Vernon hacía el amor con su mujer tres veces y media por semana, y eso estaba bien.
Por alguna razón siempre le daba el mismo promedio. Normalmente, aunque esto de ninguna manera era invariable, hacían el amor noche por medio. Por otra parte se había dado el caso de que Vernon hiciera el amor con su mujer todas las noches durante una semana, y la semana siguiente ninguna, o bien una sola vez, en cuyo caso la semana siguiente lo hacían dos veces pero cuatro la que venía después… o quizá sólo tres; entonces lo hacían cuatro veces la semana siguiente pero sólo dos la posterior… o tal vez una. Y así sucesivamente. Vernon no sabía por qué, pero sus encuentros sexuales siempre le daban el mismo promedio; eso era invariable. A veces, y no era de extrañar, Vernon deseaba que la semana tuviera solamente seis días, o bien que tuviera ocho, para que los cálculos (que siempre corroboraban dócilmente lo mismo) fueran más fáciles.
Siempre, sin excepción, era Vernon quien iniciaba el acto conyugal. Su esposa respondía todas las veces con el mismo pudoroso entusiasmo. El sexo oral como comienzo no les era en modo alguno desconocido. En promedio, y esto también daba siempre la misma cifra, y también en esto Vernon era el maestro formal de ceremonias, la esposa de Vernon practicaba la fellatio cada tres cópulas, es decir 60,8333… veces por año, o 1,1698717 veces por semana. Vernon practicaba el cuninlingus con frecuencia un poco menor: cada cuatro coitos, en promedio, es decir 45,625 veces al año, o 0,8774038 veces por semana. También sería un error pensar que éstas eran todas las variaciones que empleaban. Vernon practicaba sexo anal con su esposa dos veces por año, por ejemplo el día del cumpleaños de él, lo cual era bastante justo, pero también, qué ironía (al menos eso pensaba él), el día del cumpleaños de ella. Lo atribuía a las costosas cenas afuera que siempre hacían esos días, y más particularmente a los efectos del champagne. Vernon siempre se sentía terriblemente avergonzado después, durante el desayuno de la mañana siguiente se lo veía como un fantasma lleno de sufrimiento y de culpa. La esposa de Vernon jamás decía nada al respecto, y esto hablaba muy bien de ella. Si alguna vez hubiera dicho algo Vernon hubiera dejado de hacerlo. Pero nunca dijo nada. Lo mismo sucedía cuando Vernon eyaculaba en la boca de su esposa, 1,2 veces por año en promedio. En este punto hacía diez años que estaban casados. Eso era conveniente. ¡Qué sería si hiciera once… o trece años! Una vez, una sola vez, Vernon estaba a punto de eyacular dentro de la boca de su mujer, cuando de pronto se le ocurrió una idea mejor: le eyaculó por toda la cara. Sobre eso ella tampoco dijo nada, gracias a Dios. En ese momento le pareció la mejor idea del mundo. Pero ahora ya no pensaba que había sido tan buena idea. Lo hacía sentir muy mal que tal vez sus infrecuentes actos de abandono revelaran un deseo de humillar y degradar a la persona amada. Y su esposa era la persona amada. En fin, sólo lo había hecho una vez. Vernon eyaculaba sobre la cara de su mujer 0,001923 veces por semana. No era una gran frecuencia para eyacular sobre la cara de su mujer, ¿verdad?
Vernon era un hombre de negocios. En su oficina había varias calculadoras electrónicas. A menudo extraía sus frecuencias matrimoniales de estas rápidas y eficientes máquinas, impecablemente discretas. Siempre respondían de la misma manera, como si dijeran: “Sí, Vernon, ésta es la frecuencia con que lo haces” o “No, Vernon, no lo harás con más frecuencia”. Vernon solía dedicar la hora del almuerzo a quedarse allí, inclinado sobre las calculadoras electrónicas. Y sin embargo sabía que las cifras, en cierto modo, eran aproximativas. Ah, Vernon lo sabía, sí, lo sabía. Luego, un día, llegó a la contaduría una poderosa computadora blanca. Y Vernon supo de inmediato que podía concretarse un sueño largamente acariciado: resolver el problema de los años bisiestos.
– Ah, Alice, no quiero que me interrumpan, ¿me oye? -le dijo con severidad a la mujer de la limpieza-. Tengo que hacer cálculos importantes en Contaduría.
A medianoche los ojos irritados de Vernon se apartaron bruscamente de la pantalla, donde toda su vida sexual había quedado tabulada en prismas recurrentes de tres y de seis, en una serie interminable, como espejos enfrentados.
La esposa de Vernon era la única mujer que Vernon había conocido en su vida. La quería y le gustaba mucho la actividad sexual con ella; en realidad nunca había buscado ninguna aventura. Cuando Vernon le hacía el amor a su mujer sólo pensaba en su belleza y en el placer que él podía darle: los ruiditos que ella dejaba escapar por la boca entreabierta, no muy frecuentes pero tan gratificantes, la divina plasticidad de sus miembros, la fiebre, el delirio, y la seguridad de esos momentos. La sensación de paz de Vernon después del acto no tenía mucho que ver con la alta probabilidad de que la noche siguiente fuera una noche libre. Hasta los sueños de Vernon eran monogámicos. Las mujeres que aparecían en ellos eran meros íconos del reino autosuficiente de las mujeres: enfermeras, monjas, conductoras de autobuses, cuidadoras de estacionamientos, mujeres policía. Sólo de vez en cuando, digamos una vez por semana o menos, imposible de calcular, veía cosas que le hacían sospechar que tal vez en su vida hubiera lugar para algo más: un cinturón luminoso en la curva de un puente, ciertos paisajes de nubes, figuras veloces que cambiaban ante sus ojos con los cambios de luz.
Todo esto, por supuesto, antes del viaje de negocios.
No era un viaje de negocios especialmente importante: la compañía donde trabajaba Vernon no era especialmente importante. Su esposa le hizo una maleta pequeña y lo llevó a la estación. En el camino ella observó que en más de cuatro años no habían pasado una sola noche separados… que fue cuando ella acompañó a su madre después de una operación. Vernon asintió, sorprendido, mientras hacía algunos rápidos cálculos mentales. Su beso de despedida tuvo cierta pasión. En el coche restaurante tomó un gin tonic. Y después otro gin tonic. Al aproximarse el tren a la parte más céntrica de la ciudad Vernon se vio como un hombre joven y solo. La ciudad estaría llena de taxis, gente que caminaba con rumbo desconocido, sombras, mujeres, cosas que pasaban.
Vernon llegó a su hotel a las ocho. La recepcionista confirmó la reserva y le dio la llave de la habitación. Vernon subió en el ascensor. Se lavó y se cambió, eligiendo en forma muy deliberada la más sobria de las dos corbatas que le había puesto en la maleta su mujer. Fue al bar y pidió un gin tonic. La camarera se lo llevó a la mesa. En el bar había alguna gente de la ciudad: hombres, mujeres que probablemente hacían cosas con los hombres con bastante frecuencia, jóvenes parejas que cuchicheaban en secreto. Justo frente a Vernon había una enorme señora con pieles, sombrero, y cigarrillo con boquilla. Le echó dos, o quizá tres miradas a Vernon. Vernon no podía asegurar si dos o tres.
Cenó en el restaurante del hotel. Con la comida consumió media botella de vino tinto bueno. Mientras bebía el café Vernon consideró la idea de pedir una crème de menthe… o un cóctel de champagne en el bar. Tenía calor, le zumbaba el cráneo; dos moscas histéricas daban vueltas alrededor de su cabeza. Subió nuevamente a su habitación, con la idea de refrescarse un poco. Lentamente, ante el espejo, se quitó la ropa. Su cuerpo pálido estaba enrojecido con el tranquilo resplandor de la fiebre. Tenía la piel deliciosamente sensible al tacto. “¿Qué me pasa?”, se preguntó. Luego, con alivio, con vergüenza, con deleite, se echó en la cama y se hizo a sí mismo algo que no se hacía desde más de diez años atrás.
Por la noche lo hizo tres veces más y otras dos a la mañana siguiente.
Ese día tenía cuatro citas. La misión de Vernon era elegir la calculadora de bolsillo más adecuada para uso diario de todos los miembros de la empresa. Entre una y otra demostración (la cinta de Moebius de las cifras, el guiño repetido del punto decimal) Vernon volvía al hotel en taxi y cada vez volvía a hacerse aquello. “Lo más rápido posible”, le decía al taxista. Esa noche comió una cena liviana que mandó subir a la habitación. Lo hizo cinco veces más… ¿o seis? No podía estar totalmente seguro. Pero sí estaba seguro de que a la mañana siguiente lo había hecho tres veces más, una antes del desayuno y dos después. Tomó el tren de regreso al mediodía, habiendo llegado a esta cifra increíble: 18 veces en 36 horas, es decir… ¿Cómo? Ochenta y cuatro veces por semana, o sea 4.368 veces al año. O quizá lo había hecho diecinueve veces. Estaba agotado, pero en cierto modo nunca se había sentido más fuerte. Y ahora el viaje en tren le provocaba una erección, le gustase o no.
– ¿Cómo te fue? -le preguntó su esposa al regreso.
– Cansador. Pero muy bien -admitió Vernon.
– Sí, pareces un poco vapuleado. Lo mejor será que te acuestes y te quedes un rato en cama.
Los ojos enrojecidos de Vernon parpadearon. No podía creer en su buena suerte.
Poco después Vernon se sonreía sin poder creer en su timidez durante esos días pioneros. ¡Cuando sólo lo hacía en la cama, por ejemplo! Ahora, con total abandono y euforia, lo hacía en todas partes. Se arrojaba al suelo en el dormitorio y lo hacía allí. Lo hacía tendido debajo de la mesa de la cocina. Por un tiempito se le dio por hacerlo al aire libre, en los parques en medio del viento, en lugares llenos de gente en la ciudad, en lugares poblados en el campo; le temblaban las rodillas. Lo hizo en trenes sin corredor. Alquilaba habitaciones por hora en hoteles baratos, por media hora, por diez minutos (cómo lo miraban los recepcionistas). Pensó en alquilarse un nidito de amor en alguna parte. Confusamente y en forma fugaz consideró la idea de escaparse consigo mismo. Comenzó a hacerlo en el trabajo, con cuidado al principio, después con abandono nihilista, como si lo único que secretamente le importara fuera el descubrimiento. Una vez, riéndose con picardía antes y después (el peligro, el peligro), lo hizo mientras dictaba una larga y trémula carta a la secretaria que compartía con otros dos gerentes. Después de esto recuperó la razón y decidió hacerlo solamente en su casa.
– ¿Cuánto tardarás, querida? -le preguntaba a su esposa cuando ella abría la puerta de calle con las bolsas para las compras en la mano.
¿Una hora? Bien. ¿Sólo dos minutos? ¡Mejor todavía! Tomó la costumbre de meterse entre las sábanas mientras su mujer hacía el té para el desayuno, deliciosamente envuelto en la humedad conyugal de las sábanas. En las noches libres de hacer el amor con su mujer (y ahora era invariablemente una noche sí, una noche no) Vernon casi siempre se arreglaba para hacerlo una vez mientras su esposa, en el baño al lado del dormitorio, se preparaba tranquilamente para acostarse. En varias ocasiones casi lo descubrió. Esto le resultaba muy excitante. En ese punto Vernon trataba desesperadamente de seguir con el recuento; de alguna manera los números estaban siempre presentes, gorgoteando en la memoria de la computadora en Contaduría. Ahora promediaba 3,4 veces por día, o sea 23,8 por semana, o la cifra de locos de 1.241 veces por año. Y su mujer jamás sospechó nada.
Hasta ahora las “sesiones” de Vernon, como él las llamaba, siempre estaban estructuradas alrededor de su esposa, la única mujer que había conocido…, su belleza, los ruiditos gratificantes que hacía, la calentura, la seguridad. Su mente había efectuado varias elaboraciones, por supuesto. Una sesión “típica” comenzaba con que ella se desnudaba por la noche. Se inclinaba para quitarse el pesado corpiño y dejaba caer sumisamente la bombacha. Siempre se le escapaba una pequeña exclamación cuando Vernon, obviamente en gran forma, surgía, impactante, de las sombras. La montaba rápidamente, casi con brutalidad. Las manos de ella demostraban su desvalimiento mientras los grandes músculos de la espalda de Vernon subían y bajaban. “Eres demasiado grande para mí”, le hacía decir él algunas veces, o “Me duele, pero me gusta”. La culminación generalmente se sincronizaba cuando su esposa le pedía a gritos lo que Vernon rara vez le hacía en la vida real. Pero Vernon nunca hacía las cosas que ella ansiaba. Ah, no, eso no. Casi siempre se ilimitaba a eyacularle por toda la cara. Por supuesto eso a ella también le gustaba (la muy puta), aunque a Vernon, fugazmente, le daba asco.
Y entonces llegaron los desconocidos.
Una tarde de verano Vernon regresó temprano de la oficina. No vio el auto: como astutamente había pensado, su esposa estaba haciendo la compra semanal en el supermercado. Se apresuró a entrar en la casa y fue directamente al dormitorio. Se acostó y se bajó los pantalones… y luego, con un suspiro sensual, se los quitó del todo. Las cosas empezaron bien, con un atractivo preámbulo que se había vuelto su favorito en las últimas semanas. Desnudo, preparado, Vernon se encontraba en el pequeño hall del dormitorio. Ya oía los ruiditos preparatorios que indicaban la tímida excitación de su esposa. Dio un paso adelante para abrir la puerta, con la idea de quedarse allí, amenazante, unos segundos, plantado sobre sus piernas bien separadas. Abrió la puerta bruscamente y miró. ¿Y qué vio? Vio a su esposa revolcándose y sudando en brazos de un gran gitano color de bronce, que se volvió a mirar a Vernon sin ninguna curiosidad para volver enseguida a la histeria de reclamos de la que tenía debajo de él. Vernon eyaculó de inmediato. Su esposa volvió del supermercado pocos minutos después y lo besó en la frente. Vernon se sintió muy raro.
La próxima vez que lo intentó, al abrir la puerta encontró a su esposa boca abajo, tomada del respaldo de la cama, haciéndole cosas increíbles a un turco de hombros peludos. La vez siguiente ella, boca abajo, se abrazaba las rodillas mientras un chino enorme se complacía con toda libertad en medio de los sollozos de ella. Y la otra vez eran dos negros betún los que hacían con ella lo que querían. Estos dos negros, en particular, siempre volvían, a veces con el turco. Y otras dejaban que Vernon comenzara con su esposa para luego entrar como trombas y arrojárseles encima. ¿Y a la esposa de Vernon le importaba todo esto que ocurría? ¿Que si le importaba? Le gustaba. ¡Le encantaba! Y a Vernon también, por lo visto. En la oficina Vernon reflexionó fríamente si él no tendría algún oculto e íntimo deseo de que su esposa hiciera esas cosas con esa gente. La sola idea lo hizo estremecer de rechazo. Pero, de una u otra manera, en realidad no le importaba, ¿verdad? Fuera como fuese le gustaba. Le encantaba. Decidió poner punto final al asunto.
Cambió totalmente su enfoque. “Bien, muchacha”, murmuró para sí, “pueden ser dos los que jueguen”. Para empezar, Vernon tuvo “aventuras” con todas las amigas de su esposa. La más larga y detallada fue con Vera, ex compañera de colegio de su esposa. Las tuvo con las mujeres que jugaban con ella al bridge, con las otras trabajadoras sociales del centro de beneficencia. Hizo travesuras con todas las familiares elegibles de ella, con su hermana menor, con esa sobrinita tan encantadora. Una mañana de locura hasta se montó a su odiada suegra. “Pero, Vernon, ¿qué…?”, susurraban todas, asustadas. Pero Vernon las arrojaba en la cama, se quitaba el cinturón y lo agitaba en el aire como un látigo. Todas las mujeres del mundo de su esposa, una por una, fueron sometidas por Vernon.
Entretanto, las actividades eróticas de Vernon con su esposa continuaban más o menos como antes. Tal vez hasta se habían beneficiado en intensidad y dulzura bajo la influencia de los rumores de la vida subterránea de Vernon. Con este último desarrollo, sin embargo, Vernon pronto advirtió que había una nueva dimensión, un cambio desfavorable en el lecho conyugal. Los actos sexuales ya no eran herméticos; la seguridad y la paz habían desaparecido. Vernon ya no intentaba poner freno a la carrera de sus pensamientos. En segundo lugar, y esto era todavía más crucial, sus relaciones eran, sin duda, menos frecuentes. Seis veces y media por quincena, tres veces por semana, cinco por quincena… Decididamente perdían terreno. Al principio la mente de Vernon era un caos de acumulaciones, déficit, programas reestructurados, planes de recuperación. Luego tomó más distancia con respecto a toda la situación. ¿Quién dijo que tenía que hacerlo tres veces y media por semana? ¿Quién dijo que eso estaba bien? Después de diez noches castas (un récord hasta el momento), Vernon observó que su esposa se volvía tristemente hacia el otro lado después de un “buenas noches” apagado. Esperó unos minutos, apoyado en un codo, y eternalizó fríamente ese momento potente. Después se inclinó y la besó en el cuello, también fríamente, y sonrió al ver moverse el eje del cuerpo de ella. Siguió sonriendo. Él sabía dónde estaba la movida.
Porque ahora Vernon sabía perfectamente que podía tomar a cualquier mujer, absolutamente cualquier mujer, con sólo un gesto, un mínimo movimiento de hombros, o chasqueando los dedos en forma perentoria una única vez. Sistemáticamente se unía con cualquier mujer que veía por la calle, hacía lo que quería con ella y luego la arrojaba a un lado sin pensarlo dos veces. Todas las modelos de las revistas de modas de su mujer desfilaban por su dormitorio, una a una. Le llevó varios meses pasar por todas las actrices de televisión conocidas, y otro tanto recorrer a las principales estrellas de la pantalla de Hollywood. (Vernon compró un gran libro de hojas satinadas para que le brindara ayuda en su proyecto. Pensaba que las chicas de la Época de Oro eran las amantes más audaces y atléticas: Monroe, Russell, West, Dietrich, Dors, Ekberg. Podían guardarse a Welch, a Dunaway, a Fonda, a Keaton). Ya la lista de nombres era impresionante, y las proezas de Vernon con ellas, insuperables. Todas las chicas decían que Vernon era el mejor amante que habían tenido jamás.
Una tarde miró discretamente las revistas pornográficas que brillaban en los estantes de un quiosco de diarios y revistas lejos de su casa. Tomó nota mentalmente de los rostros y las siluetas, y por breve tiempo asoció a las chicas a su enorme harén. Pero estaba perplejo, lo admitía: ¿Cómo podía ser que tantas hermosas chicas se quitaran la ropa por dinero? ¿Así nomás? ¿Por qué los hombres querían comprar esas fotos de muchachas sin ropa? Perturbado, bastante confuso, Vernon organizó la primera gran purga en sus clamorosos salones de orgías. Esa noche se paseó por los corredores penumbrosos y las tranquilas antesalas golpeando las manos y mirando severamente a uno y otro lado. Algunas chicas sollozaban sin disimulo por la pérdida de sus amigas, otras le sonreían por su furtivo triunfo. Pero él avanzaba, cerrando de un golpe las puertas que dejaba atrás.
Vernon buscó solaz en las páginas de la gran literatura. Calidad, se dijo, lo que él buscaba era calidad. Allí estaban las chicas de clase alta. Vernon se puso a trabajar con lo que encontraba en los estantes de la reducida biblioteca local. Después de unas rápidas aventuras con Emily, Griselda y Criseyde, y un contundente fin de semana con La Buena Mujer de Bath, pasó directamente a Shakespeare y a las deliciosas estrellitas de grandes ojos de las comedias románticas. Se divirtió con Viola en las colinas de Iliria, durmió en un claro del bosque en Arden con la sinuosa Rosalind, se bañó desnudo con Miranda en una laguna turquesa. En una sola mañana, sin darle mucha importancia, estuvo chapoteando con las cuatro heroínas trágicas: la fría Cordelia (que en realidad parecía una rana), con la agridulce Ofelia (un poco estrecha, aunque disfrutó de su lenguaje procaz), con Lady M., la de los ojos de serpiente (Vernon se cuidaba de ella) y sobre todo con esa hechicera furiosa que era Desdémona (Otelo no se equivocaba. Apestaba a sexo). Después de algunos floreos, arduos, antihigiénicos pero relativamente breves con el drama de la Restauración, Vernon siguió su gesta entre las prudentes matronas de la Gran Tradición. En general, cuanto más tranquilas y respetables eran las jóvenes, más humillantes y complicadas eran las cosas que Vernon quería hacer con ellas (con las descocadas como Maria Bertram, Becky Sharp o Lady Dedlock, Vernon entraba, salía y escapaba medio desnudo por los techos). Pamela tenía lo suyo, pero Clarissa resultó ser la verdadera estrella de la obra; Sophia Western era bastante entretenida, pero la piadosa Amelia era la que daba las notas más altas en el afiebrado repertorio de Vernon. Tampoco pudo quejarse de sus amores de una sola noche con las del tipo de Elizabeth Bennett y Dorothea Brooke. Era un intercambio adulto, higiénico, basado en la clara comprensión que tenían ellas de los deseos y necesidades de él; sabían que los hombres como Vernon tomaban lo que querían, y que cuando despertaran al día siguiente él ya se habría ido. Prefería a Fanny Price, o mejor, mucho mejor, a la pequeña Nell; Vernon entraba al dormitorio arremangándose y sabía que pronto Fanny y Nell preferirían no haber nacido. ¿Les importaban las cosas terribles que él les hacía? ¿Que si les importaban? Cuando, a la mañana siguiente, él se preparaba para irse abrochándose solemnemente el cinturón ante la alta ventana, ¡cómo gritaban!
Las posibilidades parecían infinitas. Otras literaturas esperaban, amodorradas, en sus dormitorios. El león dormido de Tolstoy (Anna, Natasha, Masha y las otras. La ficción norteamericana), esas chicas hasta le enseñarían ellas mismas nuevos juegos. Las furtivas francesas… Vernon sospechaba que él y Madame Bovary, por ejemplo, iban a llevarse muy bien… Pero una tarde confusa, encontró la obra de D. H. Lawrence. El domingo a la noche cerró The Rainbow de un golpe, y supo de inmediato que esta vía especial de posibilidades, por más amplia que fuera, con sus árboles enmarañados y sus bellas enfermedades, y esa perspectiva distante donde se alzaban montañas arenosas, había llegado a un abrupto e incontestable final. Nunca había conocido mujeres que se comportaran así. Sintió un oscuro alivio y hasta un sacudón de deseo teórico cuando oyó entrar a su esposa a última hora de la noche, con las tazas de té en una bandeja.
En esa época, en promedio, Vernon se acostaba con su mujer 1,15 veces por semana. Si la cifra se reducía a menos de un dígito habría problemas, y Vernon estaba atento a la forma que podría asumir la crisis. Por suerte hasta el momento su esposa no había dicho nada al respecto. Una tarde, después de la debacle con Lawrence, Vernon estaba pensando, y de pronto se le ocurrió algo que le hizo dar un salto al corazón. Parpadeó. No podía creerlo. Y era verdad. Ni una sola vez, desde que comenzaran las “sesiones”, le había pedido a su esposa alguna de las astutas variaciones que antes usaba para espaciar las semanas, los meses, los años. Ni una sola vez. Simplemente no se le había ocurrido. Sacó la calculadora de bolsillo. Perplejo, marcó las cifras. Ella le debía… Bien, si quería, podía darse una semana entera de… Estaban equis tiempo atrasados con… Pronto llegaría otra vez el momento en que él… La esposa de Vernon pasó por la habitación. Le envió un beso. Vernon decidió guardar esas cifras pero mantenerlas al día. En cierto modo equilibraban las cosas. Sabía que le estaba negando a su esposa algo que le pertenecía, pero que a la vez se estaba guardando algo que no debía dar. Comenzó a sentirse mejor con todo el asunto.
Porque pronto comprendió que ninguna mujer en particular podría satisfacerlo. No, no a él. Sus actividades se desarrollaban en una esfera de intensidad y abstracción completamente nueva. Ahora, cuando se levantaba el telón de terciopelo, Vernon montaba un bravo caballo negro en una duna marmórea, entrecerrando los ojos para fijarlos en una caravana de mujeres árabes indefensas que avanzaban trabajosamente más abajo; entonces él clavaba las espuelas y las alcanzaba como un rayo, con una espada amenazante en cada mano. O bien Vernon se elevaba sobre una pirámide humana de cuerpos desnudos, que se confundían y se retorcían, hasta que una vez más lo atraían al centro palpitante de carne y calor. Visitaba extraños planetas donde las mujeres eran de metal, o eran flores, o eran de niebla. Pronto se convertía en una nube, un cúmulus, en aguas que subían con la marea, en el viento del este, en el corazón ardiente de la Tierra, en el aire mismo, y daba vueltas alrededor del globo aterrorizado, convertido en tribus enteras, en razas, en ecologías que huían y se esparcían bajo su sombra ancha como un continente.
Después de un mes de estos revoloteos las cosas comenzaron a andar realmente mal.
El primer aviso del desastre fueron los esporádicos ataques de eyaculación precoz. Vernon se preparaba para una sesión tranquila, hacía el casting y el guión del drama cósmico que se desarrollaría… miraba hacia abajo y veía deshacerse sus pensamientos sin ningún placer, perdidos por el arma aventurera que tenía en la mano. Esto empezó a suceder con más frecuencia, a veces sin ninguna razón: Vernon ni se daba cuenta hasta que veía las manchas reveladoras en el pantalón, como si fuera un chico. (Lo asombroso, y a la vez humillante, era que su esposa no parecía notar la diferencia. Sin embargo en esa época sólo hacían el amor diez u once veces por mes). Vernon trató de tomarse la cosa en broma, y esto dio resultado: poco después desapareció el problema. Pero lo que vino después fue mucho peor.
En primer lugar, en todo caso, Vernon se echó la culpa a sí mismo. Estaba tan aliviado, sentía una alegría tan infantil con sus proezas recobradas, que alargaba inmoderadamente las “sesiones” hasta llegar a duraciones sin precedente. Quizás eso no era bueno… Lo cierto es que se le iba la mano. Una semana después, y contra su voluntad, las sesiones estaban durando de treinta a cuarenta y cinco minutos; dos semanas después duraban una hora y media. Interferían con sus horarios: todas las acciones rápidas, todos los programas exigentes que antes jalonaban su vida se reducían a actividades hechas con mal humor y sin éxito.
– Vernon, ¿te sientes mal? -le preguntaba su esposa desde el otro lado de la puerta del baño-. Es casi la hora del té.
Vernon, desplomado sobre la tapa del inodoro, jadeando de agotamiento, se incorporaba salvajemente, con los ojos desorbitados, la cara consumida. Tosía hasta poder hablar.
– Ya salgo -lograba decir por fin, mientras luchaba por ponerse de pie.
Nada de lo que Vernon pensaba lo liberaba. Multitudes de mujeres enloquecidas, que arrastraban carros, alguna de bronce y de un metro y medio de alto, otras no más grandes que una lapicera fuente, aullaban ante él desde los cuatro ángulos del universo. De nada servían. Juntaba a todas las inocentes y las sometía a atrocidades de proporciones inimaginables, cometiendo un millón de asesinatos con infamantes torturas. Y nada. Vernon, el hombre neutrónico, el supernova, el sol negro, consumía a la Tierra y a sus hermanas en su fuego, hendía el cosmos, eyaculaba la Vía Láctea. Tampoco eso servía. Se veía obligado a fingir orgasmos con su mujer (con bastante habilidad, por lo que parecía: ella no decía nada). Los testículos le producían una fuerte migraña, una migraña que le aceleraba cada vez más los latidos, hasta que por la noche se había convertido en un montón de carne trémula, y le temblaban las manos cuando se llevaba una aspirina más a la boca.
Entonces ocurrió la última catástrofe. Paradójicamente, vino precedida por una simple, gozosa culminación no programada en un autobús, un mediodía. Durante la tarde, en la oficina Vernon se regodeó pensando que se habían terminado sus sufrimientos. Pero no fue así. Después de una semana de incesantes experimentos e investigaciones tuvo que enfrentar la verdad. Todo había terminado. Era impotente.
“Ay, Dios mío”, pensó. “Siempre supe que esto me sucedería algún día.” En cierto sentido aceptó este revés con gran estoicismo (en esos momentos pensar en sus hábitos de antes le daba asco); en otro sentido, y con terror, se sentía como un hombre suspendido entre dos estados: uno, tal vez, la realidad, el otro un sueño inenarrable. Y luego, un día, se despierta con un suspiro de alivio, pero la realidad se ha ido y ha sido reemplazada por la pesadilla que había estado allí todo el tiempo. Vernon miró la casa donde hacía tantos años que vivían, las cinco habitaciones por donde caminaba su serena esposa, y vio cómo todo se le iba para siempre, toda su paz, toda la fiebre y la seguridad. ¿Y a cambio de qué, de qué?
“Tal vez sería mejor que le contara todo, con toda franqueza”, pensó, sintiéndose un miserable. No sería fácil, Dios lo sabía, pero con el tiempo ella volvería a tenerle confianza. Y realmente había terminado con todas esas tonterías. “Dios mío”, pensó, “cuando yo…” Pero entonces vio el rostro de su mujer, alerta, directo, confiado, y la mueca provocada por el comienzo de la comprensión mientras él tartamudeaba su historia. No, nunca podría decírselo, nunca podría hacerle eso, nunca. De todos modos ella pronto se daría cuenta. ¿Cómo podía un hombre ocultar que había perdido eso que lo convertía en un hombre? Consideró el suicidio, pero… Pero no tengo coraje, se dijo. Tendría que esperar, esperar y destrozarse de miedo.
Pasó un mes sin que su esposa dijera nada. Este era un plazo que siempre le había parecido definitivo a Vernon, y ahora veía la confrontación como una cuestión que se dilataba noche a noche. Todo el día repasaba sus excusas. Para estirar las cosas Vernon adujo una jaqueca, la noche siguiente un malestar de estómago. Las dos noches siguientes se quedó levantado hasta la madrugada “preparando el balance”, dijo. La quinta noche fingió un largo ataque de tos, la sexta una fiebre alta. Pero la séptima noche se quedó allí, desvalido, esperando tristemente. Pasaron treinta minutos, uno al lado del otro. Vernon rogaba dormirse o morirse.
– Vernon… -dijo ella.
– ¿Ajá? -logró articular él-. Por Dios, qué graznido le salió.
– ¿Quieres hablar de esto?
Vernon no respondió. Allí se quedaba, deshaciéndose, muriéndose. Seguían pasando los minutos. Entonces sintió la mano de ella en la cadera.
Bastante tiempo después, en la postura de un cowboy que monta a un toro bravo, Vernon le eyaculó por toda la cara a su mujer. Durante el curso de las dos horas y media precedentes le había hechos tales cosas que se asombraba de que ella todavía estuviese viva. Se dejaron caer, murmurando inaudiblemente, y se durmieron uno en brazos del otro.
Vernon se despertó antes que ella. Le llevó treinta y cinco minutos salir de la cama, de tanto cuidado que puso en hacerlo sin despertarla. Hizo el desayuno en bata, concentrando cada una de sus células en las pequeñas tareas sacramentales. Cada vez que su mente volvía a la noche anterior dejaba escapar una especie de gruñido, o se raspaba los nudillos en el rallador de queso, o se mordía la lengua. Cerraba los ojos y veía a su esposa aplastada contra la cabecera de la cama con una pierna en el aire, oía el ruido de sus nalgas bajo los golpes que él le propinaba con las palmas abiertas hasta dejárselas moradas. Se apoyó en la heladera. Tenía la imagen de su mujer entrando en la cocina en cuatro patas, con la cara llena de moretones azules. No era posible que no dijera nada sobre eso, ¿verdad? Puso la mesa. La oyó moverse. Se sentó, sintiendo que se le partían las rodillas, y escondió la cabeza detrás de la caja de cereal. Cuando levantó la mirada su esposa estaba sentada frente a él. Parecía perfectamente normal. Lo miró con sus luminosos ojos azules.
– ¿Una tostada? -resopló él.
– Sí, por favor. Ay, Vernon, qué bueno fue.
Por un instante Vernon supo que no tenía que matar a su esposa ni suicidarse, ni matarla y salir del país con nombre falso y empezar otra vida en otra parte, en Rumania, en Islandia, en el Lejano Oriente, en el Nuevo Mundo.
– Qué, ¿te refieres a…?
– Sí, sí. Estoy tan contenta. Por un momento pensé que… pensé que tú…
– Yo…
– No, querido, no digas nada. Comprendo. Y ahora todo está bien otra vez. Ah… -agregó-, estuviste malito,¿eh?
Vernon estaba otra vez al borde del pánico. Pero se lo tragó y dijo con tono casual:
– Sí, un poco, ¿no?
– Muy malo. Muy grosero. Vernon…
Ella buscó la mano de él y se puso de pie. Y él también… o adoptó la postura vertical movido por un sistema hidráulico diseñado para la ocasión. Ella miró por encima del hombro mientras iba hacia la escalera.
– No debes hacer eso tan seguido, ¿sabes?
– ¿De veras? -dijo él arrastrando las palabras-. ¿Quién lo dice?
– Yo lo digo. Perdería toda la gracia.
Vernon sabía una cosa: iba a dejar de hacer el recuento. Pensó que pronto todo volvería a la normalidad. Él había tenido sus estímulos, era lógico que el ser querido también los tuviera. Vernon siguió a su esposa al dormitorio y cerró suavemente la puerta tras ellos.
Granta, 1981