Capítulo 2

– ¿Podría ser ella? -preguntó Robert Sanborne, levantando la mirada del informe que tenía en su mesa.

– ¿Sophie Dunston? -Gerald Kennett se encogió de hombros-. Supongo que podría ser ella. Ya ha leído el informe del guardia de seguridad. Sólo tuvo un atisbo del intruso. Sexo no identificado, altura media, constitución delgada, chaqueta marrón, gorra de tweed. Llevaba un rifle. Supongo que habrá huellas de las pisadas. ¿Debería tirar de algún hilo y pedirle a la policía que mande un equipo de forenses a comprobarlas?

– Vaya, qué pregunta más descabellada. No podemos tener a la policía en las inmediaciones. Envía a un par de hombres a echar una ojeada.

Gerald procuró que Sanborne no viera cómo lo crispaba el desprecio implícito en su voz. Cuanto más contacto tenía con Sanborne, más le irritaba. El muy hijo de puta se creía Dios y sólo se mostraba complaciente con quien estaba a obligado a serlo. Que pensara que Gerald era inferior a él. Aguantaría a Sanborne todo lo que pudiera y luego lo dejaría.

– ¿De verdad cree que intentaría dispararle?

– Claro que sí -dijo Sanborne, que volvía a mirar el informe-. Si no puede hacerme daño de otra manera. Ya esperaba que hiciera algún movimiento desde que el senador Tipton se negó a escucharla. Es una mujer desesperada.

– ¿Y qué piensa hacer? Yo no he venido a trabajar para inmiscuirme en nada violento -se apresuró a añadir Gerald-. Sólo dije que se la traería si ella aceptaba tener una reunión conmigo.

– Pero, Gerald, es Sophie Dunston la que se ha vuelto violenta -dijo Sanborne, con voz sedosa-. ¿Y qué otra cosa se puede esperar cuando piensas en su historial de desequilibrio? Uno debería sentir pena por esa pobre mujer. Tiene que soportar una carga tan enorme que a menudo debe tener impulsos suicidas.

Gerald lo miró con expresión cauta.

– ¿Impulsos suicidas?

– Estoy seguro de que sus compañeros en el trabajo declararían que estaba sometida a mucha tensión. Su pobre hijo, ya sabes.

– ¿De qué está hablando?

– Estoy diciendo que ha llegado el momento de deshacerse de esa puta. He estado esperando a que se presente la ocasión propicia, porque sería demasiado sospechoso, después de todo lo que Sophie Dunston ha hablado con el FBI y los círculos políticos. Además, pensaba que podría obtener de ella parte de la información que necesito -dijo, golpeando el informe con un dedo-. Pero esto me inquieta, y puede que me obligue a modificar mis planes. Es posible que esa chiflada tenga un golpe de suerte si esos ineptos de seguridad no saben cumplir con su trabajo. No he llegado hasta aquí perseverando en el éxito de este proyecto para que venga Sophie Dunston e intente hacerlo saltar todo por los aires.

Gerald frunció el ceño.

– Ya veo que sería un grave inconveniente.

– ¿Es un sarcasmo, Gerald? -inquirió Sanborne, entrecerrando los ojos.

– No, claro que no -se apresuró a decir Kennett-. Sólo que no sé cómo…

– No, desde luego que no. Aquí tú no pintas nada. Quieres llevarte las ganancias de nuestro trato y conservar las manos limpias -dijo Sanborne-. Pero seguro que no te importaría mirar hacia otro lado mientras Caprio se ensucia las suyas.

Caprio. Garwood había visto sólo una vez a aquel tipo desde que Sanborne lo había contratado, pero la sola mención del nombre lo ponía instintivamente alerta. Suponía que esa desazón que sentía era la reacción que experimentaba la mayoría de las personas ante Caprio.

– A Caprio no le importaría un poco de suciedad. Disfruta con ello -dijo Sanborne-. Y tú ya te has ensuciado. Has robado más de quinientos mil dólares a tu empresa, y habrías dado con el culo en la cárcel si yo no te hubiera dado el dinero para restituirlo.

– Habría encontrado el dinero.

– ¿En tu árbol de navidad?

– Tengo contactos. -Gerald se humedeció los labios-. No me daba miedo que me descubrieran. Vine a verlo porque me hizo una oferta que no podía rechazar.

– La oferta sigue sobre la mesa. Puede que incluso la haga más suculenta si me demuestras tu valor trayéndome a Sophie Dunston la semana que viene. Entretanto, yo haré mis propios movimientos. -Cogió el teléfono y marcó-. Lawrence, las cosas se agitan. Puede que tengamos que movernos rápido. -Siguió una pausa, y luego-: Dile a Caprio que tengo que verlo.


Las cadenas le cortaban los hombros.

Tenía que moverse. Tenía que liberarse.

Dios mío.

¡Sangre!

Royd se despertó en la cama con los ojos exageradamente abiertos. El corazón le latía aceleradamente y estaba empapado de sudor.

Sacudió la cabeza para despejarse y se giró para posar los pies en el suelo. Otra de aquellas malditas pesadillas. Tenía que bloquearla. Las pesadillas no le devolverían a Todd y sólo lo llenaban de rabia y frustración.

Se levantó, cogió su cantimplora y salió de la tienda. Se salpicó la cara con agua y respiró hondo. Casi había amanecido y tendría que salir en busca de Fredericks. Si es que los rebeldes no habían decidido aplicar un castigo ejemplar y le habían volado la cabeza.

Rogaba a Dios que no lo hubieran hecho. Por lo que había escuchado de Soldono, su contacto con la CIA, Fredericks era un tipo bastante decente, tratándose de un director ejecutivo. Lo cual no significaba ni una mierda en este mundo. El juego se llamaba Poder, y los tíos simpáticos acababan siendo los últimos si no tenían los músculos para protegerse. Fredericks tenía los músculos, pero sus guardaespaldas habían sido unos ineptos o habían sido sobornados…

Sonó su teléfono móvil. ¿Sería Soldono el que llamaba para decirle que la operación de rescate se había anulado?

– Royd.

– Nate Kelly. Lamento llamarte tan temprano pero acabo de volver de las instalaciones. Creo que tengo algo. ¿Tienes un momento para mí?

Royd se había puesto tenso.

– Habla, y que sea rápido. Tengo que irme en unos minutos.

– Sólo unos minutos. He localizado los informes experimentales iniciales del REM-4. No hay fórmulas. Seguro que las guardan en algún otro sitio. Pero tengo tres nombres. Sanborne, tu favorito, el general Boch y un nombre más.

– ¿Quién?

– La doctora Sophie Dunston.

– ¿Una mujer? ¿Quién coño es?

– Todavía no lo sé. No he tenido tiempo para investigar. Te he llamado enseguida. Pero sus antecedentes aparecían como referencia en un archivo actual. Iba a revisarlo pero he tenido que salir a toda prisa de la sala de archivos.

– Eso quiere decir que sigue implicada.

– Diría que afirmativo.

– Quiero saberlo todo acerca de ella.

– Haré lo que pueda. Pero la próxima semana van a vaciar las instalaciones. No sé por cuánto tiempo tendré acceso a la sala de registros.

Mierda.

– ¿Una semana?

– Así parece.

– Debo tener esa información. No puedo hacer nada contra Boch ni Sanborne a menos que también consiga esos archivos de investigación del REM-4 también. Tiene que estar todo en el mismo paquete. Sin embargo, la mujer podría ser una pista, si llego a encontrarla.

– ¿Y qué harás con ella?

– Averiguar todo lo que sabe.

– ¿Y luego?

– ¿Qué te creías? ¿Qué la dejaría ir sólo porque se trata de una mujer?

Kelly guardó silencio un momento.

– No, supongo que no.

– Eso es porque no eres tonto. ¿Puedes conseguir información acerca de ella antes de que retiren los archivos?

– Si trabajo rápido y no me descubren.

– Hazlo. -Royd hablaba pausadamente, pronunciando cada palabra con claridad-. No he investigado lo del REM-4 durante tantos años para acabar aquí. Quiero saberlo todo sobre Sophie Dunston. La necesito. Y la tendré.

– Volveré esta noche. Me encontraré contigo en el National Airport mañana, con todo lo que pueda averiguar.

– No puedo llegar mañana. -Royd se quedó pensando en ello, estaba tentado a renunciar a la misión y dejarla en manos de la CIA, pero ya era demasiado tarde. Para cuando hubieran superado todos los escollos, Fredericks estaría muerto-. Dame una semana.

– No te puedo prometer que todavía estará por ahí. Si Boch y Sanborne se marchan, puede que ella se reúna con ellos.

Royd dejó escapar una imprecación.

– Dos días. Necesito al menos dos días. Encuéntrala y llámame si pareciera que se marcha. Mantenla a buen recaudo hasta que yo vuelva.

– ¿Acaso sugieres que la secuestre?

– Lo que sea necesario.

– Me lo pensaré. Dos días. Llámame cuando cojas el avión a Washington -dijo Kelly, y colgó.

Royd desconectó su móvil, con una punzada de frustración. Joder. Estaba tan cerca, pero ésta era la primera oportunidad que tenía en los últimos tres años. Y se presentaba justo cuando tenía que solucionar lo de Fredericks.

Dos días.

Empezó a vestirse a la carrera. Tenía que sacar a Fredericks de ahí y subirlo a un avión. No había tiempo para errores. Ni para juegos. Rescataría a Fredericks de manos de los rebeldes aunque tuviera que regar con napalm toda la selva hasta Bogotá.

Y seguro que estaría en Washington antes de que se cumplieran los dos días que había negociado.

No la dejes escapar, Kelly.


El grito de Michael recorrió la casa justo en el momento en que se activaba la alarma del monitor en la mesilla de noche de Sophie.

En cuestión de segundos, ya se había levantado y corría hacia su habitación.

Michael volvió a gritar antes de que ella llegara a su lado.

– Michael, no pasa nada. -Sophie se sentó en la cama y lo sacudió. Michael abrió los ojos, desconcertado, y ella lo abrazó-. No pasa nada. Estás a salvo. -No era verdad. Siempre pasaba algo. Sophie sentía latir su corazón, galopando, errático. Michael temblaba como si tuviera la malaria-. Se ha acabado.

– ¿Mamá?

– Sí. -Sophie lo apretó con fuerza-. ¿Estás bien?

Pasó un momento antes de que Michael contestara. Siempre tardaba unos minutos en recuperarse, aunque Sophie interviniera antes de que se hundiera irremediablemente en el horror.

– Sí, claro -dijo Michael, con voz temblorosa-. Siento que tú… Debería ser más fuerte, ¿no?

– No, eres muy, muy fuerte. Conozco a hombres adultos que también sufren terrores nocturnos y tú eres mucho más fuerte que ellos. -Sophie se separó apenas de él y le apartó el pelo de la cara bañada en lágrimas. Sophie no intentó secárselas, porque había aprendido a ignorarlas para no avergonzarlo. Era un pequeño gesto, pero era lo único que podía hacer para salvar su orgullo, aunque Michael dependiera tanto de ella-. Siempre te digo que no es una cuestión de debilidad. Es una enfermedad que tenemos que curar. Conozco tu dolor y me siento muy orgullosa de ti -afirmó, y luego calló-. Sólo hay una cosa que me haría sentir más orgullosa. Si me hablaras de ellos…

Él desvió la mirada.

– No me acuerdo.

Era una mentira y los dos lo sabían. Era verdad que las víctimas de terrores nocturnos a menudo no recordaban el contenido de sus sueños. Pero los sueños de Michael tenían que estar relacionados con lo ocurrido aquel día en el muelle. Con sólo ver su reacción cuando ella le preguntaba, se veía que se acordaba.

– Te haría bien, Michael.

Él sacudió la cabeza.

– Vale, quizá la próxima vez -dijo Sophie, y se incorporó-. ¿Qué te parece una taza de chocolate?

– Son las cuatro y media. Hoy tienes que ir a trabajar, ¿no?

– Ya he dormido lo suficiente. -Sophie fue hacia la puerta-. Tú ve a lavarte la cara y, entretanto, yo prepararé el chocolate. -Michael estaba pálido. Había sido una pesadilla de las fuertes. Dios mío, Sophie esperaba que no vomitara-. Te espero en la cocina dentro de diez minutos, ¿vale?

– Vale.

El color le había vuelto a la cara cuando se sentó a la mesa, cinco minutos más tarde.

– Papá me llamó ayer por la tarde.

– Qué bien. -Sophie vertió el chocolate caliente en los dos tazones y agregó un poco de merengue-. ¿Cómo está?

– Muy bien, supongo. -Michael bebió un sorbo-. Volveré a casa el sábado por la noche. Papá y Jean se van de viaje fuera de la ciudad. Le dije que no me importaba. Prefiero volver a casa y estar contigo.

– Me alegro. Te echo de menos. -Sophie se sentó y cogió el tazón con ambas manos, que estaban frías-. Pero, ¿por qué? Jean te cae bien, ¿no?

– Sí, claro. Es simpática. Pero creo que ella y papá quieren estar solos. Es lo que pasa con los recién casados, ¿no?

– A veces. Pero ellos ya llevan casi seis meses casados y estoy seguro de que hay un lugar para ti en sus vidas.

– Puede que sí. -Michael bebió otro sorbo y se quedó mirando el chocolate-. ¿Es culpa mía, mamá?

– ¿Qué es culpa tuya?

– Tú y papá.

Sophie llevaba esperando que Michael hiciera esa pregunta desde el día en que ella y Dave se habían separado. Se alegraba de que por fin hubiera salido a la superficie.

– ¿El divorcio? En absoluto. Sencillamente éramos dos personas muy diferentes. Nos casamos en la universidad, cuando éramos muy jóvenes, y cambiamos a medida que envejecimos. Les ocurre a muchas parejas.

– Pero vosotros dos discutíais mucho por mí. Yo os oía discutir.

– Sí, discutíamos. Pero discutíamos mucho por casi todo. Y eso no significa que no nos habríamos divorciado de todas maneras.

– ¿De verdad?

Ella se inclinó y le cogió ambas manos.

– De verdad.

– ¿Y no importa si Jean me cae bien?

– Me parece estupendo que te caiga bien. Ella hace muy feliz a tu padre, y eso es importante. -Sophie cogió una servilleta de papel y le limpió el merengue derretido en los labios-. Y ella es buena contigo. Eso es todavía más importante.

Él guardó silencio un momento.

– Papá dice que a Jean la ponen un poco nerviosa mis pesadillas. Creo que por eso no quieren que me quede por la noche.

Qué cabrón. Le había colgado la responsabilidad a Jean para quedar como un inocente. Se obligó a sonreír.

– Ya se acostumbrará. Vaya, puede que ni siquiera tenga que acostumbrarse. Como tú mismo has dicho, ya no ocurre todas las noches. Estás mejorando día a día.

Él asintió con un movimiento de la cabeza y guardó silencio un momento.

– Papá me preguntó acerca de Jock.

Sophie tomó un trago de su chocolate.

– ¿Ah, sí? ¿Le hablaste de Jock?

– Sí, claro. Se lo mencioné un par de veces la última vez que fuimos al cine.

– ¿Qué quería saber?

– Preguntó qué hacía todo el día aquí en casa -dijo Michael, sonriendo-. Creo que pensaba que había algo sentimental.

– ¿Y tú qué le dijiste?

– Le conté la verdad. Que Jock era tu primo, que estaba en la ciudad y que buscaba un empleo.

Era la verdad, por lo que Michael sabía. Sophie había tenido que inventarse una historia cuando Jock apareció.

– Es una suerte para nosotros -dijo-. Jock ha sido una gran ayuda, ¿no? ¿A ti te cae bien?

Michael asintió con un gesto de la cabeza, pero su sonrisa se desvaneció.

– Sabes, me da un poco de vergüenza que haya otras personas cuando tengo pesadillas. Pero con Jock es diferente. Es como… si supiera lo que me pasa.

Jock lo sabía. Nadie conocía mejor ese tormento.

– Tal vez sí lo sepa. Jock es un hombre muy sensible -dijo Sophie, y se incorporó-. ¿Has acabado? Lavaré tu taza.

– Yo la lavaré. -Michael se levantó, cogió las dos tazas y las dejó en el fregadero-. Tú has preparado el chocolate. Lo justo es justo.

Sin embargo, no había nada de justo en lo que Michael estaba viviendo, pensó Sophie, entristecida.

– Así es. Gracias. ¿Estás listo para volver a la cama?

– Supongo que sí.

Ella lo miró fijo a los ojos.

– Nada de suposiciones. Si no estás preparado, nos quedamos aquí y conversamos. Podríamos ver un DVD.

– Estoy listo -dijo Michael, sonriéndole-. Tú vuelve a la cama. Yo me enchufaré al monitor -dijo, con una mueca-. Me pondré muy contento cuando no tenga que usarlo porque me siento como un personaje de una peli de ciencia ficción.

Ella se puso tensa.

– Por ahora es necesario, Michael. No puedes prescindir de él. Quizá en unas semanas podamos dejar de usar la conexión del pulgar.

Él asintió y desvió la mirada al ir hacia la puerta.

– Lo sé. Sólo hablaba por hablar. Todavía no quiero dejar de usarlo. Me da mucho miedo. Buenas noches, mamá.

– Buenas noches.

Sophie lo miró mientras se alejaba por el pasillo. Parecía tan pequeño y vulnerable con ese pijama de franela azul. Era vulnerable.

Vulnerable al dolor y al terror, e incluso a la muerte. Daba miedo. Daba terror.

Y él estaba aprendiendo a lidiar con ello y sobrevivir. Ella le había dicho que se sentía orgullosa, pero aquello se quedaba corto. Michael luchaba contra la confusión, la amenaza de la muerte y el horror con un valor que la asombraba. Cualquier otro chico habría sido golpeado, aplastado y completamente destruido por el castigo que le tocaba soportar a Michael.

Dios mío, esperaba que el terror nocturno no volviera esa noche.


– Pareces cansado -dijo Kelly, mientras miraba a Royd saliendo de la aduana en el aeropuerto National, de Washington-. ¿Te he presionado demasiado?

– Me he presionado a mí mismo -dijo Royd, seco-. Y, joder, sí, estoy cansado. En los últimos días habré dormido unas tres horas.

Y lo parecía, pensó Kelly. En la cara ancha y de pómulos salientes de Royd siempre había una expresión de tirantez y de alerta, pero sus ojos oscuros estaban cansados y brillaban, agitados, y en su boca se adivinaba la tensión. Con sus pantalones vaqueros, la camisa color caqui y su complexión grande y fuerte, parecía un leñador.

– Tal como han resultado las cosas, no se han movido con tanta rapidez como yo creía -dijo Kelly-. Podrías haber tardado un poco más.

– No, no podía. Me estaba volviendo loco. ¿Qué has averiguado acerca de esa mujer? -inquirió Royd.

– No demasiado. Todos los que trabajan en la instalación hacen turnos de doce horas preparándose para la mudanza, y yo sólo he tenido acceso a la sala de archivos en una ocasión. Es terapeuta del sueño y trabaja en el hospital de la universidad de Fentway.

– Terapeuta del sueño. -Royd apretó los labios-. Sí, tendría sentido. ¿Tienes una dirección?

Kelly asintió con un gesto de la cabeza.

– Tiene una casa en las afueras de Baltimore, cerca del hospital.

– ¿Y cerca de las instalaciones?

– Sí. -Kelly guardó silencio-. ¿Has decidido ir a por ella?

– Ya te he dicho que sí. ¿Has averiguado algo más?

– En realidad, no. Está divorciada y vive con su hijo de diez años.

– ¿Hay alguien más en la casa?

Kelly se encogió de hombros.

– Ya te he advertido que tenía escasa información. He estado demasiado ocupado para seguirle los pasos. Sería preferible que esperaras a que lo averigüe…

– ¿Y darle la oportunidad de dejar el nido? -Royd negó con la cabeza-. Me pondré en marcha ahora mismo. ¿Tienes una foto?

– Una foto antigua de los expedientes del personal. -Kelly buscó en su bolsillo y le entregó una fotocopia-. Una mujer atractiva.

Royd miró la foto.

– Sí, ¿sabes si se acuesta con Sanborne?

– Ya te he dicho que no he tenido tiempo de…

– Lo sé. Lo sé. Es sólo una idea. Cuando investigues, averígualo. -Kelly se había detenido junto a un coche y Royd estudió la foto mientras Kelly abría las puertas-. Quizá no. Da la impresión de que no es alguien a quien se pueda intimidar, y a Sanborne le gustan los juegos sexuales de poder. Hace unos años en Tokio mató a una prostituta.

– Qué encantador. ¿Estás seguro?

– Estoy seguro. Hay muy pocas cosas que no sé acerca de Sanborne. Pero verifícalo de todas maneras. -Royd subió al coche-. ¿Vuelves a la instalación?

Kelly asintió.

– Para eso me pagas. Las cosas están un poco agitadas con la mudanza. Puede que se presente la oportunidad.

– También puede que te corten el cuello.

– Me conmueve tu preocupación.

Royd guardó silencio un momento.

– Es verdad que me preocupa. No quiero ofrecer más vidas humanas a Sanborne de las que ya se ha cobrado.

– Además, me aprecias -dijo Kelly, sonriendo.

– A veces.

– Eso es toda una concesión de tu parte -añadió Kelly-. Y eso que llevo casi un año arriesgando el culo por ti -dijo, haciendo una mueca. -Sabré cuidarme, ya he tomado mis precauciones. Y puede que ésta sea mi última oportunidad para conseguir esas fórmulas. ¿Tenemos absoluta certeza de que no hay otras copias?

– Sanborne no se arriesgaría a que hubiera otras copias circulando por ahí. El valor del REM-4 reside en su exclusividad. Sanborne era un obseso del secreto y de su control sobre el proceso cuando yo trabajaba para él. Pero puede que sea posible conseguirlas a través de Sophie Dunston -dijo Royd, y apretó los labios-. Esta noche lo averiguaré.

– ¿Piensas ir ahora mismo?

– No correré el riesgo de que escape bajo mis narices.

– Al menos podrías esperar a que averigüe algo más acerca de ella.

– Ya he esperado demasiado. Me has dicho que Dunston ha tenido una participación decisiva en los experimentos iniciales. Es muy probable que sepa dónde están localizados esos archivos en el interior de la planta. Es lo único que necesito para seguir.

– ¿Quieres que te acompañe?

– Tú haz lo que sabes hacer. Yo haré lo que yo sé hacer -dijo Royd, y una mueca le torció los labios-. Gracias a Sanborne.

– Y, quizá, a Sophie Dunston.

– Como he dicho, ella encaja en todo esto. Te llamaré si veo que puedes abandonar la búsqueda de los archivos.

– Si consigues obligarla a hablar.

Royd respondió sólo con una fría mirada, pero fue suficiente. Aquello era una estupidez, pensó Kelly. Además de ser uno de los hombres más peligrosos que jamás había conocido, Royd era imparable. No había ninguna duda de que haría lo que tenía que hacer.

Y que Dios se apiadara del alma de Sophie Dunston.

Загрузка...