Ficción derecha

Todo comenzó aquel día en el café de la librería, cuando Cleve vio a la muchacha que leía una revista llamada Noticias derechas. ¿O Tiempos derechos? Noticias derechas o Tiempos derechos, elijan ustedes.

A Cleve le gustaba pensar que él era un tipo civilizado. Vivir y dejar vivir, ése era su lema. No tenía ningún problema con los “derechos”. A diferencia de ese bruto de Kico, por ejemplo, o Grainge, que siempre… Cleve se controló. Por cualquier motivo todavía pensaba a cada momento en Grainge. Grainge… ¡ah, Grainge! “Se acabó”, murmuró, por vez número diez mil; y enseguida se recordó obedientemente a sí mismo que era muy feliz con su actual amante… un joven y talentoso muralista llamado Orv.

La muchacha extendió la mano para tomar la tacita del espresso. Cleve continuó con su Sumatra Lingtong (baja acidez, siempre cuidaba esas cosas). Se dio cuenta de que la estaba mirando… y que ella le devolvía la mirada, con inteligente desafío. Automáticamente Cleve ordenó a su cara que transmitiera tolerancia y comprensión. Y resultó bien: ahora se sonreían mutuamente.

– ¿Quién lo hubiera pensado? -dijo alegremente. Trabar conversación en este sitio no era nada del otro mundo. En el café de la librería La Hora Libre. Un bar de librería dedicado al buen café (Si el Café Hierve se Pierde). La gente siempre se ponía a conversar.

– Burton Else -continuó Cleve-. Burton. Burton Else, por Dios.

A ella le llevó un minuto entender qué quería decir él. Apretó la revista contra su pecho y miró hacia abajo, reconociendo otra vez la foto de la tapa. La fotografía tamaño tabloid de Burton Else, el actor de cine, cruzada por una tira diagonal que decía: COMPLETAMENTE DERECHO.

– ¿Te parece difícil de creer? -preguntó ella.

– No, creo que no.

– ¿Estás sorprendido? ¿Desilusionado?

– No -dijo Cleve. Pero no era cierto. Estaba escandalizado. -Anoche vi su última película -continuó. Esto era cierto: Cleve y Orv, en el cine, con sus bolsitas de pochoclo y sus aguas Perrier. Y en la pantalla… Burton Else, en el romance de siempre. Lo de siempre. Burton que llevaba al actor joven Cyril Baudrillard a la inauguración de una disco. Burton y Cyril en una venta de artículos de segunda mano, donde se encuentran con un ex de Burton. Burton abrazando la desnudez traspirada de Cyril en el resplandor de color mermelada de un fuego de leños, después de esa pelea por los catálogos de flores. -Ahí estaba -dijo Cleve-, haciendo la rutina de siempre.

– Dicen que después de las escenas de amor hay que ayudarlo a llegar a su trailer. Le dan un masaje, hace sus ejercicios de respiración, y en general se recupera.

Cleve se rió.

– Es un chiste, ¿no? Pero parece tan…

– ¿Qué?

– No sé. Tan…

– Hola.

Inmediatamente Cleve prestó atención. Había llegado el muchacho. El novio de la chica, eso resultó evidente de inmediato. Claro que en esa época (en la ciudad, al menos), los normales se besaban en público, incluso en los labios, con la boca abierta, hasta se daban besos de lengua, como demostración. Cleve apenas tenía treinta y ocho años, pero había visto ir a la cárcel a gente que hacía eso. O por hacer lo que preludiaban. La muchacha tenía la cabeza echada hacia atrás. Su rostro era pequeño, redondo, cándido, no pálido sino parejamente pecoso; las pecas eran como asperezas en la piel de una papa nueva. (Cleve pensaba en comida, o en cocinar, casi tan a menudo como pensaba en Grainge). En cuanto al novio de la muchacha, joven, moreno, fornido, con las mandíbulas apretadas, los labios gruesos, parecía sin embargo un ser sin pasión. Ajá. Más besos. Y más susurros. Escuchó. No eran intimidades las que estaban intercambiando. Más bien hablaban de cumplir con esto o con lo otro. A quién le tocaba hacer esto o lo otro.

En realidad Cleve se sentía agradecido por el entretenimiento. Le permitía contemplar el rostro de Burton Else, que seguía sonriendo, divertido, encima de las grandes mayúsculas que dividían su pecho en dos. Al pie de la página decía: BURTON ELSE. ACTOR. NOMINADO PARA EL PREMIO DE LA ACADEMIA. TOTALMENTE HETERO. Cleve estaba totalmente escandalizado. Porque… más de una vez le habían dicho que se parecía a Else. Y le había gustado que se lo dijeran. Mientras la muchacha le susurraba al novio, apoyándole los dedos en una mejilla, Cleve se sentía marginado, como si estuviera de más. La chica, el muchacho, y ahora Burton. De pronto se vio como lo verían otros. Cleve, con el pelo oscuro muy cortito, como un gato, sus gruesos anteojos oscuros, sus tiradores, su boquilla dorada, su bigote rectangular. A la última moda. Parecía un policía con el uniforme incompleto que se preparara para la guardia nocturna. Burton Else estaba completamente afeitado, por alguna razón. ¿O serían mentiras?

Estaba a punto de volver a su libro y a su Sumatra Lingtong cuando la chica dijo:

– Le estaba diciendo a…

– Cleve -dijo Cleve.

– Yo me llamo Cressida -dijo ella-. Y él es John.

John le hizo a Cleve una inclinación de cabeza desprovista de humor, y Cleve se la retribuyó. Le estaba hablando de la declaración de Burton Else.

– ¿Qué opinaba Cleve?

– Cleve no dijo nada todavía.

Cleve pensó “¡Uy!”. Se inclinó hacia un costado y se encogió de hombros. Se podía decir que Cleve era más cuidadoso de lo que parecía. Y esto le resultaba cada vez más fácil, mientras seguía alarmándose con el desarrollo de su tórax en el gimnasio cerca de Washington Square. Recientemente Orv lo había filmado, en Watermill, en la Isla, caminando por la costa con Arn y Fraze. El cuello de Cleve era sorprendente, especialmente visto desde atrás. La espalda daba la impresión de seguir hasta la cabeza, después de la interrupción menor de los hombros. Dijo:

– Qué opino sobre lo de Burton Else… Bueno, Burton es derecho. Es recto. Qué asunto importante. Es un secreto, no una mentira. No es uno de esos predicadores de los vídeos. Que despotrican contra los… “estilos de vida alternativos”. No es un político hipócrita.

– No -dijo John-. Es como un actor de cine hipócrita.

La forma en que lo dijo, la forma en que lo enfatizó, la intensidad. Bueno, bueno, pensó Cleve. John, el joven… ahora veía que era joven pero ya curtido. Cleve dijo, quizá ya menos cuidadosamente:

– Burton… creo que Burton puede perder muchos admiradores si esto se difunde. Puede perder roles. Siempre que sea cierto.

Habló John:

– Un momento. ¿No será que Burton está promoviendo algo? ¿Un estilo de vida, por ejemplo? Ahí está, en las alturas. Con la gorra negra y la remera sin mangas. Un marica que bebe gin con miel y jugo de limón.

– John…

– ¿Y a ti te preocupan sus roles? ¿Sus admiradores? Que se vayan a la mierda sus admiradores.

– ¡Eh! -dijo Cleve. Otra vez se sentía injustamente discriminado. Giró la cabeza y vio que un señor mayor lo miraba con el ceño fruncido, con indignación solidaria. El viejo también parecía un policía a medias uniformado, pero más gordo y más calvo (y de rango aun menor) que el policía que parecía Cleve; llevaba una remera negra con una inscripción que decía: CUANTO MÁS PELO PIERDO, MÁS CABEZA TENGO. Cleve dijo:

– Vamos, John, ¿Burton está obligado a asumir una posición? -Su tono se tornó ligeramente implorante. -¿Burton no tiene una vida aquí? ¿Es sólo un símbolo, un ícono, o es un ser humano? ¿Burton no…?

– Al carajo con Burton. Y si no te das cuenta de que es una desgracia para su orientación, y un impostor, y una especie de predicador, además de ser una basura, entonces también tú te vas a la mierda, Cleve.

– John -dijo Cressida.

Pero con un entrechocar de la vajilla y un aleteo de la chaqueta que se puso, John se retiró.

– Casi digo, “¡Madre mía!” -Había hablado Cleve.

– Perdón, es muy… activo. -Ahora había hablado Cressida.

Se miraron. Eran parecidos, reaccionaban con unanimidad.

– A veces uno se pone así. Perdónenos -agregó. Estaba juntando sus cosas: el bolso, el libro, la revista. -Mire el artículo en la revista y comprenderá. Lo siento, pero uno se pone así.

Una vez que se quedó solo Cleve se demoró con su Sumatra Lingtong, tratando de leer -o al menos hojear- The Real Thing and Other Tales, de Henry James. Durante la hora libre se invitaba a los presentes a hojear libros. De todos modos hojear ya era demasiado para Cleve en ese momento. Uno trata de ser razonable con esta gente y contemporizar. ¿Y qué se gana? A Cleve no le gustaban los momentos desagradables de ninguna clase; le disgustaba la agresión, le disgustaba que un pequeño hétero engreído le gritara en el bar de una librería. En ciertos sentidos (suponía), sí, en ciertos sentidos era un tipo bastante formal. A lo mejor lo había heredado de sus padres. Quienes quiera que hubiesen sido…

Mientras regresaba a Literatura se detuvo en los estantes de Intereses Especiales y sin quererlo se puso a mirar las secciones dedicadas a Crecimiento Personal y Astrología y… Estudios Heterosexuales. Desde las tapas de los libros de tapa blanda las parejas hombre-mujer lo miraban con desaliñada resignación. También había ficción hétero: descuidada, suciamente realista como el fregadero de la cocina. La única novela hétero que lo tocaba en algo a Cleve era Los criadores. Escrita por un hombre hétero, Los criadores, recordaba Cleve, había desatado considerables controversias, importantes incluso dentro de la comunidad hétero misma. Se argumentaba que el autor había tratado muy despiadadamente los aspectos negativos de la vida heterosexual. Cleve se puso Los criadores bajo un brazo y luego volvió a Literatura, donde encontró otro Henry James, uno que estaba más seguro de no haber leído nunca: Embarrassments. Y de pronto se le ocurrió: por Dios, ¿James habría sido hétero?

Salió a la Greenwich Avenue, un par de manzanas al norte del barrio hétero en la zona de Christopher Street.

Poco después Cleve y Orv hicieron un viaje a Medio Oriente. Fueron a Bagdad y a Teherán y después a Beirut, donde podían desconectarse completamente y pensar en broncearse al sol. Junto a la piscina, en la playa y durante los picnics en las colinas, Cleve leía Embarrassments. También leyó Los criadores. El mundo heterosexual, como lo retrataban en el libro, parecía chocante y caprichoso… pero sobre todo increíblemente desarrollado.

Cleve se enteró de que había dos millones y medio de héteros sólo en el área de Nueva York: un millón en Manhattan y alrededor de doscientos mil en Queens, Brooklyn, el Bronx, Long Island y el Triángulo de Danbury, respectivamente. Algunos pensaban que Nueva York era el reino de los judíos, pero ahora había allí más heterosexuales que judíos.

Fueron hacia el sur y visitaron Israel. Hicieron turismo y compras en Jerusalén y en Belén, y en el fin de semana final se congelaron en la franja de Gaza. Enfilaron hacia el norte, a Tel Aviv, y dieron el salto de regreso a Kennedy.

– Escucha. ¡Ah! ¡qué bueno! -dijo Cleve, en el avión, mirando el Time.

Orv alzó los ojos de USA Today. Miró con interés lo que señalaba Cleve, porque Cleve había estado mudo de preocupación los últimos tres días a causa de un malestar digestivo. Ahora ya se sentía bien. Pero había tragado agua del Mar Muerto y esperaba lo peor.

– Esta nota sobre el gene heterosexual -dijo Cleve-. ¿Hicieron un experimento con moscas de la fruta? Qué gracioso que se llamen moscas de la fruta. Bien, las moscas de la fruta son superheterosexuales. Procrean como locas… una nueva generación cada dos semanas. En este experimento neutralizaron el gene heterosexual. ¿Y sabes lo que pasó? Generalmente, dentro del frasco del cultivo, las moscas de la fruta varón y mujer se dedicaban a reproducirse. Después de neutralizarles el gene todos los muchachos se juntaron, hicieron fila como para bailar la conga.

– ¿Bailaron la conga?

– Sí. Manoseándose entre ellos.

– ¿Una fila para la conga?

– Sí, como en Island Night en el Boom-Boom Room.

– Ah, una fila de conga. Mira esto -dijo Orv-. Este que se parece a ti, Burton Else. Deben haberle inoculado el gene hétero. Aquí dice que es hétero.

– Sí, ya sabía. ¿Burton?

– Burton. Él lo niega. Le va a hacer juicio a la revista hétero que lo declaró. “Tampoco me adhiero al modo de vida alternativo”, dice. Pero ya contrataron a un montón de chicas para que digan que anduvieron con él. Burton Else hétero. Dios mío, ¿ya no hay nada sagrado? Por Dios, ¿adónde quieren ir declarándose “derechos”? ¡Toman una noble palabra de nuestra lengua y la pisotean!

– Es una palabra que se usa mucho, la oigo todo el tiempo. Derecho y estrecho.

– Usó una navaja derecha.

– Ganó con un juego derecho.

– Fue una pelea derecha.

– Se exaltarán todos los valles, y perderán altura todas las montañas y las colinas, y lo que estaba torcido se pondrá derecho.

– ¿Qué carajo es eso?

– La Biblia. Creo que es el Canto de Salomón.

– Salomón no era derecho, ¿verdad? ¡Señor!, Señor, por favor… ¿Me daría una manta? ¿Se dio cuenta? -le dijo Orv a otro que también parecía un policía, sentado del otro lado del pasillo-. ¿Por qué no me atiende?

– Se siente molesto. Es derecho -respondió Cleve-. Los camareros de avión son todos derechos…

– Dios mío -dijo Orv-, ¡estoy rodeado!

Consiguieron sus mantas. Cleve trató de dormir. No podía sacarse a Burton Else de la cabeza. Se sentía herido, le daba lástima de sí mismo pensando en Burton Else. Porque el tipo parecía tan normal. Mientras se estiraba y se retorcía en su asiento, y oía los ruidos de los motores del avión, la mente de Cleve se transformó en un collage, una exposición de fotos dedicadas al actor de cine denigrado. Ah, esas imágenes turbulentas: Burton riéndose, Burton quitándole el polvo al retrato enmarcado de Gloria Swanson que tenía sobre la mesa de luz, Burton con gorro de cocinero, Burton ordenando los libros de viajes por orden alfabético…


Volvió a toparse con Cressida. En el mismo lugar, a la misma hora, y él tenía el mismo libro: The Real Thing and Other Tales. Hacía más de una semana que había vuelto. Su bronceado era como una capa de pomada rojiza para los zapatos. Parecía que en el gimnasio le habían inflado su espléndido tórax con aire comprimido. Con la última humedad de septiembre llevaba pantalones de gimnasia con una remera amarilla sin mangas y Adidas simples. Cleve había roto con Orv. Al principio se sintió muy triste, pero luego se enamoró de un joven que hacía bijouterie, llamado Grove. Grove, este individuo viril, creativo, conflictuado, valioso, se había ido a vivir con él el viernes anterior. Llegó con una camioneta y esparció sus pertenencias por todas partes.

Con Cressida, Cleve tuvo una conversación muy amable, sobre Dickens. Sin tensiones, sin asperezas, sin John: sólo Dickens. Bebió el Kenya Peaberry; ella tomó un espresso. Salieron juntos de la Hora Libre, se detuvieron un momento en Poesía y Drama, y se despidieron en la calle, después de recorrer cincuenta metros juntos hacia el oeste, hacia la Séptima Avenida. De manera que estaban al borde del barrio hétero: Christopher Street, donde vivía Cressida, con John. Llegaba un calor carnavalesco de la esquina llena de gente, el zumbido de la música callejera, de la fiesta comunal, y Cleve advirtió el final de una especie de desfile o manifestación en la avenida, que avanzaba con poca cohesión. Supuso que sería un gran día en el calendario “derecho”. Desfiles, belicosidad, orgullo. ¿O sería siempre así? No dijo nada. Nunca mencionaban la política sexual, como por mutuo acuerdo… Luego Cressida dijo algo más sobre Bleak House, y Cleve dijo algo más sobre Hard Times. Le dijo “hasta pronto”, y ella se fue, se sumergió en el barrio. Cleve echo a andar en dirección contraria por Greenwich, hacia el gimnasio. En English Street empezó a sentirse más cómodo, más él mismo. A menudo iba a la Calle Ocho a comprar ropa, prendas divertidas en Military Issue, Cowboy Stuff, The Leatherman, Blue Collar. Con más frecuencia, por supuesto, iba a las grandes tiendas o a las boutiques de la zona residencial como Marquis of Suede en Madison o See You Latex, Alligator en la Quinta… Cuando ella se sonreía, cuando Cressida se sonreía, Cleve siempre quedaba fascinado por sus dientes, que no eran tan bonitos como netamente funcionales, con encías sanas, bien integrados con el resto de su cuerpo. Su encía le recordaba a la de Grainge (¡Ah, Grainge!) ¿Cómo era posible que una chica le recordara a uno a un muchacho? Ni siquiera los mellizos de ambos sexos se parecían entre sí. Sólo tenían un aire de familia. Mientras iba hacia el gimnasio, con sus musculosas piernas, Cleve pensaba en mellizos (en los mellizos temidos por todas las culturas primitivas), conservados en un frasco con formol.

Cleve volvió a su departamento de Chelsea a eso de las siete y encontró a Grove en la cama, entregado a unas ruidosas relaciones sexuales con Kico, el disc-jockey que era primo del carpintero que le había hecho nuevas bibliotecas a Cleve ese mismo verano. Cleve fue a la cocina y se preparó un sándwich de pepino. Le molestaba que Grove hubiera dejado encendida la televisión (una mala costumbre de Grove). Programa de la TV: ¡más noticias “derechas”! Este tema con lo derecho… era increíble. Uno pasaba por la vida sin prestarle la más mínima atención y de pronto, dondequiera mirara… ¡Bueno, bueno!, gran noticia: Día de la Libertad de los Derechos, que se celebraba en San Francisco, “La gran capital derecha del mundo”. Cleve dejó de masticar, su bigote quedó inmóvil. Una vista aérea del Desfile del Día de la Libertad de los Derechos, en Mission District, conducido por la Banda del Día de la Libertad de los Derechos. También mostraban hombres y mujeres que se comportaban con gran seriedad (en realidad, con una seriedad deprimente), y que hablaban de preocupaciones, exigencias y objetivos de los heterosexuales. Los dirigentes y activistas derechos estaban en conversaciones con su apoyo político recientemente identificado como el bloque de votantes en una ciudad donde dos de cada cinco adultos eran “abiertamente derechos”. Aparentemente en Castro todos eran derechos. La comunidad entera. Tenían verdulerías derechas, cajeros de Banco derechos, carteros derechos. Hasta tenían policías derechos.

– Habría que matarlos a todos.

Humo de cigarrillo. Cleve no se dio vuelta. Debía ser Kico. Kico: pantalones de cuero festoneados, con pañuelos de determinados colores al cuello, y faja ancha a la cintura (¿por qué no se reducía al color naranja, que significaba “cualquier cosa”?, los ojos inyectados en sangre, el bigote con gotitas de traspiración.

– Que los lleven a Madagascar, carajo. Eso se merecen.

– Vamos Kico. Basta de idioteces. ¡Uy!, mira eso.

En la pantalla, unos cowboys derechos del Rodeo Derecho de Reno bailando por Market Street, haciendo flamear la bandera de Nevada, y los banderines multicolores, que ahora servían, según ellos, como emblema de todos los derechos de California.

– Así que tú los apruebas. Para ti son iguales que nosotros.

– No son iguales, pero también tienen que vivir sus vidas. Es más, creo que es una vocación dura. Ser derecho.

– Son enfermos, hombre.

Ahora hablaré con Merv Cusid, dijo la televisión, que está organizando una plana de derechos de los derechos para presentarla en la convención en agosto. Y luego pasaron una toma que ni siquiera Cleve pudo mirar sin alterarse; hasta le resultó difícil no apartar la mirada: una colina verde, mantas de todos colores extendidas en el pasto, y una propaganda fastidiosa, mujeres y niños jugando.

– Ya veo. Me voy de aquí.

– La naturaleza es derecha -dijo Cleve con un repentino gesto de asentimiento.

– Y eso es lo que son. Unos animales de mierda.

– Hay que vivir y dejar vivir. ¿Dónde está Grove? ¿Descansando?

– Durmiendo.

De manera que Cleve, que no había tenido actividades sexuales en el gimnasio, le hizo fellatio a Kico en el hall de entrada y después se puso a preparar la comida: un soufflé de gorgonzola seguido por jamón de Parma con granada, papaya y pomelo. Apareció Grove, en bata, y al rato Cleve sirvió una copa de Sauvignon helado. Grove fue a darse una ducha y volvió con una toalla anudada a la cintura. Grove estaba en gran forma. Cleve estaba en gran forma. La calle, la ciudad -el mundo en que vivían- podrían haberse llamado Gran Forma. Después de la cena tuvieron una larga y acalorada discusión sobre cuál era mejor: Cosi fan tutte o Die Zauberflöte. Llegaron a un acuerdo mientras Grove hacía el descafeinado.

Era demasiado tarde para ir a cualquiera de los lugares adonde podían haber ido, inauguraciones de galerías o ventas de muebles en los jardines de las casas, a la luz de la Luna, exposiciones de futuros remates de antigüedades, torneos de preguntas y respuestas, recitales o charlas, fiestas organizadas por las agencias de viajes. Entonces, ¿por qué no pasar una velada tranquila? De manera que se acomodaron ante la mesa baja del living y se pusieron a mirar revistas: hasta Cleve, en ese momento, estaba dispuesto a dejar a Trollope y a Dostoyevsky y mirar revistas. Y fumar un porro. Cleve no se sentía cómodo leyendo a los grandes maestros en presencia de Grove. O tal vez lo que lo ponía incómodo era Cressida. Su incomodidad era casi audible, como oír el mar apoyando un caracol en la oreja. Incluso cuando se sienten muy bien, los hipocondríacos se preocupan por una enfermedad: la hipocondría. Esa noche Cleve estaba paranoico con su hipocondría. Podía agravarse mucho… No dejaba de estudiar a Grove: su pelo de gato, su remera, su bigote. Su hábito de mirar las revistas de atrás para adelante, con los labios fruncidos y una expresión de estoico aburrimiento. De todos los amantes de Cleve, sólo Grainge había compartido su curiosidad intelectual y su pasión literaria. Sólo Grainge…

Poco después de las once Grove alzó los ojos del ejemplar de Torso y dijo:

– Perdona, tengo que ir al toilette.

Cleve dejó su ejemplar de Blueboy y dijo:

– Qué gracioso. Es decir qué gracioso fue las primeras veces que lo dijiste. Además ya sé que no vas más al Bowl.

– ¿Quién dijo?

– Tú vas a Folsom Prison.

– ¿Quién dijo?

– Fraze -respondió Cleve.

Cuando Grove cerró la puerta Cleve se fue a la cama con el televisor pequeño. El tema de los derechos lo perseguía en todas partes. En la Convención Nacional Democrática que se celebraría en Nueva York, el comité de los derechos era más grande que el de las delegaciones de veinte estados. Hasta había serias especulaciones sobre un candidato a vicepresidente derecho en el programa de Ted Kennedy. El bigote de Cleve sonrió. Qué idea. Por ejemplo que Ted Kennedy era derecho. En cierto modo, ¿no sería apasionante?

Grove lo despertó alrededor de las cuatro, como de costumbre. Se desvistió a los tirones y se desplomó en la cama, y Cleve sintió su reconfortante olor a alcohol y a Tattoo.


En The New York Review of Books Cleve vio un aviso de un crucero “totalmente derecho” a Filadelfia y a Maine. ¿Por qué lo perseguía tanto el tema? Ya no se reía como antes cuando sus amigos contaban chistes de derechos. Le parecía ver cada vez más derechos caminando por la calle, no sólo en la zona alrededor de la avenida Greenwich sino también en la Calle Ocho, en Washington Square. Cleve seguía dedicando horas al gimnasio. Sus enormes bíceps casi le rozaban los lóbulos de las orejas. Su estupendo torso: ¿estaría bajo control o fuera de control? El gimnasio de Cleve se llamaba Magnífica Obsesión. Con cuánta frecuencia caminaba de Magnífica Obsesión a Hora Libre, de Hora Libre a Magnífica Obsesión…

Su hipocondría se agravó… ¿o mejoró? Porque su hipocondría nunca había sido tan fuerte ni tan vigorosa. Cleve era un exorbitante devorador de la sesión Salud y las columnas médicas y los artículos sobre patología de diarios y revistas. Pero ahora un compañero hipocondríaco de Magnífica Obsesión le pasaba más y más material. En esos días Cleve llegó al punto de leer el Informe semanal de morbilidad y mortalidad. En sus páginas comenzaba a leer referencias a lo que ahora llamaban “síndrome cervical de los derechos”. Y mirando a los derechos que andaban por la calle Cleve se preguntaba si no les pasaría algo por toda esa tensión y ese porte que ostentaban ahora.

Cleve se separó de Grove. Grove, con su desprolijidad tan poco romántica, su consumismo inteligentemente selectivo, sus trances, sus planes para la vida ultraterrena, y sus contactos sexuales, 2,7 por noche. Por un tiempo estos 2,7 eran con Steve. Pero ahora se había enamorado de un joven artista que dibujaba en estilo art nouveau, llamado Harv.


– ¿Orgullo y prejuicio? -preguntó Cressida.

Todos los inviernos Cleve releía la mitad de Jane Austen. Tres novelas, una en noviembre, una en diciembre, una en enero. Y todas las primaveras leía la otra mitad. Ahora era enero y leía Orgullo y prejuicio.

– Sí. Es más o menos la novena vez que la leo. No sé por qué, cada vez que la leo, me quedo prendido a Elizabeth y al señor Darcy. ¿Se arreglará Elizabeth con Charlotte Lucas? ¿Y el señor Darcy con el señor Bingley? No es porque no sepa que todo terminará bien. Sin embargo sufro. Es ridículo.

– Yo siempre pensé que Elizabeth hubiera sido más feliz con la muchacha De Bourgh. ¿Cómo era el nombre?

– Anne. Qué curioso que Jane Austen nunca haya tenido una amiga. Quiero decir que tuvo todos esos bebés, como hay que hacer. Pero nunca se acostó realmente con alguien.

– Y comprendía tan bien el corazón humano.

– Yo quiero saber algo que Jane Austen nunca podría decirme -dijo Cleve-. Me gustaría saber cómo es en la cama.

– ¿Quién? Se te enfría el café.

Cleve bebió su café. Santos y Java: capuccino. Cleve y Cressida se habían encontrado en la Hora Libre… bien, un montón de veces. Él hubiera dicho francamente, si alguien se lo hubiera preguntado, que disfrutaba de la compañía de ella. Es posible que además sintiera que de ninguna manera era poco sofisticado contar entre sus amistades a una inteligente amiga derecha…

– El señor Darcy -dijo-. Tengo que saber cómo era el señor Darcy en la cama.

– El señor Darcy. Yo también. Poderoso.

– Majestuoso. Pero amable, también.

– Tierno.

– Pero un poco fatigoso. “Fitzwilliam” Darcy. Eso es tan atractivo.

– Presumiblemente, él…

– Ah, claro. Cleve vaciló, se encogió de hombros y dijo:

– Creo que podemos suponer sin temor a equivocarnos que es el señor Bingley quien lo toma por el culo.

– Ah, sin duda. Sin ninguna duda.

La contempló. La mayoría de las mujeres que conocía Cleve tendían hacia los extremos del gran brillo o la negligencia desprovista de ansiedad consigo mismas. Pequeñas heladeras vestidas de trajecito con peinados como ollas invertidas, como Deb y Mandy en el departamento de al lado en la Calle Veintidós. O íconos emplumados como sus colegas Trudy (en marketing) o Danielle (en gráfica). ¿Qué significaban el brillo y el arreglo de Trudy y Danielle? ¿Que estaban interesadas, activas, dispuestas? ¿Cómo se interpretaría la apatía y el descuido de Mandy y Deb? ¿Heladeras y budineras? ¿El pacto de no hacer dieta? Al principio había pensado que Cressida tenía el típico aspecto de las derechas, ese aspecto que no inspiraba comentarios, como si dijera “No me presten atención”. Compuesta, pero, en cierto modo, como alguien que cumple con su deber. Derecha. Pero últimamente Cleve percibía que tenía cierto brillo, cierto color, una carga de vida tangible. Estaría… ¿excitada? Allí estaba, sentada, desabrochándose el impermeable y apartándose el flequillo de la frente. Ese que ella llamaba su marido, John, que despreciaba a Nueva York (el orgullo de los derechos, en este caso, no era suficiente para este fiero separatista), se había ido a San Francisco, donde era un gran tipo, o al menos hacía mucho ruido, en la Fuerza de Tareas Nacional de los Derechos. Ser derecho era su carrera. Sin embargo Cleve no quería preguntarle a Cressida qué planes tenía ella para el futuro. Ella dijo:

– ¿Lees mucha literatura escrita por derechos? Todo el mundo lee a Proust, creo. Y a E. M. Forster. Y a Wilde. Ni siquiera sabía que Forster era derecho hasta que leí Maurice.

– Sí, con ese libro reveló su verdadera naturaleza. Todos opinan que es su libro menos bueno. Es lo que suele suceder con la ficción derecha. Es como si necesitaran guardar su secreto. Sin el secreto desaparece la tensión interna. Se sienten demasiado cómodos.

Cleve dijo tímidamente:

– Yo leí Criadores.

– John odiaba ese libro. Creo que era muy exacto. Sobre toda la…

– Orientación -completó Cleve con delicadeza.

– No es una orientación.

– Perdón. Preferencia.

– Decididamente no es una preferencia. Te lo aseguro.

– ¿Qué dirías que es?

– Es un destino. ¿Yo estoy enferma, o aquí hace mucho calor?

– Hace un calor terrible -respondió Cleve para tranquilizarla. Pero, de pronto, realmente hacía un calor terrible. Cressida se levantó y se quitó el impermeable. Y a Cleve le pareció que echaba vapor por la boca, como las máquinas de café, y que los monstruosos músculos de su torso estaban totalmente empapados de transpiración. Es más: que exhalaba un fuerte resplandor biológico.

– Estás embarazada -dijo.

– Sí. No muy avanzada.

Cleve ya estaba pensando que Cressida parecía mucho menos embarazada que Mandy, la montañita de grasa del departamento de al lado, bajo sus camisolas y sus túnicas. La panza de Cressida, apenas distendida pero insidiosa. Uno de los terapeutas le había dicho a Cleve que la hipocondría era una especie de solipsismo. Pero ahora miraba a Cressida, sentada frente a él, a Cecilia que era otra persona, y sintió el alerta rojo del miedo clínico.

– Perdón -dijo.

– No es nada -respondió ella, y agregó con agilidad:

– Tal vez leas más ficción derecha que lo que piensas. Yo estoy convencida de que Lawrence era derecho.

– ¿T. E. Lawrence? Seguro. T. E. Lawrence era derecho.

– No, T E. no. D. H.

– ¡D. H!

– D. H. Cuando lo leo pienso todo el tiempo: por Dios, qué confuso es este tipo. Hemingway también.

– ¿Hemingway? Vamos.

Ella sonreía.

– Es un hétero obvio. Más hétero no puede ser.

– Hemingway -dijo Cleve-. Hemingway…

Se despidieron en la avenida Greenwich. Él se quedó en el cordón de la acera, con su Orgullo y prejuicio de tapa dura casi oculto bajo la axila, y la miró enfilar hacia la calle Christopher.

Harv estaba en casa cuando llegó Cleve. Increíble: faltaban siete meses para el cumpleaños de Harv y él ya estaba hablando de eso. En el Antique Mart de la calle Diecinueve exhibían un juego de cristal para un próximo remate; fueron a verlo. Luego bebieron un par de copas de vino blanco en el Tan Track, el bar de la zona, y a manera de cena pastel de carne en el Chutney Ferret, el bistró del barrio. De vuelta en el departamento Cleve programó el menú para la pequeña cena que daría el jueves. Iría Arn, con Orv, y Fraze, con Grove; antes Fraze y Grove andaban juntos, y Grove había tenido algo con Orv, pero ahora Grove estaba con Fraze y Orv con Arn. Cleve pensaba preparar ravioles a la mejorana y zapallitos rellenos provenzal… Estaba haciendo lo que siempre hacía después de sus encuentros con Cressida, y veía su propia vida como podría verla un extraño: un extraño nada comprensivo. Cleve no dejaba de mirar a Harv, que estaba tendido en el chesterfield, leyendo: Harv con sus gruesos anteojos oscuros, el bigote rectangular, la remera sin mangas. Él no leía revistas, leía las novelas de las cadenas de librerías, qué horror. Cada vez que Cleve hojeaba una de esas novelas se encontraba con la misma historia, pacientemente repetida: el muchacho del establo seducido por tipos con título nobiliario.

Mientras bebían un chocolate caliente tuvieron una vehemente y repetitiva discusión sobre quién era mejor: Jayne Mansfield o Mamie van Doren. La discusión terminó cuando Cleve desempaquetó las copas de tallo alto que le había regalado Cleve. Y siguió hablando de su cumpleaños… En mitad de la noche Cleve se despertó, fue al baño, se miró en el espejo y pensó: estoy en un desierto, o en un mundo de cristal. Cada tantos años me disuelvo en un tubo de cristal: es como cumplir con la obligación de ser jurado en la corte de justicia. Yo salí de un tubo de ensayo. No nací. Aquí no hay biología. Aquí hay cero biología.


Llegó la primavera. Cambiaron las modas. Cleve colgó el pantalón de cuero y se puso un pantalón de algodón y un suéter liviano. Comenzó con los otros tres Jane Austen: Mansfield Park, Emma, Persuasion. Harv aprendió a hacer comida japonesa. Hicieron un viaje a África: Libia, Sudán, Etiopía, Eritrea, Somalia, Uganda, Zaire, Zambia, Zimbabwe, Angola, el Congo, Nigeria y Liberia. Cleve rompió con Harv. Habían tenido un ritmo de 2,7 hasta que se enamoró de un talentoso especialista en macramé llamado Irv.

Cuando parecía que ya no podía expandirse más, el torso de Cleve pasó a una categoría de inmensidad totalmente nueva. Colgando sobre las enormes masas de sus laterales, los brazos de Cleve parecían ahora inútilmente cortos, como los de un tiranosaurio, y su cabeza no más grande que un pomelo, un ápice redondeado del gran triángulo del cuello. Cressida también se agrandaba. En la calle, en la avenida Greenwich, nadie miraba a Cleve, porque todos tenían el mismo aspecto de Cleve, pero todos miraban a Cressida, cuyo destino sexual se manifestaba cada día más cándidamente. No hacía falta definir a Cressida; ahora no… No hablaban de eso. Hablaban de libros. Pero cuando salían de Hora Libre, y Cleve la acompañaba hasta el límite con la calle Christopher, él notaba que la gente la miraba, la señalaba con el dedo y murmuraba. Ah, Cleve sabía lo que decían (él mismo había dicho cosas así, y no hacía tanto tiempo): ahí va el reproductor, y la hembra servida, la potranca. En la avenida Greenwich, una vez una vieja lo llamó fertilizante. De manera que no sólo miraban a Cressida: creían que Cleve era heterosexual. Al caminar junto a ella, ahora, sus instintos protectores se despertaban, casi los oía a esos instintos que se despertaban, bostezaban, se estiraban, se frotaban los ojos. Pero también sentía que estaba en el límite de su tolerancia, de su neutralidad. ¿Cómo proteger a Cressida de lo que le pasaría? Sintió un alivio abyecto, pero un gran alivio, cuando, ya casi al final del quinto mes, ella viajó a San Francisco a reunirse con John.


Los tabloides del supermercado lo llamaban el cáncer o la plaga de los derechos, pero hasta en el New York Times, en sus frecuentes informes y artículos, daban una nota de gran monotonía que a Cleve le sonaba como precursora de la histeria total. Un vocero de la Red de Médicos Derechos advertía que ciertas prácticas poco higiénicas, incluyendo el recurso (inevitable) de acudir a obstetras poco confiables, proporcionaba el “campo propicio” para la enfermedad. Una vocera del Centro de Crisis de la Salud Femenina exigía que el gobierno proveyera inmediatamente fondos para enfrentar la emergencia. Exigencia que no fue atendida porque significaba un intento de crear “el primer establo de derechos”. Un vocero de la Coalición de la Iglesia Anti-Familia anunció, como era de esperar, que la cultura derecha había atraído esta maldición contra sí misma. En cuanto al nuevo presidente, cuando se le preguntó sobre los centenares de casos conocidos de infecciones en los ovarios, septicemia y fiebre puerperal, todos ellos relacionados con los derechos, respondió firmemente: “No sé nada de eso”.

Cleve y Cressida seguían siendo amigos. Ahora por carta. Al principio él imaginó una correspondencia notable, como para publicarla, muy brillante, toda sobre la ficción. Pero no resultó así. Pronto descubrió que las cartas de Cressida eran irreductiblemente cotidianas. La cocina, el secador de ropa, la modificación de un cuarto de la casa… ¿lo pintaría de azul o de rosado? “Sé que te interesas en la decoración de la casa”, decía, “pero esto no es decoración. Esto es hacer el nido”. La camiseta de fútbol de Cleve se inclinaba cortésmente sobre la mesa, mientras él se afanaba sobre el papel, mientras él repetía las mismas frases complicadas sobre la afinidad entre Fanny Price y Mary Crawford, o la de Frank Churchill y el señor Knightly. Y a la mañana siguiente recibía otra carta de nueve páginas de Cressida donde le hablaba de su seguro médico o la cuenta del plomero. Asía era la vida de los derechos. Las cartas de ella no le aburrían. Lo atraían como un imán y a la vez lo aplastaban. Era como quedar pegado a una telenovela británica del cable: las evoluciones en la vida de los proletarios, semana tras semana, implacables e interminables, que duran más que una vida. Ahora el embarazo de Cressida estaba realmente avanzado, caminaba como un pato, se le agitaba la respiración y se cuidaba todo el tiempo.

Irv. Irv se parecía mucho a Cleve. Harv también se parecía mucho a Cleve, lo mismo que Grove, y que Orv. Pero Irv y Cleve (como señaló Irv) eran como los dos lados de un mismo trasero. La primera vez, cuando se toparon en la bruma de Folsom Prison, Cleve creyó caminar hacia un espejo, pero al tocarlo encontró que era un espejo tibio y suave. Ahora, cada vez que Irv perdía las llaves de su casa (cosa que le sucedía a cada momento), Cleve lo recibía en su casa, esperaba el timbrazo e iba a la puerta sintiéndose totalmente despersonalizado, borrado, para hacer pasar a su usurpador, su otro yo, su sombra. Era como la pesadilla recurrente en las novelas de William Burroughs, cuando el temible doble de uno llama a la puerta. ¡Burroughs! Otra vez la ficción derecha… En los primeros días de su relación, cuando todavía tenían relaciones sexuales, Cleve e Irv siempre lo hacían en postura misionera, cara a cara; y Cleve era Narciso, adherido al reflejo de su propio ser acuático.

A mitad del octavo mes, cuando empezó la congestión vascular pélvica, la telenovela de San Francisco se hizo francamente médica. Ya no se hablaba más de los ejercicios respiratorios y los controles mensuales. En sus cartas Cressida hablaba ahora de cosas tales como congestión vaginal, agrandamiento asimétrico del útero, y análisis de orina que daban cifras bajas de albúmina. Cleve seguía firme con sus floridos relatos de un viaje reciente (con Irv) a Kampuchea. Luego llegó la noticia de que el bebé estaba atravesado: parece que quería nacer con los pies para adelante… En horas avanzadas de la noche (Irv no estaba en el departamento), Cleve, en el baño, pensaba en operaciones cesáreas. Se miró en el espejo. Al abrir esa puerta del botiquín se veían los medicamentos, alineados según su rango, como espectadores. Los hipocondríacos modernos no son simples hipocondríacos, también son Hipocondríacos con mayúscula, temerosos representantes de un Síndrome. De modo que aun cuando están muy bien, y se sienten muy bien, se aterrorizan de su propia capacidad de sugestionarse, tienen miedo de sus propias mentes. Cleve entró en el dormitorio y, con el teléfono en las rodillas, marcó los números prohibidos.

– …¿Grainge?

– No hagamos esto, Cleve.

– …¿Grainge?

– Cleve. Por favor.

– Prometo portarme bien -dijo Cleve con voz infantil-. Sólo quiero hacerte una pregunta sobre otra cosa.

– Que sea rápido, Cleve.

– Grainge… hace años, pasaste por una etapa hétero, ¿verdad? En tu juventud. Tuviste encuentros o episodios hétero.

– ¿Qué?

– Eras chico. Acababas de salir del Campamento. Tuviste tu primer trabajo. ¿Llevabas comida a esa escuela de enfermería?

– Ah, eso. Sí. ¿Y?

– ¿Qué conclusiones sacaste, Grainge?

– Ninguna. Mira, eso tiene un nombre. Se llama heterosexualidad situacional.

– Pero, ¿eso qué quería decir, Grainge?

– No quería decir nada. Quería decir que en medio de una tormenta se entra en cualquier puerto. ¿Qué te pasa, Cleve?

– Nada. Está bien. Estoy bien… Grainge… Grainge, ¡Ay, Grainge!

– No hagamos esto, Cleve.

Poco después volvió al baño y se mojó y enjabonó el bigote. Luego buscó la navaja recta de Irv. Cleve sabía que la que nacería era una niña, y que venía al revés.


De la noche a la mañana, como de costumbre, la primavera se convirtió en verano. El Sol se erigió en filamentos plateados sobre la ciudad y se aplicó a cocinarla, y a hacer brotar todos sus olores y aromas y humores, las huellas de un siglo de pizzas y hamburguesas y salchichas.

Vestido con una remera púrpura, pantalones de box de satén naranja y zapatillas de borde alto con cordones largos (y sin zoquetes), una tarde pegajosa, Cleve estaba parado frente a Hora Libre. Frente a él, con su acostumbrado vestido de algodón negro, estaba Cressida. Los dos estaban un tanto deteriorados. Cressida, por supuesto, había sufrido la lucha biológica interna. Cleve también estaba golpeado, pero los golpes parecían más recientes y más superficiales. Estaba con Irv. La noche anterior se habían peleado a puñetazos mientras discutían cuál era mejor: Florencia o Roma.

Este encuentro, hasta ahora, era completamente tranquilo. Nada personal. Caminaron hacia el oeste. Cleve pensaba acompañarla hasta la Séptima Avenida, luego regresaría para ir a Magnífica Obsesión. Al caminar, los muslos de Cleve forcejeaban y se entrechocaban notoriamente, y con mucho ruido. La parte alta de su cuerpo se mantenía bien, pero la baja estaba enormemente agrandada. Esos muslos, sólo parándose con los pies a casi un metro de distancia entre sí encontraba lugar para los dos muslos.

– ¡Hola! -dijo al llegar a la esquina-, ¡qué bueno volver a verte! -Extendió la mano, pero ella no se la dio.

– Espera -dijo Cressida-, pensé que te gustaría ver a la bebé.

La calle Christopher no era como la había imaginado Cleve. Por ejemplo, ni siquiera se llamaba Christopher, al menos no esa parte: le habían colocado otra placa encima de la vieja como una patente temporaria. Podría haberle preguntado a Cressida sobre este detalle, pero no fue necesario. El barrio derecho decía todo sobre sí mismo. Estaba out. EN ESTE LUGAR SE PRODUJERON LAS REVUELTAS DE STONEWALL, JUNIO 27-29, 1969, decían las letras blancas en la vidriera negra de algún impenetrable calabozo o depósito: EN ESTE LUGAR NACIÓ EL MOVIMIENTO DE LIBERACIÓN DE LOS DERECHOS DE LOS HÉTEROS MODERNOS. y a Cleve le volvió el programa de televisión a la cabeza: policías, luces, carros de asalto, vídeos con escenas de crímenes, las filas de derechos que avanzaban cantando. Cressida lo miró (con sus ojos redondos, su nariz sin personalidad, su sonrisa inexpresiva), y lo llevó a Stonewall Place.

Cleve había imaginado un pequeño mundo. Un mundo de abejas laboriosas e inocuas, de esfuerzos inseguros y progresos lentos, con las cabezas gachas y los rostros esquivos y avergonzados. Pero lo encontró caótico: por todas partes había pobreza, y belleza, y peligro. En el triángulo verde de Sheridan Square se dispersaba el “Five O'Clock Club”. Los chicos se peleaban y los que los cuidaban gritaban. Mientras avanzaban hacia el oeste por la acera repleta de cochecitos de bebé, sillas de ruedas, locos, gente que paseaba en medio de los olores de los productos lácteos, las confiterías, las perfumerías baratas, se topaban con grupos de hombres atascados en bares y tabernas, jóvenes parados en las esquinas, vagos, punks, borrachos, que miraban a Cleve con actitud de violencia o hastío… y él seguía su camino, con sus formas de trompo que gira, estremeciéndose con el impulso centrífugo.

En Nueva York, en verano, el aire ya no quiere ser aire. Quiere ser líquido. En la calle Christopher, ese día, quería ser sólido: una especie de alimento, muy probablemente. Chapoteando en ese aire, los muslos de Cleve seguían adelante, restregándose. Doblaron a la derecha en Bleecker. Cleve miró hacia arriba. A través del magro follaje de los árboles se veía el cielo del atardecer, con franjas rosadas como para una niña y celestes como para un varón. Y las calles de inquilinatos. Ventanas de una sola hoja y los techos de las unidades A y C como parlantes rotos derritiéndose al sol. El zigzag de las sucias escaleras de incendio. ¿Qué querrán decir esas zetas?, se preguntó Cleve. ¿Simplemente “dormir”, o el fin del alfabeto? Cressida se adelantó, caminando más de prisa. Él la siguió, gravemente desvalido.

Ahora estaba parado en la cocina. En todo caso Cleve pensó que era una cocina. Cressida la llamaba “la cocina”. Una cocina, para Cleve, era el lugar para la práctica libre de la delectación, el experimento y el ingenio. No el final de alguna desesperada batalla, un hospital de campaña con ollas, baldes, ácido fénico y calderas hirvientes para esterilizar ropa. “Este es el fondo de la cuestión”, murmuró. “El fondo”. No podía imaginarse cocinando algo allí. Podía imaginarse que estaba en una camilla y le amputaban las piernas. Pero cocinar… Cressida estaba en la habitación del otro lado del pasillo, consultando con otra derecha que debía ser su amiga o su ayuda doméstica. Cleve esperaba, y le llegaba el sonido más triste que había oído en su vida. Era como el canto de unos pájaros durante un paseo por el río que había hecho años atrás, con Grainge…

Y ahora la bebé estaba sobre la mesa de la cocina, y la estaban desvistiendo como para examinarla; su llanto espasmódico se iba calmando, le desabrochaban el enterito y le quitaban el pañal sucio mientras movía los bracitos hacia la luz que colgaba del techo.

– ¿Me pasas el talco? Y ese tubo de crema. Y esa esponja. Esa no. La que está sobre el grifo. La rosada.

Mientras él tocaba las cosas cautelosamente entre tarros, toallitas, frascos de plástico, tetinas de plástico, la suciedad, la biología, Cleve pensó si alguna vez había sufrido tanto. Tenía el corazón inundado de lástima de sí mismo: su corazón, tan abroquelado, tan lejano.

– Ese no, el otro.

¿Alguna vez habría sufrido tanto?

Y, ¿qué diría la gente?


Calle Veintidós, el departamento, el dormitorio: sábanas, almohadas, una pierna por aquí, un brazo por allá. El olor acidulado del amor entre hombres suspendido en el aire oscurecido, con el fresco vivaz del otoño. Dos bigotes se movieron al mismo tiempo.

El primer bigote dijo:

– Es decir: si fuera otro hombre. Eso podría entenderlo. -Era Irv.

El segundo bigote dijo:

– Contra eso podrías luchar. Sabrías con qué te estás enfrentando. -Este era Orv.

– Sabrías dónde estás parado.

– Sabrías de qué se trata.

– Pero esto…

– Otro hombre. Bueno. Sucede. Pero esto…

– Me siento sucio.

– Irv -dijo Orv.

– El pasado. Para mí está completamente envilecido, me siento tan…

– Tal vez es una de esas cosas de la mitad de la vida. La edad. Ya volverá.

– Nunca sentiría lo mismo por él. Después de esto.

– Lo vi en Jefferson Market. Parece un viejo de doscientos años. Perdió el porte, perdió el tono.

– ¿Piensas que siempre fue así?

– ¿Cleve? Por Dios. Quién sabe.

– Se hablará de esto.

– Ya lo creo que se hablará. ¿Dónde está mi Rolodex?

– Orv -dijo Irv.

– Imagínate que se besan.

– Oye esto: dice que lo que admira no son sus tetas ni su culo, sino sus muñecas y sus clavículas.

Eso sí que me suena hétero.

– El sábado por la mañana viene a buscar sus libros, muy bien. Se va a esa… a esa crèche de la calle Bleecker.

– ¡Ay! Cleve… Entre todos los tipos que uno frecuenta. Arn. Harv. Grove. Fraze.

– Pero Cleve.

– Eso, Cleve.

Había hablado Orv.

– Eso, Cleve.

Este era Irv.


Esquire, 1995

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