coincidieran con la descripción de la colombiana, el hombre que se había suicidado en el interior de su buen cuidado Mercedes negro no era el verdadero pederasta, asesino y violador que tanto me obsesionaba.
Puede que fuera en efecto el «coño e madre» que le descerrajara un tiro en la nuca a la confiada Omaira, pero no era ni mucho menos la Bestia que acabó con las dos chicuelas que continuaban observándome como si esperaran que les aclarase un misterio que no alcanzaban a entender.
¿Pero por qué incomprensible razón había firmado una declaración aceptando su culpabilidad para volarse los sesos acto seguido?
Ni Bartolomé Cisneros, ni mucho menos la fascinante María Luisa Molina fueron capaces de proporcionar una respuesta ligeramente convincente a mi demanda.
—Hay que estar muy loco para admitir por escrito que has sido un pederasta asesino, si no es cierto.
—Loco no estaba.
—¿Entonces?
—Alguien debió obligarle a hacer lo que hizo.
—¿Cómo?
—¡No tengo ni la menor idea!
—Pues si tú, que eres el que está en contacto con los muertos, no tienes ni idea, ¿qué demonios esperas de nosotros? —dijo Cisneros.
—Un punto de vista diferente y tal vez más acorde con la realidad. Sospecho que estar en continua relación con los muertos me ha hecho perder la auténtica perspectiva del mundo en que vivo.
—¡No me extraña!
—Por mucho que me estrujo el cerebro no concibo que nadie cargue con culpas ajenas justo antes de apretar el gatillo y largarse al otro barrio. Se me antoja aberrante.
—¿Tal vez estuviera intentando proteger a alguien? —aventuró María Luisa.
—¿A quién?
—A un hermano o a un hijo.
—Que yo sepa no tenía hermanos y únicamente dos hijas. Y por lo que me han contado, no era de los que se sacrificaban, sino más bien de los que no dudaban en sacrificar a los demás. La lista de sus delitos recuerda la carta de un restaurante de lujo, y el número de sus condenas obliga a suponer que debió pasar más tiempo a la sombra que tomando el sol.
—Pero ninguna de esas condenas tenía nada que ver con el abuso infantil, el asesinato o la violencia —puntualizó Bartolomé Cisneros haciendo girar su silla de ruedas con el fin de contemplar el campo de golf del club Puerta de Hierro que se extendía frente al enorme ventanal de su salón—. Me han permitido acceder a su historial delictivo y no existe ni una sola mención al tema. ¿Significa eso que cambió radicalmente, o que en verdad no tiene nada que ver con la muerte de esas niñas?
—Él fue quien raptó a Andrea. De eso no cabe la menor duda.
—Que la raptara no significa necesariamente que la asesinara —intervino de nuevo María Luisa—. Tal vez la secuestrara por encargo.
—¿Quién se puede prestar a algo así?
—Alguien que se ha pasado media vida en la cárcel y la otra media haciendo méritos para que le encierren. Si yo fuera la Bestia Perfecta habría buscado a una escoria de la sociedad como ese tal Roque Centeno con el fin de que me hiciera el trabajo sucio.
—¿Y dónde lo encontró? ¿En la cárcel?
—Es posible.
—¡Tantos años de cárcel, tantas cárceles distintas, y tantos presos en ellas...! ¡Sería como buscar una aguja en un pajar!
—No si nos limitáramos a los que han coincidido en algún momento con él y estaban encerrados por delitos relacionados con la pederastia.
—Esa es una labor que tan solo podría hacer la policía que tiene acceso a todos los archivos, y que probablemente necesitaría meses para llegar a alguna conclusión más o menos válida... —puntualizó Bartolomé—. Pero para que lo intentaran tendría que estar convencida de que es una pista sólida sobre un caso que, oficialmente, ya ha sido cerrado. Y como comprenderéis, no podemos pedir que lo reabran basándonos en el testimonio de una niña muerta.
—¿O sea, que estamos como al principio?
—Más bien peor porque antes ese depravado se vanagloriaba de lo que hacía, lo cual podía dar pie a que cometiera un error, mientras que ahora se ha vuelto prudente, por lo que lo más probable es que pasen años antes de que vuelva a actuar.
—Si es así dudo que podamos atraparle.
—¿Y qué se te antoja más importante: atraparle o que deje de matar...?