—¿A qué viene todo esto?...






—¿A qué viene todo esto?

—Lo único que pretendo es hacerte unas preguntas —repliqué esforzándome por conseguir que el tono de mi voz fuera lo más normal posible—. Si me convence lo que me respondas te dejaré en libertad; de lo contrario te quedarás aquí hasta que averigüe la verdad.

—¿Con qué derecho?

—Ninguno.

—¿Y pretende que un juez responda a las preguntas de alguien que admite no tener derecho a hacerlas? ¡Usted está loco!

—No seré yo el que te diga que no. Pero esto es lo que hay; como puedes ver, te encuentras encadenado a un camastro de una cueva perdida en un lugar ignorado, frente a un desconocido que, efectivamente, tal vez esté mal de la cabeza, pero que no piensa darte de comer ni beber hasta que le digas lo que quiere saber. ¡Tú sabrás cuánto crees que puedes aguantar!

Meditó largo rato, se volvió a mirar a su izquierda, hacia el pequeño banco de piedra en que se sentaban, muy rectas y muy serias, Andrea y Jimena, sufrió una especie de corto estremecimiento como si hubiera advertido su presencia pese a que resultaba evidente que no podía verlas, y por último dijo:

—¿Por qué hace esto?

—Te lo aclararé en su momento. Ahora lo que importa es que respondas a mis preguntas.

—¿Qué quiere saber?

—¿Tienes idea de quién es la Bestia Perfecta?

Fue como si le hubiera roto la nariz de un puñetazo, puesto que se quedó alelado, buscó a su alrededor como pidiendo ayuda con los ojos desvaídos y se diría que estaba a punto de perder nuevamente el sentido, pero al fin consiguió balbucear apenas:

—Nunca he oído ese nombre.

—No me mientas. Como máximo responsable de la lucha contra la pederastia tienes que estar informado de que se trata del más salvaje de los violadores de niñas; ese al que le encanta colgar fotos de sus crímenes en la red, y que las acompaña con versos sádicos. Por cierto, he leído tus dos libros de poemas y no están mal.

—¿Acaso pretende insinuar...?

—No insinúo nada, pero por si te sirve de algo te aclararé que soy yo quien mandaba mensajes a la Bestia a través de internet.

—No sé de qué me habla.

—¡Escucha...! —Me impacienté al tiempo que me abría la camisa para que pudiera comprobar que no escondía nada—. Estamos aquí, los dos solos, a más de diez metros bajo tierra, y no oculto micrófonos, cámaras de televisión o cualquier artilugio por el estilo. Ni una palabra de cuanto digamos saldrá de esta cueva, pero te repito que tampoco saldrás hasta que respondas a lo que quiero saber.

—¡Pero sospecho que pretende acusarme de algo horrendo! ¡Nunca lo admitiré!

—Yo no te acuso... —Señalé indicando con un leve ademán de cabeza el banco de piedra—. Son ellas.

Miró de nuevo hacia allí, de nuevo se estremeció y por último balbuceó apenas:

—¿A quién se refiere?

—A Jimena Jimeno y Andrea Villalba, las últimas víctimas de la la Bestia Perfecta; probablemente existen más, pero estas son, de momento, los únicos testigos de que dispongo.

Permaneció con la vista clavada en el banco, se tocó las gafas de montura de oro, tal como solía ser su costumbre, con gesto ahora nervioso y por último musitó:

—Realmente está usted desquiciado, ¡ahí no hay nadie!

—Lo hay y lo sabes —me limité a replicar—. No puedes verlas, pero al menos las presientes como las presentiste cuando subieron al estrado y eso te inquieta. Por alguna razón que desconozco se me ha concedido el don de ver y hablar con determinados muertos, y son ellas las que aseguran que tú las asesinaste.

—¿Y acaso pretende involucrarme en esos abominables crímenes basándose en visiones de enajenado?

—Entiendo que te cueste aceptarlo, pero tal vez te convenza si añado que, según ellas, en el momento de ahogarlas musitabas que deseabas ver cómo el alma se les escapaba por la boca. ¿Te suena...?

No respondió; evidentemente, y a pesar de ser un hombre de notable inteligencia, o tal vez por esa misma razón, le costaba aceptar que lo que le estaba sucediendo fuera cierto.

Sudaba a mares, no cesaba de juguetear con unas gafas que se le habían empañado y al poco abrió la boca con la intención de decir algo, pero la volvió a cerrar con fuerza como si hubiera decidido no volver a pronunciar palabra. Esperé consciente de que el tiempo sería siempre mi mejor aliado en aquel difícil trance, permitiendo que fuera tomando conciencia de cuál era su verdadera situación.

En cuestión de horas, Bernardo Gil del Rey había pasado de ser un respetable y admirado juez investido de un notable poder del que podía hacer uso a su antojo, a un miserable reo al que evidentemente no se le iba a conceder el menor privilegio.

Me miró como si se preguntara quién era su carcelero y por qué razón actuaba como lo hacía, limpió el vaho de las gafas pese a que le temblaban visiblemente las manos y pareció cambiar de opinión, puesto que al fin comentó en un tono más bien conciliador:

—Es usted un enfermo que necesita atención médica y a la vista de ello no puedo tomarme en serio lo que dice. Hasta ahora no me ha causado el menor daño y, por lo tanto, dado su estado, estoy dispuesto a olvidar lo ocurrido y proporcionarle la mejor ayuda posible. Tengo los medios económicos, así como importantes amigos que...

—No sigas por ese camino... —le interrumpí con acritud—. Me consta que eres un hombre increíblemente inteligente, quizás el más listo que haya conocido nunca ya que has conseguido engañar a todo el mundo, y también soy consciente de que tienes muchísimo dinero y poderosos amigos. Pero recuerda que quien está ahora ahí encadenado ya no es un juez, sino un violador y asesino que se denomina a sí mismo «la Bestia Perfecta».

—¡Decididamente usted está loco!

—Eso es lo que desearías. Te resultaría mucho más fácil enfrentarte a un pobre maníaco porque estás convencido de que sabrías manejarle tal como has venido manejando a cuantos te rodeaban. Pero te decepcionará llegar a la conclusión de que no tengo nada de estúpido y la vida, y los muertos, me han enseñado a tratar a tipos como tú.

—¡Estupideces! ¡Fantasías de perturbado!

—Como tú quieras, pero ten por seguro que acabarás pagando por tus crímenes, porque esas niñas que te miran desde el banco no me dejarán tranquilo hasta que sepan que no volverás a hacerle daño a nadie.

De nuevo un largo silencio y de nuevo se secó nerviosamente las gafas antes de exclamar:

—¡No puedo creerlo! He caído en manos de alguien capaz de aventurar las ideas más peregrinas con tanta naturalidad como si estuviera hablando del tiempo que ha hecho durante el fin de semana.

—No debía sorprenderle a alguien capaz de escribir...

«¡Vedla!, tan hermosa, tan dulce y delicada. ¡Vedla por última vez, en el último instante! Os la ofrezco como un raro presente, disfrutad del momento, compartidlo conmigo, permitid que vuestra imaginación vuele muy lejos. Que corra el semen y el cuerpo se estremezca. Yo cargo con las culpas, tan solo sois testigos y el mirar no hace daño. Me hizo feliz apenas unas horas. ¡Cierto! Constituyó la cima del placer, aunque muy corto. ¡Cierto! Sufrió lo que yo nunca sufriré si no existe el infierno. ¡Cierto! Pero cualquier castigo que me impongan en vida será compensado por tan dulces recuerdos. Aquellos que me imitáis sabéis que es cierto.»

De nuevo fue como si un mazazo le hubiera roto por segunda vez la nariz, y de nuevo se sumió en un profundo silencio que tuve que ser yo quien rompiera.

—«Pero cualquier castigo que me impongan en vida, será compensado por tan dulces recuerdos»... —repetí con marcada intención para añadir—: ¿Lo crees ahora de la misma forma que lo creías al escribirlo?

—Yo no he escrito nunca nada parecido.

—¡Oh, vamos! ¡No seas tan modesto! Esos versos son, sin duda, los mejores que has escrito nunca y te consta. Deberías sentirte orgulloso de tu obra, pese a que necesitara causar tanto dolor para inspirarse.

—¡Mátalo!

Me volví sorprendido a Andrea para inquirir:

—¿Cómo has dicho?

—¡He dicho que lo mates! No soporto verle y menos aún escucharle; me obliga a recordar cosas horribles...

—No puedo matarlo, pequeña; no soy un asesino.

—No se trata de asesinato, sino de justicia... —intervino Jimena—. Es él, las dos estamos seguras, y no merece vivir.

—Lo sé, él no merece vivir, pero yo no merezco que me obliguéis a hacer algo que va contra mis principios. Sé que te juré que le mataría, e incluso que le prometí a tu madre que le permitiría hacerlo personalmente, pero no es tan sencillo como parece. Por lo menos hasta que esté convencido de que no existe otro remedio.

—¿Con quién habla?

—Con las niñas; no soportan tu presencia y me están pidiendo que no pierda más tiempo y te mate.

—Pobre hombre, ¡está peor de lo que imaginaba!

—Da gracias a que no lo estoy, porque lo que en verdad me apetece es machacarte el cráneo con una pala y desparramar tus sesos sobre el catre.

—Acabará haciéndolo.

—No confíes en ello. Supongo que a estas alturas empiezas a considerar que esa sería la mejor solución vistas las circunstancias; desaparecer y quedar en la historia como un héroe que dio su vida en valiente lucha contra los pederastas. No permitiré que eso ocurra porque constituiría tu última burla hacia una sociedad de la que ya tanto te has burlado. No, no te va a resultar tan fácil... No saldrás de aquí hasta que me lo cuentes todo.

Le dejé solo, consciente de que era lo mejor que podía hacer en aquellos momentos, permitiendo que tuviera tiempo de hacerse a la idea de que había sido desenmascarado y encarcelado por un desconocido en unos momentos en que había alcanzado una posición que le garantizaba una total impunidad.

En cierta ocasión cayó en mis manos un informe argentino en el que se afirmaba que los buenos torturadores sabían cuándo debían conceder un descanso a sus víctimas, conscientes de que llegaba un momento en que el dolor era tan intenso que de nada servía continuar presionándolas. Los verdugos de la dictadura militar tenían plena conciencia de que el verdadero terror llegaba más tarde, cuando, una vez ha pasado el dolor, el torturado empezaba a temer que su verdugo regresase, porque el hecho de imaginar lo que le iba a hacer sufrir solía ser considerablemente peor que el sufrimiento en sí mismo. De igual manera, un buen interrogador tiene que aprender a medir el tempo de sus intervenciones, permitiendo que la imaginación siga su curso. Y en el caso de un hombre que iba a quedarse a solas con los espíritus de dos niñas a las que había violado y asesinado, la imaginación jugaba a todas luces un papel importante.

No me cabía la menor duda de que, sin llegar a verlas tal como yo las veía, de alguna forma Bernardo Gil del Rey tenía conciencia de que Andrea y Jimena le observaban, y el mero hecho de saberse encerrado con ellas debía afectarle psicológicamente.

¿Miedo?

No lo sé. Era su imaginación la que tenía que responder a esa pregunta porque si le asaltaba la sensación de que iban a causarle algún daño que no sabría controlar se derrumbaría su entereza.

¿Qué ser humano sería capaz de cerrar los ojos sospechando que los espíritus de aquellos a los que ha torturado hasta morir se sentaban a menos de dos metros de distancia? Yo estaba acostumbrado a los difuntos y en muy determinadas circunstancias podía incluso bromear con ellos, pero recuerdo que en un principio me inquietaban aun a sabiendas de que no tenían nada contra mí.

Regresé por tanto a la casa donde me reuní con Erika, que se había quedado adormilada en un sillón. Al sentirme llegar abrió los ojos para decir de inmediato:

—¿Cómo ha ido?

—Supongo que bien.

—¿Solo lo supones?

—De momento, sí.

—¿Ha confesado?

—Aún es demasiado pronto porque está claro que tiene experiencia en este tipo de asuntos... Evidentemente mucho más que yo, pero ahora se encuentra al otro lado de las rejas y a eso sí que no está acostumbrado.

—¿Qué te ha contado sobre Roque?

—Aún no hemos hablado de él.

—¿Por qué?

—Porque si le enseño todas mis cartas desde el principio, ya sabrá a qué estamos jugando y es lo suficientemente astuto como para montar cualquier tipo de estrategia. —Fui hasta la cocina, regresé con un par de refrescos, le ofrecí uno y, en el momento de sentarme frente a ella, añadí—: Los documentos de Roque debemos guardarlos para más adelante.

—¿A qué documentos te refieres?

—A los que te dejó tu marido al morir.

—¡Pero sabes muy bien que no dejó ninguno!

—Yo lo sé y tú también lo sabes, pero ese degenerado de ahí abajo no. Si accedió a acudir a tu cita fue porque sospechaba que podían existir y, por lo tanto, debemos procurar que continúe pensándolo; al parecer eso le inquieta y cuanto más se inquiete mejor.

—Fue lo primero que preguntó en cuanto se subió al coche: «¿Dónde están los documentos?» —admitió ella—. Pero por toda respuesta le arreé una descarga eléctrica que le dejó tieso durante casi una hora.

—Te comportaste de una manera admirable —reconocí y ciertamente me había impresionado la sangre fría que demostró a la hora de traerme a casa a un inconsciente y desencajado Bernardo Gil del Rey.

—¡La costumbre! Fueron muchos años de tratar con los impresentables compinches con los que solía codearse Roque, y que a menudo intentaban arrastrarme a la cama por la fuerza. Tras haberme enfrentado media docena de veces con el Tocho Manteca, ese gilipollas era pan comido.

—Lo que no me has contado es de dónde sacaste esa bendita porra eléctrica que lo dejó inconsciente en el acto.

—De Roque, ¡naturalmente! —replicó con una sonrisa que no podía ocultar su evidente amargura—. Tenía la casa llena de pistolas, navajas, porras eléctricas, puños de hierro, espráis paralizantes y todo tipo de extraños artilugios que sirven para atacar o defenderse. Eso sin contar las drogas, los billetes falsos o las joyas robadas. Vivir con un maleante no resulta cómodo porque siempre estás temiendo que aparezca la policía, o lo que solía ser peor, «sus colegas del trabajo».

—Hay una faceta en la vida de tu marido que no tengo muy clara. Por lo que me han contado era un tipo elegante, educado, distinguido, con un viejo coche clásico que cuidaba hasta en el último detalle y más aspecto de señorito andaluz de tendencias fascistas que de macarra callejero de los de navaja al cinto. ¿En qué quedamos? ¿Cómo era en realidad?

—De las dos formas. Siempre aseguraba que de joven iba para rejoneador, pero que no tuvo ni los caballos ni los cojones que se necesitan para ello, y por lo tanto llegó un momento en que se vio en la obligación de elegir entre trabajar en un banco o robarlo.

—Y eligió robarlo...

—A las pruebas me remito. Roque tenía una doble personalidad muy acusada. Debo admitir que como padre era un encanto, y como amante y marido habría sido el mejor del mundo en el caso de que le hubiera gustado dar un palo al agua... Aunque tan solo fuera un palo pequeñito.

—¿Le echas de menos?

—¡Tan solo como padre! Me doy cuenta de que las niñas le necesitan y eso me entristece, pero a nivel personal me siento liberada porque fueron demasiados años de intentar abrirme camino en la vida con una insoportable carga sobre los hombros.

Al concluir la frase se deslizó de la butaca reptando muy despacio por la alfombra hasta llegar a colocarse justo frente a mí, extender las manos y comenzar a desabrocharme la camisa.

No puedo negar que me quedé de piedra, perplejo e incapaz de reaccionar mientras observaba cómo me guiñaba un ojo al tiempo que sonreía como una niña traviesa, hasta el punto de que su rostro pareció transformarse como por encanto.

—¿Qué vas a hacer...? —balbucí estúpidamente, ya que me estaba bajando la cremallera del pantalón, con lo que sus intenciones resultaban más que evidentes.

—Algo que no he hecho en meses y me encanta... —murmuró antes de no poder decir nada más durante un largo rato.

Y lo que más me sorprendió fue que a los pocos instantes y a medida que su cabeza subía y bajaba rítmicamente comenzó a gemir y a estremecerse hasta el punto de que no me cupo la menor duda de que estaba disfrutando de una larga serie de fastuosos orgasmos.

¡Nunca me había ocurrido nada parecido!

Durante mis muchos años de matrimonio e incluso a lo largo de algunas esporádicas relaciones que he mantenido posteriormente me han efectuado bastantes, y no puedo negar que muy satisfactorias, felaciones, pero que yo recuerde jamás se había dado el caso de que la parte «activa» pareciera estar disfrutando del acto cien veces más que la «pasiva». ¡Qué maravilla!

La boca y la lengua de Erika resultaban francamente increíbles y tenía una especial habilidad a la hora de saber llevarme hasta los límites del éxtasis para frenarme luego con el fin de volver a la carga al poco tiempo, como si su verdadero interés estribara en intentar permanecer de rodillas ante mí durante casi una hora.

Cuando al fin su denodada labor de contención no dio sus frutos y se me escapó parte de la vida hacia lo más profundo de su garganta, se estremeció de los pies a la cabeza en lo que se me antojó una brutal descarga eléctrica.

Se derrumbó como un saco, al tiempo que dejaba escapar un hondo resoplido con el que pretendía demostrar la intensidad de su satisfacción.

Por último se pasó la lengua por los labios para exclamar sonriente:

—¡Qué rico!


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