Agua pesada

John y Mamá estaban en la cubierta de popa cuando el barco blanco salió del puerto. En la costa quedaban algunos que saludaban con cierta algarabía, pero las grandes máquinas del dock (guardianas impasibles de las máquinas más pequeñas y menos experimentadas) ya comenzaban a apartarse de la nave que partía, con los brazos cruzados en un gesto de indiferencia y desdén… John saludaba con la mano. Mamá miraba hacia estribor. El sol del atardecer palidecía en el estuario, debilitándose cada vez más; un poco más abajo los destellos de luz rojiza se deslizaban por el agua como una lluvia mercurial que cayera sobre enormes lirios. John se estremeció. Mamá le sonrió a su hijo.

– Estás cansado y tienes sed, ¿verdad, John? -le preguntó (porque habían viajado todo el día)-. ¿Cansadito y con sed?

John asintió sin sonreír.

– Entonces bajemos. Vamos. Vamos abajo.


Al día siguiente las cosas comenzaron a empeorar.

– Hoy no está del todo bien -dijo el hombre llamado señor Brine.

– Me parece que no -respondió Mamá.

– Un poco más lenta la comprensión.

– Tal vez. Sí-dijo simplemente Mamá, mirando el mar (donde las olas ya se volvían de espaldas para tomar sol). – ¿Tienes mucho calor, John, amor mío? Si es así dímelo.

– ¿Siempre llora? -preguntó el señor Brine-. ¿O le sucede ahora?

Mamá se dio vuelta. John tenía la boca apretada como la parte inferior de un tubo de dentífrico.

– Siempre -admitió-. Es un problema visual. No es que esté triste. Los médicos dicen que es un problema de los ojos.

– Pobre muchacho -dijo el señor Brine-. Me da mucha pena. Pobrecito.

El señor Brine se sacó el cigarro mojado de la boca y dijo:

– Cómo se llamaba… Ah, sí. John. John, ¿cómo estás? ¿Te gusta el paseo? Ay, ay, ay, otra vez. ¡Vamos, John, arriba ese ánimo!

“Borracho”, pensó mamá. Las doce del mediodía del primer día completo y ya estaban todos borrachos. El agua de la piscina se movía y salpicaba: agua en el agua. El mar vibraba con el calor. El sol avanzaba por el mar hacia el gran barco. John medía uno ochenta. Tenía cuarenta y tres años.

Estaba allí sentado, traspirando, con su traje gris. Llevaba una camisa blanca común pero, como siempre, una corbata llamativa. Alguna llama interna le hacía arder los ojos; el resto de la cara era incoloro, como un órgano interno que alguien hubiera dejado demasiado tiempo expuesto en una bandeja. El mentón le caía sobre el pecho y el pecho sobre el abdomen… En algunos modelos de autos, cuanto más grande es el modelo más pequeña es la insignia en el capó, y así le pasaba al pobre John con su masculinidad. Apenas un brotecito que mamá cortésmente evitaba mirar durante el baño. Sus ojos lagrimeaban todo el día y toda la noche. Mamá lo quería con toda el alma. Era la obra de su vida: evitarle a John todo sufrimiento.

– Sí -dijo mamá, inclinándose para enjugar las lágrimas de John que rodaban por sus mejillas-, todavía es un niño… ¿verdad que eres un niño, John? Ahora ven con mamá, querido. Vamos.

El señor y la señora Brine los vieron alejarse. Esa mujercita menuda llevaba a su corpulento hijo de la mano.


Todas las mañanas a las ocho un camarero adolescente les llevaba té y galletitas y el Cruise News, el periódico del barco, a su camarote. Mamá lo encontraba parecido a un pícaro de historieta un poco raquítico, a pesar del blazer color crema y los pantalones morados. Con un gruñido infantil John bajó de la cucheta de abajo y se restregó los ojos con los nudillos, mientras mamá colocaba diestramente la escalerilla de madera para bajar de la de arriba. Mamá bebió dos tazas del líquido marrón y luego le dio el biberón a John, la fórmula de siempre que le gustaba tanto. Luego, con un tierno suspiro, le colocó la prótesis (John se caía pesadamente con frecuencia, y una de esas caídas le había costado dos incisivos… dos años antes). Cuando mamá retiró la mano tenía los dedos mojados de saliva: “por favor, no saques la mano tan pronto, todavía no”. Lo llevó al baño y lo colocó para que hiciera sus necesidades. Finalmente vistió ese corpachón, chasqueando la lengua de satisfacción después de hacer el doble lazo de la flameante corbata Windsor.

Con tono soñador preguntó:

– ¿Quieres bajar ahora a tomar el desayuno, John?

– Gur -dijo él. “Gur” era sí. “Go” era no.

– Vamos, entonces, John. Vamos.

Todo era pasar la puerta y a uno lo invadía el olor a barco: el olor de algo presurizado y ferozmente sintético. Entraron en el comedor en zigzag con sus luces adosadas al cielo raso, el calor de submarino y sus pequeños camareros asiáticos con sus gastados smokings. Con su espíritu ahorrativo mamá consumía todo el buffet de parrilla: omelette, salchicha, tocino, costilla de cordero, mientras John luchaba con un huevo pasado por agua, observado con cierta ironía por el señor y la señora Brine. Había otros dos pasajeros en la mesa: un joven llamado Gary, que sólo pensaba en los baños de sol y en el denso bronceado que pensaba presentarles a sus compañeros de trabajo en la fábrica de ventiladores de Croydon; y una mujer no tan joven llamada Drew, que venía principalmente por el aire de mar y la comida exótica, los chop sueys, el Cheltenham curry. Además probablemente Drew y Gary tenían esperanzas de romance: las hijas bonitas, los oficiales apuestos. Se había hecho una Fiesta de Solteros en el Robin's Nest, ofrecida por el capitán mismo la noche que zarparon. A John lo esperaba una invitación cuando él y su madre entraron tambaleándose en el camarote. Ella la quitó de la vista, cuidadosa, como siempre, de no dejar que nada de esa índole lo perturbara. Esa noche dieron un paseo por cubierta y pasaron frente al Robin's Nest y mamá, con las máximas precauciones miró por los ventanales, esperando ver escenas de libertinaje a lo Calígula, pero en verdad no tendría que haberse preocupado: sólo había un montón de viejos. ¿Dónde estaban sus hermosas hijas? ¿Y los oficiales, dónde diablos estaban?

– En plena actividad -le susurró el señor Brine esa noche-. Los oficiales definen las cosas antes de levar anclas, es cosa sabida. -Mamá frunció el entrecejo.

– En los viajes al extranjero las muchachas necesitan quien las vigile -dijo la señora Brine con indulgencia-. Es el uniforme…

La clara del huevo, líquida, transparente, chorreaba por el largo rostro de John, recorría la barbilla y luego saltaba a la servilleta que Mamá le había atado al cuello.

Arriba, en cubierta, dos albañiles irlandeses trabajaban y decían palabrotas debajo de los botes salvavidas, donde habían estado durmiendo. Mamá hizo andar más rápido a John al pasar junto a ellos. Pronto esos dos estarían en el Kingfisher Bar bebiendo Fernet Branca y cerveza. El barco era un pub flotante, un salón de Bingo sobre hielo. Así uno iba al extranjero en un pedazo vivo de Inglaterra, el terror se calmaba gracias a los camareros ingleses que servían bebidas libres de impuestos.

El señor Brine era un sindicalista. Había muchos como él a bordo. Era el año 1977: el Frente nacional, el IMF, la Europa de Mr. Jenkins; el encuentro de Jim Callaghan con Jimmy Carter; los Provos, Rhodesia, Windscale. Este año, según el periódico que Mamá recibía todas las mañanas, los operadores del crucero habían abandonado la diferencia entre primera y segunda clase. La diferencia de precio entre las cubiertas A y B seguía igual. Pero las diferencias ya no existían.


A las diez John y Mamá escucharon a los Singalong en el Parakeet Lounge. Y cantaron acompañando al Trío Dirk Delano. O al menos Mamá lo hizo, con sus labios sin color. La cabeza de John se movía sobre su espalda ancha y encorvada, los ojos líquidos brillantes, expectantes. Mamá estaba convencida de que a John lo deleitaban estas sesiones. Una vez, en la mitad de una muy lenta que siempre le traía evocaciones a Mamá (el refugio del autobús bajo el Palais mojado, Bill en medio de la lluvia con la chaqueta puesta al revés), John se puso rígido y dejó escapar un “Muuuu…” como un aullido que hizo equivocarse a la banda. Dirk lo insultó al terminar la canción. John sonrió furtivamente, lo mismo que todos los demás. Mamá no dijo nada, pero le dio un buen pellizco a John en la piel sensible de la parte inferior del antebrazo. Y no lo hizo nunca más.

Después daban una vuelta por cubierta antes de entrar en las Cockatoo Rooms, donde se disputaba el Bingo diario. Nuevamente John se quedó sentado, inmóvil, mientras Mamá jugueteaba con su carta… ella misma era un pájaro, un gorrión orgulloso de su nido, con cosas nuevas importantes que hacer y pensar. El sólo daba señales de animación en momentos de barullo ritual, cuando, por ejemplo, los concursantes silbaban en respuesta al “¡Legs Eleven!” del llamador (caller), o cuando respondían con un triunfal “¡Sunset Strip!” a su seductor “¿Setenta y siete?”. Esa mañana mamá sacó seis números uno tras otro y reflexivamente gritó: “¡Full!” (Casa) como si hiciera una vergonzosa confesión de su propia existencia. Ahora era su turno de que la miraran a ella. Filas y filas de personas con la ropa de color pastel del crucero. Rostros contraídos de desilusión y de la impresión de haber sido traicionados… La asistente del caller, una muchacha vestida con una malla que decía bingo, vino a validar la tarjeta de Mamá; pero, ¿y esto? Ay, Dios, tenía un número equivocado. Mamá agachó tristemente la cabeza. Recomenzó el juego. No sacó ningún otro número.

Alrededor de las doce y media a John lo llevaron abajo para un rato de descanso con el biberón. Muy reconfortado, siguió a mamá al Robin's Nest para el acómodo buffet del almuerzo. Le llegó mucho tiempo llegar allá. Para él la tierra firme era tan traicionera como una cubierta mojada, de manera que cuando el barco se movía, John se encontraba en el mar por partida doble… Con las bandejas en las rodillas miraban a hombres y mujeres que jugaban al tejo, al pingpong y al tenis de cubierta. Mamá contempló a su hijo, agachado sobre la comida que no había probado. No parecía que le importara no poder jugar. Porque había otros a bordo, muchos otros, que tampoco podían jugar. Se veían muletas, calzado ortopédico, aparatos para sostener una pierna. La cubierta c parecía un pabellón de hospital. Mamá sonreía. Bill había sido un buen deportista a su manera… Bochas sobre césped, billar, máquinas tragamonedas, dardos… Mamá sonreía, con las los labios vacíos. Ella sí que tenía secretos. Por ejemplo, siempre les decía a los extraños que era viuda, pero no era cierto. Bill no había muerto. Se fue, un 24 de diciembre. Cuando eso sucedió John tenía catorce años, y aparentemente era un chico normal. Pero después empezaron sus ataques de pánico, y la vida de Mamá se convirtió en uno de esos tristes enigmas que los sueños tortuosos invitaban a penetrar. Qué año cruel. Bill que se había ido, las cartas que llegaban de la escuela, la venta de la casa, la mudanza, y John sin esperanzas, que tenía que permanecer en casa. Bill mandaba cheques. Ella nunca dijo que él no mandara cheques. Desde Vancouver. ¿Qué diabos hacía en Vancouver…? Mamá se dio vuelta. Ah, muy bien, John dormía, con el mentón y el doble mentón aplastados contra el grueso nudo de la corbata, y cuatro pequeños regueros de líquido en la cara, dos que salían de las comisuras de los labios, dos de los ojos, esos ojos que casi nunca dormían. Mamá no lo molestó.

Sólo alrededor de las cinco lo masajeó suavemente para volverlo a la vida. Despertar siempre era difícil para John: el problema de volver a entrar.

– ¿Mejor ahora? -preguntó Mamá-, ¿después de esa buena siesta? Después, tomados de la mano, arrastrando los pies, bajaron a cambiarse.


Para John las tardes se alargaban en interminables vueltas y espirales. Media hora con Mamá en el Parakeet Lounge, donde recibía un simpático pellizco en la mejilla de Kiri, que esa noche era la chica del Parakeet. La tómbola del Parakeet, mientras el pianista toca The Sting. La cena en el Salón Flamingo. La ropa de gala de las señoras: el brillo de las taffetas. Y luego toda esa comida. Mamá hacía los ademanes de estimular a John para que comiera algo (ya le había preparado el biberón pero no quería hacerle pasar vergüenza delante de los Brine, de Gary, de Drew). John miraba la comida. La comida miraba a John. A la comida no le gustaba John. Y John nunca creía del todo que la comida estuviese realmente muerta. Y tenía muchas dificultades con la prótesis (¿no estaría viva también?). No comió nada. Mientras se dirigían al Robin's Nest a tomar el café, a Mamá siempre le gustaba demorarse un poco en los Salones de Juegos, entre los chicos que decían palabrotas y esas fumadoras empedernidas que eran las abuelas. El jazz atronaba, los símbolos titilaban: ciruela, guinda, manzana, uva. Equis y ceros deformes, mal alineados. Mamá nunca ganaba. Las otras máquinas escupían monedas en forma constante y convulsa, pero la de Mamá nunca daba nada, con sus luces y su brillo le negaba burlonamente todas esas cosas bonitas. “Diviértase al Máximo Jugando en las Cinco Líneas”, decía un cartel sobre la máquina, refiriéndose a la práctica de echar más de una moneda por vez. Mamá a menudo trataba de divertirse al máximo de esta manera, de manera que perdía rápidamente y nunca se quedaban mucho tiempo.

¿Y después? Cada noche tenía su tema; esa noche era la del Talento, en el Salón del Pavo Real a las diez en punto. El mar estaba crecido en la Noche del Talento, las olas altas pero ordenadas, la espuma avanzando y retrocediendo… Las parejas se arremolinaban para llegar a la puerta, las mujeres prismáticas con sus bolsos, los hombres vestidos con esmero con las copas en la mano. Se tambaleaban, tenían arcadas mientras el barco subía y bajaba. Alguno hacía una carrerita, se estrellaba contra una pared y caía al suelo (esto pasaba cada cinco minutos); un camarero de chaqueta azul se arrodillaba junto al caído y le gritaba órdenes a un camarero también vestido de azul. Mamá guiaba a John hacia adelante, junto a la barandilla. Lo hizo pasar por la puerta al teatro en sombras, donde finalmente encontró asientos contra una columna cerca de la última fila.

– ¿Estás bien, mi amor? -le preguntó. John alzó la cabeza de la camisa mojada y miró hacia el escenario mientras se iban apagando las luces.

La Noche del Talento. Se presentó un señor mayor de voz áspera y bien entrenada que cantó Si puedo ayudar a alguien y, como poderoso bis, Bendice esta casa. Luego una señora de la edad de Mamá, que bailó con perfecto ritmo y vigor un zapateado de music-hall sobre la prostitución, la enfermedad y el sufrimiento. Luego una niñita encantadora que tocó una pieza clásica en el órgano eléctrico sin equivocarse una sola vez. Fue la estrella de la noche. Luego un hombre se puso de pie y dijo: “Yo…, bien, yo perdí a mi esposa el año pasado, de manera que esto es para Annette”, y cantó más o menos un tercio de A mi manera (cuando no pudo seguir dijo al público “Sigan ustedes”. Y luego: “Muy bien. Ríanse”. Borracho, pensó Mamá). Después apareció un joven alto de aspecto furtivo, quien, después de discutir con el organizador, propuso, sin ceremonias, beber medio litro de cerveza negra sin usar las manos. Se agachó hasta desaparecer en el escenario, y, segundos más tarde, sus grandes pies calzados con sandalias aparecieron sosteniendo un vaso lleno hasta los bordes. Luego, en este orden, un brusco estallido y un grito de furia y dolor. Borracho, pensó cansadamente Mamá. Después le tocó a la rubia de bikini blanco con un gran trasero: acrobacia. Mamá se preparó para irse. Le dio un codazo a John y señaló severamente con el dedo índice el final del corredor. No tuvo respuesta. Le pellizcó el muslo, la blanda parte interna que siempre estaba tan lastimada y cuarteada, por fin los dos se levantaron.

– Siéntese, señora -dijo una voz detrás de ella. Se volvieron y se enfrentaron con varias caras fruncidas por el enojo. Caras masculinas, una con un cigarrillo en la boca, que decían: “Muévase, mujer, déjenos ver”. Y no pudo decir cómo sucedió. A veces John se ponía así. Dejaba escapar una especie de relincho, tenía arcadas, y simplemente se desplomaba sobre los que tenía adelante. Se tumbó una silla y John cayó panza abajo, estrellándose contra el suelo. Y por supuesto tuvo que escuchar sus risas hasta que llegó el camarero a ayudarla con ese chico…

Esa noche John no tuvo biberón. Había que ponerse firme. Pero hasta medianoche gimió cada vez que tomaba aliento… hasta bien pasada la medianoche. Y Mamá se lo dio. Sus manos se tocaron. De todos modos lo tenía listo. Siempre lo tenía, siempre lo tendría listo.


Ahora el barco se acercaba a tierra, a Gibraltar y a la costa del Mediterráneo. Y ahora esas entidades conocidas como países extranjeros se presentarían para su inspección… desde las cubiertas llenas de gente y de ruido donde Mamá y John dormitaban y miraban y sollozaban. Desde un aparato se oían grabaciones con descripciones de viajes. A Mamá le daba mucho trabajo entender lo que decía el hombre. Se limitaba a darse vuelta y mirar con un débil, “¡Mira, John!” ¿Qué había allí? Terrazas que brillaban al sol, salpicadas de elegantes villas blancas. Puertos distantes, colonias otrora prósperas donde todavía zumbaban algunos viejos insectos. Una ladera gastada donde aún esperaban unos pilones torcidos. Y ese extraño pedazo de costa sagrada: la línea de las islas como las vueltas de una serpiente de agua, los acantilados blancos que se alzaban, desconcertados, ante la cubierta del barco, una planicie rosada en medio de nubes grises… todo real y muy antiguo, sin duda, todo cuarteado, grande, indistinguible.

¡Ah, pero estaban los recuerdos! ¡Claro que había recuerdos! En la noche 007 el contador la había invitado a bailar. Dos números: Sólo se vive dos veces y Vive y deja morir. La noche del casino perdió treinta cinco libras pero luego jugó a su número de suerte y ganó, de manera que casi quedó igual. El premio era una botella de Asti Espumante. El señor y la señora Brine recibieron una copa, y también Drew, y también Mamá… al aire libre, bajo las estrellas. ¡Ah, ese Asti… tan dulce, tan cálido!


En el curso del viaje el barco se detuvo en cinco ciudades clave. Pero la regla de Mamá era no bajar del barco. No bajar nunca del barco. ¿Qué le importaba a John Sevilla? ¿Y Delphi? Había que quedarse a bordo. Estaba bien quedarse a bordo. Muchos otros hacían lo mismo. Y los que se aventuraban a bajar a la costa a menudo se arrepentían de su error. Por ejemplo los Brine desembarcaron en Trieste e hicieron la excursión de un día a Venecia; pero se perdieron y se equivocaron de tren para volver y esa noche llegaron a los tumbos en un taxi que los dejó en la escalerilla del barco cuando éste estaba a punto de zarpar. Y el barco hubiera partido sin ellos, a nadie le cabía duda. Al día siguiente el señor Brine trató de tomárselo a risa, pero la señora Brine no. Llamaron al médico y apenas salió de su camarote hasta que pasaron por Gibraltar en el camino de regreso.

La última parada fue en algún lugar de Portugal. Un breve paseo en autobús por la costa hasta una playita, y a un precio tan modesto…

– ¿Te gustaría bajar a tierra, John? -preguntó Mamá distraídamente, mientras se sentaban en el Robin's Nest-. Allá. En tierra. Mañana.

– Gur -respondió John de inmediato. Y asintió.

– Así que te gustaría ir a tierra -musitó Mamá, pensando que sería bueno poder decirle (a alguien, a cualquiera) que una vez habían puesto el pie en suelo extranjero.


Pero fue uno de los días malos de John. El camarero les trajo el té con los bizcochos una hora antes, como se lo pidieron, pero, para empezar, parecía que John no podía levantarse de su litera. Con calma, con ironía (por supuesto esto ya había pasado antes), Mamá hizo lo que siempre hacía en primer lugar cuando John estaba difícil. Le preparó el biberón, lo agitó vigorosamente -ese violento ruido de alguien que se ahoga- y forzó la tetina entre los labios de John. Los labios de John se retrajeron y la miró… de tal manera que le hizo pensar que ya estaba mirándola, mirándola con los ojos cerrados. John le hizo caer el biberón de la mano y dejó escapar un gemido de… ¿de qué? ¿De miedo? ¿De furia? Mamá parpadeó. Esto era nuevo. Luego recordó con alivio que la noche anterior le había dado un biberón extra. No, uno y medio, para calmar su inquietud poco habitual. Tal vez se le habían ido las ganas de ir, eso era todo. Pero ahora no se podía volver atrás, con la excursión comprada.

– Vamos, hijo -le dijo-. Tomó una de sus piernas húmedas y la arrastró al piso del camarote.

Como un espejismo de fuerza y calor los autobuses de la excursión vibraban junto al muelle. Bajaron centímetro a centímetro por la planchada y subieron al Iberia: el asfalto se derretía. Los primeros a bordo, pensó mamá, mientras cambiaban el olor a barco por el olor a autobús. Pasaron cuarenta y cinco minutos sin que sucediera nada.

Con esas temperaturas… El sistema de refrigeración extranjero expelía calor al aire. John parecía ensordecido por el rayo de Sol que lo pegaba a su asiento. Mamá lo miró: tenía el biberón listo pero lo guardaba astutamente hasta que salieran de los muelles y estuvieran en el camino de la costa. Él extendió una mano. Más adelante, los autos de metal líquido se alineaban en lo alto de la colina e instantáneamente el reflejo rebotaba en sus ventanillas. John logró beber dos tragos, tres. El biberón se balanceaba entre sus manos como un pan de jabón.

– ¡John! -dijo Mamá. Pero John simplemente dejó caer la cabeza y luego clavó su mirada aguachenta en el mar en ebullición y en sus millones de ojos.

Bien, ¿qué podía decir Mamá, excepto que toda la idea era obviamente un muy lamentable error? Anduvieron a los tumbos por la ciudad en el autobús (cada autobús con un guía, y el de ellos debía ser un nativo del lugar, supuso Mamá). Vieron la plaza, el mercado, la iglesia, los parques. Mamá seguía a los demás, que seguían al guía. Y John seguía a Mamá. Todos inseguros, arrastrando los pies, en medio del calor, los olores de los baños públicos, los mendigos, los pasadores de fijas para las carreras de caballos. Mamá se sentía vagamente humillada. El idioma los había mandado a todos a lo más bajo de la escala social, los había expulsado. Eran todos como niños, todos como John, nadie sabía qué diablos se esperaba de él. En el restaurante todos se abalanzaron sobre el vino, y luego se desplomaron contra el respaldo de sus sillas, con la mirada perdida. Hasta Mamá bebió dos copas de rosado para contrarrestar el pánico. John no comió ni bebió nada, a pesar de que Mamá consiguió que el guía le pidiera al mozo que le pasara la sopa a un vaso.

Después del almuerzo despidieron al guía (entre aplausos desganados), y el oficial del barco anunció que tenían una hora para comprar regalos y souvenirs antes de volver a reunirse en la plaza. Mamá llevó a John por una callecita, a unos cien metros de los demás, y de pronto él se empacó y no quiso seguir caminando. Mamá decidió quedarse donde estaba, porque allí había un poco de sombra, vigilando la hora… Pasaron unos minutos. Un chico de corta edad se acercó e hizo una pregunta.

– No te entiendo, querido -dijo Mamá con vos impostada. Luego tuvo un mal momento cuando un desagradable viejo vagabundo empezó a molestarlos.

– Fuera de aquí -le dijo.

Ese idioma, hasta los chicos y los vagabundos lo hablaban. Y los británicos, pensó Mamá, en otra época tan orgullosos, tan audaces…

– ¡Le dije que se fuera!

Miró a su alrededor y vio un cartel. Sólo podía decir una cosa, ¿verdad? ordenó a John que echara a andar y cuando llegaron a la escalinata ya estaba buscando cambio en su monedero.

El Acuario Municipal parecía un refugio antiaéreo, cuadrado, sin ventanas, con olor a piedra mojada. Además de una pequeña piscina para bebés en el centro del recinto (donde chapoteaba con apatía una especie de tortuga acuática), había una docena de tanques empotrados en las paredes, brillantes como televisores. Sin esperanza de ningún placer arrastró a John por las penumbras desiertas, y enseguida sintió que su indiferencia se evaporaba. Cuando se ubicó delante del segundo tanque estaba eufórica. Todos esos colores, ecos, formas… había unas anémonas marinas que se parecían a la nueva gorra de baño de la señora Brine, con los lacitos verdes. Unos peces redondos con las mismas manchas de leopardo y rayas de cebra que había en los tapizados del Salón de los Pájaros. Como las damas en el Salón de Baile, otros peces danzaban entre conchillas y corales. Tres peces veteranos, sin dientes y con bigotes, hacían un paseo por la superficie del agua mientras más abajo otro más joven, plateado y solitario, daba volteretas como si estuviera probando su libertad. Las langostas, inválidas con muchas muletas, serpientes marinas que alisaban sus ajustadas calzas contra el piso arenoso, cangrejos como los borrachos sulfurosos del Kingfisher Bar… Se dio vuelta.

¿Dónde estaba su hijo? Los ojos de Mamá, adaptados a la luz, parpadearon, indignados ante la oscuridad. Entonces lo vio, arrodillado como un caballero, junto a la pequeña piscina inflable. Se aproximó con cautela. Allí estaba la pesada sombra de la tortuga, con todos los apéndices retraídos, su cuerpo expandido hasta el perímetro de sus confines. Entonces vio que la mano de John se apoyaba en el lomo del animal. Le tiró del pelo y le dijo:

– No, John, eso no se hace.

Él levantó la mirada, y con un sollozo se apartó de ella y en un segundo había salido a la calle y había desaparecido. Dios, ¿que habría estado comiendo los últimos días? Mamá no podía hacer otra cosa que quedarse mirándolo mientras John vomitaba, se sacudía, caía hacia un lado y hacia el otro entre hilos de baba verdosa.


La noche siguiente, cerca de la bahía de Vizcaya, John desapareció. Estaba sentado en su litera mientras Mamá enjuagaba el biberón en el baño. La puerta del baño se cerró por el balanceo. Ella le estaba hablando de esto y de lo otro. Pronto llegarían a casa, al calorcito de la casa en otoño y en invierno. Luego volvió al camarote y dijo:

– Ay, querido, ¿dónde te fuiste?

Salió al corredor, al olor del barco. Un oficial que pasaba la miró con preocupación y extendió una mano como para ayudarla a mantenerse en equilibrio. Ella se apartó de él, con aire culpable. Subió los escalones y recorrió un Salón de Juegos tras otro, el Salón de los Pájaros, el Salón de las Cacatúas, el Kingfisher Bar. Subió la escalera en espiral hasta el Robin's Nest. ¿Donde habría ido su John?

Solo en medio de la llovizna John contemplaba la noche desde la proa del barco, a tres metros de la estela espumosa. Con los brazos extendidos, recibía el flechazo sanguinolento del Sol. Luego, moviendo lentamente los brazos y las piernas, trató de subir los cuatro peldaños que lo separaban del agua. Pero no lo lograba. Pie, mano, peldaño; apoyaba un pie, se balanceaba, se caía. Era la secuencia, el orden, que siempre estaba mal: pie, se resbalaba, mano, se balanceaba, peldaño, se caía…

Pero Mamá lo había atrapado. Con tranquilidad bajó los escalones desde la cubierta hasta la proa.

– John…

– Go -dijo él-. Go, go.

Lo llevó al camarote. Él la siguió en silencio. Lo hizo sentarse en la litera. Con sus labios vacíos comenzó a cantarle una canción de cuna para calmarlo. John lloraba tapándose la cara con las manos. No había nada nuevo en los ojos de Mamá cuando puso el biberón en la mesa, y luego el gin, y fue a buscar agua fresca.


New Statesman, 1978;

reescrito en 1997.

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