CAPÍTULO 34

– ¡Detective Yu! -Chen agarró la mano de Yu.

– Me alegro de verle, jefe -Yu estaba demasiado nervioso para decir más.

Catherine, con la cara tiznada y la blusa desgarrada en un hombro, cogió la otra mano de Yu.

– Me alegro mucho de verle aquí, detective Yu.

– Yo también, inspectora Rohn. Me alegro de conocerla.

– Creía que estaba camino de Shanghai -dijo Chen.

– Mi avión llevaba retraso. Así que comprobé una vez más mi teléfono antes de subir. Vi el mensaje que había dejado la inspectora Rohn de que nadie les había recogido en la estación.

– ¿Cuándo ha hecho esa llamada, inspectora Rohn?

– Mientras esperábamos a que volviera de alquilar un coche.

– La ausencia de la policía local en la estación no tenía sentido -dijo Yu-. Cuanto más pensaba en ello, más sospechoso me parecía. Después de todos esos accidentes…

– Sí -Chen tuvo que interrumpir a Yu. Era más que sospechoso, lo sabía. La inspectora Rohn también lo sabía. El hecho de que ella hubiera mencionado la ausencia de la policía local en su mensaje hablaba por sí mismo. Aun así, no tenían que hablar de este problema delante de ella.

– Así que he ido a la policía del aeropuerto y me han prestado un jeep. Algunos agentes me han acompañado. Tenía un presentimiento.

– Un buen presentimiento.

Mientras hablaban, Chen oyó que llegaban más coches y más gente. Al levantar la mirada no le sorprendió demasiado ver al superintendente Hong, el jefe del Departamento de Policía de Fuzhou, dirigiendo un grupo de policías armados.

– Lo lamento mucho, inspector jefe Chen -dijo Hong con voz llena de disculpas-. No hemos podido ir a la estación. Mi ayudante se confundió con la hora de llegada. Al regresar al departamento nos hemos enterado de la pelea y hemos venido a toda prisa.

– No se preocupe, superintendente Hong. Ahora todo ha terminado.

La finalidad de la tardía aparición de Hong y sus hombres era poner una nota a pie de página a un capítulo terminado.

¿Era posible que Chen intentara remediar la situación allí mismo? La respuesta era no. Como forastero, tenía que felicitarse por tener suerte. Su misión había terminado, ninguno de ellos había resultado gravemente herido y un puñado de gánsteres había sido castigado. Se limitó a decir:

– Los Hachas Voladoras están bien informadas. Apenas hemos llegado a la aldea cuando se nos han echado encima.

– Alguien de la aldea debe de haber visto a Wen y les ha informado.

– O sea que son más rápidos que la policía local -a Chen le resultaba difícil no mostrarse sarcàstico.

– Ya sabe lo difíciles que pueden ser las cosas aquí, inspector jefe Chen -dijo Hong, meneando la cabeza antes de volverse a la inspectora Rohn-. Lamento conocerla en estas circunstancias, inspectora Rohn. Le pido disculpas en nombre de mis colegas de Fujian.

– No tiene que disculparse conmigo, superintendente Hong – dijo la inspectora Rohn-. Gracias por su cooperación en nombre de la policía del Departamento de Justicia de ee.uu.

Aparecieron más agentes para despejar el campo de batalla. Había varios gánsteres heridos en el suelo. Uno de ellos tal vez estuviera muerto. Chen estaba a punto de interrogar a otro que murmuraba algo a un policía local cuando Hong preguntó:

– ¿Puede explicarme un proverbio chino, inspector jefe Chen? Mogao y ice, daogao, yizhang.

– La traducción literal es esta: el diablo mide veinticinco centímetros, y el camino, o la justicia, mide 254 centímetros. En otras palabras, por poderoso que sea el mal, prevalecerá la justicia». El proverbio original en realidad se leía al revés. El sabio chino de la antigüedad había sido más pesimista sobre el poder del diablo.

– El gobierno chino está decidido -declaró Hong con pomposidad- a aplastar a esas fuerzas del mal.

Chen asintió mientras observaba a un policía dar patadas perversamente a un gángster herido mientras soltaba maldiciones.

– ¡Maldito seas! Cierra el pico y deja de hablar ese maldito mandarín.

El gánster emitió un escalofriante chillido que interrumpió su conversación como otra hacha voladora.

– Le pido disculpas, inspectora Rohn -dijo Hong-. Esos gánsteres son la peor escoria que hay bajo el sol.

– Ya he recibido suficientes disculpas todos los días que he pasado aquí -observó con amargura el detective Yu, cruzándose de brazos-. ¡Qué experiencia, Fujian!

Pero el inspector jefe Chen sabía que era mejor no insistir en el asunto. Aparentemente, todo podía atribuirse a la casualidad. Era inútil seguir con ello mientras la inspectora Rohn y "Wen estaban esperando.

– La policía local podemos hacer poca cosa -dijo Hong, mirando a Chen a los ojos-. Usted lo sabe, inspector jefe Chen.

¿Podía ser aquello una insinuación sobre la política a un nivel más alto?

Las dudas que Chen había albergado al principio de la investigación estaban aflorando de nuevo. La desaparición de Wen podía no haber sido orquestada desde arriba, pero no estaba tan seguro de si las autoridades habían tenido tanto interés en entregarla a los norteamericanos. Lo que le quedaba por hacer a Chen tal vez no fuera más que una actuación en una obra de sombras antigua, llena de ruido y de furia, pero sin sustancia. En su impaciencia por actuar como un inspector jefe de policía chino modelo, sin embargo, había traspasado los límites del escenario.

Si era así, la batalla en la aldea verdaderamente podía haber estado fuera del alcance de la policía local, como el superintendente Hong insinuaba.

Tal vez «la orden de los actos había sido planeada y tramada» en el nivel más alto.

En realidad no quería creerlo.

Quizá nunca sabría la verdad. Quizá sería mejor que se contentara con ser uno de esos policías chinos sin cerebro que salían en las películas de Hollywood y dejar que la inspectora Rohn pensara que él era así.

Fueran cuales fueran sus sospechas, no estaba en situación de confiar en ella. De lo contrario otro informe de Seguridad Interna viajaría hasta el escritorio del Secretario del Partido Li antes incluso de que él regresara a Shanghai.

– Ahora el caso ha concluido -El superintendente Hong cambió de tema con una sonrisa fácil-. Han encontrado a Wen. Todo está bien. Deberíamos celebrarlo. La mejor cocina de Fujian, un banquete de un centenar de pescados del mar del sur.

– No, gracias, superintendente Hong -declinó Chen-. Pero necesito pedirle un favor.

– Haremos todo lo que podamos, inspector jefe Chen.

– Tenemos que volver a Shanghai ahora mismo. El tiempo apremia.

– No hay ningún problema. Vamos al aeropuerto directamente.

Hay varios vuelos a Shanghai cada día. Pueden tomar el siguiente. No es temporada alta. Creo que aún habrá asientos libres.

Hong y los otros se alejaron en su jeep, encabezando la comitiva. Seguía Yu con Wen en el coche que le había traído del aeropuerto. Chen iba con Catherine en el Dazhong.

La media bolsa de lichis aún estaba en el asiento. La fruta ya no tenía un aspecto tan fresco. Algunos estaban negros en lugar de rojos, o eran del mismo color, pero el estado de ánimo de Chen había cambiado.

– Lo siento -dijo ella.

– ¿El qué?

– No debería haber apoyado el deseo de Wen de hacer este viaje.

– Tampoco yo me opuse a la idea -dijo él-. Lo siento, inspectora Rohn.

– ¿El qué?

– Todo.

– ¿Cómo ha podido encontrarnos tan pronto la banda?

– Es una buena pregunta -eso fue todo lo que dijo. Era una pregunta que debería haber respondido el superintendente Hong.

– Usted llamó al Departamento de Policía de Fujian desde Suzhou -dijo ella con calma. El término de tai chi era: «Basta con tocar la mancha». No tuvo que insistir.

– Ese fue un error mío. Pero no mencioné a Wen -estaba desconcertado. Sólo la policía de Suzhou sabía que Wen estaba con ellos-. Tal vez algún aldeano ha comunicado a la banda nuestra llegada. Es la historia que ha contado el superintendente Hong.

– Tal vez.

– No sé mucho sobre la situación local -se dio cuenta de que le estaba hablando del mismo modo evasivo en que el superintendente Hong le había hablado a él. Aun así, ¿qué más podía decir?-. Quizá los gánsteres estaban esperando a Wen. Igual que «el viejo granjero espera a que el conejo se golpee a sí mismo».

– Viejos granjeros o no, los Hachas Voladoras estaban allí y la policía local no.

– Hay otro proverbio: «Un poderoso dragón no puede luchar con serpientes locales».

– Tengo otra pregunta, inspector jefe Chen. ¿Por qué estas serpientes locales vienen sólo con hachas?

– Quizá han venido en cuanto han recibido el aviso, y por eso han traído las armas que tenían más a mano.

– ¿En cuanto han recibido el aviso? No lo creo. No habrían venido tantos, ni enmascarados.

– Tiene razón -dijo él. En realidad, su pregunta llevaba a otra. ¿Por qué se habían molestado en llevar máscaras? Sus hachas les delataban. Como las heridas de hacha en el cuerpo hallado en el parque del Bund. Un crimen firmado.

– Ahora que hemos terminado nuestra misión, no tenemos que preocuparnos por esas preguntas -dijo él.

– O respuestas -ella percibió que era reacio a seguir hablando.

Parecía una sarcàstica referencia al poema leído en el jardín de Suzhou.

Él la notaba sentada muy cerca, pero muy lejos al mismo tiempo.

Chen puso la radio del coche. La emisión era en el dialecto local, del que él no entendía ni una sola palabra.

Entonces apareció a la vista el aeropuerto de Fujian.

Cuando se acercaban a la puerta de vuelos nacionales, vieron un vendedor ambulante vestido con el traje taoísta que exhibía sus artículos en un pedazo de tela blanca extendida en el suelo. Mostraba una impresionante serie de muestras de hierbas, junto con varios libros abiertos, revistas y dibujos que ilustraban los efectos beneficiosos de las hierbas locales. El ingenioso vendedor llevaba barba blanca, imagen que se asociaba con las leyendas de un solitario taoísta que cultivaba hierbas en las nubes de las montañas, meditando por encima del bullicio del mundo y disfrutando de la longevidad en armonía con la naturaleza.

Les dijo algunas palabras pero ni Catherine ni Chen le entendieron. Al ver su perplejidad, se dirigió a ellos en mandarín.

– ¡Miren! Pastel de Fulin, el famoso producto de Fujian, beneficioso para su sistema corporal -declaró el vendedor-. Contiene energía natural y muchos ingredientes esenciales para la salud.

El vendedor taoísta le recordó a Chen el adivino taoísta del templo de Suzhou. Irónicamente, la predicción del críptico poema había resultado ser cierta.

Al franquear la puerta emitieron la información del vuelo, primero en mandarín, después en fujianés y por último en inglés.

Por fin, Chen se dio cuenta de algo.

Había un error terrible.

– ¡Maldita sea! -maldijo, consultando su reloj. Era demasiado tarde.

– ¿Qué, inspector jefe Chen?

– Nada -dijo.

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