Capítulo 8

Eran las tres de la madrugada.

Sophie volvió a girarse en la cama una vez más, buscando una parte fría de la almohada. Relájate, maldita sea. Había acertado, porque la siesta de aquel día había dado al traste con cualquier posibilidad de volver a dormirse. Hacía cuatro horas que daba vueltas sin parar. Habría encendido el televisor e intentado encontrar una película de madrugada para dormirse si la puerta no hubiera estado sólo entornada. No había oído ruidos en la habitación de Royd desde que la luz se había apagado unas horas antes. No tenía que despertarlo sólo porque…

Sin embargo, en ese momento oyó un ruido en su habitación.

Una respiración pesada e irregular. No era un gruñido ni un grito. Sólo esa respiración aguda y áspera.

Sophie se puso tensa pero siguió tendida, escuchando.

Si era Royd, sonaba como si algo le doliera.

Y tenía que ser Royd. Ella habría oído el ruido de una puerta abriéndose.

Quizá tenía una indigestión a causa de esa comida china. Pero no era asunto suyo.

Claro que era asunto suyo. Ella era médico. En su juramento, había renunciado al derecho de mirar a otro lado ante el dolor ajeno. Había ocasiones en que desearía cerrar los ojos, y ésta era una de ellas.

Maldita sea, quizá fuera sólo una pesadilla.

Tal vez no. Sophie se sentía inclinada a pensar en todos los males en relación con su experiencia. Aunque fuera sólo una pesadilla, no podía resistirse al impulso de despertarlo por compasión.

Deja de hablar contigo misma, se dijo. Simplemente pasa a la acción.

De un salto, dejó la cama y en unos segundos estaba al otro extremo de la habitación. Abrió la puerta. Royd estaba tendido sobre el vientre y la mitad de la sábana lo cubría.

Encendió la luz en la mesita de noche.

– Le he oído. ¿Qué…?

En una fracción de segundo, él la había lanzado al suelo y ya estaba a horcajadas sobre ella.

Apretó las manos en torno a su cuello.

Ella giró la cabeza y le hundió los dientes en una muñeca.

Royd no aflojó. La estaba mirando, pero Sophie no estaba segura de que la estuviera viendo. Tenía la cara convulsionada por la rabia.

Sophie le lanzó un puñetazo a los genitales con toda su fuerza.

Él dejó escapar un gruñido de dolor y sus manos se aflojaron.

Sophie intento girarse para rodar, pero él la tenía bien sujeta entre las piernas. De pronto, le hincó las uñas en los muslos.

– Mierda. -La rabia comenzaba a desvanecerse de su expresión. Él sacudió la cabeza como para despejarla-. ¿Sophie? ¿Qué hace? ¿Intenta matarme?

– Intento sobrevivir, pedazo de cabrón. ¿Qué cree que estoy haciendo? ¡Deje que me levante!

Royd se incorporó trabajosamente.

– ¿Se encuentra bien?

– No, no me encuentro bien. Es la segunda vez hoy que me pone las manos encima -dijo. Se estiró el camisón cuando él la ayudó a levantarse-. La próxima vez que me acerque a usted, lo haré con un arma en la mano.

– Ya ha hecho un daño considerable sin un arma -dijo él, con una mueca-. Recuerdo que me amenazó con convertirme en un eunuco.

– Si hubiera tenido una navaja, lo habría hecho -aseguró ella, entre dientes-. Creí que iba a matarme.

– No debería haberme cogido por sorpresa.

– No intentaba asustarlo. Sólo he encendido la luz. Ni siquiera lo he tocado. No había ningún motivo para…

– ¿Por qué? -interrumpió él-. ¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué ha entrado en mi habitación?

– Porque usted estaba… No sonaba como si soñara. No quise correr el riesgo de no mirar. No conozco su historial médico, pero pensé que podría estar enfermo. O que tenía un infarto. Sonaba como si… Qué estúpida he sido -dijo, y se giró para irse-. La próxima vez ya sé qué esperar.

– ¿Y piensa dejarme aquí con mi ataque al corazón o con un infarto? -preguntó él, y luego negó con la cabeza-. No lo creo, Sophie.

– Es evidente que no era ninguna de esas cosas, o usted no habría tenido fuerza para hacerme tanto daño.

– ¿Le he hecho daño?

– Sí.

– Lo siento -dijo, y calló un momento-. ¿Cómo puedo compensárselo? ¿Qué quiere que haga?

– Nada.

Él alargó una mano y le tocó el brazo.

– Le he hecho daño. No era mi intención, pero decirlo no cuesta nada. No hay nada que no esté dispuesto a hacer para expiar mi falta. Lo que usted diga.

Lo decía en serio. Su expresión era tan intensa que Sophie no pudo apartar la mirada. Se sentía curiosamente impresionada.

– No quiero que haga nada. Suélteme. Voy a volver a la cama.

Él le soltó suavemente el brazo.

– Gracias por intentar ayudarme. Pero no vuelva a hacerlo. -Royd sonrió desganadamente-. Si quiere despertarme de una de mis pesadillas, lánceme una almohada o gríteme desde el otro lado de la habitación. Es más seguro.

Ella se puso rígida.

– ¿Era una pesadilla? Me preguntaba qué era, pero no podía correr el riesgo. Me dio la impresión de que sufría mucho. No estaba segura de si eso era lo que ocurría verdaderamente.

Él asintió con un gesto de la cabeza.

– Oh, sí, decididamente era una pesadilla.

– ¿De qué iba?

– La caza, la persecución, la muerte. No le gustaría escuchar los detalles.

Sí que le gustaría. Pero era evidente que él no tenía intención de contárselo.

– ¿Alguna vez ha tenido episodios de sonambulismo debido a esas pesadillas?

– No. ¿Usted cree que confundo los terrores nocturnos con pesadillas? -Royd negó con un movimiento de cabeza-. Es una pesadilla. Como usted sabe, solemos tenerlas durante el sueño REM, en lugar del no REM, el sueño profundo. Así que éstas ocurren al final de mi ciclo de sueño en lugar de más cerca del comienzo. Mi cuerpo parece paralizado, de modo que sólo tengo alguna contracción nerviosa, no me muevo ni grito. Tengo un ritmo cardiaco elevado pero nada comparado con el ritmo de los terrores nocturnos. Recuerdo perfectamente mi pesadilla, y eso es algo que no sucede con los terrores nocturnos.

Sophie lo miró, sorprendida.

– Al parecer, sabe bastante sobre el tema. ¿Ha estado en terapia?

– Joder, no. Pero cuando empezaron, supe que tenía que ponerle freno. Así que investigué un poco.

– En mi opinión, no ha conseguido realmente ponerle freno al problema. Sólo lo ha identificado. Puede que necesite una terapia.

– ¿De verdad? -preguntó Royd, inclinando la cabeza a un lado-. ¿He despertado su curiosidad profesional?

Ella se humedeció los labios.

– ¿Los sueños tienen algo que ver con Garwood?

– Sí, claro. ¿Qué se esperaba? -dijo él, después de un momento de silencio.

– Exactamente lo que está ocurriendo. -Sophie se giró para irse-. Siéntese y respire profundo unas cuantas veces. Tiene que relajarse. Le traeré un vaso de agua.

– ¿Por qué?

– Hágame caso.

Royd frunció el ceño.

– No quiero que se ocupe de mí. Puedo ir yo solo a buscar un vaso de agua, joder.

– Siéntese y cállese la boca. Ahora vuelvo.

Él respondió frunciendo el ceño.

– ¿Me puedo vestir?

– ¿Por qué? La desnudez no me molesta y volverá a la cama en cuanto se relaje.

Él bajó la mirada.

– Estar desnudo en la misma habitación con usted no es como para estar relajado.

– Haga lo que quiera. -Sophie fue al cuarto de baño. Ver a Royd desnudo tampoco la relajaba a ella. Era demasiado masculino, y su cuerpo era demasiado musculoso y duro. La hacía sentirse débil y femenina, y nada profesional. No quería sentirse así por nada del mundo. Pero reconocerlo ante él sería una derrota.

Llenó un vaso de agua y volvió a la habitación. Él estaba sentado en el sillón con las piernas extendidas. Había seguido sus instrucciones al pie de la letra y no se había vestido.

Maldito sea.

Sophie le pasó el agua y se sentó en una silla de respaldo vertical frente a la pequeña mesa donde habían comido más temprano esa noche.

– Está sudando. ¿Siempre le ocurre lo mismo durante el ciclo del sueño?

Él dijo que sí con la cabeza.

– ¿Con qué frecuencia tiene esa pesadilla?

– Dos o tres veces por semana -dijo Royd, y bebió un sorbo-. A veces más. Depende.

– ¿Depende de qué?

– De lo cansado que esté. La energía sobrante, al parecer, la activa -dijo, encogiéndose de hombros-. El agotamiento quizá las impide.

– Puede ser. O quizá relaja la tensión que ha acumulado durante las horas de vigilia en lugar de dejar que lo haga la pesadilla cuando se duerme.

– No hay nada de liberador en ellas. Es una emboscada. -Inclinó la cabeza a un lado, escrutándola-. ¿Por qué todas esas preguntas? ¿Qué hace?

– Soy médico. Los trastornos del sueño son mi especialidad. Quiero ayudarlo. ¿Tanto le cuesta entenderlo?

– Considerando que la he estrangulado hasta casi matarla hace sólo cinco minutos, diría que es muy difícil de entender.

– Sí, pero usted no era plenamente dueño de sus facultades. No sabía lo que hacía.

– Ahora es usted la que pide perdón.

– No, pero es parte de mi trabajo comprender causa y efecto. Tuve un paciente nada más licenciarme de la facultad de medicina que me golpeó tan fuerte que me rompió la nariz -dijo Sophie, con una mueca-. No era su intención. Fue sólo un reflejo automático. Sin embargo, después de eso, tuve más cuidado.

– Esta noche no ha tenido cuidado.

– No sabía que tenía que tenerlo. Daba la impresión de que estaba…

– ¿Sano?

– Parecía que controlaba la situación -corrigió ella.

– Sí, controlo la situación. -Royd hizo una mueca cuando se topó con su mirada escéptica-. Vale, excepto cuando no la controlo.

– ¿Ha probado algún fármaco?

– Nada de fármacos. Nunca -dijo él, con un tono neutro-. No soy de los que creen que hay que probar la cicuta.

Ella pestañeó.

– No sugería… En algunos casos es conveniente encontrar una manera de relajarse antes de entrar en el ciclo del sueño.

– Estoy de acuerdo. Lo supe desde el primer mes en que empecé a tener los sueños. Probé todo tipo de remedios. El póquer, las palabras cruzadas, el ajedrez. Sin embargo, la estimulación mental no dio resultados. Tenía que ser algo físico. Cualquier cosa que me agotara. Empecé a correr más de diez kilómetros todas las noches.

– Eso lo dejará agotado, supongo.

– A veces -dijo él, y calló un momento-. Con el sexo se obtiene mejores resultados.

– Seguro que sí. -Sophie se lo quedó mirando, presa de una sospecha-. ¿Acaso intentaba que me sintiera incómoda?

– Sólo era una aclaración. Usted me preguntó qué cosas me ayudaban.

– Y usted sólo me hablaba de hechos concretos.

Él le devolvió una sonrisa.

– No, la verdad es que intentaba un modo de seducirla. Pero es la pura verdad. No hay nada tan liberador como el sexo. ¿No está usted de acuerdo?

– Si estuviera de acuerdo, seguiría con esta conversación, y eso no es lo que quiero. ¿Piensa contarme de qué trataba su sueño?

– No, ahora no. Quizá cuando nos conozcamos un poco mejor.

Por su sonrisa, era evidente que el cabrón hablaba de «conocer» en un sentido bíblico. Sophie se incorporó.

– Váyase al infierno. Sólo intentaba ayudarle. Debería haberlo sabido.

La sonrisa de Royd se desvaneció.

– No quiero ser su paciente, Sophie. No soy su hijo. Lo último que necesito es que me coja la mano y me consuele. Y no tengo ganas de curarme completamente de mis pesadillas.

– Entonces está loco.

– Vaya palabra. Y qué falta de profesionalidad de su parte.

– He vivido con el dolor de Michael y sé el infierno que desatan esas pesadillas. En inglés, la palabra «pesadilla» nightmare, viene del antiguo sajón mara, que significa «demonio». Y las pesadillas pueden quemarlo vivo como los demonios que son. Puede que no sean tan peligrosas como los terrores nocturnos, pero son horribles. ¿Por qué no querría usted librarse de ellas?

Él guardó silencio un momento.

– Porque mantienen la memoria bien fresca. Y mantienen viva la hoguera de la furia. Me ayudan a concentrarme en lo que tengo que hacer.

La hoguera viva.

Sophie tuvo un atisbo de la rabia infernal que latía por debajo de ese exterior aparentemente duro.

– Dios mío, ¿de verdad se haría eso a sí mismo? Sé que las pesadillas pueden ser una tortura.

– Sanborne y Boch son los culpables, fue el regalo que me hicieron. Más me vale conservarlo para usarlo contra ellos. Así que no desperdicie su compasión conmigo.

– No lo haré.

– Sí, lo hará. No puede evitarlo. Es usted una benefactora que lleva todo el peso del mundo sobre los hombros. -Royd se incorporó para volver a la cama-. No se habría metido hasta el cuello en esta historia si no hubiera querido ayudar a su padre. Ahora sufre porque no puede curar a su hijo. Ahora cree que yo la necesito, y yo con usted podría hacer lo que quiero. -Se metió en la cama y se tapó con las sábanas-. Pero no quiero. Así que vuelva a la cama y déjeme dormir.

– Eso haré, hijo de puta -dijo ella, dando rabiosas zancadas hacia la puerta-. Y espero que sus pesadillas se conviertan en terrores nocturnos y que tenga una vida de… -dijo, y calló-. No, eso no.

– ¿Lo ve? -preguntó Royd desde la cama a sus espaldas-. Incluso tiene miedo de lanzarme una maldición.

– Los terrores nocturnos son algo demasiado personal para mí. Pero hay todo tipo de terrores. Se me ocurren varios que podría desearle y que harían palidecer incluso a un hombre como usted.

– ¿Como por ejemplo?

Ella le lanzó una mirada distante por encima del hombro.

– Que sus huevos se sequen y que desarrolle una alergia al Viagra y a todas sus ventajas.

Él se la quedó mirando, como atontado. Y, de pronto, estalló en una risa sonora.

– Dios, es usted una mujer formidable.

– No, no lo soy. Soy una blanda, ¿recuerda? -replicó Sophie.

Y salió dando un portazo.


– ¿El chico sigue durmiendo? -preguntó MacDuff cuando vio que Jock bajaba por la escalera.

– Debería seguir durmiendo un rato. Estaba agotado, pero tan tenso que no ha conseguido dormirse hasta casi las tres de la madrugada.

– ¿Puedes venir a dar un paseo conmigo? Tenemos que hablar.

Jock dijo que no con un gesto de la cabeza.

– No puedo dejar a Michael, ni siquiera por un momento. Se lo prometí a Sophie.

– Te he facilitado ese receptor inalámbrico que llevas en la muñeca.

– Pero si el chico tiene uno de sus terrores y sufre una apnea y yo estoy a más de diez minutos, ya tenemos un niño muerto.

– Te entiendo -dijo MacDuff-. Salgamos al patio. Ahí estaremos sólo a tres minutos de cualquier habitación del castillo.

– Tú deberías saberlo. Te conocías hasta el último rincón cuando pequeño.

– Y tú nunca me hiciste sentirme inferior porque mi madre fuera el ama de llaves -dijo Jock, mientras seguía a MacDuff hacia el patio-. Jamás se me ocurrió que pudieras ser todo un cabrón, hasta que salí al mundo real.

– Éste es el mundo real, Jock.

Jock miró las torretas del castillo.

– Para ti. Es parte de tu sangre y de tus huesos. Tú vives para este lugar. Para mí, es un recuerdo agradable y el hogar de mi amigo.

– También debería ser tu hogar.

Jock sacudió la cabeza.

MacDuff guardó silencio un momento y miró hacia la explanada que daba al mar.

– Quiero que te quedes. Antes te dejé ir porque sabía que tenías que tomar distancias conmigo. Tenías la impresión de que te colmaba de atenciones porque… porque no estabas en tus cabales.

Jock soltó una risilla.

– Querrás decir que estaba loco.

– Digamos que pasabas por periodos de desorientación -dijo MacDuff, sonriendo-. Periodos de descontrol.

– Loco -repitió Jock-. No creas que hieres mis sentimientos. Todavía tengo momentos en que no controlo del todo bien. -Miró fijo a MacDuff-. Pero son momentos que se dan cada vez con menos frecuencia. Y no necesito estar aquí, bajo tu ojo vigilante. Ya has invertido suficientes esfuerzos y preocupaciones en mí.

– Chorradas. No será demasiado esfuerzo hasta que estés completamente sano y restablecido -dijo MacDuff, y siguió una pausa-. ¿Qué pasaría si te dijera que, por el contrario, soy yo el que te necesita?

– No te creería. Como tú mismo has dicho, cada cual aplasta sus propias cucarachas.

– Por amor de Dios, tú vales más para mí que un maldito exterminador de bichos. Tienes un cerebro.

– ¿Crees que no hace falta un cerebro para ser un exterminador?

– Jock.

– De acuerdo. Dime cómo quieres que ponga a trabajar mi bonito cerebro.

– Todavía no he encontrado el oro de Cira.

– ¿El oro de Cira? -Jock rió por lo bajo-. ¿Vuelves a hacer planes para buscar ese tesoro familiar perdido hace siglos?

– Nunca he dejado de hacerlo. He seguido buscando, con interrupciones, durante el último año. No pienso ceder el Castillo de MacDuff al National Trust. Es mío.

– Y el oro de Cira podría ser un mito.

– Entonces, quédate por aquí y lo averiguaremos juntos. Es toda una aventura, Jock. -MacDuff bajó la voz para atraer a Jock-. He buscado por casi toda la propiedad. Necesito una mente fresca y una perspectiva nueva para encontrar una nueva vía.

Jock se sintió tentado. MacDuff de verdad sabía pulsar las cuerdas indicadas.

– Quieres distraer mi atención de Sophie y el chico.

– En parte. Pero te necesito de verdad. Tú eres como de la familia, y sólo confiaría en la familia para encontrar ese arcón de oro. No tiene precio, y ya sabes que no soy un hombre confiado. Ayúdame, Jock.

– Me lo pensaré.

– Sí, piénsatelo -dijo MacDuff, dándole unos golpecitos en el hombro-. No hay ninguna necesidad de que vuelvas a Estados Unidos. Cuidaremos del niño hasta que pueda volver con seguridad. Y seré yo mismo quien se lo devuelva a su madre. -Vio que la expresión de Jock cambiaba y se encogió de hombros-. Vale, lo puedes llevar a casa. Sólo te pido que después des media vuelta y regreses en el primer avión.

– Creo que vas un poco demasiado lejos.

– Más que un poco. ¿Alguna vez me has visto adoptar medidas a medias?

– Nunca -dijo Jock, y dejó de sonreír-. Pero puede que con Michael tengamos que pensar en algo más que en simplemente esperar. Puede que te haya traído problemas con Sanborne. Estuve pensando cuando venía en el avión que el ex marido de Sophie sabía de mi existencia. Michael le dijo que era un pariente, pero ahora Edmunds sabe mi nombre. Lo que Edmunds sepa lo puede averiguar Sanborne.

– Eso lo veremos cuando ocurra.

– Sanborne es un hombre muy poderoso.

– Aquí, no. En mi propiedad, no. No entre mi gente. Déjalo que venga.

Jock rió. Era una respuesta tan característica de MacDuff que le procuraba una sensación de cálida acogida en casa.

– ¿Entonces entiendo que no quieres que coja al chico y lo esconda en algún lugar?

– ¿Qué dices? Yo he asumido la responsabilidad de cuidar del niño. Si alguien intenta quitármelo, tendrá que luchar por ello.

– Entonces, no sería aconsejable intentar quitártelo -dijo Jock, mientras subía las escaleras-. Tengo que ir a ver a Michael y comprobar que todo va bien. Aunque no tenga uno de sus terrores nocturnos, está lejos de casa.

– Tiene diez años. Tú sólo tenías quince cuando te escapaste de casa y decidiste explorar el mundo.

– Sin embargo, fue decisión mía. No fue acertada, pero en el caso de Michael, no tenía alternativa cuando lo traje. -Jock miró por encima del hombro-. Y yo te tenía a ti para cuidarme y salvarme el pellejo. Michael sólo me tiene a mí.

– Entonces, no podría tener más suerte -dijo MacDuff, con voz queda-. Yo te elegiría a ti para que estés de mi lado en cualquier momento, Jock.

Por un momento, Jock no supo qué hacer. Él siempre había sido la carga, no el tutor. Sabía con todo su corazón que él y MacDuff ahora se encontraban en términos de igualdad, pero sus emociones eran otro asunto. Dios mío, estaba conmovido. Sonrió haciendo un esfuerzo.

– Es bueno saberlo. ¿Significa eso que no nos vas a encerrar a Michael y a mí en la mazmorra para que estemos a salvo?

– Claro que no. Ni nada que se le parezca. Siempre hago lo necesario. -MacDuff sonrió mientras lo seguía por las escaleras-. Pero resulta que la mazmorra se ha inundado con las lluvias de la primavera. Así que quizá la suerte te ha ahorrado este destino.


– Han descubierto que usted y Michael no estaban en la casa -dijo Royd a la mañana siguiente, al ver entrar a Sophie en su habitación-. El Departamento de Bomberos lo anunció anoche.

– Tenía que ocurrir, tarde o temprano.

Él asintió.

– Hemos tenido suerte al poder disponer de todo este tiempo. Significa que tenemos que ser sumamente cuidadosos y evitar que la vean a usted por ahí y la identifiquen. No sólo la buscarán Sanborne y Boch. Es probable que la policía también tenga unas cuantas preguntas que hacerle y averiguar por qué se ha ocultado.

– No tengo ninguna intención de andar por ahí a menos que usted encuentre algo productivo que pueda hacer -dijo Sophie, y entrecerró los ojos al mirarlo-. ¿Ha pensado en algo?

Royd se encogió de hombros.

– Me ha llamado Kelly. Dice que el mejor momento para la avería eléctrica es esta noche a las nueve. A esa hora sacarán más equipos del laboratorio, y todos andarán chocando unos con otros en la oscuridad. Cuanto mayor sea la confusión, mejor.

– ¿Y puede arreglarse para que sea a esa hora?

– Dijo que podía -afirmó Royd, seco-. Quiere mi visto bueno para planearlo.

– Entonces dele el visto bueno.

– No si no puedo idear una manera para sacarla de ahí.

– Si Kelly puede meterme dentro, debería poder sacarme.

– Puede que eso no sea necesariamente así. Si reparan lo de la luz demasiado pronto, no.

– Entonces, piense en ello. Yo voy a entrar.

Royd guardó silencio un rato.

– Le diré a Kelly que nos encontraremos en el exterior del edificio a las nueve menos cuarto para sincronizarnos.

– Estupendo. Sobre todo porque no sé qué aspecto tiene. ¿Tiene una foto?

– No. Kelly se parece a Fred Astaire, pero en versión pelirroja.

– Pues eso ya es toda una descripción.

– Y es capaz de salir de las situaciones más difíciles bailando claqué, pero no quiero que esta noche se vea obligado a hacerlo. -Asintió mirando hacia la mesa-. He comprado zumo de naranja y un bocadillo para el desayuno en Hardee’s. Siéntese y coma.

– No tengo hambre.

– Coma de todas maneras. Le hará bien. Le dará la fuerza para despellejarme cuando lo desee -dijo, y siguió una pausa-. A menos que esté demasiado enfadada para sentarse a la misma mesa conmigo.

– Sería una estupidez dejar que influyan mis sentimientos personales. Jock ya me advirtió que me enfadaría con usted al menos una vez al día. -Se sentó y abrió el paquete del bocadillo-. Creo que lo subestimó, y que quizá no lo conozca tan bien como se imagina.

– En realidad, Jock conoce bastante bien una parte de mi personalidad. El resto de las cosas que dice se basa en juicios.

– ¿Qué parte conoce?

– La parte que se rebeló contra las cadenas. La parte que él también vivió.

– ¿Las cadenas?

– Mentales. A veces, físicas. La supresión del libre albedrío, saber que no te queda más alternativa que obedecer. -Una sonrisa sardónica le torció los labios-. Está usted tan carcomida por la culpa que cree que lo mismo nos ocurre a Jock y a mí. No puedo hablar por Jock, pero yo soy demasiado egoísta para pensar que pecaba al cometer un crimen cuando no era yo quien controlaba la situación. Odiaba servir de esclavo a esos cabrones. Odiaba ser demasiado débil y no poder luchar contra ese maldito fármaco y sus efectos secundarios, no poder matar a esos hijos de perra que me lo administraban.

– Fui yo quien se lo administré -murmuró ella-. O viene a ser como si lo hubiera hecho.

– Chorradas. Si yo creyera eso, usted estaría muerta. -Royd se dejó caer en una silla y abrió el envase de zumo de naranja-. Así que deje de lamentarse y adopte mi perspectiva, más saludable y egoísta. -Le sirvió zumo a ella y luego se sirvió él-. Si quiere que deje de hablar de Garwood, le haré caso. Pero siempre he pensado que el aire y la luz del sol sirven para sanar las heridas.

– ¿Y a esa mezcla le añade un poco de odio?

Él asintió y alzó su copa en un brindis fingido.

– Ya veo que lo ha entendido.

– Es verdad que odio a Sanborne. ¿Cómo podía dudarlo?

– No lo dudo. Sencillamente tenemos perspectivas diferentes. Quizá sea porque en su trabajo abunda la compasión y el mío es básicamente lo que me enseñaron a hacer en Garwood.

– Y tiene que mantener la hoguera de la rabia viva.

– Ah, sí.

– ¿Dónde nos encontraremos con Kelly? -preguntó Sophie, para cambiar de tema.

– Hay un arroyo a unos tres kilómetros de las instalaciones. No hay cámaras de vigilancia.

Ella recordó el arroyo del día que había escapado de los guardias de seguridad.

– ¿Ha localizado la caja fuerte?

– Sí, lo ha hecho. Se encuentra en un despacho cerca del laboratorio, pero no en el despacho de un ejecutivo sino en el departamento de recursos humanos.

– Aún así, podría ser la caja fuerte de Sanborne. Un poco de prestidigitación.

Él asintió con un gesto de la cabeza.

– Merece la pena que Kelly lo verifique. No estoy seguro de que acompañarlo sirva para algo.

– Yo sí estoy segura. -Sophie acabó su zumo de naranja-. Cuando Kelly provoque la avería, todos los que trabajan en la instalación serán sospechosos, así que puede que no tenga una segunda oportunidad. -Sophie se incorporó-. Yo también iré, Royd.

Él se encogió de hombros.

– Como quiera. ¿Por qué habría de importarme?

– Porque si me pierde a mí, pierde su anzuelo.

– Nunca he dicho que la utilizaría de cebo -dijo él, frunciendo el ceño-. Vale, quizá sí lo mencioné, pero haría eso como último recurso.

Ella sacudió la cabeza.

– Vaya, diría que se está ablandando.

– No lo crea. -Royd se reclinó en su silla-. Puede que intente engañarla para que piense que no estaría tan mal meterse en la cama con un tipo simpático como yo.

– ¿Un tipo simpático? -Sophie se lo quedó mirando como si no saliera de su asombro-. Todavía le queda por andar un largo camino, Royd.

– Hasta el viaje más largo comienza con el primer paso -citó él-. Puede que haya empezado a reformarme. ¿Qué cree usted?

– Creo que es usted ridículo.

Él sonrió.

– Pues usted trabaja haciendo terapias y tenemos todo el día y todo el tiempo que queramos. Tendrá que quedarse escondida y mantener un perfil bajo. ¿Quiere venir a la cama y nos soltamos y relajamos para el trabajo de esta noche?

– No, no quiero. Es usted asqueroso.

– En la cama, no. En muchas otras facetas del comportamiento puede que lo sea, pero no entre las sábanas. Le caería bien.

– Cabrón arrogante -dijo Sophie, y se volvió hacia la puerta de su habitación-. No estoy interesada en tener relaciones sexuales con usted.

– Creía haber detectado una pizca de interés, y es porque soy un cabrón tan cachondo que tengo que aprovechar lo que tenga a mi alcance.

Era indignante. Sophie lo observó, cómodamente repantigado en la silla, irradiando sexualidad. Sin embargo, de pronto tuvo conciencia de otra cosa. Un parpadeo pícaro, más allá de esa mirada desafiante. Su irritación empezó a desvanecerse.

– Ninguno de los dos está aquí para eso.

– Pero puede que no tenga otra oportunidad para hacérmelo con usted si la matan esta noche -dijo él, con sonrisa traviesa-. Y quizá se estaría perdiendo la oportunidad de su vida.

– Si me matan esta noche, no tendré una vida para reprocharme haberlo conocido.

– Cuando eres tan bueno como yo, cada minuto que pasas conmigo es una vida entera.

A pesar de sí misma, Sophie no pudo evitar que sus labios esbozaran una leve sonrisa.

– Creo que voy a vomitar.

– Vale, no sigo -concedió él, y su sonrisa desapareció-. Pero si no quiere dejar que la distraiga placenteramente, entonces le sugiero que encuentre otra cosa. Si no, esta noche estará muy nerviosa.

– Encontraré algo con que entretenerme, como siempre. No tengo mis archivos, pero mi memoria no me falla. Pensaré en los pacientes con los que tengo problemas y tomaré algunas notas. -Siguió una pausa y luego Sophie lo miró-. Sin embargo, hay algo que quiero pedirle.

– Estoy a su servicio… quizá.

– No puedo llamar a mi amiga, Cindy Hodge, pero usted sí podría hacerlo. Dígale que llama de mi parte. Necesitará alguna prueba… -dijo, y pensó un momento-. Recuérdele que siempre teníamos una cita para ver La guerra de las galaxias cada vez que salía un nuevo episodio la misma tarde del estreno. Quiero saber si está viva y, si lo está, quiero advertirle que huya.

Él asintió.

– Deme su número de teléfono. La llamaré desde la tienda de la esquina.

– Lo buscaré en la agenda de mi móvil. ¿Cuándo la llamará?

– ¿Cuándo cree usted? -preguntó Royd, seco-. Me ha pedido un favor. Está preocupada. ¿Cree que tengo la intención de mantenerla en ascuas? La llamaré en el curso de la siguiente hora.

– Gracias -dijo ella, y cerró la puerta.

Dios mío, qué enigma de hombre, pensó. Rudo y cortante, sensual y primario, apasionado y frío. Y, sin embargo, esa pizca de humor que la había sorprendido hacía sólo un momento había tocado una fibra en ella. No había habido demasiados momentos para el humor ni para las réplicas agudas en su vida en los últimos tiempos. Incluso cuando estaba casada con Dave, habían estado demasiado concentrados en sus respectivas carreras para dedicar tiempo a otras cosas.

No era que las relaciones sexuales no hubieran sido buenas. El sexo siempre era bueno si dos personas se tenían respeto. Dios, aquello sonaba aburrido y cerebral.

¿Cómo sería el sexo con Royd? No había ninguna garantía de que él la respetara. Y seguro que no sería suave. Cada vez que estaba con él, Sophie sentía aquella explosión animal desatada. Las señales físicas que transmitía eran casi palpables.

¿En qué estaba pensando? ¿Cada vez? No era consciente de estar tan pendiente de Royd. Sólo aquella vez cuando…

Respiró hondo. De acuerdo, tenía que reconocerlo. Se sentía físicamente atraída. Eso no significaba que se metería en la cama con él. No significaba que la atracción no se acabaría cuando todo aquello terminara. Sólo significaba que ella lo necesitaba y que él estaba disponible.

Sonó su móvil. Era Royd.

– Hola.

– Cindy Hodge está con su madre en los montes Catskills. He hablado con ella y le he dicho que se mantenga oculta.

Sophie sintió un enorme alivio.

– Gracias a Dios.

– La veré más tarde -dijo él, y colgó.

Royd había cumplido su palabra y ahora ella podía concentrarse en las cosas importantes. Fue a la mesa, sacó papeles y un boli y se sentó en el sillón junto a la ventana.

Tenía que pensar en su paciente Elspeth.

Pensar en Randy Lourdes, que tenía un insomnio severo.

No pensar en Royd desnudo la noche anterior.

No pensar en Royd sentado en esa silla diciendo cosas provocadoras y vagamente divertidas.

No pensar en Royd. Punto.

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