Transcurrió casi una semana...
Transcurrió casi una semana antes de que Bernardo Gil del Rey se encontrara en condiciones de pensar con claridad.
Durante ese tiempo le proporcioné medios con los que asearse, ropa limpia y comida decente, así como pomadas y medicamentos con los que cerrar sus innumerables llagas e intentar fortalecerse.
Pese a todo continuaba semejando un evadido de un campo de concentración.
No obstante, su mente recuperó en poco tiempo su admirable lucidez.
Me pidió toda la información que pudiera reunir con respecto a las niñas desaparecidas, y tras estudiarla con detenimiento, acabó por mover de un lado a otro la cabeza en tono pesimista:
—Resulta evidente que no se trata de «descuideros» de los que rondan por las playas o los parques con la esperanza de toparse con una presa fácil de la que abusan pero a la que raramente asesinan —dijo—. Por su edad y la forma de actuar de los raptores, de noche y en un lugar de veraneo de la costa, yo diría que más bien se trata de los Pescadores de Altura.
—¿«Pescadores de Altura»...? —No pude por menos que admirarme—. ¿Qué tienen que ver los pescadores de altura con los pederastas?
—¡Nada! —reconoció—. Pero existe un grupo, calculo que de cuatro o cinco individuos como máximo, que se denominan a sí mismos los «Pescadores de Altura» porque cada verano se lanzan a navegar por el Mediterráneo a la busca y captura de niñas con el fin de disfrutar de ellas sin que nadie les moleste en alguna escondida cala de la costa.
—¡Me niego a aceptarlo!
—Estás en tu derecho, pero lo cierto es que existen y en alguna ocasión tuve tratos con ellos e incluso me enviaron fotos. El dosier sobre sus actividades debe tener casi cien páginas y lo guardaba en mi caja fuerte.
—¿En tu casa...? —Ante el mudo gesto de asentimiento no pude vencer la tentación de inquirir—: ¿Y no sería más lógico que un documento de tanta importancia estuviera en manos de la policía?
—No, si quien lo ha confeccionado lo ha hecho no desde el punto de vista de la policía, sino de quien considera que se trata de una astuta manera de obtener lo que él mismo pretende... —Bernardo Gil del Rey se encogió de hombros al concluir—: En mi caso tuve que renunciar a la idea de imitar a los pescadores porque me mareo en cuanto pongo los pies sobre la cubierta de un barco.
—¿O sea que la idea te pasó por la cabeza?
Me observó como si aquella se le antojara la pregunta más estúpida que le hubieran hecho nunca antes de replicar:
—A los pederastas nos preocupa ante todo la impunidad, y te aseguro que pocas cosas existen más seguras que un pequeño cadáver atado a un ancla a casi mil metros de profundidad.
—Veo que a pesar de todo sigues siendo un incombustible hijo de puta que solo piensa en lo mismo.
—¡Te equivocas! —me contradijo en el acto—. He tenido tiempo para meditar sobre cuanto hice, y aceptar hasta qué punto era un comportamiento abominable, pero si pretendes que te ayude a encontrar a esas niñas debo continuar pensando, hablando y comportándome como lo que siempre fui: un inteligente pederasta.
Creo que por primera vez en años me mostré abiertamente grosero al señalar:
—Compórtate como te salga de los cojones, pero encuéntralas.
—Necesito ese dosier; en él hay datos, nombres, fechas, fotos y pautas de comportamiento que facilitarían mucho las cosas. De otro modo no sabría por dónde empezar.
—¿Acaso pretendes que entre en tu casa y te lo traiga?
—El primer día te quedaste con todo lo que tenía, incluidas mis llaves. Te diré dónde está la de la caja fuerte, así como su combinación.
—Probablemente la policía vigile tu casa.
—¿Me consideras tan estúpido como para guardar documentos tan comprometedores en mi casa, «casa»? —inquirió molesto—. Allí no hay nada: te estoy hablando de «la otra casa»; la que nadie conoce.
—¿En la que abusabas de las niñas?
Asintió en silencio.
—¡Dios! —Casi sollocé—. No creo que fuera capaz de entrar en semejante lugar.
—Yo te acompañaré...
Me volví a observar a Jimena, que era quien había hecho semejante aseveración apareciendo de improviso.
—¿Es que te has vuelto loca? —le espeté sin la menor consideración—. ¿Acaso pretendes revivir cuanto sufriste allí?
—«Revivir» significa volver a vivir —me contradijo tan imperturbable como de costumbre—. Y yo ya no puedo volver a vivir nada. Recordar sí, y por desgracia esos recuerdos van conmigo a todas partes. ¡Iremos juntos!
—¡Ni hablar!
La Bestia Perfecta, que había escuchado en silencio y a la que al parecer ya no le sorprendía que de pronto yo comenzara a hablar solo, intervino como si en realidad tomara parte en una conversación a tres bandas pese a que, lógicamente, continuaba sin poder ver a Jimena:
—Si no te sientes con fuerzas como para entrar solo en mi casa, mejor será que dejes este asunto en manos de alguien más capacitado; recuerda que lo que está en juego es la vida de dos criaturas y sin ese dosier no puedo hacer nada. Me llevó años recoger la información y debes entender que después de tanto tiempo no recuerde nombres ni direcciones.
Sonaba sincero.
Sincero y lógico.
Pero aun así me continuaba aterrorizando la idea de penetrar en un lugar en el que por lo menos dos niñas habían sido torturadas, violadas y asesinadas.
¿Suena absurdo cuando quien lo dice acostumbra hablar con absoluta naturalidad con los espíritus de esas mismas víctimas?
Probablemente, pero hay que tener en cuenta que a lo que yo iba a enfrentarme no era a los muertos o a unos fantasmas, sino al horror que había precedido a esas muertes.
¿Cómo sería en realidad aquel lugar?
Una vez más la imaginación pugnaba por desmelenarse intentando superar a la realidad, y esa noche, tendido en la cama, llegué a imaginar que me enfrentaría a una ensangrentada y tenebrosa cámara de torturas como las que se describían en los relatos sobre aquel sádico mariscal de campo francés que colgaba de ganchos a los niños en los sótanos de sus lúgubres castillos.
Admito, por tanto, que las manos me temblaban ligeramente y casi me costaba trabajo respirar en el momento que enfilé la carretera de La Coruña en busca de la urbanización de clase media alta en la que según Gil del Rey se encontraba su «refugio».
No sé por qué razón había imaginado que habría elegido un caserón aislado en un paraje boscoso, pero, por el contrario, se trataba de un precioso chalet rodeado de altos setos al punto que apenas se distinguía desde una estrecha y solitaria calle salpicada de badenes que impedían que los automóviles pudiesen ir demasiado aprisa.
Crucé por tres veces ante él con el fin de cerciorarme de que no se advertía a nadie por los alrededores, antes de decidirme a abrir la reja e introducir el coche en la explanada que se extendía ante la corta escalinata que conducía a una puerta blindada.
El jardín se encontraba totalmente descuidado y todo parecía indicar que el lugar había sido abandonado tiempo atrás.
Admito que el corazón me golpeaba con fuerza en el pecho en el momento de abrir la puerta y penetrar en un salón cubierto de polvo y telarañas.
Cerré a mis espaldas y me tomé un tiempo con el fin de acostumbrar los ojos a la penumbra.
Estaba asustado.
¡Naturalmente que lo estaba!
¿Quién no lo hubiera estado en semejantes circunstancias?
Ni tan siquiera el continuo contacto con los muertos me había proporcionado el valor necesario como para adentrarme en un lugar desconocido del que sabía a ciencia cierta que se habían cometido atroces asesinatos.
No me avergüenza tener que admitir que lo primero que hice fue abrir puertas hasta encontrar un baño si no quería correr el riesgo de orinarme encima.
Lo único que se percibía a primera vista era una casa deshabitada que en poco o nada se diferenciaba de cualquier otro lugar semejante.
Ni policías ni ladrones hubieran tenido motivos para sospechar que se trataba de una cárcel secreta, pero Bernardo Gil del Rey me había explicado qué era lo que debía hacer para que el aparador de la cocina se corriera suavemente a un lado permitiendo descubrir el comienzo de la escalera que conducía al sótano.
¡Aquel sótano era ya otro mundo!
El auténtico mundo de la Bestia Perfecta.
Esperaba encontrar una cámara de tortura y en su lugar lo que descubrí fue una especie de sofisticado plató de televisión cuyo centro lo ocupaba una enorme cama cubierta con una colcha azul con dibujos en forma de flor de lis y de cuya dorada cabecera partían unas cadenas con esposas de acero.
Y fotografías; docenas de fotografías de niñas, todas rubias, todas muy parecidas a como debía de ser Yedra a su edad.
Fotografías que me obligaron a vomitar.
Evidentemente, Jimena y Andrea no habían sido las únicas víctimas de aquel sádico.
¡Dios fuera loado!
Me sentí culpable por el simple hecho de ser testigo de semejantes atrocidades.
Me vi obligado a tomar asiento en un sillón, el único que había, aquel que sin duda ocuparía la Bestia Perfecta cuando se regodeara contemplando a las niñas desnudas y a su merced sobre la cama, y necesité un largo rato hasta conseguir serenarme.
No pude por menos que plantearme que cometía un error a la hora de dejar en libertad a semejante monstruo, y tan solo el hecho de meditar que lo que en verdad importaba era intentar salvar dos vidas me proporcionó las fuerzas necesarias para no salir huyendo de aquel lugar, regresar a casa y meterle dos tiros en la cabeza a semejante alimaña.
Busqué la caja fuerte, aunque en realidad estaba muy a la vista, introduje en una bolsa todo lo que contenía y abandoné el lugar sin quitarme los guantes hasta que me encontré de nuevo en la carretera.
No quería que, bajo ningún concepto, quedaran rastros de mi paso por tan maldito lugar.
PESCADORES DE ALTURA
El título figuraba con cuidadas letras de redondilla en el canto de un archivador rojo de los que pueden encontrarse en cualquier oficina, y Bernardo Gil del Rey se aplicó de inmediato a la tarea de estudiarlo, dedicando a la ardua y paciente labor toda una tarde y la mayor parte de la noche, por lo que al amanecer, y pese a que se encontraba evidentemente fatigado, inquirió mientras me mostraba una fotografía:
—¿Qué ves aquí?
—Una niña desnuda.
—¿Y dónde se encuentra?
—De espaldas al mar.
—¿Pero dónde?
—¡Y yo qué sé! —protesté—. Es un mar como otro cualquiera.
—El mar sí, ¿pero dónde está ella? ¿A qué está sujeta?
—A un cable.
—No es un simple cable —me contradijo—. Si te fijas advertirás que sube levemente inclinado porque en realidad es un obenque de los que mantienen firmes los palos de un barco. Está agarrada a él porque de lo contrario el balanceo la obligaría a tambalearse.
—¿O sea que, según tú, se encuentra a bordo de un barco?
—¡Exactamente! Y más concretamente de un velero, porque de lo contrario no tendría palos ni por lo tanto obenques. —Volvió a indicarme la foto con el fin de insistir machaconamente—: ¿A qué distancia calculas que le hicieron la foto?
—Supongo que a unos tres o cuatro metros.
—Más bien cuatro, diría yo... —confirmó seguro de sí mismo—. Eso quiere decir que si tiene cuatro metros de manga se trata de un velero de por los menos veinticinco metros de eslora.
—No entiendo demasiado de barcos... —me vi obligado a admitir—. Pero al menos sé que al referirte a la «manga» quieres decir ancho, y «eslora», largo.
—¡Exacto! Tampoco yo entendía de barcos, pero cuando los Pescadores de Altura que frecuentaban mi página en internet me enviaron esta foto de una niña que habían «capturado» durante una de sus correrías, estudié a fondo el tema y llegué a una conclusión: su yate tiene que ser un velero de unos veinticinco metros de largo y más de treinta años de antigüedad.
—¿Y eso último por qué lo sabes?
—¡Fíjate en los pies de la niña! —recalcó una vez más—. Se encuentran entre dos rayas separadas entre sí por unos diez centímetros, lo cual significa que está pisando sobre una cubierta de madera construida a base de tablas ensambladas y visiblemente desgastadas. Y eso hoy en día ya no se usa; la mayor parte de los barcos se fabrican en fibra de vidrio y las cubiertas suelen ser blancas, rugosas y antideslizantes o, en ocasiones, están cubiertas con una moqueta.
—Puede que tengas razón.
—Sé que la tengo. A esta niña, Carla Colombo, la secuestraron en un hotel de Sorrento hace ahora siete años, casi el mismo día en que secuestraron a otra muy parecida, una alemana llamada Erika Stein, en Salerno, a apenas cuarenta kilómetros de distancia. Sus cadáveres nunca aparecieron.
—¿Y crees que se trata de la misma gente?
—¡Sin duda! Han actuado varias veces en las costas italianas, españolas, griegas e incluso portuguesas, pero curiosamente nunca en las francesas, lo que me hace suponer que es en algún puerto francés donde el barco pasa el invierno. Son muy prudentes a ese respecto, y probablemente prefieren no actuar «en casa».
—¿Quiere eso decir que son franceses?
—No necesariamente. En la Costa Azul vive gente muy rica, muy degenerada y de muy diversas nacionalidades.
Se le advertía agotado, por lo que consideré oportuno dejarle dormir pidiéndole permiso para estudiar mientras tanto el contenido de su archivador.
Se trataba de un trabajo detallado en cada uno de sus puntos, lo que demostraba que Bernardo Gil del Rey no era tan solo un hombre inteligente, sino también extraordinariamente meticuloso que analizaba cada detalle como si lo estuviera observando a través de un microscopio.
Fechas, días, lugares, descripción de las víctimas y modo en que habían sido secuestradas, todo aparecía detallado y con notas al margen, por lo que no pude por menos que llegar a la conclusión de que tenía razón y, en efecto, existía un grupo de degenerados que cada verano se hacían a la mar con el fin de capturar, torturar, violar y asesinar a un par de niñas que raramente superaban los siete años.
Aunque no cabía duda alguna de que el autor de tan espléndido trabajo de investigación analizaba los hechos pero jamás los condenaba.
Más bien al contrario, cabría suponer que experimentaba una especie de abierta admiración por quienes conseguían sus objetivos con absoluta impunidad.
En un determinado momento escribía:
En tierra firme tan solo el ácido o una cremación a muy altas temperaturas consigue que un cuerpo desaparezca por completo, lo cual siempre ofrece ciertas dificultades.
La infinidad del mar, con sus profundas fosas, resuelve de un modo mucho más efectivo ese problema.
«Problema.»
A su modo de ver no se trataba de un crimen execrable, sino de la forma más práctica posible de resolver el «problema logístico» que significaba deshacerse del cuerpo de un delito.
Leyendo cuanto había escrito, de nuevo tuve que reconocer que la Bestia Perfecta y los de su calaña habitaban en un universo moral diferente al resto de los mortales, y en el que lo que importaba no era el hecho en sí, por horrendo que a cualquier otro pudiera parecerle; lo único que importaba era permanecer en el anonimato y la impunidad.
Aunque supongo que ese es un baremo aplicable a todos los criminales.
Nos dividimos entre quienes nos juzgamos a nosotros mismos y quienes tememos que nos juzguen los demás; entre quienes miramos hacia dentro, o quienes estamos más pendientes de cuantos nos observan desde fuera, y cabe entender que ningún pederasta se muestra dispuesto a mirar en su interior.
Pero de cuanto figuraba entre tanto documento y tanto análisis, una pequeña frase me llamó particularmente la atención:
¿Existe una mujer?
Era una simple pregunta al final de un largo capítulo, sin que en ningún otro punto se volviera a mencionar el tema, por lo que no me quedó más remedio que sacarlo a colación durante nuestra siguiente entrevista.
—¿Existe una mujer?
—He llegado a pensarlo... —admitió Bernardo Gil del Rey, aunque no parecía en absoluto seguro de sí mismo—. En más de una ocasión he tenido la sensación de que no se trata únicamente de un «grupo de amiguetes» que se hacen a la mar dispuestos a divertirse a toda costa; es posible que entre ellos se encuentren mujeres.
—¡Pero eso es aún más aberrante! —no pude por menos de exclamar.
—¿Por qué? —pareció sorprenderse—. Las fantasías eróticas de una mujer suelen ser tan frecuentes o más que las de un hombre, y de hecho me consta que el bestialismo se da casi por igual en ambos sexos. Te doy mi palabra de que preferiría equivocarme, pero entra dentro de lo posible, ¡y recuerda bien que tan solo digo posible!, que los famosos Pescadores de Altura sean en realidad dos parejas; es más, tal vez incluso dos matrimonios.
Estaba convencido de que ya había visto u oído todo cuanto pudiese referirse a la depravación humana, por lo que semejante afirmación tuvo la virtud de «descolocarme» por el simple hecho de que hasta aquel día no se me había pasado por la mente la idea de asociar a una delicada y maternal figura femenina con el sórdido universo de la pederastia.
Me vino, sin embargo, a la memoria el reciente juicio que acababa de celebrarse en Madrid, en el que se había condenado a largos años de prisión a un matrimonio por abusar sexualmente de sus hijos, chico y chica con un innegable retraso mental, así como de permitir que un vecino participase en semejantes orgías, y no puedo negar que esa noche apenas pude pegar ojo preguntándome cómo conseguiría escapar de la sórdida tela de araña en la que me encontraba atrapado.
Al amanecer me había hecho la firme promesa de acabar de una vez con todo aquello, puesto que al fin y al cabo habían pasado casi dos semanas desde la desaparición de las niñas, lo cual venía a significar que a aquellas alturas deberían de estar muertas.
—¡Lo dudo! —fue la seca respuesta de la Bestia Perfecta.
—¿Por qué?
—Porque o yo no sé nada acerca de los pederastas, y modestia aparte creo que lo sé casi todo, o esas «capturas» tienen que durarles todo el verano. Nadie mantiene un barco tal vez inactivo a lo largo de un año y se lanza luego a la aventura de organizar el rapto simultáneo de dos niñas para acabar con ellas en poco tiempo. Unas criaturas tan bellas son piezas preciosas de las que se debe disfrutar con tiempo y con paciencia.
—Me dan ganas de vomitar o de pegarte un tiro.
—Tú fuiste quien quiso meterse en esto.
—Me obligaron.
—En ese caso pídele cuentas a quien te obligó, no a mí. Lo único que pretendo es salvarme ayudándote, y para conseguirlo debo hacer que te metas en la mierda hasta el cuello. Ten presente que los pederastas somos ante todo voyeurs que en ocasiones solemos disfrutar contemplado al objeto de nuestro deseo sin tan siquiera tocarlo, puesto que esa es una forma de alargar el placer que se avecina. Es como cuando contemplas a una mujer desnuda en la cama sabiendo que vas a poseerla. Apostaría a que esas niñas aún no han sido violadas y lo único que hacen es corretear desnudas por cubierta o bañarse en el mar, observadas por quienes se relamen imaginando lo que van a hacer con ellas cuando llegue el momento.
—¡Malditos seáis todos! —estallé—. ¡Espero que os pudráis en el infierno!
—Allí estaremos, porque es algo que tengo asumido en caso de que exista el infierno, cosa que dudo. —Su tranquilidad conseguía pasmarme en ocasiones—. Pero de lo que ahora se trata no es de que nos maldigas, que a nada conduce, sino de salvar a esas crías. Olvida tu indignación y ponte a trabajar.
—¿Qué tengo que hacer?
—Averiguar si un velero, antiguo, de madera, de unos veinticinco metros de eslora y probablemente de bandera francesa, hizo escala en algún puerto equidistante de Benidorm y Torrevieja, tal vez Alicante, durante los días en que raptaron a esas dos niñas. Y, naturalmente, localizar dónde se encuentra ahora ese barco.