CAPÍTULO 20

En cuanto regresó a su despacho, Chen telefoneó a Qian Jun.

– Oh, anoche le llamé varias veces, inspector jefe Chen, pero no le encontré. Perdí el número de su móvil. Lo siento muchísimo. Así que llamé al Secretario del Partido Li.

– ¿Que perdió el número de mi móvil? -no creía la explicación de Qian. Habría podido dejar un mensaje en casa. Era comprensible que un joven policía ambicioso tratara de complacer al jefe número uno del Partido, pero, ¿saltarse a su superior inmediato? Empezó a preguntarse por qué Li había insistido en asignarle a Qian.

– ¿Sabe lo que le ocurrió a la mujer de Guangxi, inspector jefe Chen?

– Sí, el Secretario del Partido Li me lo ha contado. ¿Cómo se enteró usted?

– Después de hablar con usted, me puse en contacto con la policía de Qingpu. Me llamaron por la noche.

– ¿Alguna novedad?

– No. La policía de Qingpu aún está tratando de encontrar el jeep en el que los hombres huyeron. Tenía una matrícula del ejército.


– Dígales que se pongan en contacto conmigo en cuanto tengan alguna pista. Ellos son los responsables de lo que ocurrió en su zona -dijo Chen-. ¿Alguna información sobre el cadáver del parque del Bund?

– No. Nada salvo el informe de la autopsia oficial del doctor Xia. No contiene nada nuevo. Tampoco hemos conseguido ninguna respuesta de ningún hotel ni de los comités de barrio. He entrevistado a varios directores de hotel. Más de veinte; ninguno me ha dado ninguna pista.

– Dudo que tengan agallas para hablar. Los gánsteres jamás les dejarían en paz si lo hicieran.

– Es cierto. Hace varios meses, un café denunció a la policía a un traficante de drogas, y a la semana siguiente lo destrozaron completamente.

– ¿Qué más piensa hacer?

– Seguiré llamando a los hoteles y comités de barrio. Por favor, dígame qué más puedo hacer, inspector jefe Chen.

– Puede hacer una cosa -dijo Chen a modo de prueba-. Vaya al hospital. Pida a los médicos que hagan todo lo que puedan por Qiao. Si necesita dinero, sáquelo de nuestro presupuesto especial.

– Iré allí, jefe, pero el presupuesto especial…

– ¡No me ponga ningún «pero»! Es lo mínimo que podemos hacer -espetó Chen, colgando el teléfono con furia.

Quizá estaba demasiado alterado para ser justo con el joven policía. Se sentía enormemente responsable por lo que le había ocurrido a Qiao, que había pasado tantas penalidades por su hijo y al final lo había perdido. Y lo que era peor, jamás podría volver a quedarse embarazada. Había sido un duro golpe para la pobre mujer.

Chen partió un lápiz, como un antiguo soldado que partiera una flecha en una promesa. Tenía que encontrar a Wen, y pronto. Sería su forma de vengarse del tráfico de personas, de Jia Xinzhi, y del mal de las tríadas.

Reflexionó sobre la mala suerte de Qiao al encontrar trabajo en Qingpu. «La fortuna trae mala fortuna, y la mala fortuna trae fortuna», como había dicho Lao-Tse miles de años antes. Había afluido tanta gente a Shanghai que no podían encontrar trabajo ni con la ayuda de una nueva institución creada en la economía de mercado, la Agencia de Empleo Metropolitana de Shanghai.

Se dio cuenta de que tenía que llamar a otra oficina. Wen podía haber recurrido a un puesto temporal, como camarera interna o niñera.

La respuesta que recibió no fue alentadora. Sus archivos no contenían a nadie que encajara con la descripción de Wen, ni había ninguna mujer embarazada considerada posible candidata en el mercado de trabajo del momento. Sin embargo, el director de la agencia le prometió que le llamaría si aparecía alguna información importante.

Después Chen telefoneó al Peace Hotel. Aún era responsabilidad suya acompañar a Catherine Rohn, cualesquiera que fueran las críticas que eso implicara. No estaba allí. Dejó un mensaje. No era el momento oportuno para ir al hotel con un ramo de flores. No después de que Seguridad Interna hubiera informado de que le había puesto una chuchería al cuello y el Secretario del Partido Li hubiera decidido sacar a relucir el tema.

Sólo había trabajado con ella un par de días. Era una compañera que le habían asignado temporalmente. Sin embargo, podría ser una de las razones no expresadas para que el Secretario del Partido Li le propusiera unas vacaciones en Beijing. Un oportuno recordatorio. Todo era política, y Li tenía que sacar provecho de todo.

Decidió ir a casa de su madre durante el descanso para almorzar.

No estaba lejos, pero hizo que Pequeño Zhou le acompañara en el Mercedes. En el camino se detuvo junto a un mercado de comida, donde regateó unos minutos con un vendedor de fruta antes de comprar una cestita de bambú de fruta deshidratada. Recordó el comentario de la inspectora Rohn sobre su habilidad para regatear.

Ver el conocido antiguo edificio en la calle Jiujiang pareció prometer el breve respiro de la política que necesitaba. Algunos de sus ex vecinos le saludaron cuando bajó del Mercedes que estaba utilizando por su madre. Ella nunca había aprobado que eligiera esa carrera, pero en un barrio cada vez más materialista, su posición de cuadro, con un chófer que le abría la puerta, podría ayudar a la de ella.

El fregadero de cemento común junto a la puerta delantera aún estaba húmedo. Vio que brotaba moho verde oscuro en abundancia, como un gran mapa, cerca del grifo. Las paredes agrietadas necesitaban una reparación urgente. Aún estaban los agujeros al pie de la pared lateral, desde los que los grillos de su infancia saltaban. La escalera era oscura y mohosa, y los rellanos estaban llenos de cajas de cartón apiladas y cestas de mimbre.

Desde que se había hecho cargo del caso de Wen no había visitado a su madre. Allí, en la misma pequeña habitación del desván, le sorprendió ver una variopinta colección de panes, salchichas y platos de aspecto exótico colocados sobre la mesa en envases de plástico de usar y tirar.

– Todo es del Suburbio de Moscú -explicó su madre.

– ¡Ese chino del extranjero de Lu! A veces es irresistible.

– Me llama «mamá» y habla de ti como si fueras su verdadero hermano en la necesidad.

– Todo este tiempo ha estado con la misma historia.

– «Un amigo en la necesidad es un amigo de verdad.» He estado leyendo escritos budistas. Las cosas buenas que se hacen en este mundo se hacen por algo. Todo lo que se hace conduce a algo, a lo que uno espera o a lo que no espera. Algunas personas lo llaman suerte, pero en realidad es karma. Otro amigo tuyo, el señor Ma, también me ha visitado.

– ¿Cuándo?

– Esta mañana. Un examen médico rutinario, así lo llama el anciano.

– Es muy considerado por su parte -dijo-. ¿Tienes algún problema, madre?

– Últimamente el estómago me ha dado problemas. El señor Ma ha insistido en venir a verme. No es fácil para un anciano subir la escalera de esta casa.

– ¿Qué te ha dicho?

– Que no es nada grave. El desequilibrio del yin y el yang y todo eso. Ha hecho que me trajeran la medicina -dijo-. Como Lu, el señor Ma se muere por recompensarte, o no está tranquilo. Es un hombre de yiqi.

– El anciano ha sufrido mucho. Diez años por un ejemplar de Doctor Zhivago. Lo que hice no fue nada.

– Wang Feng escribió el artículo sobre él, ¿verdad?

– Sí, fue idea suya.

– ¿Cómo le va en Japón?

– Hace mucho tiempo que no sé nada.

– ¿Alguna noticia de Beijing?

– Bueno, el Secretario del Partido Li habla de conseguirme unas vacaciones en Beijing -dijo, evasivo.

Su madre no aprobaba su relación con Ling, y él lo sabía. A la anciana le preocupaba que «Muy en lo alto, en el palacio de jade de la luna, / puede hacer demasiado frío». Lo que había preocupado a Su Dongpo miles de años antes le preocupaba a ella, pero lo que más le preocupaba era la realidad de que su hijo ya se acercaba a los treinta y cinco años y aún era soltero. Como decía el proverbio: «Cualquier cosa que esté en una cesta de verduras tiene que considerarse una verdura».

– Eso está bien -dijo ella con una sonrisa.

– No estoy seguro de que pueda hacerlas.

– Entonces, ¿no estás seguro…? -su madre no terminó la frase-. Bueno, el señor Ma me ha dicho que fuiste a su tienda con una chica norteamericana.

– Es mi compañera por un tiempo.

– El señor Ma dijo que parecías ocuparte mucho de ella.

– Vamos, madre. Tengo que ocuparme de ella; si le ocurre algo me harán responsable a mí.

– Lo que tú digas, hijo. Soy vieja, y espero que eches raíces, como todo el mundo.

– Estoy demasiado ocupado con mi trabajo, madre.

– No sé nada de tu trabajo; el mundo ha cambiado demasiado.

Pero no creo que un lío con una norteamericana te haga ningún bien.

– No te preocupes, madre. No se trata de eso en absoluto.

Pero estaba perturbado. Normalmente su madre se contenía y no se metía con él, salvo para citar la misma máxima de Confucio: «Hay tres cosas poco filiales en el mundo; no tener descendencia es la peor». Ahora parecía estar de acuerdo con lo que el Secretario del Partido Li había sugerido tácitamente.

«La gente no puede ver las montañas con claridad cuando está en las montañas», había escrito Su Dongpo en la pared de un templo budista de los montes Lu. Pero el inspector jefe Chen no estaba en las montañas, creía él.

No habló mucho mientras ayudaba a su madre a preparar el almuerzo. Antes de terminar de calentar los platos del Suburbio de Moscú, sonó su móvil.

– Inspector jefe Chen, soy Gu Haiguang.

– Director general Gu, ¿qué ocurre?

– Tengo algo para usted. Hace un par de días vino alguien de Fuj ian. No estoy seguro de si es un Hacha Voladora. Se puso en contacto con alguien de la organización de aquí y luego desapareció.

– ¿O sea que no era Diao, el de Hong Kong que mencionó que había ido a verle al club?

– No, no, seguro que no.

– ¿Qué hacía en Shanghai?

– Estaba buscando a alguien.

– ¿A la mujer que le describí?

– No tengo aún ningún detalle, pero haré todo lo posible por averiguarlo, inspector jefe Chen.

– ¿Cuándo fue visto por última vez ese fujianés?

– El siete de abril por la tarde. Algunas personas le vieron tomando rollitos en un snack bar de la calle Fuzhou. Un coche le estaba esperando. Un Acura plateado.

La fecha coincidía.

La información parecía alentadora. Posiblemente estaba relacionada con el caso del parque, o con el de Wen. O tal vez con los dos.

– Buen trabajo, director general Gu. ¿Cómo se llama el restaurante?

– No lo sé. Vende una clase especial de rollitos de Fuzhou. Yanpi. Está cerca de la Librería de Lenguas Extranjeras -Gu añadió-: Y por favor, llámeme Gu, inspector jefe Chen.

– Gracias, Gu. No hay muchos Acuras plateados en la ciudad. Será fácil comprobarlo a través de la Oficina de Control de Tráfico. Le agradezco de veras la información.

– No tiene importancia. Meiling, su secretaria, me ha llamado esta mañana. Puede que venga a echar un vistazo al Dynasty. Ha dicho que para un club como el nuestro sería esencial tener aparcamiento.

– Me alegro de que piense así.

– También me ha hablado mucho de usted, inspector jefe Chen.

– ¿De veras?

– Todo el mundo sabe que pronto será el director de la Oficina de Control de Tráfico. En realidad, con las relaciones al más alto nivel que tiene usted, ese puesto no significa nada.

Chen frunció el entrecejo aunque comprendía por qué Meiling había dicho esas cosas a Gu. Había funcionado. Y Gu había hecho varias llamadas para obtener información para él. Gu terminó la conversación invitándole con calidez.

– Tiene que venir otra vez, inspector jefe Chen. Ayer estuvo muy poco rato. Tenemos que brindar por nuestra amistad.

– Lo haré -prometió él.

Su madre debió notar algo.

– ¿Todo va bien?

– Todo va bien, madre. Sólo tengo que hacer otra llamada.

Llamó a Meiling y le pidió que examinara el registro de Acuras plateados. Ella le prometió que lo haría de inmediato. Luego habló con él del tema del aparcamiento. Resultaba que era un caso dudoso. Si el terreno no era calificado como zona de aparcamiento para el club, la ciudad podría obtener unos considerables ingresos extra. Tenía que investigar un poco más. Hacia el final de la conversación oyó toser a la madre de Chen e insistió en saludar a «tía Chen».

Cuando acabaron de hablar, una sonrisa de resignación apareció en el rostro de su madre. Empezó a recalentar los platos. El pequeño desván estaba impregnado de un fuerte olor a gas procedente de la cocina de briqueta de carbón; pesaba demasiado para entrarla y sacarla. Cuando él no tenía apartamento propio, era tarea suya llevar la cocina al rellano de la escalera y volver a entrarla por la noche. La escalera era tan estrecha que en la oscuridad los niños siempre chocaban con la cocina. Su madre no quería meterla en su apartamento de un solo dormitorio, aunque él se lo había pedido.

Su padre, con su ancha frente arrugada por las preocupaciones, parecía mirarle con expresión melancólica desde el cuadro enmarcado en negro que colgaba en la pared.

Atacó un platillo de tofu sazonado con aceite de sésamo y cebollas verdes y se terminó un cuenco de arroz acuoso con aire distraído.

Para su desaliento, el teléfono móvil empezó a sonar de nuevo cuando se disponía a marcharse. Cuando lo encendió, oyó una señal de fax. La señal se repitió. Apagó el teléfono con frustración.

– Sé que te van bien las cosas, hijo, con tu teléfono móvil, coche del departamento, secretaria y un director general que te llama a la hora del almuerzo -dijo su madre bajando con él la escalera para acompañarle hasta la puerta-. Ahora formas parte del sistema, entiendo yo.

– No, no me considero parte de él. Pero es necesario que la gente trabaje dentro del sistema.

– Entonces, haz algo bueno -dijo ella-. Como dicen los escritos budistas: «Algo tan pequeño como el pico de un ave está predestinado y tiene consecuencias».

– Lo tendré en cuenta, madre -dijo él.

Pensó que comprendía por qué su madre no había parado de hablar de hacer cosas buenas siguiendo el espíritu budista. Preocupada por su prolongada soltería, había quemado incienso a Guanyin cada día, rogando por que el justo castigo por cualquier acción mala cometida por la familia recayera en ella.

– ¡Oh, tía Chen! -Pequeño Zhou bajó del coche de un salto con medio bollo hervido en la mano-. Siempre que necesite utilizar un coche, llámeme; soy el hombre del inspector jefe Chen.

Su madre meneó la cabeza levemente cuando el coche se alejó, reparando en las expresiones de envidia de los vecinos.

– Pequeño Zhou puso un CD de La Internacional en versión roquera. Aquellas heroicas palabras no lograron levantarle el ánimo. Le dijo a Pequeño Zhou que aparcara en la esquina de las calles Fuzhou y Shandong.

– Quiero entrar a mirar en una librería. No me espere. Regresaré a pie.

Allí había varias librerías, tanto estatales como privadas. Se sintió tentado a entrar en la que había comprado el libro de su padre. Había olvidado los argumentos del libro, excepto la fábula sobre cómo una cabra mimada de palacio había contribuido al derrocamiento de la dinastía Jing. También recordaba el vistoso cartel de la muchacha en biquini que le había ofrecido y que él no había aceptado. En verdad era un hijo poco filial; se había alejado mucho de las expectativas de su padre.

En lugar de entrar en la librería se dirigió al bar donde vendían rollitos al otro lado de la calle. Igual que aquella librería privada, el pequeño bar era una residencia reconvertida. Un sencillo cartel anunciaba en letras en negrita: sopa de rollitos yanpi. En la parte delantera, un hombre de edad madura echaba los rollitos en un gran wok. Sólo había tres mesas en el bar. Ante una cortina de tela que había al fondo, una joven estaba amasando la masa de color crema, mezclando en ella el vino de arroz y la carne de anguila picada.

En la pared había un cartel rojo en el que se explicaba el origen del Yanpi, el rollito hecho con harina de trigo, huevos y pescado. Chen pidió un tazón: la sopa tenía un sabor delicioso aunque también un singular olor a pescado. Se hizo aceptable después de añadirle vinagre y cebolla verde picada. Se preguntó qué opinarían de ella los otros clientes que no eran de Fujian. Cuando terminó, de pronto se dio cuenta de otra cosa.

El restaurante se hallaba cerca de la residencia de Wen Lihua, el hogar en el que había crecido Wen, la mujer desaparecida. Se encontraba a menos de cinco minutos a pie.

Abordó al propietario, que estaba ocupado sacando rollitos del wok.

– ¿Recuerda a alguien que vino a su establecimiento hace unos días en un coche lujoso?

– Este es el único lugar donde se vende el auténtico Yanpi en toda la ciudad. No es infrecuente que venga gente en coche desde la otra punta de Shanghai para tomar un tazón de Yanpi. Lo siento, pero no recuerdo a ningún cliente debido a ese coche.

Chen le entregó entonces una tarjeta junto con una fotografía de la víctima hallada en el parque.

– ¿Recuerda a este hombre?

El propietario negó con la cabeza con perplejidad. La joven se acercó, echó un vistazo a la fotografía y dijo que recordaba haber visto a un cliente con una larga cicatriz en el rostro, pero no estaba segura de si era el mismo hombre.

Chen le dio las gracias. Decidió regresar a pie al departamento. A veces pensaba con más claridad mientras caminaba, pero aquella tarde no. Al contrario, cuando llegó al departamento se sentía más confuso que nunca.

En su despacho sólo tenía un mensaje; era de la agencia de empleo estatal y le daban los nombres y números de varias agencias de empleo privadas. Después de pasar una hora llamando por teléfono sin parar, llegó a la conclusión de que la información del sector privado era prácticamente la misma. No había ni que pensar en que una mujer embarazada, de edad madura como Wen, encontrara empleo en Shanghai.

La metáfora de Gu acudió a su cabeza como un zumbido, mientras los papeles se amontonaban en su escritorio, el teléfono sonaba sin cesar y la presión a que estaba sometido aumentaba. Se puso en pie para practicar tai chi en su cubículo. El esfuerzo no le alivió la tensión; en realidad, le recordó de modo inconsciente el caso no resuelto del parque. Quizá debería haber practicado tai chi todos aquellos años, como el anciano ex contable, que al menos disfrutaba de paz interior, moviéndose en armonía con el qi del mundo.

Lo que habría podido ser era como la flor en el espejo, o la luna en el agua. Tan nítidamente vivo que casi podía tocarlo, pero no era real.

¿Y qué iba a hacer con las «vacaciones» en Beijing que le proponían? No era cuestión de tomar o no tomar una decisión en su vida personal, no como había supuesto el Secretario del Partido Li. En China, lo personal apenas podía separarse de lo político. Podía haberse esforzado más en cortejar a Ling, pero conocer su condición de Hija de Cuadro de Alto Rango se lo impedía.

¿Realmente le costaba tanto ser un poco más valiente, no hacer caso de que los otros le criticaran y le consideraran un trepador político?

Siguiendo un impulso Chen cogió el teléfono, pensando en el número de Beijing, pero acabó llamando a la inspectora Rohn.

– ¡Llevo toda la tarde intentando hablar con usted, inspector jefe Chen!

– ¿En serio, inspectora Rohn?

– Seguramente habrá apagado su móvil.

– Ah, sí, ha sonado varias veces y al descolgar se oía una señal de fax. Lo he apagado y me he olvidado.

– Como no conseguía dar con usted, he llamado al inspector Yu.

– ¿Qué noticias tiene?

– ¡Vieron a Wen marchándose de la aldea el cinco de abril por la noche! En lugar de tomar un autobús, hizo autostop y la cogió un camión que se dirigía a la estación de ferrocarril de Fujian. El camión torció unos kilómetros antes de llegar a la estación y Wen se apeó. El camionero se ha puesto en contacto con el departamento de policía local esta mañana. La descripción encajaba, salvo que no estaba seguro de si la mujer estaba embarazada.

– Es posible. Wen sólo está de cuatro meses. ¿Le mencionó adonde iba?

– No. Puede que aún esté en la provincia de Fujian, pero es más probable que se haya marchado.

Le pareció oír un tren que silbaba al fondo.

– ¿Dónde está, inspectora Rohn?

– En la Estación de Ferrocarriles de Shanghai. ¿Puede reunirse conmigo aquí? Según el inspector Yu, el seis de abril salió un tren de Fujian a Shanghai a las dos de la madrugada. Los billetes se vendieron con mucha antelación. El vendedor de billetes recordaba que una de las personas que se acercó a él para comprar un billete de emergencia era una mujer. Yu ha sugerido que preguntáramos en las oficinas de la estación de Shanghai, por eso estoy aquí, pero no tengo autoridad para hacer preguntas.

– Voy para allá -dijo Chen.

La visita resultó prolongada. El tren de Fujian no llegó a la estación hasta media tarde. Tuvieron que esperar horas hasta poder obtener los registros del conductor. La madrugada del seis de abril habían subido al tren en la estación de Fujian tres pasajeros sin billete. A juzgar por la cantidad que pagaron, Shanghai era el destino de dos de ellos. El tercero se apeó antes de Shanghai. El vendedor recordaba que uno era una mujer porque los otros dos eran hombres de negocios que se pasaron el rato charlando. La mujer se había sentado en cuclillas, en silencio, cerca de la puerta. El vendedor no se había fijado en dónde había bajado del tren.

De manera que la «pista» no conducía a ninguna parte. Nadie sabía dónde se había apeado la mujer ni si era, en realidad, Wen.

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