CAPÍTULO 33

El tren llegó a la estación de Fuzhou a las 11.32, puntual.

La estación era un hervidero de gente que esperaba; algunos saludaban con la mano, otros corrían junto al tren y otros sostenían en alto carteles de cartón con el nombre de algún pasajero. Sin embargo, no había nadie del Departamento de Policía de Fujian en el abarrotado andén esperándoles a ellos.

Chen no hizo ningún comentario al respecto. Algunos actos de negligencia por parte de la policía local podían ser comprensibles, pero no en este caso. No tenía sentido. Tuvo una premonición.

– Esperemos aquí -sugirió Catherine-. Puede que se hayan retrasado.

Wen miraba en silencio, con el rostro inexpresivo, como si su llegada no significara nada para ella. Durante el trayecto en tren había hablado poco.

– No, tenemos prisa -dijo él, pues no quería expresar sus temores-. Alquilaré un coche.

– ¿Conoce el camino?

– El inspector Yu me hizo un mapa. Las instrucciones están señaladas en él. Espere aquí con Wen.

Cuando regresó en una furgoneta Dazhong, sólo estaban allí las dos mujeres.

Abriendo la puerta para Wen dijo:

– Siéntese delante conmigo, Wen. Podrá ayudarme con las instrucciones.

– Lo haré -le habló a él por primera vez-. Lamento el contratiempo.

Catherine intentó consolarla desde el asiento de atrás.

– Esto no es culpa suya.

Consultando a Wen y el mapa Chen pudo encontrar la carretera que tenía que tomar.

– Ahora el mapa sirve para un fin que el inspector Yu no esperaba.

– Sólo he hablado con el inspector Yu por teléfono -Catherine dijo-. Estoy deseando conocerle.

– Ya debe de estar de regreso a Shanghai. Le conocerá allí. Tanto Yu como su esposa Peiqin son personas encantadoras. Ella también es una cocinera magnífica.

– Debe de serlo para merecer un cumplido por parte de un gourmet como usted.

– Podemos ir a su casa a tomar una auténtica comida china – dijo él-. Mi casa está demasiado desordenada.

– Será un placer.

Decidieron no hablar de trabajo yendo Wen en el coche, sentada con las manos entrelazadas sobre el vientre.

El trayecto era largo. Se detuvo sólo una vez en el mercado de una aldea, donde compró una bolsa de lichis.

– Buena nutrición. Ahora también se consigue esta fruta en las grandes ciudades. Se envía por avión -dijo él-, pero no es tan buena como en el campo.

– Está riquísima -dijo Catherine, mordisqueando un lichi blanco transparente.

– La diferencia está en la frescura -dijo él, pelando uno para él.

Antes de que se terminaran la mitad de la bolsa de papel de lichis,

Changle Village apareció a la vista. Por primera vez observó un cambio en Wen. Se frotó los ojos, como si le hubiera entrado polvo en ellos.

En la aldea la carretera se convirtió en un camino, ancho sólo para un tractor ligero.

– ¿Tiene que preparar mucho equipaje, Wen?

– No, no mucho.

– Entonces aparcaré aquí.

Bajaron del coche. Wen les guió.

Era casi la una. La mayoría de aldeanos estaban en casa almorzando. Varias ocas blancas se paseaban cerca de un charco de agua de lluvia, estirando el cuello al ver a los extraños. Una mujer con una cesta de bolsa de pastor verde oscuro reconoció a Wen, pero se apresuró a alejarse al ver a los extraños que iban detrás de ella.

La casa de Wen estaba situada en un callejón sin salida, al lado de un destartalado granero abandonado. La primera impresión de Chen fue que la casa tenía un buen tamaño. Tenía un patio delantero y otro trasero que daba a una empinada pendiente sobre un riachuelo con innumerables arbustos sin nombre. Pero sus paredes resquebrajadas, la puerta sin pintar y las ventanas tapadas con tablas la convertían en una monstruosidad.

Entraron en la habitación delantera. Lo que impresionó a Chen allí fue un gran retrato descolorido del presidente Mao, colgado en la pared sobre una decrépita mesa de madera. Flanqueaban el retrato dos tiras de ajados eslóganes de papel rojo que declaraban, a pesar del cambio operado con el tiempo: «¡Escuchad al presidente Mao!». «Seguid al Partido Comunista».

Una araña descansaba satisfecha, como otro lunar, en la barbilla de Mao.

La expresión que mostraba el rostro de Wen era indescifrable. En lugar de ponerse a hacer el equipaje, se quedó mirando fijamente el retrato de Mao, temblándole los labios, como si le suplicara algo en un murmullo… como una leal Guardia Roja.

Había varios paquetes con etiquetas en chino o en inglés guardados en un cubo debajo de la mesa. Wen cogió un paquete muy pequeño y se lo metió en el bolso.

– ¿Eso es para las piezas de precisión, Wen? -preguntó Chen.

– Es el abrasivo. Quiero llevarme uno para acordarme de la vida que he pasado aquí. Como recuerdo.

– Un recuerdo -repitió Chen. El caracol esmeralda subiendo por la pared en el poema de Liu. También él cogió un paquete en cuya etiqueta se veía una gran cruz sobre un esquemático dibujo de fuego. Había algo extraño en el modo en que Wen ofreció su explicación. ¿Qué había allí que le gustaría recordar? Pero decidió no abordar el tema de su vida en la aldea. No quería reabrir sus heridas.

La sala de estar daba a un comedor, donde Wen se encaminó hacia otra habitación cruzando una cortina de abalorios de bambú colgada en el umbral. Catherine la siguió. Chen vio a Wen sacar algunas prendas de niño. No podía hacer nada para ayudar, asi que salió al patio trasero protegido por muros. Originariamente la puerta debía de abrirse a la pendiente, pero había sido tapada con tablas.

Dio la vuelta hasta el patio delantero. La silla de ratán que había junto a la puerta estaba rota y cubierta de polvo. Parecía estar contando la historia de la indiferencia de su propietaria. También vio botellas vacías en cestas de bambú, la mayoría botellas de cerveza, que eran como una nota a pie de página a la desolación general.

Fuera, un perro viejo saltó de una zona de sombra en el camino de la aldea y se alejó en silencio. Una racha de viento inclinó el sauce llorón dándole forma de signo de interrogación. Encendió un cigarrillo y se apoyó en el marco de la puerta, aguardando.

Había un tren que salía para Shanghai a última hora de la tarde. Decidió no ponerse en contacto con la policía local, no sólo porque no habían aparecido en la estación de ferrocarril. No podía quitarse de encima el mal presentimiento que tenía desde que Wen había pedido que hicieran aquel viaje.

Se sentía agotado. En el tren apenas había dormido. La litera dura había presentado un problema imprevisto durante la noche. De las tres literas, la de abajo fue para Wen. Era impensable que una mujer embarazada subiera la escalerilla. Las literas de arriba, a ambos lados del pasillo, quedaron para Catherine y para él. Era importante vigilar a Wen. «A veces un pato cocinado puede salir volando.» Así que estuvo tumbado de lado casi toda la noche, vigilando. Cada vez que Wen se alejaba de su litera, él tenía que bajar, y seguirla de la forma más discreta posible. Tuvo que resistir la tentación de mirar a Catherine al otro lado del pasillo. También ella permaneció tumbada de lado casi todo el tiempo, vestida sólo con la combinación negra que habían comprado en el mercado de Huanting. La leve luz movía sombras en las sinuosas curvas de su cuerpo, pues la exigua manta apenas le cubría los hombros y las piernas. En su posición no podía mirar la litera que tenía directamente debajo. Así que con mayor frecuencia estaba de cara a él. Cuando las luces se apagaron a medianoche fue peor. Chen sentía su proximidad en la oscuridad, volviéndose una y otra vez, entre los irregulares silbidos del tren en la noche…

Como consecuencia de ello, al estar ahora de pie apoyado en la puerta se dio cuenta de que tenía tortícolis, y tuvo que hacer rotaciones de cabeza como un payaso de circo.

Entonces fue cuando oyó las fuertes y apresuradas pisadas que se acercaban desde la entrada de la aldea. No uno o dos hombres. Un grupo numeroso.

Sobresaltado, se puso alerta. Una docena de hombres iban en dirección a él, todos ellos enmascarados con un trapo negro y con algo en las manos que brillaba a la luz del sol: hachas. Al verle, iniciaron el ataque, haciendo oscilar sus hachas y lanzando gritos por encima del ruido de las gallinas que chillaban y los perros que ladraban.

– ¡Los Hachas Voladoras! -gritó a las dos mujeres que estaban saliendo de la casa-. Entren. ¡Rápido!

Sacó su revólver, apuntó apresurado y disparó. Uno de los hombres enmascarados giró como un robot roto, trató en vano de levantar su hacha y se desplomó de rodillas. Los otros parecieron desconcertados.

– ¡Va armado!

– Ha matado al Viejo Tercero.

Los gánsteres no huyeron. En cambio, se dividieron en dos grupos, uno se refugió detrás de la casa al otro lado del camino, y el otro se precipitó al granero. Cuando dio un paso hacia ellos, le lanzaron una pequeña hacha. Fallaron, pero tuvo que retroceder.

Cada uno llevaba varias hachas, grandes y pequeñas, metidas en la parte delantera y trasera del cinturón, además de las que blandían en las manos. Las pequeñas las lanzaban como dardos.

Para su sorpresa, ninguno de los gánsteres al parecer llevaba arma de fuego, aunque el contrabando de armas no era algo insólito en una provincia costera como Fujian. No era el momento de criticar su suerte.

¿Qué tenía? Un revólver al que le quedaban cinco balas. Si no fallaba un solo disparo, podría derribar a cinco de ellos. Una vez hubiera disparado la última bala, no podría hacer nada más.

Los Hachas Voladoras habrían rodeado la casa. Una vez empezaran a atacar desde todas direcciones, los aplastarían. Tampoco podía esperar que la policía local les rescatara a tiempo. Sólo la policía local conocía su llegada a Fujian.

– Policía de Fujian, policía de Fujian…

Oyó que la inspectora Rohn gritaba a su móvil.

Otra hacha llego volando por los aires. Antes de poder reaccionar, el hacha golpeó el marco de la puerta; no le dio a Catherine por cinco o seis centímetros.

Si el ocurría algo a ella…

Chen notó que la sangre afluía a su cara. Había cometido un grave error al ir allí con las dos mujeres. No había justificación profesional para ello; se había dejado llevar por una intuición, pero se había equivocado al correr semejante riesgo.

Acurrucada junto a Catherine, Wen aferraba la antología poética como si fuera un escudo.

«La poesía hace que no ocurra nada.» Era un verso que había leído años atrás. Sin embargo, había esperado que la poesía pudiera hacer que ocurrieran algunas cosas. Estaba allí, irónicamente, debido a aquella antología poética. Era absurdo que pensara en esas cosas cuando se hallaba en medio de una desesperada pelea.

– ¿Tiene gasolina, Wen? -preguntó Catherine.

– No.

– ¿Por qué lo pregunta, inspectora Rohn? -dijo él.

– Las botellas… cócteles molotov.

– ¡El abrasivo! Los productos químicos son inflamables, ¿verdad?

– Sí. ¡Tienen que servir igual que la gasolina!

– ¿Sabe hacerlos… los cócteles Molotov?

– Oh, sí -ya estaba corriendo hacia el cubo de productos químicos que había en la casa.

Varios gánsteres estaban saliendo de su escondite. Él alzó el revólver cuando uno de ellos atacó, entonando en voz alta como si estuviera bajo el influjo de un hechizo: «Los Hachas Voladoras matan todo lo malo», como alguien salido de la sublevación de los bóxers. Chen disparó dos veces. Una bala dio en el pecho del hombre, pero el impulso le hizo avanzar unos metros más, para caer sin soltar su hacha. Pura suerte. Chen recordaba la mala puntuación que sacaba en el campo de tiro. Sólo le quedaban tres balas.

Cuatro o cinco hachas se acercaron zumbando por el aire. Consciente de que Catherine regresaba con las botellas, de forma instintiva Chen levantó la silla de ratán frente a él. Las hachas se clavaron en ella con tanta fuerza que sin querer dio un paso atrás.

Detrás de él, Catherine se puso en cuclillas para llenar botellas con productos químicos, mientras Wen tapaba las botellas con trapos.

– ¿Lleva un mechero, Catherine? -preguntó él.

Ella rebuscó en sus bolsillos.

– La caja de cerillas del hotel… un recuerdo de Suzhou -encendió una cerilla.

Él le cogió la botella y la lanzó hacia la casa donde los gánsteres se habían refugiado. Hubo una explosión. Las llamas se alzaron de repente con deslumbrantes colores. Ella encendió la segunda botella. Él la lanzó hacia el granero. Explotó produciendo más ruido, y el olor acre de los productos químicos al arder le llenó la nariz.

Era un momento que Chen no se podía permitir desperdiciar. En la confusión provocada por las explosiones podrían tener una oportunidad.

Se volvió a Wen.

– ¿Hay algún atajo para salir de la aldea cruzando el arroyo?

– Sí, el arroyo ahora apenas lleva agua.

– Hay una puerta que da al patio trasero, Catherine. Rómpala, salga con Wen y crucen el arroyo para ir hasta el coche -le entregó el arma-. Llévesela. Sólo quedan tres balas. Yo las cubriré.

– ¿Cómo lo hará?

– Con cócteles Molotov. Les lanzaré varias botellas -arrancó el hacha del marco de la puerta. Quizá la tendría que utilizar pronto. Un milagro del kung fu sólo era posible en la pantalla-. Las alcanzaré.

– No. No puedo dejarle aquí de este modo. La policía local debe de haber oído lo de la pelea. Llegarán en cualquier momento.

– Oiga, Catherine -dijo Chen con la garganta seca-. No podemos resistir mucho tiempo. Si empiezan a atacarnos desde los dos frentes y la parte de atrás, será demasiado tarde. Tienen que irse ahora.

Dicho esto empezó a lanzar botellas, una tras otra, en rápida sucesión. El camino fue engullido por el humo y las llamas. Entre las explosiones oyó que Catherine y Wen golpeaban la puerta trasera. No tenía tiempo de mirar por encima del hombro. Un gángster se precipitaba hacia él con las hachas relucientes a través del fuego. Chen le lanzó una botella a él y una al hacha.

Nadie se acercó a través del humo que se desvanecía.

Fantástico, pensó, agarrando una de las botellas restantes; y entonces oyó un fuerte disparo en la parte posterior de la casa y un ruido sordo.

Se giró en redondo y vio a Catherine que empujaba a Wen de nuevo en la casa. Un rostro enmascarado apareció por encima de la pared del patio trasero, luego dos manos y unos hombros. Ella volvió a disparar. El Hacha Voladora se desplomó hacia atrás.

– ¡Esa zorra tiene un arma! -gritó alguien fuera.

Chen en la parte delantera y Catherine en la trasera lograron detener provisionalmente a los gánsteres, pero tardaron sólo unos segundos en reanudar su ataque.

No les quedaba más que una bala.

Sin embargo, aquel par de minutos resultaron ser más cruciales de lo que había imaginado.

Oyó una sirena a lo lejos que se acercaba, luego un coche que frenaba con un chirrido. Pasos apresurados. Gritos confusos. Ladridos frenéticos.

Atacó, lanzando los dos últimos Molotov entre una lluvia de disparos. Una andanada de balas se dirigió a los gánsteres refugiados en la casa del otro lado del camino. Otra andanada de balas llovió sobre el cobertizo, que al instante estalló en nuevas llamas. Los hombres de la tríada salieron arrastrándose y huyeron.

– ¡Policía!

En cuestión de segundos sólo quedaron unos cuerpos esparcidos en el suelo. Los hombres que huían eran perseguidos por policías armados.

Para su asombro, Chen vio a Yu acercándose a ellos, blandiendo una pistola.

La batalla había terminado.

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