Bartolomé Cisneros era la única...






Bartolomé Cisneros era la única persona viva con la que me sentía capaz de hablar sobre lo que me estaba sucediendo, ya que no había sido capaz de confesarle a nadie más que ciertos difuntos tenían la extraña costumbre de acudir a mí en busca de una justicia que ningún otro parecía dispuesto a proporcionarles.

El ser humano ha aceptado desde antiguo que la muerte se encuentra al final de todos los caminos, pero yo era de los pocos que sabían a ciencia cierta que en realidad tan solo constituye el final del camino de unos determinados seres humanos. Los problemas de los difuntos suelen persistir más allá de su desaparición física, y el hecho de enterrar el problema junto a su cadáver no es más que una forma de eludir nuestras responsabilidades. Siempre he considerado que apenas se me pueden achacar responsabilidades en el accidente de tren que costó la vida a cuarenta inocentes, pero aun así me vi obligado a pagar un alto precio e incluso corrí peligro de que me asesinaran por meter las narices donde no me llamaban.

Debido a tan traumática experiencia, ahora no podía por menos que preguntarme qué grado de responsabilidad me correspondía por el hecho de que un psicópata se dedicara a secuestrar, violar y asesinar a niñas.

Por ello, cuando le planteé la cuestión, Bartolomé Cisneros se tomó un largo rato mientras observaba, tal como tenía por costumbre, el hermoso paisaje que se contemplaba desde el ventanal del salón de su fastuosa mansión de la urbanización Puerta de Hierro.

—Creo que lo primero que debemos saber es si realmente son los muertos los que te buscan, o eres tú quien los busca a ellos.

—¿Insinúas que tal vez me esté volviendo loco?

—¡En absoluto! Pero de lo que no cabe duda es de que te has alejado tanto del resto de los mortales, vaciando por completo tu vida, que ahora necesitas imperiosamente de aquellos que te permiten sentirte diferente.

—¿Pretendes decir que soy un paranoico?

—No seas tan quisquilloso. Lo único que pretendo decir es que ya no te afectan los problemas de los que aún respiramos, lo cual en cierto modo te está convirtiendo en una especie de marginado social.

—¿Marginado social de los vivos?

—Más o menos... Si fueras sincero contigo mismo admitirías que hace ya mucho tiempo que no te interesa casi nada de lo que ocurre a este lado de la raya... ¿Te acuerdas de aquella famosa película sobre los muertos vivientes...? Pues tú no eres un «muerto viviente», eres un «vivo muriente».

—¡No tiene gracia! Aparte de que no sé qué podría hacer para evitarlo.

—Vivir mientras vivas, y dejar en paz a los muertos hasta que también estés muerto.

—Ese día ya no podré hacer nada por ellos.

—¿Y a qué se debe ese empeño en ayudarlos? ¿Acaso te han nombrado el Justiciero del Más Allá? Tengo la impresión de que estás jugando antes de tiempo a un juego al que por desgracia te verás obligado a jugar durante el resto de la eternidad.

—En eso puede que tengas razón.

—¡Naturalmente que la tengo! Lo que deberías hacer es buscarte una mujer que te entienda, cosa que admito que no resulta nada fácil, casarte y disfrutar de los años que te quedan, puesto que no nos ha sido proporcionada más que una corta vida y una larga muerte.

—¿Y qué le digo a Jimena cuando me pida que la ayude a impedir que esa bestia intente asesinar a otra niña?

—Recuérdale que no eres más que un simple ingeniero de caminos, no un policía.

—¿Se lo dirías tú? ¿Mirarías a la cara a una niña a la que han martirizado durante no sé cuánto tiempo y le dirías: «Mira, bonita, yo soy un hombre de negocios, no un policía, y me importa un pito que le vuelvan a hacer a otra niña lo que te han hecho a ti»? ¿Lo harías?

—¡Naturalmente que no!

—¿Entonces?

—Es que no nos estamos refiriendo a un ser de carne y hueso, sino a una supuesta muerta que tal vez no sea más que fruto de tu imaginación.

—No lo es.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Porque ya he hecho algunas averiguaciones; una niña llamada Jimena Jimeno Jiménez desapareció en Cuenca hace más de dos años. —Saqué del bolsillo la foto que había aparecido en la prensa al tiempo que añadía—: Es esta.

Bartolomé Cisneros hizo girar la silla de ruedas a la que se encontraba ligado desde el día en que un tren le seccionara las piernas, permitió que la luz cayera directamente sobre la foto del periódico y dejó escapar una especie de amargo lamento.

—¡Dios nos asista! ¿Quién puede hacerle daño a una criatura semejante?

—Un animal al que llaman «la Bestia Perfecta».

—¿«La Bestia Perfecta»? ¿Y eso por qué?

Le expliqué del modo más breve y conciso posible la razón de semejante denominación para acabar por inquirir:

—¿De veras opinas que debo cruzarme de brazos y permitir que siga actuando impunemente? ¿Cuántas niñas deberán morir antes de que le atrapen, si es que alguna vez lo hacen?

Tardó en responder, sin duda meditando cuanto acababa de decirle, pero sin cesar por ello de maniobrar hábilmente con los mandos eléctricos una silla que ya parecía formar parte de su cuerpo, y tras llenar dos copas de su coñac predilecto me ofreció una al tiempo que admitía en tono de absoluta resignación:

—No sé cómo diablos te las arreglas, pero eres la única persona que conozco que me plantea situaciones inverosímiles que tengo que acabar aceptando como si fueran de lo más normales. ¿Cómo puedo ayudarte?

—No tengo ni la más mínima idea.

—¡Pues sí que empezamos bien! ¿A qué has venido entonces?

—A buscar consejo. Cuando ocurrió lo del accidente del tren sabía dónde investigar puesto que para algo trabajo en el ministerio; pero en este caso no sé por dónde empezar; la niña no ha sido capaz de darme más que una ligera descripción de su asesino.

—¿Qué te ha dicho?

—Que es muy fuerte; pero en buena lógica a una criatura tan frágil cualquier hombre le debe de parecer muy fuerte, sobre todo si la está violando y acaba por estrangularla. Al parecer viste bien, huele a tabaco y tiene una casa que debe ser enorme.

—¿Eso es todo?

—Todo lo que recuerda de momento. Ten en cuenta que aún se encuentra traumatizada y se pone nerviosa cuando habla del tema. Confío en que cuando se serene pueda aclararme algo más.

—¡Menuda papeleta! —Bebió despacio y añadió—: ¿Y si acudieras a la policía?

—¿La policía? ¿Qué harías tú si fueras un atareado comisario que se encuentra hasta las cejas de trabajo y se presentara un tipo contándote lo que te estoy contando?

—Tirarle por la ventana.

—O llamar a un guardia para que lo encerrase.

—Probablemente... Pero debes tener en cuenta que la policía es la única que dispone de información sobre casos similares, y resulta evidente que si en efecto se trata de ese al que llamas «la Bestia Perfecta», ya ha debido actuar con anterioridad, o de lo contrario no le apodarían de ese modo. Tu obligación es colaborar con la policía.

—¿Arriesgándome a que me encierren?

—¡No! Eso no, naturalmente.

—¿Entonces?

—Tal vez de una forma anónima... ¡Olvídalo! Los anónimos suelen acabar en el último cajón del último despacho y eso no nos ayudaría en nada, puesto que no recibiríamos contraprestación alguna.

—Veo que hablas en plural.

Pareció sorprenderse, recapacitó sobre lo que acababa de decir y concluyó por aceptar con un ligero encogimiento de hombros.

—¿Y qué otra cosa puedo hacer? Me presentaste a la mujer que transformó mi vida de inválido amargado en un paraíso, desenmascaraste a los culpables de que aquel tren se accidentara para dejarme postrado en una silla de ruedas, y has acabado por convertirte en mi mejor amigo e incluso en mi cómplice. Desde que entraste tenías muy claro que no me negaría a ayudarte... ¿Qué necesitas?

—Que pongas todos tus medios económicos, que son muchos, y tus influencias, que no son menos, al servicio de esta causa, y consigas que tu gente averigüe cuántos casos semejantes se han dado en los últimos años. También necesito saber la identidad de todos los hombres de unos cuarenta años que se mataron arrojándose con su coche desde un puente.

—¿Cuándo y dónde?

—No tengo ni remota idea.

—¡Pues sí que me lo pones fácil! Hay miles de accidentes de automóvil todos los años.

—No de esas características concretas.

—Se hará lo que se pueda.


Bartolomé Cisneros no necesitó hacer nada al respecto, puesto que al regresar a casa me encontré acomodado en el salón a quien se denominaba a sí mismo «el Monstruo», que me espetó sin más preámbulos:

—Si pretendes que te ayude en este asunto, no intentes averiguar quién fui en vida. De nada te serviría saber mi nombre, puesto que no dejé una sola pista sobre mis crímenes. Quien los cometió se pudre bajo tierra. ¡Te suplico que lo dejes en paz!

—No intentaba remover el pasado. Tan solo pretendía hacerme una idea sobre qué clase de hombre fuiste con el fin de comprobar si existen puntos en común con otros violadores de niños.

—¡No existen! Si buscas un perfil que nos diferencie del resto de los criminales perderás el tiempo en especulaciones sin sentido porque docenas de pederastas diferentes, y de muy distintas edades, actúan a su vez de formas muy distintas.

—¿Qué formas?

—La más común es la de «los tímidos contemplativos», que se limitan a merodear por parques y colegios masturbándose detrás de un seto en cuanto le ven los muslos a una criatura. Luego están «los mustios pasivos», que compran fotos de niños desnudos o se conectan a internet con el fin de consolarse a solas en sus dormitorios. A continuación se encuentran «los audaces viajeros», que se desplazan a Tailandia, Camboya o Filipinas dispuestos a mantener relaciones con menores de edad prostituidos, y en la cúspide de la pirámide nos asentamos «los celosos», que somos los que necesitamos destruir el objeto de nuestro deseo con el fin de que nadie más pueda disfrutar de él.

—¿Es por celos por lo que matabas a esas niñas? ¿Para que nadie más disfrutara de ellas?

—Tal vez. O tal vez lo hacía para evitar que pudieran reconocerme, o porque odiaba la idea de saber que alguien sabía que había cometido semejantes aberraciones. Supongo que en mis delirios imaginaba que mientras existiera una sola persona que me conocía y no podía olvidarme, tampoco yo podría olvidar mis crímenes.

—¿Y realmente deseabas olvidar, o por el contrario te regodeabas recordando lo que habías hecho?

—Deseaba olvidar. En mi caso los impulsos llegaban de improviso y resultaban irrefrenables, pero en cuanto todo había pasado me arrepentía, experimentaba un intenso dolor y me odiaba hasta el punto de castigarme mutilándome. Y cuando ya no lo soporté más, decidí acabar con mi vida... —Hizo una larga pausa para concluir seguro de lo que decía—. Es en el arrepentimiento en lo que los simples Monstruos nos diferenciamos de las auténticas Bestias.

—¿Las Bestias nunca se arrepienten?

—Nunca.

—¿Cómo es posible que alguien no sienta remordimientos por el hecho de haber raptado, violado y asesinado a una criatura?

—No lo sé, pero así es; el Monstruo se horroriza por lo que ha hecho, mientras que la Bestia se enorgullece de ello; el Monstruo se acobarda y llora en la oscuridad jurando que nunca más volverá a matar, mientras que la Bestia sale a la luz y se pavonea de su hazaña, tan orgulloso de sí mismo, de su poder e impunidad, que necesita imperiosamente que las otras Bestias le admiren. Y son tan peligrosas porque al placer de violar y asesinar se añade una embriagadora sensación de superioridad sobre el resto de los mortales, a los que consideran simples borregos.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Preguntando.

—¿A quién?

—A las Bestias, naturalmente. Si me veo obligado a ayudarte necesito saber, antes que nada, a qué clase de enemigo te enfrentas. He encontrado un par de ellas que me han contado cosas muy interesantes.

—¿Muertas?

—¡Por supuesto! De haber acudido a las vivas las habría matado de un susto. Por suerte las Bestias también se mueren, aunque no todo lo pronto que sería de desear.

Hice un gesto con la mano rogándole que guardara silencio, porque realmente necesitaba hacer una pausa y reflexionar sobre cuanto estaba escuchando. Aunque hacía años que por mi continua relación con los muertos ya casi nada me asombraba, el nuevo horizonte de miserias humanas que se me revelaba superaba en mucho mi capacidad de asimilación.

¿Cuán podrida llegaba a estar la mente de un hombre para encontrar placer en torturar a una niña, violarla, matarla y además enorgullecerse de ello?

Y por lo que aquel desgraciado contaba no se trataba únicamente de enajenados que no fueran en absoluto responsables de sus actos, sino más bien de individuos excepcionalmente fríos, calculadores, inteligentes y capaces de planear con todo detenimiento no solo el mal que iban a causar, sino incluso la forma de propagar su hazaña entre una horda de tarados mentales que se desparramaban por los cuatro puntos cardinales.

—¡Nunca conseguiré entenderlo! ¡Nunca!

—En ese caso, nunca conseguirás encontrar a la Bestia Perfecta —me respondió—. Adentrarse en el mundo de los pederastas extremos con la mentalidad de una persona normal es tanto como intentar atravesar la selva esperando encontrar caminos asfaltados, semáforos o guardias de tráfico. El universo particular de los violadores y asesinos de niños es una galaxia que se rige por sus propias reglas, entre las cuales no existe ninguna que se refiera, ni remotamente, a cualquier tipo de moralidad. ¿Te haces una idea sobre lo que pretendo decir?

—Lo intento.

—En primer lugar, entre nosotros no existen, ni por lo más remoto, los conceptos de compasión, amor o ternura. Lo único que importa es la satisfacción personal, y si para conseguirla es necesario recurrir a la violencia, la tortura, el sadismo, el exhibicionismo o el asesinato, bienvenidos sean. ¿Me sigues?

—Cada vez me cuesta más trabajo.

—Lógico. Pero piensa que te estoy hablando de abandonar el imperio de los sentimientos para adentrarte en el imperio de los instintos. Cuando tratas con una auténtica Bestia, es como cuando tratas con un león, una hiena o una serpiente; tan solo obedecen a sus instintos, con el agravante de que además los pederastas piensan como seres humanos y, por lo tanto, fingen.

Hizo una pausa, pareció sumirse de pronto en unos recuerdos que le llevaron muy lejos de allí y cuando al fin regresó chasqueó la lengua como si le costase trabajo aceptar que lo que iba a decir había ocurrido en realidad:

—Yo nunca llegué a la categoría de Bestia, pero aun así violé y asesiné a tres niñas. Sin embargo, cuantos me conocieron en vida, padres, amigos, esposa e hijos, lloraron sobre mi tumba convencidos de que había sido uno de los hombres más buenos y compasivos que habían existido. Y es que el pederasta suele hacer de la hipocresía un auténtico arte.

—¿No te avergüenza contarme todo esto?

—Los muertos de lo único que tenemos que avergonzarnos es de estar muertos —señaló con un innegable deje de amargura—. Frente a esa palabra maldita que pone el punto final a la existencia, todo lo demás huelga. Ahora la mentira y la hipocresía me han sido vedadas y admito que en cierto modo me siento aliviado al poder hablar abiertamente de algo que me abrasaba las entrañas.

—Supongo que debe resultar terrible convertirte en tu propio fiscal, tu propio juez y tu propio verdugo.

—Lo es, especialmente cuando careces de argumentos con los que ejercer tu propia defensa. Y recuerdo que mientras iba cayendo al vacío me asaltó la sensación de no haber obrado correctamente al llevarme mis secretos a la tumba; los padres de aquellas niñas merecían saber que se había hecho justicia.

—¿Es suficiente justicia tu muerte? ¿Basta con unos segundos de angustia mientras caes desde lo alto de un puente para compensar por el irreparable daño y el dolor que has causado?

—¡En absoluto! Pero ¿qué otra cosa podía hacer? Pagué con lo único que realmente era mío: mi vida. Confesar la verdad hubiera sido tanto como pagar con la vida de mis padres, mi hermana, mi mujer y mis hijos, que ninguna culpa tenían de mis crímenes, por lo que no se me antojó justo que se vieran obligados a soportar ese estigma hasta el día de su muerte.

Me distrajo un ruido que llegaba del exterior, dejé de mirarle un solo instante y cuando volví de nuevo el rostro hacia él, ya se había ido.

Permanecí allí largo rato, observando absorto las paredes y el techo, esforzándome por hacerme una idea de cómo se podía vivir en una galaxia en la que no existía el menor atisbo de ternura, afecto o compasión, mientras que las más espeluznantes aberraciones eran la norma, y llegué a la lógica conclusión de que no me encontraba preparado para internarme en oscuras y profundas cloacas en las que chapoteaban las más inmundas criaturas, puesto que por más que me esforzara no se me ocurría que pudiera existir algo peor que un asesino de niños.

Alcanzaba a aceptar, aunque no a disculpar, a quienes mataban por celos, ira, venganza, ambición o incluso por motivaciones políticas, pero me resultaba inconcebible por completo la idea de la pedofilia llevada a sus últimas consecuencias.

Presentía que continuar por aquel camino me acarrearía graves problemas que aún no conseguía precisar, pero resultaba indiscutible que Jimena Jimeno Jiménez se pasaba las horas sentada en el muro de la rosaleda y no parecía tener intención de marcharse sin haber obtenido respuestas a un sinfín de preguntas.

Jamás entraba en casa.

Tenía terror a los espacios cerrados porque había sido en uno de ellos donde la habían torturado hasta morir, y tal vez porque lo poco que quedaba de su frágil cuerpecito se encontraba al parecer en el fondo del pozo al que su asesino la había arrojado.

Necesitaba el sol, la luz, el aire libre y el cielo sobre su cabeza.

Necesitaba incluso la lluvia en el rostro pese a que me resulte imposible saber hasta qué punto un muerto puede percibir el roce de las gotas de agua sobre la piel.

—Tienes que ir a ver a mi madre... —me suplicó una mañana—. Tienes que pedirle que deje de buscarme.

—Nadie puede pedirle a una madre que deje de buscar a la hija que ha perdido. Nadie.

—Tan solo aquel que sepa, sin lugar a dudas, que está muerta —me replicó con aquella desconcertante calma de mujer madura pese a sus pocos años—. Mientras continúe manteniendo una leve esperanza de encontrarme con vida no descansará en paz y acabará por volverse loca. Es necesario que se decida a aceptar la realidad; nunca volverá a verme.

—No puedes pedirme que sea yo quien le dé semejante noticia.

—¿Y quién si no? —protestó—. ¿Mi asesino? ¿Crees que va a ir a decirle: «olvide a su hija, yo la violé, la estrangulé y la arrojé a un pozo»? Aparte de él, tú eres el único que conoce la verdad y necesito que mi madre la sepa.

—Me pides demasiado.

—Los muertos no pedimos tonterías; o pedimos demasiado o no pedimos nada.


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