Capítulo 18

– Intenta obtener su autorización para ir a la planta depuradora mañana. -Royd disminuyó la velocidad a medida que se acercaban al centro de Caracas-. Quizá quiera que trabajes en un laboratorio en el pueblo, pero invéntate un pretexto para ir a la planta.

– De acuerdo.

– Intentaré montar la operación para dentro de tres días. Traeré a MacDuff y a sus hombres y para entonces estaremos listos para ponernos en marcha. Desembarcaremos después de la puesta de sol. Asegúrate de estar en la planta en ese momento. Yo iré por delante de MacDuff y Kelly y primero te sacaré de ahí. No puedo darte un micrófono ahora porque seguramente te registrarán cuando llegues a la isla. Una vez que te hayas establecido, debería ser seguro. Tienes que poder contactar con nosotros si todo te revienta en las manos.

– Si todo me revienta en las manos, también es probable que yo reviente. No necesitaré el micrófono.

– No tiene gracia -dijo él, cortante.

– Lo siento. ¿Cómo me harás llegar un micro?

– Lo dejaré cerca de la puerta de la verja que rodea la planta. Muy cerca de la superficie, de modo que sólo tendrás que quitar un poco de tierra para encontrarlo.

– ¿De qué hablas?

– Plantaré un par de flores amarillas típicas de la isla. En realidad, son maleza, pero son bonitas. Coge unas cuantas flores hasta que des con el micrófono, que no será más grande que la uña de tu pulgar. Mantenlo puesto en todo momento. Si vemos que la situación empeora, vendré a buscarte.

– Eso sería una estupidez. Sólo conseguirás que te maten. Espera hasta que yo te diga que vengas.

– Ya veremos.

– No, tú espera. No voy a arriesgar el pellejo si no puedo decir cómo hay que hacerlo.

Royd guardó silencio un momento.

– Esperaré. Hasta que ya no pueda esperar más.

– Eso no es una gran concesión.

– Es una enorme concesión -dijo él, grave-. La más grande que jamás he hecho a nadie. -Se detuvo junto al bordillo-. Ahora, baja. No puedo ir más lejos sin correr el riesgo de que nos vean juntos. La plaza Bolívar está a dos manzanas, siguiendo por esa calle. A partir de aquí, estarás sola.

Sola. Sophie intentó que no se notara el impacto de esas últimas palabras. Ya se lo esperaba. Se habría rebelado si él le hubiera dicho que había cambiado de parecer y que no la mandaría a la isla. Sin embargo, ahora que había llegado el momento, la realidad le daba miedo.

– De acuerdo. -Sophie intentó sonreír cuando fue a abrir la puerta-. Supongo que estaré en contacto, pero no antes de que me hagas llegar el maldito micrófono. -Bajó del coche y vaciló-. Royd, tengo que pedirte algo.

– Dime.

– Si algo me ocurre, ¿cuidarás de mi hijo? ¿Te asegurarás de que esté seguro y sea feliz?

– Mierda.

– ¿Me lo prometes?

– No te ocurrirá nada.

– Prométemelo.

– Prometido -dijo él, después de un breve silencio.

– Gracias -Sophie cerró la puerta.

– Espera.

Ella se volvió para mirarlo.

Royd había bajado la ventanilla. Ahora la miraba con una intensidad y un brillo en sus ojos que le quitaron el aliento.

– ¿Recuerdas que en una ocasión te dije que mataría por ti?

Ella dijo que sí con la cabeza.

– Pues he estado pensando en ello. Y ha cambiado. Se ha hecho más grande -afirmó, con voz temblorosa-. Ahora creo que moriría por ti.

Antes de que ella pudiera responder, él puso el coche en marcha y Sophie lo vio perderse calle abajo.


Royd observó a Sophie por el retrovisor cuando ella se quedó mirando un momento antes de dar media vuelta y alejarse a toda prisa por la calle.

Maldita sea. Maldita sea.

Apretó las manos sobre el volante hasta que se obligó a relajarse. Lo último que necesitaba ahora era perder el control y tener un accidente.

Ella había intentado que él no se percatara, pero se había sentido muy sola e insegura en esos últimos momentos. ¿Quién podía reprochárselo? Él la había lanzado deliberadamente a las fauces del león.

Pero Sophie no sufriría. Él mismo se encargaría de que saliera de allí sana y salva.

Cogió el móvil y llamó a Kelly.

– Ya la he dejado. Reúnete conmigo en el muelle.

– ¿Cómo está?

– ¿Cómo crees que está? -preguntó él, con voz seca-. Tiene agallas, pero está asustada y se pregunta si conseguirá salir viva de esto. -Colgó.

Tenía que llamar a MacDuff. Tenía que resistir la tentación de ir y sacarla de ahí antes de que se encontrara con el hombre de Sanborne. Eso suponía que ella aceptaría ir con él, después de haberse comprometido con el plan. Sophie no se había prestado a ello sólo porque él la había convencido de que era la mejor manera de acabar con Sanborne. Al menos esperaba que no fuera el único motivo. Él la acusaba de estar obsesionada con su culpa, pero ahora los papeles se habían invertido.

Marcó el número de MacDuff.

San Torrano.

La isla tenía un aire tropical y todo parecía completamente normal. Era la hora del crepúsculo y el ambiente era cálido, pensó Sophie, mientras la zodiac cortaba las aguas en dirección al largo muelle donde esperaba Sanborne. Era un muelle muy largo, y Sophie tuvo una sensación de déjà vu que la hizo estremecerse. En un muelle como ése, su padre y su madre habían muerto y la horrible pesadilla había comenzado.

Sanborne era un hombre atractivo, de poco más de cincuenta años, pelo canoso y piel bronceada que hacía que pareciese estar perfectamente a sus anchas en aquel cuadro. Incluso parecía más joven y relajado que cuando ella había trabajado para él. Sonreía y le hacía señas.

Sophie sintió que se le tensaban los músculos del vientre. ¿Cómo podía parecer tan afable? ¿Y cómo era posible que ella no se hubiera dado cuenta cuando trabajaba para él de que aquel tipo era un monstruo? Nunca lo había visto como a una persona desagradable durante esos meses. Quizá nunca le había importado porque había estado tan absorta en el trabajo.

Sin embargo, después sí le había importado. Ese hombre le había destrozado la vida y destruido a sus seres queridos.

Sanborne se acercó tranquilamente cuando la zodiac lanzó las amarras al muelle.

– Sophie, querida, por fin otra vez juntos. -Lanzó una mirada al hombre que llevaba el bote-. ¿Algún problema, Monty?

El hombre negó con la cabeza.

– Ha venido sola. No nos han seguido.

– Buen trabajo -dijo, y le tendió la mano a Sophie-. Deja que te ayude.

Ella evitó el contacto y de un salto se plantó en el muelle.

– Puedo yo sola.

– Siempre tan independiente -dijo él, sin que se le borrara la sonrisa de la cara-. Ya no estoy acostumbrado a esa virtud. Gracias a ti, la mayoría de las personas con las que trato son humildes y modestas.

– Eso debe procurarte un gran placer.

– Ya lo creo. No te puedo describir la emoción que siento al saber que soy el amo de todo lo que contemplan mis ojos.

– ¿Por qué? Lo tienes todo. Dinero, influencias… ¿Por qué tienes que aplastar a los que te rodean?

– Si no lo entiendes, no te lo puedo explicar. Boch cree que es el dinero y la capacidad de mover el mundo. Eso es lo que lo impulsa a él. En mi caso, la sumisión de los demás me procura una ilusión que no me da ninguna otra cosa. Ven conmigo. -Echó a andar por el muelle hacia la orilla-. Haré que te instalen. Quiero que comiences a trabajar inmediatamente.

– ¿Dónde se supone que voy a trabajar?

– Tengo un laboratorio en la casa que he construido en la isla. En una ocasión traje aquí a Gorshank, y las instalaciones todavía están operativas.

– No es demasiado probable que pueda continuar el trabajo de Gorshank fácilmente. Primero tendré que estudiar sus fórmulas y programar algunos experimentos para descubrir dónde está el error. O quizá la fórmula entera es del todo inaplicable. Puede que no funcione, a pesar de mis modificaciones.

– Funciona con ciertas limitaciones. Gorshank me lo aseguró y yo mismo he realizado algunos experimentos desde mi llegada.

Ella lo miró fijamente.

– ¿Con los nativos?

– Todavía no. Con la tripulación del Constanza -aclaró, mirando hacia el barco anclado en la distancia-. En todo caso, tenían que ser eliminados. No podíamos arriesgarnos a que se marcharan sin más. Quizá se hubieran ido de la lengua.

– ¿Y fueron eliminados?

– Perdimos a ocho miembros de la tripulación la primera noche que bebieron el agua de las cubas. Parecía una muerte dolorosa. Al capitán y al primer oficial les dimos una doble dosis y murieron en medio de alaridos. Los demás se han mostrado muy tranquilos y receptivos a la sugestión. Ahora los hemos puesto a trabajar en el jardín de la casa, bajo vigilancia, para observar cuánto dura ese estado. La situación ideal sería una alteración permanente de los patrones cerebrales, aunque quizá eso sea pedir demasiado. Tendremos que seguir administrándoles una dosis.

Sanborne hablaba distendidamente, como dándolo todo por sentado. Con un estremecimiento, Sophie pensó que aquel hombre sencillamente carecía de sentimientos.

– Me llevará tiempo -repitió ella-. No voy a experimentar con personas inocentes a menos que tenga la seguridad de que no les hará daño.

– Un pensamiento muy loable. Pero hay que llevar a cabo los experimentos -observó Sanborne, haciendo una mueca-. Boch y yo precisamente no coincidimos en definir hasta qué extremos llegar. Creo que los clientes de Boch no pondrán reparos a un pequeño porcentaje de muertes, pero ellos quieren seguidores, no cadáveres. Y si lo utilizan en las fuentes de agua de Estados Unidos, no quieren que queden rastros de que esas fuentes han sido contaminadas. Querrán…

– Zombis sin cerebro que puedan reunir y utilizar cuando los necesitan.

– O quizá para que sigan bebiendo el agua durante un año o dos, hasta que afecte a su futura progenie.

– Los bebés.

– La obediencia del esclavo que nace en el vientre materno. Qué concepto más atrevido.

– Es horrible.

– Pero lo harás -dijo él, sonriendo-. Porque, en realidad, a ti no te importan esos desconocidos. Te importa tu hijo.

– No es verdad. Me importa esa gente -dijo ella, y tragó saliva-. Pero haré lo que quieras. Sin embargo, quiero que traigan a mi hijo aquí, vivo y en perfecto estado, antes de que acabe.

– Hablaremos de ello después del primer experimento.

– Tengo que analizar el agua de las cubas. ¿Dónde están? ¿En la planta depuradora?

– Más o menos la mitad se encuentra allí. Hemos permitido que la tripulación dejara de descargar al cabo de unas horas para que pudiésemos comenzar los experimentos con ellos. La otra mitad todavía está en el Constanza. Pero no tienes por qué ir a la planta, te traerán las muestras al laboratorio.

Sophie iba a hablar para protestar por esa decisión, pero decidió cerrar la boca. No había que presionar.

– Puede que no sea lo que necesito, pero lo intentaremos.

– A eso lo llamo yo espíritu de colaboración. Quizá te recompense y te deje hablar con tu hijo esta noche. ¿Te gustaría?

– Sí -dijo ella, entre dientes-. Sabes que sí.

Sanborne escudriñaba su expresión con una especie de maliciosa curiosidad.

– Me lo pensaré. -Se volvió para mirar a un hombre que venía hacia ellos-. Ah, aquí está mi amigo Boch. Estoy seguro de que estás ansiosa por conocerlo.

– No.

Boch era un hombre grande y de constitución sólida. Llevaba el pelo castaño cortado a cepillo y se mantenía recto, con un aire marcial. Su trato era cortante y frío y no había en él nada de aquel falso encanto que derrochaba Sanborne.

– ¿Ya la tienes? Basta de este parloteo sin sentido y ponla a trabajar. Se nos acaba el tiempo.

– ¿Lo ves? -dijo Sanborne-. Boch está un poco tenso. No ha quedado satisfecho con la tasa de mortandad en el Constanza. Sabía que eso me obligaría a bajar el ritmo. Pero sé que tú puedes arreglar la fórmula.

– Debiéramos darle REM-4 -dijo Boch, sin más-. Podríamos conseguir que trabaje más horas.

– Nada la hará trabajar más que el as que me guardo en la manga. Y si muere, o se le nubla el pensamiento, lo estropearíamos todo -observó Sanborne, y señaló con la cabeza hacia la gran casona blanca de columnas, en lo alto-. Primero te instalaremos en el laboratorio con las notas de Gorshank y, al cabo de unas horas, veremos si te mereces hablar con tu hijo.


Sophie no salió del laboratorio hasta muy tarde. Los ojos le ardían después de haber pasado horas intentando descifrar las notas de Gorshank, escritas con letra menuda, y revisando las notas guardadas en el ordenador. Se sentía abrumada por el horror que se había desplegado ante sus ojos. Al salir, un guardia se plantó inmediatamente frente a ella.

– Quiero ver a Sanborne.

– No está permitido. Vuelva a su lugar.

– No pienso seguir trabajando hasta que haya hablado con Sanborne.

– Mi querida Sophie -saludó Sanborne, que acababa de salir de una sala anexa-. Tienes que entender que no debes tomar iniciativas. Las cosas ya no son como cuando trabajabas para mí.

– Habías dicho que podría hablar con mi hijo.

– Si creía que te lo merecías. ¿Qué has conseguido? ¿Qué gran descubrimiento has hecho?

– He descubierto que habías contratado a un hombre con tan pocos escrúpulos como tú. Según esas anotaciones, Gorshank llevó a cabo tantos experimentos como los nazis en sus campos de concentración.

– Ya me advirtió que era un trabajo lento.

– ¿Trabajo lento? Ese hombre mató a gente, los volvió locos. Ha documentado sus reacciones con un estilo muy clínico. Horripilantemente clínico.

– Sólo se trataba de vagabundos y de gente sin techo. Sin embargo, al final, consiguió una fórmula que prometía -dijo Sanborne, mirándola fijo-. Ahora bien, ¿puedes depurarla sin debilitar su efecto?

– No lo sé.

– No es eso lo que quiero escuchar.

– He intentado analizar la muestra de agua que me han traído, pero no es suficiente. Tengo que ver las cubas y analizar tanto el agua como el contenedor para asegurarme de que el agua no se contamine con filtraciones.

Él se la quedó mirando un momento.

– Tiene sentido.

– Claro que tiene sentido. ¿Cuándo puedo ir?

– Mañana.

– ¿Puedo hablar ahora con mi hijo?

– No me has dado nada que se merezca una recompensa -dijo Sanborne, sonriendo-. Pero quizá necesites un estímulo. -Sacó su móvil y marcó un número-. Franks, le hemos permitido hablar con el chico. -Le entregó el teléfono a Sophie-. Que no sea largo.

– Hola -dijo ella.

– Un minuto. Se lo traeré. -El hombre que Sanborne llamaba Franks tenía un marcado acento de Nueva York.

– ¿Mamá?

– Hola, cariño, sólo quería decirte que estoy haciendo todo lo posible para mantenerte a salvo.

– ¿Y tú estás a salvo?

– Sí, y pronto estaremos juntos. ¿Estás bien? ¿No te han hecho daño?

– Estoy bien. No te preocupes por mí.

– Es difícil no…

Sanborne le había quitado el móvil.

– Eso será todo -advirtió, y lo apagó-. Es más de lo que mereces, considerando el progreso que has hecho. No habrá más contactos hasta que empieces a obtener resultados.

– Entiendo -dijo ella, y desvió la mirada-. Ese hombre tuyo, Franks, tiene una especie de acento…

– Brooklyn, para ser más exactos. Se nota mucho, ¿no?

– Mucho. -No era Jock el que había hablado por teléfono. Aunque hubiera imitado el acento, ella habría reconocido su voz.

– Trabajaba con una de esas pandillas antes de que lo escogiera para el REM-4. Ahora, vuelve al laboratorio.

– Son más de las nueve. Tengo que dormir en algún momento.

– Puedes volver a tu habitación a medianoche. Pero quiero que te despiertes temprano para que sigas trabajando. Boch es un poco rudo, pero tiene razón a propósito del factor tiempo. Tienes que acabar el trabajo.

– Lo acabaré. -De pronto, Sophie atisbó una posibilidad-. Sin embargo, necesitaré mis notas originales sobre el REM-4 para establecer comparaciones. ¿Las tienes a mano?

Él sonrió con una mueca burlona.

– ¿Quieres decir que no has memorizado la fórmula?

– Ya sabes lo complicada que era. Podría reconstruirla, pero eso me llevaría un tiempo que tú no quieres perder.

– Tienes toda la razón. -Sanborne vaciló, luego se giró y entró en la biblioteca. Volvió al cabo de un rato con un CD de ordenador-. Quiero que me lo devuelvas al final de cada día. Lo guardo en la caja fuerte. -Le entregó el CD-. ¿No te alegra ver que he cuidado tan bien de tu trabajo?

– Debería haberlo quemado antes de dejar que le pusieras las manos encima -dijo ella, y se fue hacia el laboratorio-. Pero si tengo que hacer esto, tendrás que cooperar conmigo. No puedo hacerlo sola.

– Desde luego que ayudaré. Aquí todos en la isla somos una gran familia unida.

Sophie no contestó y cerró la puerta a sus espaldas. En cuanto estuvo a solas, el recuerdo de esa llamada telefónica que había intentado bloquear desesperadamente le volvió al pensamiento.

Un acento de Brooklyn. Una voz que ella no reconocía. Las magulladuras en la cara de Michael.

No podía ser verdad. Tenía que haber una explicación. Royd no habría dejado que Franks se llevara a Michael para asegurarse de que Sanborne estaba convencido de que realmente Michael estaba en su poder.

Te utilizaré a ti o a cualquiera para acabar con Sanborne y Boch.

Dios mío.

Pero eso era cuando acababan de conocerse. Ahora se conocían, habían dormido juntos y, en muchos sentidos, ella se sentía más cerca de él que de nadie más.

Sin embargo, él no había vacilado a la hora de mandarla a enfrentarse al peligro en San Torrano.

Moriría por ti.

Aquellas últimas palabras le habían llegado al corazón. La habían asombrado, pero en aquel momento ella creía que él hablaba en serio.

Pero también le había creído cuando él declaró que utilizaría a cualquiera. Tenía que poner fin a aquello. Ese conflicto interior la desgarraba. En cualquiera de los dos casos, tendría que sobrevivir aquellos días en la isla y mantener a Sanborne lo bastante contento para que no hiciera daño a Michael. De todos modos, tendría que encontrar una manera de destruir a Sanborne y a Boch. Estaba demasiado metida en el asunto para hacer otra cosa.

Acercó las notas de Gorshank e intentó concentrarse. No le sorprendería que Sanborne hubiera ocultado micrófonos en el laboratorio. Cada uno de sus movimientos debía parecer legítimo. Estudiaría las notas. Procesaría otra muestra de agua. Bloquearía cualquier pensamiento a propósito de Royd.

Te utilizaría a ti o a cualquiera…


Quédate quieto.

No te muevas.

Royd acechaba entre la maleza, esperando que pasara el centinela. Habría sido más rápido y seguro cargárselo, pero no podía hacer eso. Esa noche nadie debía morir. Tenía que darle a Sophie la oportunidad de recoger el micrófono sin que nadie sospechara.

El guardia dobló una esquina de la valla.

Royd se incorporó y corrió hacia un trozo de césped a un metro de la verja. En cuestión de segundos, sacó la planta de su mochila impermeable y, al cabo de un minuto, ya estaba plantada. Esparció la tierra seca y polvorienta que había traído con él sobre la tierra recién excavada. Enseguida se irguió y corrió de vuelta a la maleza.

Se había asegurado de que su traje estaba seco antes de la operación, de modo que no quedaran rastros de agua. Sería necesario mirar muy de cerca para ver que las flores no crecían en ese lugar, y a veces las plantas crecían de la noche a la mañana.

Tenía que volver nadando hasta la lancha.

Y esperar que Sophie se pusiera en contacto con ellos.


– Ahí está nuestra planta depuradora -dijo Sanborne, señalando hacia un edificio con techo de tejas rodeado por una valla de tela metálica-. No es nada impresionante, pero servirá para nuestros objetivos.

– ¿Para matar a miles de personas? -inquirió Sophie cuando bajó del coche. Simulaba estar relajada mientras paseaba la mirada por el perímetro. Una flor amarilla. Mierda. ¿Dónde estaba?

– Te he dicho que ésa no era nuestra intención. Y si haces tu trabajo adecuadamente, puedes salvar a todas esas personas que tanto te preocupan. Con eso deberías conseguir sentirte muy importante.

¡Ahí estaban! Unas raquíticas florecillas amarillas a un metro de la verja. Apartó rápidamente la mirada.

– Haré mi trabajo. Tengo que hacerlo. -Dio unos pasos hacia la valla-. Aunque sólo Dios sabe cómo. Necesitaré toda la suerte que pueda implorar, tomar prestada o robar para salvar a mi hijo. Tendré que… -Se detuvo-. Suerte. Puede que, al fin y al cabo, la suerte esté de mi lado.

– ¿Qué?

– Michael adora las flores amarillas. Cuando era muy pequeño, me cortaba ramos de dientes de león. -Avanzó hacia el manojo de flores amarillas-. Quizá sea una señal de que las cosas le irán bien. -Se arrodilló y cogió la flor que tenía más cerca, tapando la visión de Sanborne con el cuerpo. El micrófono. Un ingenio del tamaño de la uña de su pulgar. Lo recogió y dejó que se deslizara por la manga-. Me vendrá bien un poco de suerte.

– Sí, es verdad. Qué perceptiva eres. Pero una mala hierba no te ayudará. Yo soy el único que puede ayudarte. Me sorprende que una científica crea en esas supercherías.

– También soy madre. -Introdujo el tallo de la flor en el ojal de su blusa-. Y puede que te hayas dado cuenta de lo desesperada que puede estar una madre por su hijo. Por supuesto que te has dado cuenta. Por eso estoy aquí. Me conformaré con la suerte o con cualquier otra cosa que lo mantenga vivo.

– Guárdate tu pequeño amuleto -dijo él, sonriendo, y le abrió la verja-. Da un poco de pena, pero diría que me agrada verte tan desesperada. Me hace sentir la embriaguez del poder. Sabes que siempre he querido disfrutar de esa relación amo-esclava contigo. Cuando estabas en Amsterdam, tan llena de alegría y seguridad, veía que no te importaba yo ni mis opiniones. Sabías que estabas en lo cierto y tu actitud conmigo era muy condescendiente, muy irritante.

– ¿Por eso te vengaste con mi familia?

– En parte. Necesitabas que te bajaran un poco los humos.

Sophie se sintió barrida por la rabia y el dolor, como una marea caliente.

– Mi padre y mi madre eran inocentes. No se merecían morir.

– Ahora ya está hecho. Olvídalo. Deberías concentrarte en lo que nos importa.

¿Olvidarlo? Parecía increíble que Sanborne pensara que podía olvidar aquella tarde en el muelle que le había destrozado la vida. Sin embargo, ahora se percataba de que a Sanborne aquel episodio no le parecía raro.

– Sí, ya está hecho. -Apartó la mirada-. Y te aseguro que estoy totalmente concentrada en lo que nos importa.

– Bien. -Sanborne abrió la puerta de la planta depuradora-. Las cubas están en la parte trasera -indicó, señalando más allá de las enormes máquinas-. Tengo que irme. Avisa al guardia cuando tengas que volver al laboratorio. -Iba a irse, pero de pronto se giró-. Te habrás dado cuenta de que esta instalación está muy bien vigilada. Nadie puede salir ni entrar sin mi permiso. Si decides que tu hijo no merece el riesgo, podrías pensar en ti misma. Eres muy joven para morir.

Sophie lo vio salir por la puerta. Cabrón arrogante. Al final, Royd no sólo había conseguido llegar hasta la instalación sino también plantar el micro. Sintió un placer intenso al pensar en ello. Por primera vez desde que llegara a San Torrano, sentía una pizca de esperanza mezclada con determinación. Royd había burlado las defensas de Sanborne y había establecido contacto con ella.

¡Podían conseguirlo!


– Tiene el micro puesto. -Kelly alzó la vista del monitor cuando Royd entró en la cabina-. Lo ha recogido hace unos diez minutos. -Sonrió-. Justo delante de Sanborne. Lo ha manejado muy bien. Es una chica brillante.

– ¿Está dentro de la instalación?

– Ahora está revisando las cubas. Sanborne no está con ella. Todavía no ha intentado comunicarse con nosotros.

– Es probable que esté estrechamente vigilada. Como has dicho, es brillante -advirtió Royd, y se dejó caer en la silla junto a la mesa-. Hablará cuando crea que es seguro.

– ¿Has sabido algo de MacDuff?

– Vienen en camino. Deberían llegar de aquí a unas horas.

– Royd.

Royd dio un salto al oír la voz de Sophie que salía de la pantalla.

– Me siento como si hablara conmigo misma. Espero por todos los dioses que alguien me esté escuchando. -Guardó silencio-. He revisado el lugar. No hay cámaras y creo que tampoco hay micros ocultos. Gorshank llevaba a cabo su trabajo en un laboratorio en la casa. No habría motivos para espiarlo aquí arriba. No me alargaré, podría venir un guardia y oírme hablando sola. Los documentos del REM-4 se guardan en la caja fuerte en la biblioteca de Sanborne, en la casa. Intentaré encontrar una manera de destruirlos. Espero que hayas podido colocar los explosivos. Si no lo has hecho, te sugiero mirar las cubas en el Constanza. La mitad de las cubas todavía están en el barco. Intentaré convencer a Sanborne para que traslade el resto de las cubas a tierra. Necesitaré un arma. Pon una en las cubas, si puedes. -Siguió una pausa-. Puede que no podamos esperar hasta pasado mañana. Boch insiste en vaciar las cubas y al diablo con las consecuencias. Sanborne duda. Sin embargo, con él todo se reduce a los negocios, y si Boch lo convence de que pueden cerrar un buen trato, aunque sea con un alto porcentaje de bajas, lo hará.

– Tiene toda la razón -masculló Royd.

Sophie no habló durante un momento.

– Anoche hablé con Michael -dijo, con voz titubeante-. Y el hombre que me atendió no era Jock. Reconocería su voz aunque imitara ese acento de Brooklyn. Me ha… asustado. Intento no pensar demasiado en ello. Eso es todo. Volveré a hablarte si algo ocurre.


Royd susurró una maldición.

– ¿Va a destruir esos documentos? -preguntó Kelly-. Creí que sólo había ido para localizarlos.

– Ése era mi plan pero, por lo visto, nunca ha sido el suyo. Debería haber sabido que si encontraba los documentos se sentiría obligada a hacer ella misma el trabajo. Dirá que ya que fue su investigación la que provocó el daño, también era su deber librar al mundo de sus resultados.

– Y no confía en ti para que te ocupes de ello.

– No, no confía en mí. -Se incorporó y fue hacia la puerta-. No confía en absoluto.


Boch seguía en el porche con Sanborne cuando Sophie volvió esa tarde. Se palpaba claramente la tensión entre los dos, a pesar de los intentos de Sanborne por disimularlo.

– Buenas noches, Sophie -Sanborne sonrió-. Espero que tengas buenas noticias para mí. Mi amigo, aquí, se muestra muy escéptico respecto a tu capacidad de sacarnos de nuestro apuro.

– Todavía no lo he conseguido. Quiero que traigas las otras cubas del Constanza para que pueda examinarlas.

– ¿Por qué? -preguntó Boch fríamente.

– He descubierto huellas de un elemento desconocido en las cubas en la planta depuradora. Quiero asegurarme de que viene de las cubas y no de algún ingrediente que Gorshank agregó en ellas.

– Es una pérdida de tiempo -dijo Boch-. Está ganando tiempo, Sanborne.

– Quizá. -Sanborne escrutó el rostro de Sophie-. Quizá he confiado demasiado en el instinto materno.

– Necesito esas cubas. -No tenía para qué fingir la desesperación en su voz. Esa sutil amenaza implícita en las palabras de Sanborne le hizo sentir un estremecimiento de pánico-. Si no me dejan examinarlas, es como atarme las manos.

– Dios no lo quiera -dijo Sanborne, que dudaba-. Desde luego que te traeremos las cubas. -Se volvió hacia Boch-. Las trasladaremos a la planta esta misma noche. Es lo que querías de todos modos, ¿no?

Boch lanzó una mirada enérgica a Sanborne.

– ¿Piensas desembarcarlas?

– No soy una persona testaruda. Llegaremos a un acuerdo. Vaciaremos las cubas en las fuentes de agua esta noche, después de que ella tome sus muestras. Luego le daremos un par de días para que encuentre una solución a los errores de Gorshank. Si el REM-4 provoca un número preocupante de muertes en los próximos días, entonces tendremos a Sophie como la respuesta a los problemas de nuestro cliente.

– No -dijo Sophie, con voz cortante-. No hay necesidad de vaciar las cubas. Denme un poco de tiempo y yo me aseguraré de que el REM-4 sea seguro.

– Boch cree que se nos ha acabado el tiempo -dijo Sanborne-. No tiene ninguna fe en ti. ¿Te lo puedes creer?

– No. -Sophie apretó los puños-. Tienes a mi hijo. No me imagino que alguien pueda creer que no haría todo lo que está en mi poder para darte lo que quieres.

– No le hagas caso -dijo Boch-. Ya no importa. Tú estabas de acuerdo, Sanborne.

– Así era. -Se giró nuevamente hacia Sophie-. Vuelve a la planta depuradora. Tendrás tus cubas.

– No -murmuró ella-. No lo hagas.

– Pero si yo no he sido, Sophie, has sido tú. No me has traído los resultados que necesitaba. Te advertí que Boch tenía prisa. Es culpa tuya, no mía.

Su culpa. Por un instante, quedó como paralizada, hasta que la parálisis fue barrida por la ira.

– Y una mierda que es culpa mía. Eres un hijo de puta. ¿En qué te perjudicaría esperar?

– No seas desagradable. No me agrada. -Se giró hacia Boch-. Manda unos hombres al barco a buscar las cubas. ¿Cuántas quedan en el Constanza?

– Ocho. -Boch ya se alejaba a toda prisa-. Estarán en tierra en dos horas.

– Excelente.

Sanborne observó a Boch un momento antes de volverse hacia Sophie.

– Más te vale que el cliente de Boch ponga objeciones a la potencia del REM-4. De otra manera, no tendré más necesidad de tus servicios. Empieza a molestarme tu arrogancia -advirtió, alejándose hacia la casa-. Y en tu lugar no le hablaría a Boch como me has hablado a mí cuando te traiga esas cubas. Es un hombre que se deja llevar fácilmente por sus emociones, y podría adoptar medidas que podrían resultar desagradablemente fatales para ti. Después, como es natural, yo tendría que llamar a Franks y decirle que mate al niño. Ya no lo necesitaría para nada.

Sophie se lo quedó mirando, embargada por la ira y la frustración. ¿Por qué el muy cabrón no habría esperado un día más antes de ceder a las exigencias de Boch? Dos horas…

Dio media vuelta, bajó corriendo las escaleras y se alejó por el camino hacia la planta depuradora. Dos horas. No podía permitir que eso ocurriera. Tenían que detenerlo. Se mantuvo a distancia del guardia y pulsó el micro. Intentó hablar en voz baja.

– No puedes esperar. Van a vaciar las cubas en el agua dentro de dos horas. Tenemos que movernos esta noche. Yo estaré en la planta depuradora. -El guardia casi la había alcanzado y no se atrevió a decir más.

Dios mío. Sólo dos horas…

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