Capítulo 9

Simpson todavía no había llegado.

Dave Edmunds volvió a mirar su reloj. ¿Dónde diablos estaba? Ya era un fastidio tener que encontrarse con él en una carretera secundaria en medio de ninguna parte. Al principio, les había dicho que no, pero entendía por qué ellos querían tener la seguridad de que cualquier negociación sería absolutamente secreta. Tampoco tenía ningún deseo de publicidad. La publicidad acabaría con la poca ventaja de la que todavía gozaba después de saber que Sophie y Michael no estaban en esa casa. Era evidente que se alegraba de que hubiera una posibilidad de que estuvieran vivos y que él haría todo lo posible por encontrarlos. Sin embargo, hasta que no existieran pruebas definitivas, todavía tenía una oportunidad para entenderse con ellos y llegar a un acuerdo antes de que Sophie y Michael aparecieran. Alguien tenía que pagar, y bien podía ser él quien recibiera el dinero. Podía hacerles soltar suficiente pasta para obtener un buen porcentaje y guardar lo necesario para los estudios universitarios de Michael.

Y aquellos ejecutivos debían de saber el escándalo que podía armar si ellos se negaban a negociar. De otra manera, Simpson no habría llamado para reconocer que trabajaba para la compañía de gas ni habría acordado esa reunión.

Sin embargo, ahora ese cabrón de Simpson lo hacía esperar. ¿Una treta psicológica?

No, ahí llegaba por el recodo del camino. Dave reconoció el coche. Fue a su encuentro cuando se detuvo a un lado del camino y Simpson bajó la ventanilla.

– Ha llegado tarde -dijo Edmunds, mirando su reloj con impaciencia-. Veinte minutos. No soporto a la gente impuntual. ¿Sabe usted cuántos casos habría puesto en peligro si llegara tarde a los tribunales?

– Lo siento -dijo Simpson-. Me retuvieron en el despacho. Es fin de semana, pero se trata de un asunto importante. Cuando hablamos por teléfono, usted me dijo que no se conformaría con una cantidad inferior a la que mencionó, pero mis superiores se muestran reacios.

– Déjese de chorradas. Los tengo con el agua al cuello. O negocian o me verán en el banquillo, pálido y temblando, contándole a un jurado cómo la compañía de gas ha puesto en peligro la vida de mi hijo.

– ¿De verdad cree que nos puede sacar algo a pesar de que no ha habido víctimas?

– Eso no lo sabemos. Quizá mi ex mujer sufrió un golpe y anda por ahí perdida y herida. Al fin y al cabo, todavía no ha aparecido. Puede que tenga que contratar a investigadores privados, y eso cuesta dinero. -Tenía que apuntar a la yugular-. No tiene ni idea de los problemas que les podría crear. Cuando llegue el fin de semana, todos los propietarios en ese barrio estarán presentando demandas contra la compañía de gas por poner en peligro su seguridad mental y física. Le convendría mucho más negociar algo ahora y mantenerme callado.

– Mis superiores están de acuerdo con usted -dijo Simpson, sonriendo-. Sólo querían que negociara un poco. Les dije que usted no se prestaría a ello -dijo, y calló-. Pero no tengo la autoridad para negociar el acuerdo que usted quiere. Si le parece bien, vendrá alguien que puede hacer eso en nombre de la empresa.

– ¿Quién?

– George Londrum.

– ¿El director de la comisión de obras públicas? -Edmunds lanzó un silbido por lo bajo-. He oído que renunció a todas sus acciones cuando asumió la dirección de la comisión.

– Eso no significa que no le interese que la empresa de gas siga estando saneada y sea próspera. Sólo seguirá en el servicio otros dos años y luego querrá un nido bien cómodo al que volver.

– La empresa no estará saneada si yo tengo que sacarles hasta el último centavo.

– Entonces, ¿puedo llamarlo y decirle que venga? Espera en una gasolinera a unos pocos kilómetros de aquí.

Edmunds pensó en ello. ¿Por qué no? Londrum era un político, y él sabía cómo manejar a los políticos. Y el hecho de que Edmunds supiera que todavía le preocupaba a la empresa de gas sería una excelente arma de negociación.

– Claro que sí. Dígale que venga. Hablaré con ese cabrón corrupto.

Simpson sonrió.

– Es una descripción muy ingeniosa -dijo, y marcó el número-. El señor Edmunds dice que estará encantado de tratar con usted. -Simpson empezó a subir la ventanilla-. Ahora, si no le importa, yo me largo. Estoy seguro de que ninguno de los dos quiere tener testigos de su encuentro. El señor Londrum llegará en unos minutos. ¿Sabe usted qué aspecto tiene?

– Por supuesto que sí. -Edmunds se quedó mirando cómo Simpson se marchaba. El hombre tenía razón. No quería testigos. Pero, joder, deseaba no tener miedo por llevar un micrófono para grabar el encuentro. No tenía ni idea de que el director de la comisión tuviera algo que ver con la empresa de gas.

Simpson redujo la velocidad al cruzarse con un elegante Lincoln Town Car en una curva. Era normal que Londrum viajara en un gran vehículo de lujo. Seguro que quería impresionarlo e intimidarlo. Pero se equivocaba.

Edmunds se preparó cuando vio que el coche se dirigía hacia él.


– ¡Dios! -Jock lanzó las cartas cuando oyó que se disparaba la alarma del monitor de la biblioteca-. Michael -dijo, y se incorporó de un salto-. Supongo que tendría que habérmelo esperado. Hemos tenido suerte de que no ocurriera anoche.

– Siéntate -dijo MacDuff, que se había levantado e iba hacia la puerta-. Ya me ocupo yo.

– Es responsabilidad mía. Le prometí a Sophie que… Ni siquiera te conoce.

– Entonces será mejor que empiece ahora -dijo, y sonrió a Jock por encima del hombro-. Confía en mí. Cuidé de ti cuando estabas loco de atar. Podré ocuparme del niño.

– Pero ¿por qué quieres hacerlo? -Jock lo había seguido hasta el pasillo-. Es mi…

– Lo he aceptado en mi casa. -MacDuff subía la escalera de dos en dos-. Ya es hora de conocerlo.

– Porque es uno de los tuyos -dijo Jock, con voz queda.

– Todavía no. No es tan fácil. Pero tú lo aprecias y eso me pone las cosas difíciles -dijo, y siguió por el pasillo de la planta superior-. Quédate ahí a menos que te llame. Puedo ocuparme de esto, Jock.

MacDuff abrió la puerta de la habitación de Michael cuando el grito rompió el silencio de la noche. El chico estaba sentado en la cama y hacía grandes esfuerzos para respirar.

MacDuff cruzó la habitación en cuestión de segundos y sacudió suavemente a Michael.

– Despierta, niño. Nadie te hará daño.

Las lágrimas le bañaban la cara cuando abrió los ojos.

Y volvió a gritar cuando vio la cara de MacDuff. Se separó de él y se acurrucó en el otro lado de la cama. Cogió la lámpara de la mesita de noche, tiró del cable y se la lanzó por la cabeza a MacDuff.

Éste alcanzó apenas a defenderse levantando el brazo.

– Maldita sea, niño, no tengo intención de… -MacDuff se lanzó sobre la cama y cogió a Michael en un estrecho abrazo-. ¿Quieres dejar de pegarme? Jock se reirá un buen rato si consigues dejarme una magulladura.

– ¿Jock? -De pronto, Michael quedó quieto entre sus brazos-. ¿Jock? ¿Dónde está?

– Está abajo. Espera a regañadientes a que yo baje -dijo MacDuff, y apartó al niño-. ¿Ahora sabes quién soy?

– El señor MacDuff. -Michael se humedeció los labios-. Lo siento, señor. No era mi intención…

– No tienes que disculparte. Te he asustado. Más o menos me lo esperaba -dijo, e hizo una mueca-. Pero no esperaba que me fueras a tirar una lámpara a la cabeza.

– No sabía quién…

– Ya lo sé. -El niño seguía temblando, e intentaba ocultarlo. Había que darle una oportunidad para salvar su orgullo. MacDuff se levantó y fue hasta la ventana-. Hace calor aquí dentro -dijo, y la abrió-. No hay aire. Yo también tendría pesadillas.

Michael no dijo palabra durante un momento.

– No es por eso que tengo pesadillas. Creo que usted lo sabe, señor.

MacDuff lo miró por encima del hombro. Vio el pulso que latía en la sien de Michael, y que ahora parecía empezar a calmarse.

– Sí, lo sé. Pero me pareció que era lo que tenía que decir.

– ¿Piensa preguntarme acerca de las pesadillas?

– ¿Por qué habría de hacerlo? No es asunto mío.

– Entonces, ¿por qué está aquí?

– Yo te invité a venir al castillo. Si tienes un problema, es responsabilidad mía ayudarte a solucionarlo. No puedo ayudarte si no te conozco, Michael.

– Jock me ha traído aquí -dijo Michael, vacilante-. No quiero molestarlo.

– Si fuera una molestia, no habría dejado que Jock te trajera. -Siguió un silencio-. A ver si aclaramos una cosa. Yo no te hago preguntas y no soy tu madre.

– Sí -dijo Michael, y en sus labios asomó una ligera sonrisa-. A mamá no le habría lanzado una lámpara a la cabeza.

– Espero que no -dijo MacDuff, frunciendo el ceño-. Aquí en mis tierras no permitimos de ninguna manera maltratar a las mujeres.

– Ya puede irse, estoy bien.

– Se diría que quieres deshacerte de mí. Me da la impresión de que no cumplo mi función de sustituto como es debido. ¿Qué hace tu madre cuando despiertas de una pesadilla?

– Pero usted no es mi madre -dijo Michael, con voz grave.

– Vaya, señor sabelotodo.

Michael lo miró con los ojos muy abiertos.

– Perdón, señor. Se me ha escapado. Ya sé que no ha sido muy correcto, ni siquiera…

– Deja de tratarme como si fuera un ogro. No tengo intención de comerte.

– Pero es un señor mayor y una especie de lord, y mamá me dijo que tenía que portarme bien.

– No soy viejo -dijo MacDuff, irritado.

– Es más viejo que Jock.

– La mitad de la población es más vieja que Jock. Tengo más de treinta años, y han sido unos años ricos y bien vividos que me han convertido en el ser humano excepcional que soy. -MacDuff adivinó un ligero toque de humor en la mirada de Michael cuando miró el suelo-. Me estás tomando el pelo. Vosotros, los de Estados Unidos no tenéis respeto.

– ¿Conoce a muchos estadounidenses?

– Unos cuantos. Ahora, dime, ¿qué hace tu madre después de estos episodios?

– Me prepara un chocolate caliente y conversa conmigo.

– No tengo intención de bajar a la cocina a preparar un chocolate, y no nos conocemos lo suficiente como para entablar una conversación.

– Puedo volver a dormirme. Usted no tiene que hacer nada.

– Pamplinas. Es un lugar desconocido para ti y tardarías mucho rato en deshacerte de la tensión. Será mejor que te la quite a base de machacarte.

Michael se puso tenso.

– ¿Señor?

– No quiero decir literalmente. Jock me ha contado que juegas al fútbol.

– Sí.

– Yo jugaba cuando iba a la escuela. Bajemos a la explanada y practiquemos un poco. Te garantizo que estarás hecho un trapo cuando acabemos.

– ¿Ahora? ¿En plena noche?

– ¿Por qué no? ¿Tienes algo mejor que hacer? Ponte tus botines y vamos a correr.

Michael lanzó la manta a un lado. Tenía el rostro encendido de ilusión.

– ¿La explanada? ¿Dónde está esa explanada?

– Es un terreno cerca del acantilado que mira al mar detrás del castillo. Mis antepasados venían de las tierras altas y acostumbraban a ponerse a prueba con juegos con que demostraban su fuerza y su destreza. Es un terreno llano, y seguro que podré encontrar una pelota en alguna parte.

– ¿Y qué pasará si le doy a la pelota y la lanzo por el acantilado?

MacDuff iba hacia la puerta y se detuvo.

– Pues, te lanzaré yo a ti detrás para que vayas a buscarla.


Era verdad que Nate Kelly se parecía un poco a Fred Astaire, pensó Sophie, al verlo caminar hacia ellos. Sin embargo, su manera de moverse era menos rítmica y enérgica.

– Tenemos que movernos con rapidez -dijo a Royd, cuando faltaban unos metros-. Tenemos que estar dentro cuando se corte la luz, y tenemos que encontrarnos cerca de la sección de recursos humanos -advirtió, y le lanzó una mirada a ella-. ¿Sophie Dunston?

– Sí.

– Encantado de conocerla. Sígame de cerca y haga lo que le digo y puede que salgamos vivos de este asunto. -Se giró y empezó a caminar hacia las instalaciones-. ¿Tú vienes con nosotros, Royd?

– No. Esperaré fuera, en la zona de transporte en caso de que necesitéis a alguien que os libre de algún contratiempo.

– Estaremos bien, siempre y cuando no se restablezca la electricidad. A esta hora de la noche no hay nadie en recursos humanos.

– Y ésas fueron sus últimas palabras. Siempre he constatado que no puedes fiarte de nada en situaciones como éstas -dijo Royd, mirando a Sophie-. Es nuestra última oportunidad. Deje que Kelly haga su trabajo.

– ¿Y perder mi oportunidad de apoderarme del CD? Si es él quien tiene que revisar todos los CDs y documentos de la caja fuerte, habrán reparado la avería antes de que salga del despacho. Yo sabré enseguida si el CD está ahí.

– Es verdad -concedió Kelly-. Pero puede que no alcance a salir del edificio y llegar a la zona de transporte. Una vez que haya acabado con la caja fuerte, estará sola. Yo tengo que volver a la sala de vigilancia y fingir que he estado ahí mientras las luces estaban apagadas-. Lanzó una mirada por encima del hombro en dirección a Royd-. A menos que quieras que me arriesgue y la acompañe hasta donde esperas tú.

– No -dijo Royd, terminante-. Es decisión suya. No quiero que te expongas ni quiero correr el riesgo de perderte allí, dentro de las instalaciones. Si veo que hay problemas, entraré yo mismo a buscarla.

– Y una mierda -dijo Sophie-. Nadie correrá más riesgos de los que debe por mí. Ustedes dos, hagan lo que tienen que hacer y déjenme hacer lo mío. Saldré sin su ayuda -dijo, y se detuvo. Estaban en lo alto de un cerro y las instalaciones se erguían a cierta distancia. El edificio de tres plantas estaba protegido por una valla de tela metálica y había luces en todas las ventanas. Sophie divisó tres camiones en la zona de transporte y un grupo de hombres que iban de un lado a otro, atareados con la carga. Intentó disimular su escalofrío-. ¿Cómo burlaremos a esos hombres?

– Pasaremos por el sótano, al otro lado del edificio. Es mucho menos concurrido. Hay un guardia, y suele estar distraído mirando a los que cargan los camiones -dijo Kelly-. He dejado la puerta del sótano y la puerta sur abiertas al salir. -Kelly ya descendía por la ladera del cerro-. La carga del sótano ya ha sido trasladada y despachada, de modo que no hay demasiadas posibilidades de toparse con un guardia. Iremos hacia la izquierda, hacia la escalera de emergencia y subiremos hasta la segunda planta. Seguimos recto unos cien metros, doblamos a la derecha y continuamos otros veinte metros. ¿Lo ha entendido?

– A la izquierda en la escalera de emergencia. Segunda planta. Doblar a la izquierda, cien metros, doblar a la derecha y seguir otros veinte metros.

– Vale. No lo olvide. Memorice cada paso que da. Recuerde que tendrá que volver sola. Tengo unos visores infrarrojos, pero a veces las cosas tienen otro aspecto.

– ¿Nada de linternas?

– Usaremos una en la sala de recursos humanos, porque tenemos que ver claramente la caja fuerte y los contenidos. Pero esos despachos de la segunda planta tienen paredes de vidrio y no queremos que nos vea algún vigilante en los pasillos. Una vez que salgamos del despacho, yo iré por la escalera de atrás hasta la sala de vigilancia en la tercera planta y usted irá por la escalera de emergencia y saldrá al patio. ¿Entendido?

Sophie asintió con un gesto de la cabeza y miró hacia el enorme edificio de la factoría que se alzaba ante sus ojos para que él no viera lo asustada que estaba a medida que pasaban los segundos.

– ¿No debería tener un arma?

– No -dijo Royd-. Puede que se vea tentada de usarla y no queremos verla metida en un enfrentamiento. Es más seguro para Kelly y más seguro para usted.

– Y no quiere arriesgarse a perder a Kelly.

– Absolutamente -dijo Royd, sin más-. Me alegra ver que entiende las prioridades de la situación.

– Sobre eso no tengo dudas. -Casi habían llegado a las puertas y Sophie sentía el sudor que le humedecía las manos-. ¿Y usted estará esperando en la puerta cuando yo vuelva?

– O entraré a buscarla si la pifia -dijo Royd, sonriendo apenas-. Como usted misma ha dicho, no puedo arriesgarme a que desvele la presencia de Kelly como topo.

– No la pifiaré. -Dios, esperaba que eso fuera verdad. No se había imaginado que tendría tanto miedo.

– Espere aquí. -Kelly había abierto las puertas y se había deslizado en el interior. Al cabo de dos minutos, volvió-. El guardia de aquella esquina está vigilando la operación de carga. Tú, Royd, quédate aquí. Y vigílalo. Yo entraré con ella -dijo, y le cogió la mano a Sophie-. ¡Agáchese y corra!

Sophie echó a correr.

Quedaban diez metros hasta la puerta del sótano. Dios mío, las luces eran tan intensas que si el vigilante se giraba por fuerza tendría que verlos. Sólo un metro. Ya estaban dentro.

La embargó un profundo alivio, pero Kelly no le dio ocasión de recuperar el aliento, porque ya la llevaba hacia la puerta de la escalera de emergencia.

– Dese prisa, nos quedan tres minutos antes de que se corte la luz.

Subieron las seis plantas en dos minutos. Kelly echó una mirada a la oscuridad que reinaba en los despachos de paredes de vidrio.

– Está vacío. Deprisa. Con un poco de suerte, entraremos en el despacho antes de que el circuito…

De pronto, la oscuridad.

Una oscuridad total.

– No hemos tenido suerte -dijo Kelly, poniéndose el visor de infrarrojos y echando a correr por el pasillo-. Sígame de cerca. Puede que no tengamos tanto tiempo como pensaba. Por lo visto, el temporizador tiene un fallo. Deberíamos haber tenido un minuto más…


Mierda.

Royd rodó por el suelo hasta quedar debajo de un coche aparcado cuando oyó los gritos y vio a los guardias correr de un lado a otro, confundidos. Miró su reloj.

El temporizador tenía que haber fallado.

Y si el temporizador no era fiable, significaba que todo el plan podía fallar.

¿Debería entrar a buscarlos?

No, siempre tenía que haber un hombre de apoyo en una misión tan arriesgada.

Y le había dicho a Sophie que sólo contaba consigo misma. Tenía que reconocer que lo había dicho para que ella desistiera. Aunque no sólo por eso. Sophie tenía que saber que si se comprometía, ella era la que corría peligro.

Vale, no había que entrar. Debía vigilar los alrededores. Encontrar una manera de abandonar las instalaciones, en caso de que Sophie consiguiera salir antes de que las luces se encendieran como un árbol de navidad. Kelly había hecho todo lo que podía, pero su responsabilidad acababa en cuanto Sophie saliera de la puerta del sótano.

Y la responsabilidad de Royd empezaba ahí donde terminaba la de Kelly.

Volvió a mirar su reloj. Habían pasado dos minutos. Faltaban otros diez.

Empezó a arrastrarse para salir de su escondite.


– Nos quedan diez minutos -murmuró Sophie, mientras iluminaba la combinación de la caja fuerte con la linterna.

– Shh. -Kelly tenía la oreja pegada a la superficie metálica de la puerta. Movía los dedos con delicadeza y precisión.

Unas manos bellas, unos dedos gráciles, pensó ella, como distraída. Era curioso quedar prendada de las manos de un asaltante de cajas fuertes. Pero era más raro aún estar ahí arriesgando el pellejo junto a él.

Por amor de Dios, ábrela ya.

Quedaban siete minutos.

El último minuto parecía haber durado una hora. Seis minutos.

Sophie sentía el corazón disparado en la boca de la garganta. Venga. Venga.

¡La puerta de la caja fuerte se abrió! Kelly se apartó.

– Ha sido muy justo. Sólo tendrá un par de minutos para revisarlo si quiere tener tiempo suficiente para salir de aquí.

– Vaya, gracias. -Las manos de Sophie volaban revisando la caja de CDs-. No esta aquí -dijo, y buscó en una segunda caja-. Tampoco está aquí, maldita sea.

– Ya se acaba el tiempo.

– No… -Y de pronto lo vio, en la parte trasera de la caja. Era la codificación de Sanborne, la misma con que había marcado los discos del REM-4.

– ¿Lo ha encontrado?

– No es el mismo. No sé si… -balbuceó Sophie, y se incorporó de golpe, paseando una mirada frenética por el despacho. Tenía que encontrar un ordenador portátil con batería. Vio uno en un rincón y cruzó corriendo la habitación-. Lo copiaré.

Kelly soltó una imprecación.

– ¡No hay tiempo!

Ella miró en la mesa en busca de un CD virgen mientras el ordenador se encendía. Tendría que guardarlo en el disco duro y luego copiarlo…

– No he venido hasta aquí para irme con las manos vacías.

– Entonces coja el maldito CD.

– Eso es lo que voy a hacer -dijo ella, decidida-. No creo que sea el que buscamos, pero es de los archivos privados de Sanborne. Quizá podamos utilizarlo. -Sophie miró por encima del hombro-. Salga de aquí. Necesita el tiempo que queda para volver y deshacerse del temporizador. Yo borraré el historial del ordenador, devolveré el original a la caja de seguridad y haré girar la combinación. Y luego lo seguiré.

Él miró su reloj y corrió hacia la puerta.

– Tiene tres minutos como máximo, Sophie. De otra manera, no podrá salir -avisó.

Y enseguida desapareció. «Enciéndete. Enciéndete, maldita sea». De pronto la pantalla se iluminó.

Tardó otros tres minutos en acabar el proceso de la copia. Pulsó las teclas para eliminar la copia del disco duro, devolvió el original a la caja fuerte e hizo girar la combinación. Salió enseguida y echó a correr por el pasillo hacia la escalera de emergencia.

Quedaban menos de dos minutos.

Bajó las escaleras de dos en dos.

Una planta.

Dos.

Cuatro.

Seis.

Salió disparada por la salida de emergencia. Le quedaba un minuto. Corrió hacia la puerta del sótano y la abrió de un tirón.

¡Las luces se encendieron!

– ¡Venga! -Royd la cogió por la muñeca, la sacó a toda prisa del edificio y echaron a correr hacia el aparcamiento. La hizo rodar debajo del primer coche que encontraron-. ¡Es usted una imbécil! ¿Por qué ha tardado tanto?

– Cállese. Tuve que hacerlo. -Sophie no podía respirar-. Y he mandado a Kelly por delante. Tuvo tiempo suficiente para desconectar el temporizador.

– No nos servirá de nada si nos descubren. Esperemos que todos se dirijan al interior para revisar el edificio.

– ¿Podemos cruzar la valla?

– No podemos arriesgarnos. Los he visto mandar a unos hombres para que vigilen el perímetro y se aseguren de que no hay señales de intrusos.

– ¿No nos facilitará las cosas cuando descubran que la avería ha sido un accidente?

– Tardarán un rato en comprobar que así ha sido. -Royd empezó a moverse para salir de debajo del coche-. Hasta entonces, tendremos que aguantar y esperar lo mejor.

– ¿En este aparcamiento?

– No, es un espacio demasiado abierto. Quédese aquí. Echaré una mirada y veré si el camino está despejado. Dejaremos que nos saquen de aquí en uno de sus camiones de mudanza.

– ¿Qué?

– ¿Se le ocurre alguna idea mejor?

– No. -Sin embargo, Sophie recordaba que había visto a muchas personas alrededor de aquellos camiones más temprano aquella noche-. No estoy segura de que funcione.

– Yo tampoco. Pero es nuestra mejor apuesta. No podemos volver al edificio, y nos volarían el culo si intentamos salir por la verja. Esperemos que Kelly haya preparado debidamente la avería eléctrica para que no sospechen, y que usted no haya dejado huellas de la intrusión.

¿Había dejado todo como estaba? Tenía mucha prisa, pero había procurado tener cuidado.

– No me gusta ese silencio.

– Creo que no debería haber problemas.

– Más nos vale -dijo él, con voz grave, mientras seguía arrastrándose-. No me gusta la idea de que nos veamos atrapados en una ratonera.


Hasta hora, todo va bien, pensó Sophie.

La zona alrededor de los camiones parecía desierta. Y bien, ¿por qué no? Supuestamente, no había nada importante dentro de los camiones y todos estaban dentro del edificio intentando averiguar qué diablos había ocurrido.

– Arriba. -Royd la hizo subir al camión y la siguió rápidamente. Miró los muebles-. El armario metálico. -Royd se acercó al armario de casi dos metros y abrió las puertas-. Estanterías, maldita sea -masculló por lo bajo. Royd hurgó en su bolsillo y sacó una cadena con distintas herramientas colgando de ella-. Vigile la parte trasera del camión mientras me deshago de esto.

Sophie se agachó frente a la puerta abierta del camión.

– ¿Qué es eso? ¿Una navaja suiza?

– Bastante más sofisticada, pero la idea básica es la misma. ¿Qué ocurre ahí dentro?

– Mucha actividad. Guardias que van y vienen…

¡Y uno de ellos estaba abriendo la puerta de la factoría!

– ¡Dese prisa!

– Eso hago. Queda una estantería. Podemos dejar la de arriba.

– Viene un guardia… No, se ha detenido y está hablando con alguien de dentro.

– Ya lo tengo. -Royd se incorporó de un salto y llevó las estanterías hasta el sillón de cuero en un rincón-. Métase dentro. -Dejó las estanterías detrás del sillón-. No hay sitio para ponerse de pie, pero los dos podemos acurrucamos dentro.

– No hay mucho sitio -dijo ella, metiéndose dentro del armario. Todavía oía al guardia que conversaba. Que siga hablando, que siga hablando-. Y usted no es un enano, que digamos.

– No precisamente. -Royd se metió dentro del armario y cerró una puerta. Luego cogió la otra puerta por la bisagra y tiró de ella para cerrarla-. Es una suerte que usted sea lo bastante delgada para compensar.

Se hizo la oscuridad total.

Una cercanía agobiante.

A Sophie le latía con tal fuerza el corazón que estaba segura de que Royd podía oírla.

– No pasa nada -susurró él-. No son chicos demasiado inteligentes, o nunca habrían dejado el camión sin vigilancia. Lo más probable es que no lleven a cabo una búsqueda.

Ella asintió con un movimiento enérgico de la cabeza, pero permaneció muda. No quería hacer nada que redujera esas probabilidades.

El tiempo transcurrió con una lentitud exasperante.

Cinco minutos.

Diez minutos.

Veinte minutos.

Treinta minutos.

Cuarenta minutos.

La puerta del camión se cerró con tal estrépito que el armario se movió.

Sophie sintió una ola de alivio.

Al momento siguiente, el motor rugió y se puso en marcha.

¿Se detendría en la puerta de entrada?

No, era evidente que los habían dejado pasar.

Se dejó ir contra el frío metal del armario.

– Le dije que no pasaría nada -dijo él, por encima del rugido del motor-. Kelly es un experto. Es probable que hayan verificado la avería eléctrica y no hayan encontrado nada sospechoso.

– Odio a la gente que dice «Ya te lo había dicho».

– Reconozco que es uno de mis defectos. Tengo razón tan a menudo que se puede convertir en un rasgo muy desagradable para los demás.

Royd bromeaba. Ahí estaban, encerrados en aquel estrecho ataúd metálico y a él no le molestaba en lo más mínimo. A Sophie le entraron ganas de matarlo.

– En realidad, deberíamos agradecer que no siguen el procedimiento habitual para trasladar esta carga al barco.

– ¿Qué?

– La mayoría de las veces sólo tienen contenedores cerrados que cargan en el barco mediante grúas. En cuyo caso, se nos habría acabado la suerte.

– ¿Por qué no hacen eso ahora?

– Tendría que preguntarle a Sanborne. Tiene que haberles dicho que había que trasladarlo con mucho cuidado y a mano.

– ¿Y cómo se supone que saldremos de este camión cuando lleguemos a nuestro destino? -preguntó ella, entre dientes.

– Ya veremos.

– Yo no funciono de esa manera. Usted verá. Yo necesito un plan.

– De acuerdo, tracemos un plan. Usted primero.

– Nos encontrarán cuando empiecen a descargar. Tendremos que salir antes.

– Buen plan. Y mi plan es esperar a que abran la puerta y matarlos cuando suban a descargar o esperar hasta que descarguen uno de los otros muebles y luego aprovechar la oportunidad para salir a toda leche. En pocas palabras, ya veremos.

– No tengo qué preguntar cuál de las dos opciones prefiere.

– Sí, soy un cabrón tan sediento de sangre que espero con ansias mi próxima víctima.

– No, no he querido decir… Pero me ha hecho enfadar. No tengo derecho a culparlo por…

– Por el amor de Dios, cállese ya -dijo él, con voz seca-. Tiene derecho a decirme lo que quiera sin tener que entrar en una espiral de culpa. ¿Ha encontrado el CD? -preguntó, para cambiar de tema.

– No, no exactamente.

– O lo ha encontrado o no lo ha encontrado.

– No he encontrado el CD del REM-4. Pero encontré otro con los códigos especiales de Sanborne e hice una copia.

– ¿Por qué?

– Porque quería ver qué contenía -dijo Sophie, y calló-. Y me ha irritado no haber encontrado el REM-4. Maldita sea, con las ganas que tenía de encontrarlo.

– Eso era bastante evidente. Podría haber sido un desastre.

– Pero usted me dejó intentarlo.

– Y eso debería asustarla. Si hay una posibilidad de tener éxito, aunque sea parcial, la dejaré intentarlo. A pesar de la promesa que les hice a Jock y a usted. Siempre me ocuparé de que salga con vida una vez consumados los hechos.

– Nunca he pedido más que eso. No, eso no es verdad. Si alguna vez pone a mi hijo en peligro, lo mataré con mis propias manos.

– Eso no hay ni que decirlo. Todos tenemos una tecla del infinito que puede dispararse.

– ¿Una tecla del infinito?

– El mecanismo único que puede liberar todo el mal y todo el bien que hay en nosotros. La caja de Pandora. Un acto o una persona que pueden conducirla a hacer lo que tiene que hacer a como dé lugar.

– ¿Y Michael es mi tecla del infinito?

– ¿No lo cree usted?

Cualquier bien o cualquier mal…

– Supongo que sí. Sin embargo, yo estaba dispuesta a matar a Sanborne para vengarme de lo que le hizo a mi familia. Así que tiene que haber otras teclas.

– En su caso, están todas conectadas con sus seres queridos.

Eso era verdad.

– ¿Y cuál es su tecla, Royd?

– El odio puro.

La respuesta le provocó un sobresalto. Estaba tentada de dejar el tema, pero la posibilidad de indagar más allá era una atracción irresistible.

– El odio es el producto. ¿Pero cuál es la causa de todo ese odio? ¿Cuál es el gatillo? ¿Garwood?

– Puede que sí.

– Royd.

Él guardó silencio un momento.

– El REM-4 tardó un tiempo en hacerme efecto. Yo me resistía, y eso irritaba a Sanborne y a Boch. Buscaban todo tipo de métodos para perfeccionarlo, al igual que Thomas Reilly hacía con Jock. Boch tuvo una gran idea. Me llevaron hasta Garwood reclutando a mi hermano menor, Todd. Luego, lo encadenaron a una pared y cada vez que yo no obedecía las instrucciones, le daban una paliza y le negaban el agua. Aquello tuvo un efecto psicológico satisfactorio en mí cuando se administraba con el REM-4. En un abrir y cerrar de ojos, me convertí en el zombi que ellos deseaban. Después de eso, Todd ya no les servía porque estaba a punto de morir de los golpes y la desnutrición. Así que lo mataron ante mis propios ojos. Se suponía que debía ser una prueba final. Para entonces, ya tenían bastante confianza en mí. Dios, qué par de imbéciles. Sólo demuestra lo poco que Sanborne sabe acerca de la naturaleza humana. El asesinato de Todd fue el primer ladrillo que se desprendió del muro que habían construido a mi alrededor. El resto tardó otros dos meses en caer, pero cayó.

– Dios mío.

– Le aseguro que Dios no tuvo nada que ver. Ni Sanborne ni Boch estaban en buenos términos con los dioses.

– Quise decir… -Sophie tuvo que callar cuando se le quebró la voz.

Él guardó silencio.

– ¿Está llorando? -preguntó, al cabo de un momento.

Ella no contestó.

Él alzó una mano y le rozó suavemente la mejilla.

– Está llorando. Supongo que debería habérmelo esperado pero, por algún motivo, no me lo esperaba.

– ¿Por qué no? -Sophie intentó hablar con tono sereno-. No para de decirme que soy débil.

Él no contestó enseguida.

– No tenía intención de aprovecharme de su simpatía. Usted ha preguntado y yo le he contestado. Lo que ocurrió en Garwood ya pasó, y ahora ha acabado.

Pero todavía sufría pesadillas a las que no quería renunciar porque mantenía el odio al rojo vivo.

– No, no ha acabado. -Sophie se secó los ojos con el dorso de la mano-. Eso es una estupidez. Todavía lo está viviendo.

– No, es una nueva página, y ahora controlo la situación -dijo él, y guardó silencio un momento-. Usted también tiene el control. Mientras esté en posesión de sus facultades mentales y sea dueña de su voluntad, no podrán acabar con usted.

– Lo sé -dijo ella, con voz cansina-. No tiene por qué decírmelo. O quizá sí, tiene que decírmelo. Al parecer, tengo… Supongo que tenía más ganas de encontrar ese CD de lo que creía.

– Lo encontraremos. Simplemente pasaremos página. -Royd hablaba con una seguridad absoluta-. De hecho, puede que lo hagamos cuando salgamos de este camión. Quiero que se oculte y me deje echar una mirada. Kelly dijo que iban a descargar los camiones en un muelle. Quiero conocer el nombre del barco al que va destinada la carga. Así podremos seguir al barco hasta su destino una vez haya zarpado.

– Siempre y cuando podamos salir de aquí sin que salten las alarmas después de matar a los ocupantes del camión -dijo ella, con voz cortante-. ¿Qué haría en ese caso?

– Vaya, Sophie -respondió él, y ella casi oía la sonrisa en su voz-. Simplemente tendría que pasar página.


– Todo parece estar en orden -dijo Gerald Kennett cuando Sanborne contestó el teléfono-. Al parecer, la avería la causó una subida de tensión. Una chispa provocó el apagón del tablero central.

– ¿Y el generador de emergencia?

– Ha saltado el distribuidor principal en la estación de empalme. Todo se ha apagado en un radio de ochenta kilómetros.

– Aún así, no me gusta.

– Seguridad ha peinado minuciosamente todas las instalaciones. No ha entrado ningún intruso y, por lo visto, todo está en orden.

– «Por lo visto» no es suficiente. Ahora mismo voy para allá para comprobarlo.

– Como usted quiera. Sólo intento ahorrarle una molestia innecesaria.

– ¿No te ha parecido que este apagón es una coincidencia demasiado grande, ahora que Dunston anda suelta por ahí?

– El apagón eléctrico ha sido un accidente. Y aunque no lo fuera, tendría que ser obra de alguien en el interior con los conocimientos técnicos que Sophie Dunston, evidentemente, no posee.

– No me agradan las coincidencias -dijo Sanborne, y colgó.

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