– Esto es una farsa. ¿Ya leíste mi novela?
– No.
– ¿Por qué?
– Porque estuve terriblemente…
Junto a la acera de enfrente estacionó un gran camión de bomberos con gran ruido. Mil conversaciones cesaron en la zona afectada, y luego recomenzaron ansiosamente.
– Estuve terriblemente ocupado.
– ¿No me dijiste eso, exactamente, la última vez que nos vimos?
– Sí.
– ¿Y cuántas veces más vas a decírmelo?
Los dos hombres estaban parados frente a frente en la esquina, ese laberinto de calles, senderos y plazoletas donde la Séptima Avenida cae en el Village. El que hacía las preguntas tenía unos treinta y cinco años, medía más de uno ochenta y era muy flaco, con cuerpo de futbolista. Su nombre era Pharsin Courier, y era negro muy oscuro. El que respondía tenía más o menos la misma edad, pero medía menos de uno ochenta y era escuálido. Parado allí, delante de su interlocutor, parecía que le faltaba una dimensión. Se llamaba sir Rodney Peel, y era de piel muy blanca.
Hablaban a los gritos, pero no por exasperación o enojo. La ciudad era cada día más ruidosa, hasta las sirenas aullaban más fuerte para hacerse oír.
– Encuentra el tiempo para leer mi novela -dijo Pharsin. Dedicó veinte minutos más a insistir sobre el tema, y finalmente dijo: -Te di ese original de buena fe, y necesito tu crítica. Los dos somos artistas. ¿Eso no cuenta para nada?
¿En esta ciudad?
El cartel decía: Material para Artistas Omni. Para el artista que hay en cada uno.
Todos eran artistas. Los camareros y camareras de los cafés eran actores y actrices, y los clientes de los cafés eran libretistas y guionistas, arpistas, puntillistas, ceramistas, caricaturistas, contrapuntistas. Los niños eran patinadores y malabaristas, las niñas bailarinas (conversando en las mesas con sus madres y maestros). Hasta los bebés eran estrellas de publicidad y tenían agentes. Y la cosa no paraba allí. En la calle los escultores empujaban carretillas con fragmentos de piedra y se cruzaban con flautistas en borceguíes, y una troupe de payasos hacía mímica frente a un público que ensayaba improvisaciones. Y mucho más: había payasos en zancos de tres metros. Divas que practicaban sus escalas desde las ventanas de los inquilinatos. Los que instalaban corriente alterna eran todos instalacionistas. Los obreros de la construcción eran constructivistas.
Y, por una vez, sir Rodney Peel decía algo que era cierto: estaba terriblemente ocupado. Después de muchos años de pantanosos fracasos en el arte y en el sexo en Londres, SW3, ahora Rodney saboreaba lo contrario en Nueva York. Quedaban rastros del fracaso en la piel oscurecida alrededor de los ojos (manchados, con cicatrices, con pérdida visual), en sus pijamas, sin lavar durante quince años (cuando se levantaba por las mañanas los dejaba apoyados verticalmente contra la pared). Pero Norteamérica lo había reinventado. Tenía título, el pelo recogido en cola de caballo, una cuenta floreciente y buen pincel. Era un heterosexual solitario en Manhattan: algo tendría que desmoronarse. Y ahora Rodney conocía el pánico de los sueños que se hacen realidad. Como un personaje secundario en un sueño, veía duplicarse las ganancias: sólo se necesitaba sacudir la cabeza como un aristócrata, y tener un rostro honesto. Bajo el piso de madera de su estudio, en sobres marrones, guardaba noventa y cinco mil dólares en efectivo. Y todas las noches se metía en un lecho perfumado, sin decir palabra, mientras los oídos le zumbaban como caracoles.
Rodney todavía tenía esperanzas de convertirse en un pintor importante. No muchas esperanzas, pero sí algunas. Hasta él mismo se daba cuenta de que su universo artístico, después de diez meses en Nueva York, se había reducido mucho. El viaje por su propio sistema nervioso, la búsqueda de las relaciones espaciales, el rastreo de su propio talento, todo esto, por el momento, lo había dejado de lado. Y ahora era un especialista. Pintaba esposas. Esposas de profesionales ricos y de ejecutivos: las esposas de los tigres de Madison Avenue, las esposas de los héroes de Wall Street. Su pincel las halagaba y las rejuvenecía, naturalmente; pero esto no era particularmente arduo, ni siquiera deshonesto, porque las esposas nunca eran las de primeras nupcias: eran las segundas, las terceras y las siguientes esposas. Ellas miraban con expresión virtuosa a ese esbelto sir Rodney con su túnica manchada de colores. “Perfecto”, murmuraba él. “No. Sí. Así está muy bella…” A veces una cosa llevaba a la otra, pero nunca a nada concreto. Tímidamente, su vida amorosa imitaba a su arte. Esta esposa, aquella esposa. Rodney halagaba, flirteaba, andaba a tientas, fracasaba. Luego vino el cambio. Ahora, cuando trabajaba, su pintura se coagulaba en la línea tradicional, en las curvas convencionales. Entre una tela y otra, sin embargo, Rodney sentía la terrible agitación del innovador.
– Pasó algo -le contó a Rock Robville, su agente o intermediario-, en el frente del… “conocimiento carnal”.
– ¿Ajá? Cuéntame.
– Realmente extraordinario. Nunca tuve algo tan…
– ¿La perfumada señora Peterson, quizá?
– Por Dios, no.
– Apuesto a que fue la abundante señora Peterson.
Rock tenía veintiocho años, era delgado, de mejillas rosadas y con grandes entradas en la frente. Él también era inglés, y de la clase de Rodney. Los Robville no eran una familia tan antigua e importante como los Peel, pero eran mucho más ricos. Ahora Rock estaba acumulando otra fortuna como empresario de cosas británicas: castillos para vacaciones en Escocia, derechos de pesca en Cumbria, escudos, títulos, nannies, armaduras. Ah, y mayordomos. Rock trabajaba mucho con los mayordomos.
– No, no es una esposa -dijo Rodney-. No quiero hablar mucho de esto para no romper el hechizo. Jovencita.
– ¿Ya se han “conocido”?
Rodney lo miró, frunciendo el entrecejo, como si no recordara bien. Luego su rostro se serenó y contestó negativamente. Rock se divertía usando este lenguaje con Rodney. Usaba también la frase: “Jugar a las escondidas con el salame”. Esconder el salame sonaba más divertido que el habitual juego de Rodney con las mujeres. Su juego se llamaba “Encontrar el salame”.
– Nosotros… hemos ido a la cama. Pero todavía no hemos consumado el hecho.
– El acto de la oscuridad -dijo Rock, consiguiendo que Rodney lo mirara con extrañeza-. Qué dulce. Y qué antiguo. Primero quieren acostumbrarse uno al otro.
– Eso es. Ella no… Nosotros no…
Rock y Rodney estaban apoyados de espaldas en la barra de caoba, bebiendo Pink Ladies, en un lugar tradicional cerca de Lower Park Avenue. Observando la expresión lasciva y ansiosa de su amigo, Rock se sintió súbitamente protector y dijo:
– ¿Ya hiciste algo con el dinero? Habla con el señor Jaguar. Pronto. Los norteamericanos son muy salvajes con los impuestos. Te pueden mandar a la cárcel.
Guardaron silencio. Los dos pensaban que Rodney duraría cuatro o cinco segundos en una cárcel norteamericana. Luego Rodney se movió en su asiento y dijo:
– Tengo ganas de celebrar. Todo es tan excitante. Te ofrezco otro de ésos.
– Claro. Tú eres un hombre blanco. Cuando te acuestes con ella, cuéntame.
Rodney era uno de esos ingleses que tenían que salir de Inglaterra. Salir de Inglaterra y dejarse el pelo largo. Incapaz de enfrentar a su madre, a su abuela, a cualquier dama ociosa, charlatana, sonriente que le obligaran a acompañar. Cuando trataba de liberarse lo traían de vuelta a lo que era de ellos, de la familia. Era propiedad de ellas… Rodney tenía un labio superior grueso que, durante esos años precarios, a menudo mostraba una mueca lateral de resignación… de insulsa resignación. Se lo encontraba en los restaurantes chinos de Chelsea, con una tía que lo había invitado a almorzar y lo amonestaba mientras fumaba como una chimenea, y él con los brazos cruzados, sintiendo que la chaqueta le quedaba estrecha, y el labio superior con la mueca filosófica.
– ¿Ya leíste mi novela?
– ¿Qué?
– Si ya leíste mi novela.
– Ah. Pharsin -Rodney lo miró con atención-. Traté de encontrar tiempo por las tardes. Pero el hecho es que… -Miró la avenida Greenwich con tristeza. Domingo por la mañana, y todo el mundo con su verborragia, con su locuacidad fantástica, con su incontenible necesidad de comunicarse: el Times del domingo. -El hecho es que…
El hecho era que Rodney trabajaba todas las mañanas y hacía vida social con mucho alcohol por las tardes, la única hora del día concebible para abrir un libro, o en todo caso una revista o un catálogo… y se iba a la cama. Le zumbaban los oídos. Y perpendicular en su ardor.
– Vamos, hombre, esto ya es una locura.
Rodney recordó un buen recurso cuando había que mentir: mantenerse lo más cerca posible de la verdad.
– He tratado de hacerme tiempo por la tarde. Pero por la tarde… viene mi amiga, sabes. Yo la… “recibo” por la tarde.
Pharsin asumió una actitud juiciosa.
– Por ejemplo -continuó Rodney, entusiasmándose, el viernes por la tarde justamente estaba decidido. Y entró ella. Yo tenía tu novela en la mano.
Por supuesto esto no era cierto. Pharsin se revolvió en su asiento. Era inimaginable que hubiera un manuscrito en la mano de Rodney. Todavía estaría debajo del piano, o en el estante o cajón donde él lo había tirado, meses atrás.
– ¿Ella va todos los días?
– Excepto los fines de semana.
– Entonces, ¿cuál es la solución, Rod?
– Me haré tiempo algunas noches. Tengo que ponerme.
– ¿Dices que el viernes a la tarde tenías mi novela en la mano?
– Estaba a punto de empezar a leerla.
– Bien. ¿Cuál es el título?
Pharsin estaba frente a él, alto como un rascacielos. Cada uno de sus dientes tenía el tamaño de la cabeza de Rodney. Cuando se inclinó para escupir en la alcantarilla, era como si alguien hubiera arrojado un baldazo desde el tercer piso.
– Dime que no sabes. ¿Cuál es el título, carajo?
– Bueno… -dijo Rodney.
A Pharsin lo había conocido en el ángulo sudoeste de Washington Square Park, ese tablero de ajedrez invertido, donde los drogadictos eran todos Expertos, los borrachos eran todos Grandes Maestros, y los charlatanes y los vagabundos con manchas de pizza eran todos ex Campeones Mundiales. Rodney, que durante años había sido segundo en el tablero en la universidad de Suffolk, se acercó a la mesa de mármol que Pharsin presidía con grandes alardes. En media hora perdió cien dólares.
Nunca en sus trabajos con las treinta y dos piezas y los sesenta y cuatro cuadrados había perdido tan ridículamente. No era más que un centurión, esperando estúpidamente con su minifalda metálica y la espada corta a su lado, mientras que Pharsin era un gladiador de carrera, odiosamente experimentado con la red y con el tridente de bronce. Después de una docena de movidas Rodney empezó a sentir que se ajustaban las cuerdas y lo mordían las puntas del tridente. En la tercera partida Pharsin prescindió con éxito de su dama: todo parecía andar bien hasta que las negras colocaron la primera torre en lo más íntimo de la defensa de las blancas.
Entablaron conversación mientras trotaban juntos, al son de saxofones y sirenas, pasando entre los traficantes del ángulo noroeste para salir a la calle Octava.
– ¿Te… ganas la vida con esto?
– Antes sí -dijo Pharsin en medio de los parlantes y las radios que atronaban en el camino-. El ajedrez ya no da tanto. Tuve que diversificar.
Rodney le preguntó qué más hacía.
– El ajedrez es un arte. Si puedes practicar un arte, puedes practicar cualquier otro.
Rodney dijo qué interesante, mientras trotaba tras él, con la sensación de que podría pasar entre sus piernas. No, no tendría lugar: los músculos parecían heavies que se apoyaban en las paredes de un túnel. La cabeza de Pharsin, en lo alto de ese cuerpo, tenía el tamaño del cabezal de un asiento de auto. Rodney sintió respeto por la cabeza de Pharsin. Fuera lo que fuese el ajedrez (un arte, un juego, una pelea), sin duda era una montaña. Y Rodney caminaba al pie de esa montaña. Mientras que Pharsin llegaba a la mitad del borde del acantilado que ocultaba el cielo.
– ¿Ves esto?
Pharsin se detuvo y sacó de su mochila un rollo de papeles: un ensayo titulado “La co-incidencia de las artes. Parte I: La indivisibilidad de la poesía, la fotografía y la danza”. Rodney recorrió la primera frase con la mirada. Era el tipo de frase que dedica mucho tiempo a dar marcha atrás antes de poner en primera.
– ¿Estás seguro de que quieres decir “coincidencia” y no “correspondencia”?
– No. Co-incidencia. Las artes se dan en la misma parte del cerebro. Por eso uso el guión.
Rodney tenía mucho que decir sobre la coincidencia. Todo lo que ahora tenía se lo debía a la coincidencia. Había sucedido en un sendero en el campo, a menos de un kilómetro de la casa de su abuela: un choque de frente de dos Range Rovers, los dos llenos de familiares de la rama paterna Peel. Todo lo que vino después partió de esto: el título, el coraje, el rock, Norteamérica, el sexo y los cinco mil billetes de veinte dólares bajo el piso de su estudio. Y, pensó, quizá también el talento.
– ¿Eres inglés?
– Sí, muy inglés.
– Mi mujer también es inglesa. La opresión del sistema de clases la obligó a salir de las costas británicas.
– Lo lamento. Puede ser muy desgastante. ¿Tu esposa también es artista?
– Sí. Ella…
Pero lo que Pharsin iba a decir quedó ahogado por el estruendo de la ciudad: alguien estaba haciendo detonar algún arma nuclear de baja potencia o arrojando una carga desde un helicóptero.
– ¿Y tú? -preguntó Rodney.
– Escultor. Matemático. Coreógrafo. Percusionista. Ensayista. Además del arte en el que tú yo nos metimos hace un tiempo.
– Ah, recuerdo -respondió humildemente Rodney-. Soy pintor. Y tengo otros intereses. -Y dijo lo que solía decirles a los norteamericanos, porque, desde el punto de vista geográfico, era virtualmente cierto (¿y ellos qué sabían?): -Estudié literatura en Cambridge.
Pharsin trastabilló y dijo:
– Eso me intriga. Porque últimamente he pensado que básicamente soy novelista. Bien, mi amigo. Voy a pedirte que hagas algo por mí.
Rodney escuchó, y dijo que sí. ¿Por qué no? Además Rodney pensaba que sería facilísimo quitarse de encima a Pharsin.
Pharsin dijo:
– Estaré en situación de controlar muy bien cómo progresas en la lectura.
Rodney esperó.
– No me reconoces. Trabajo en la portería de tu edificio. Los fines de semana.
– Ah, claro. -En realidad Rodney todavía estaba en la tarea de diferenciar las tres o cuatro caras negras, amenazantes y lustrosas en la penumbra del hall de entrada. -Qué coincidencia -murmuró-, la coincidencia de las artes. Dime, ustedes, los de allí abajo, ¿son una pequeña familia?
– ¿Por qué se te ocurre esa idea? No tengo nada que ver con esos animales. Bien. Mañana te traeré mi novela. Sin falsa modestia, no creo que puedas escapar del hechizo que produce leerla…
– Bueno… -dijo Rodney.
– ¿Tres meses sentado encima, y ni siquiera conoces el título, carajo?
– Bueno… -Rodney recordó que, como la novela, el título era muy largo. El texto tenía más de mil páginas… sin interlineado. Pharsin dijo que sumaba exactamente un millón de palabras… una cualidad, pensó Rodney, que nadie apreciaría. -Es muy, muy larga. -Miró los ojos de Pharsin, inyectados en sangre, y dijo-: “Las…”
– ¿“Las” qué?
– “Las palabras de…” -Esperó. -“El sonido de…”
– “Sonido”.
– “El ruido del sonido…”
– ¡Carajo! El sonido de las palabras, El sonido de las palabras, hombre. El sonido de las palabras. El sonido de las palabras.
– Exacto. El sonido de las palabras.
– Tienes que encontrar fuerzas para leerla, hombre. Te lo digo porque estoy convencido de que tu esfuerzo tendrá recompensa. Te encantará la estructura, especialmente. Y también el tema.
Después de otra interminable andanada de reproches, amenazas disimuladas, intentos de persuasión moral y crítica literaria, Pharsin concluyó con un pensamiento a viva voz:
– Más de cuatro meses. Y él ni siquiera sabe el título…
– Perdóname. Estoy atontado por… los “excesos amorosos”.
– Eso puedo creerlo. Se te ve hecho una piltrafa. Cuidado, muchacho, se te va a licuar el cerebro. Mi matrimonio ha durado hasta ahora, pero sé mucho sobre la acción femenina y los problemas femeninos. ¿Cómo se llama?
Rodney murmuró algún fonema femenino: Jan, o Jen, o June.
Pero el problema era que él no conocía su nombre tampoco.
– Lo hicimos.
– Bravo, muchacho. Cuéntame todo.
Esta vez Rod y Rock estaban en una especie de restaurante “irlandés” en Lexington Avenue. Ocupaban dos lugares cerca de la cabecera en una mesa puesta para dieciocho personas. En estas ocasiones lo que hacían era encontrarse una hora antes para beber cócteles, antes de que aparecieran unos norteamericanos que pagaban todo. Esa noche, en la amable compañía de Rock, Rodney no parecía tan menudo. El parecido entre los dos era casi nulo, pero compartían el “salvavidas” alrededor de la cintura característico de su clase. Siempre elegían el Black Velvet, escanciado a cada momento de una gran vasija de peltre.
– ¿Qué puedo decir? -respondió Rodney-. No tengo palabras. Las palabras no pueden…
– Vamos, vamos. Por lo menos descríbeme su cuerpo.
– Prefiero no hacerlo. ¿Qué se puede decir, cuando todo anda tan gloriosamente?
– Es… la señora Peterson, ¿verdad? -Rock hizo una pausa, con muy poca consideración. -No. Demasiado oscurita para ti. A ti te gustan los productos lácteos. Producidos por la leche cuajada. Las rosas tienen que ser rosas inglesas. Si no te da el shock cultural.
– Cómo te equivocas -dijo Rodney con dificultad-. Tal vez te interese saber que es… “nigra”.
– ¿Nigra?
– Nigra -repitió Rod con énfasis. Un año antes hubiera dicho nagra. Pero ahora que ya habían aprobado sus asignaturas clasistas, los dos hombres volvían a cultivarlas.
– ¿Nigra? -repitió Rock-. ¿Quieres decir una verdadera…? Cómo las llaman ahora… ¿una verdadera afroamericana?
– Afroamericana -repitió Rodney. A medida que seguía hablando su voz se tornaba aletargada, y disfrutó de su único cigarrillo de la noche con intensa sensualidad. -Africana, sí. Y siento el África en ella. Tiene el sabor de África. Tal vez venga de una zona francesa. Senegal. Sierra Leona. Guinea-Bissau.
Rock lo miraba.
– Se mueve como una reina. Una amazona de Dahomey. Cleopatra era muy morena, ¿sabes?
– Así que también es elegante. Nigra y elegante. ¿Y ella de dónde dice que es?
Ignorando esta pregunta y excitándose al mismo tiempo, Rodney dijo:
– Eso es lo maravilloso de América. No hay buenas nigras en Londres. Allí sólo encuentras Cockney chillonas. Algunas son magníficas, pero… imposibles. Impresentables. Pero aquí, en este “crisol de razas”…
– La ensaladera.
– ¿Cómo dices? -preguntó Rodney, buscando a su alrededor alguna ensaladera real.
– Ya no lo llaman crisol de razas. Lo llaman ensaladera.
– Qué cosa.
– En cierto modo las nigras inglesas son más elegantes que sus hermanas norteamericanas.
– ¿Cómo es eso?
– ¿Que cómo es eso?
Eran dos actores de película muda: cuando estaban los dos solos parecía que faltaba un siglo para el fin del milenio. Ahora Rock estaba a punto de hablar del pasado histórico, pero le fallaba la urbanidad, y de pronto recuperó la sobriedad.
– Ah, vamos. Eso ya lo sabemos, ¿no? El contingente inglés llegó después de la guerra. Para manejar los trenes subterráneos. Y los autobuses. Trabajo con contrato; pero no… no como los nigros norteamericanos.
– Con el mismo origen, sin embargo. Al menos eso pensamos.
Los árboles genealógicos de Rod y Rock eran altos. Altos y orgullosos. Pero, ¿qué árboles eran? ¿Sauce americano, sauce europeo, caoba, fresno? Y eran árboles enfermos, plagados, con ramas artríticas, deformadas… Los Peel habían sido beneficiarios cuando, en un solo día de 1661, Carlos II creó trece títulos de barón en las plantaciones de la isla de Barbados. La familia de Rock, los Robville, curiosamente (enigmáticamente, desde el punto de vista de Rodney) no llegaban tan atrás. Pero los Peel y los Robville habían florecido en una época en que todo inglés adulto con dinero poseía una porción de eso: una porción de esclavitud. El lugar donde vivía el papá de Rock había tenido grandes ganancias con los barcos en Liverpool, circa 1750. Ninguno de los dos hombres podía admitir que conocían estos antecedentes. Los protegía una inhibición de toda la vida: en su infancia era algo terrible que estaba escondido debajo de la cama. Sin embargo Rock era un hombre de negocios. Y nunca esperó que los negocios fueran agradables. Dijo:
– Supongo que no importa mucho. Pero en el contingente inglés la esclavitud fue abolida mucho antes.
– Bueno, sí -reflexionó Rodney-, supongo que no hay nada menos elegante que ser esclavo. Pero no hay que olvidar lo que fueron originalmente.
– Elegantes en África.
– En cierto modo. Sabrás que África estuvo muy adelantada por un tiempo. Mira el arte africano. Exquisito. Antiguo, pero inmediato. Inmediato. Allá tenían grandes civilizaciones cuando en Inglaterra eran todos marineros. Hace mucho, mucho tiempo.
– ¿Qué estuviste leyendo? ¿El Amsterdam News?
– No, Ebony. ¡Pero es cierto! Nosotros somos almaceneros comparados con ellos. Escoria, Rock. De todos modos sospecho que esta muchacha vino directamente de África. Posiblemente del Sudán. Parece que Timbuctú era una ciudad increíble. Llena de príncipes y poetas y asombrosas huríes. Jezabel era…
– ¿Dijiste asombrosas hurras? ¿Cómo era? Bien, no importa. ¿Qué acento tiene ella? Tu chica.
– No sé.
– ¿Cómo se llama?
– No sé.
Rock hizo una pausa y luego dijo:
– Por favor cuéntame cómo es la relación. ¿Cómo se conocieron? ¿O eso tampoco lo sabes?
– En un bar. Pero no fue así.
Se conocieron en un bar pero no fue así.
Fue asá.
Rodney acababa de pedir un Bullshot. Era una mezcla de vodka y consomé, y por lo tanto una bebida de porquería, pero Rodney, con los ojos desorbitados detrás de los anteojos negros, necesitaba mucho un Bullshot. Lo que realmente quería era un Bullshot. Llevaba un traje de hilo arrugado y una corbata polvorienta. Había pasado la mañana en una casa antigua, sepulcral en la calle Sesenta y Cinco del Este, haciendo lo que podía con el labio superior muy largo y las cejas ridículamente próximas entre sí de una tal señora Sheehan… la esposa de un rey de los programas radiales hablados.
– Salsa Worcestershire -pidió-, y el jugo de por lo menos un limón.
– ¿Sabes una cosa? Me pasaría el día escuchando tu voz.
No era la primera vez que Rodney oía este cumplido. Atrapado en una resaca de cocaína engañosamente liviana, respondió:
– Qué dulce.
– No, en serio.
– Qué amable.
Esta camarera en algún momento debe de haber querido ser actriz. Es posible que haya sentido la atracción del escenario. Pero hace mucho tiempo. Y de todos modos Rodney miraba algo más allá de ella. Evitaba mirarla…
Sí. La mujer estaba sentada en un banco alto frente a la barra… Se balanceaba sobre sus caderas, para acá y para allá, cada vez que cruzaba o descruzaba las piernas. Rodney la observaba atentamente. Ella bebía té con leche en un vaso con portavaso de metal, absorta en un partido de fútbol que pasaban por televisión, y charlando en tono entusiasta con alguien que estaba medio oculto del otro lado del mostrador. Sin duda era una persona de color, o eso le pareció a Rodney, un color norteamericano. Como si existiera una gama negro-marrón-norteamericano; luego beige-blanco-rosado… Al fondo de esa sala había otra sala, donde se debatía acaloradamente en una especie de competencia intelectual. Se leía poesía. Monólogos. Definiciones.
Rodney miraba a la mujer con la sensación de reconocerla, aunque sabía que era una desconocida. Pensaba que la había visto antes, en el barrio. Pero que nunca la había visto bien. Porque era la mujer que pasa por la calle y nunca vemos bien, que siempre nos elude, se vuelve de espaldas o toma otra dirección, o se mantiene perfectamente oculta detrás de un buzón o el tronco de un árbol, o desaparece para siempre detrás del vidrio de una cabina telefónica o en la sombra negra de un camión. Sobre estas mujeres se han escrito poemas llenos de indignación… sobre estas desaparecidas. Hasta el dulce Bloom se encrespaba con ellas. A los hombres les preocupan, porque por una vez ellos piden poco: ningún contacto, sólo mirar libremente una forma que se mueve. Y ésta era la actitud inicial de Rodney. No quería una conquista amorosa. Sólo quería pintarla.
– Sírvase, señor.
– Ah, gracias, gracias.
– ¡Esa voz!
Allí mismo, en el bar, parecía estar siempre oculta, eclipsada. En especial una señora rosada, una rubia germánica de mediana edad con un promontorio de pecas y lunares en el escote descubierto (cómo luchaba Rodney. Todos los días, con esas imperfecciones de sus modelos), la tapaba, la escondía y luego la revelaba. De pronto la visión de Rodney se aclaró, y absorbió el generoso poder de sus muslos, luego la cara, la mirada, la sonrisa indefinida. Lo que ella le transmitía era Talento. No sólo el talento de ella, el talento de Rodney también.
– ¡Camarera! ¡Camarera! Ah, gracias. ¿Sería usted tan amable de prestarme su lapicera? Un minuto nada más.
– ¡Cómo no!
– Muchísimas gracias.
Sabía lo que debía hacer. Por indicación de su agente, Rodney se había mandado imprimir tarjetas que decían: sir Rodney Peel (Baronet): Retratista. Las tarjetas tenía una solapa que daba el ejemplo de su arte: como dos mellizas no idénticas, la esposa y la hija de un magnate de las alarmas contra robo reposaban en sillones franceses. Rodney comenzó a escribir. Todavía no se había reconciliado con ese “Baronet” entre paréntesis. Al principio había pedido una forma más disimulada, una abreviatura convencional (Bt). Pero terminó por someterse a los argumentos de su agente: Rock dijo que los clientes norteamericanos podían interpretar “Bt” como “Bought”.
Con todos los adornos y vueltas de su vergonzosa caligrafía Rodney explicaba que él era un pintor inglés que había venido a Norteamérica; y que era muy poco frecuente, aun en esta ciudad, con toda su fama, encontrar un rostro tan “pintable” como el de ella. Dijo que por supuesto la remuneraría por su amabilidad, y que pagaba bien. Luego llenó una segunda tarjeta y casi una tercera con una increíble seguidilla de disculpas y explicaciones, de microscópicas timideces, y agregó una cuarta tarjeta para la respuesta de ella.
– Camarera… ¡Camarera! -La voz de Rodney tenía que luchar con el ruido de la máquina espresso y el robusto aplauso que llegaba desde los fondos del local y con todos los ruidos producidos por la multitud humana que lo rodeaba como en el patio de una escuela. Pero la voz de Rodney era más grande que él, entrenada como estaba para hacerse oír hasta el otro extremo de las grandes habitaciones.
– Ah, camarera…
La camarera permaneció a su lado mientras él le explicaba lo que quería. Daba la impresión de que estaba preparada para escuchar a Rodney todo el día si era necesario, pero que eso le costaba un gran esfuerzo. Se le endureció la cara, y se dio un puñetazo en la cadera mientras sus hombros se encogían o se estremecían. Pero Rodney se limitó a alinear las tarjetas y agregó con tono satisfecho:
– ¿Ve esa muchacha de pelo anaranjado, la que tiene pecas? Esa no. La que está detrás. La morena. -Se le ocurrió una buena idea: ¿por qué no explicarlo en el lenguaje de la camarera?
– La Pink Lady no. La Black Velvet.
Trató de mirar mientras la camarera entregaba la nota. Y le pareció que la receptora miraba en su dirección y le sonreía, pero luego se interpuso una pared de nuevos poetas o animadores que se dirigían al salón del fondo, y cuando el lugar quedó despejado la mujer había desaparecido.
La sombra de la camarera pasó junto a él. Rodney miró la bandeja que ella había dejado en la mesa: la cuenta y la cuarta tarjeta, que decía simplemente, en letra pequeña y redonda: “Hablas demasiado”.
Con el labio superior muy hinchado, Rodney pagó, dejó el quince por ciento de propina y se fue.
Al cruzar la Calle Diez se dio cuenta de que ella lo seguía. Y allí, a la luz del día, vio que era negra como la noche. Y dos veces más grande que él. Su primer impulso (que le costó un poco contener) fue echar a correr. En la Calle Once la vidriera a oscuras de Ray's Pizza le reveló que ella seguía detrás de él. Se detuvo y dio media vuelta, con una sonrisa inteligente, y dio un paso hacia ella, y ella dio un paso hacia atrás, y él siguió adelante, y ella lo siguió. Cruzaron la Calle Doce. Ahora con cada paso él sentía las piernas más pesadas y doloridas: como los dolores de crecimiento en los chicos. Desesperado, dobló a la izquierda en la Calle Trece. Ella dejó de seguirlo. Se le adelantó. Y a medida que demoraba el paso, y él observaba la amenazante máquina de sus muslos y su trasero, las partes se acomodaban en forma tan ecuánime en el estrecho espacio de la falda, que todos los temores de Rodney (y todo pensamiento vinculado con el caballete), dieron paso a un vacío total. Por primera vez en su vida se preparó para cualquier cosa. Sin hacer preguntas.
Cuando llegaron al edificio de él ella se volvió y esperó. Él trató de recuperar el aliento para hablar… pero ella de inmediato se llevó el dedo índice a los labios. Y él comprendió, y se sintió como un niño. Él hablaba demasiado. Demasiado… Subió los escalones, abrió la puerta de vidrio y la sostuvo abierta después de pasar; cuando sintió que el peso de la puerta se transfería a ella lo recorrió una oleada de intimidad, tan profunda como unos pechos ardientes apoyados en su columna vertebral. Renunció al ascensor como si fuera impracticable y comenzó el largo ascenso, con miedo de darse vuelta pero absolutamente atento al paso de ella. Llegó a su puerta. Llaves enredadas, confundidas en el llavero, hasta que encontró la que necesitaba, al borde del llanto. Todas las cerraduras giran en distinto sentido: a la inglesa, a la americana. Empujó la puerta, y sintió que el aire cambiaba cuando ella pasó junto a él.
Muchas veces, durante la primera media hora, las palabras se le amontonaban en la garganta… y al mismo tiempo el índice de ella le tocaba los labios (con un gesto de “no, no hables”). El índice en el costado de su boca, siempre. Pero en ese momento estaban cerca del piano, y ella acababa de recorrer el espacio de él; Rodney tuvo que tragarse sus palabras cuando por tercera vez ella levantó el índice; sólo que esta vez lo levantó, giró la mano noventa grados, mostrándole el esmalte estropeado de la uña. Después de dos latidos Rodney lo tomó como una invitación. Se le acercó un poco más todavía, se puso en puntas de pie. La besó.
– Bueno, Rod, ¿en qué andamos? ¿Leíste mi novela o no?
Por Dios, este tipo era como el perro del vecino que nunca deja de odiarlo a uno. Uno jamás le presta atención hasta que lo ve parado en las patas traseras, estirando al máximo la traílla, ladrándole en la cara.
– Todavía no -admitió Steve, y salió del ascensor.
– Esto me suena como desprecio y grosería. ¿Por qué me desprecias, Rod? ¿Qué me respondes?
Equivocadamente, Rodney se consideraba experto en excusas. Al fin y al cabo siempre habían andado juntos, él y las excusas. Miró hacia arriba con los labios apretados y dijo en voz baja:
– Me vas a odiar por esto.
– Ya te odio.
Sintiendo la humedad en sus axilas, Rodney decidió cambiar de táctica. La ocasión exigía algo más que una sonrisita negligente.
– Pero, qué podía hacer yo. Murió mi tía. Fue repentino. Y tuve que componer… el discurso para el funeral.
– ¿Qué tía? ¿En Inglaterra?
– No. Vive en… -No era ese verbo el que había querido usar. -Bueno… estaba en Connecticut. Fue todo muy extraño. Me fui en tren a Connecticut. Con ella yo me llevaba bien, pero estaba el hijo con su familia, y yo…
Cuando dejaba de hablar, cosa que no pasaba muy a menudo, Pharsin se mostraba estupefacto. Como si no pudiera creer que estaba oyendo una voz que no era la suya. El agónico relato de Rodney los había llevado hasta la Calle 13. A mitad de camino el Empire State pareció zozobrar un poco, y luego recuperó su inmovilidad.
– …y también cancelaron ese tren. Así que entre una cosa y otra estuve ocupado toda la semana.
La expresión de Pharsin se había suavizado hasta tornarse enigmática, casi indulgente.
– Ya veo -dijo-. Ya veo lo que te pasa, Rod. Te estás metiendo en un lío. Realmente quieres leer mi novela. Pero no lo has hecho durante tanto tiempo que cada vez te resulta más imposible hacerlo. -Pharsin se tocó la frente. -Sé lo que te pasa. El año pasado tomé muchos…
Se interrumpió como para escuchar algo. Rodney esperó oír el nombre de un psicotrópico. Pero Pharsin prosiguió de inmediato:
– …hice muchos cursos de psicología y sé cómo es esto, cómo nos ponemos trampas a nosotros mismos y caemos en ellas. Te comprendo. Rod…
– Sí, Pharsin.
– Una cosa más. Tienes que pensar que esa novela está escrita con mi sangre. Con mi sangre, Rod. Todo lo que yo soy está allí…
Rodney se ausentó por un momento escuchando a Manhattan. Oíd a Manhattan, interpretando su concierto para corno.
– …los traumas, las heridas. Fue escrita con mi sangre, Rod. Con mi sangre.
Esa noche (era domingo, y Rock se había ido afuera), Rodney se enfrentó con un vacío de inactividad. Se encontró tan perdido que por primera vez pensó en tomar el manuscrito de “El sonido de las palabras, el sonido de las palabras”. Pero por la tele daban un documental bastante divertido sobre nadadores sincronizados. Y el resto de la tarde mató el tiempo lavándose la cabeza y revolcándose sobre sus muchos billetes de veinte dólares.
– La veo en Abisinia. O en la antigua Etiopía. Es una Nefertiti. Podemos entrar aquí. En realidad creo que este es un bar gay pero no les molesta que yo entre.
El comentario no era irónico ni fue entendido de esa manera, y Rock siguió a Rodney sin sonreír.
Inigo, el hermano mayor de Rock, había conocido a Rodney en Eton; en sus días de colegio Rodney era famoso por su biblioteca de revistas con muchachas desnudas que prestaba a todo el mundo, y por su prolífico onanismo. De manera que Rock no percibía ningún matiz homosexual en su amigo. Pero otros sí. Por ejemplo, a ninguno de los maridos de las mujeres que retrataba se le hubiera ocurrido que Rodney era heterosexual. Y Rodney mismo había alimentado inevitables dudas sobre este tema, en el pasado, en Londres, tendido de costado y acariciando, como quien no quiere la cosa, la espalda de otro gigante de la clase alta, todavía virgen.
Pidieron sus tragos. La clientela era de hombres, de hombres de mediana edad (con ropa de lana, con panza), y Rodney intercambió miradas como de costumbre.
– Esto te va a divertir -dijo-. La primera vez que… “escondimos el salame”… No. La primera vez que mostré el salame… me sentí un verdadero plebeyo. Un canalla. Un Intocable.
– ¿Por qué?
– Soy Cavalier.
– Yo también.
– Claro. Somos ingleses. Pero aquí son todos Roundheads, todos puritanos. Aquí es elegante ser Roundhead. Sólo los rústicos, los del campo son Cavaliers.
Rodney recordaba muy bien a la señora Vredevoort, esposa del magnate de la construcción: cuando finalmente encontró el salame (lo localizó y lo identificó), dejó escapar un gritito de sorpresa y disgusto e inmediatamente salió a tomar aire.
– Los nuestros parecen cigarrillos de marihuana. Distintos de los de ellos, que son cigarrillos comunes. A eso están acostumbradas. Seguro que en África son todos Roundheads.
– Pero no hay mucha diferencia cuando está alzado, ¿verdad?
– ¡Exactamente! Eso es lo más exacto que se puede decir. De todos modos, a la mía no pareció importarle. No dijo nada.
– Jamás dice nada.
– Verdad. Te diré que hay una sola cosa que no me deja hacer. No, no, no es eso. No me permite que la pinte. Ni que la fotografíe.
– Supersticiosa.
– Y yo siento que si pudiera pintarla… O aunque sea fotografiarla.
– Pura cama y nada de pintura. Al revés de lo que suele pasarte.
– Qué esperanza. Si a mí me va muy bien con las esposas. Pura cama y no hay discursos. Eso es lo raro.
– Ven a casa este fin de semana. Ya está terminada.
– Buena idea.
Amor sin palabras. Como un cavernícola. Algo que podrían haber logrado Picasso o Beckett. Pero, ¿sir Rodney Peel? Nunca había dado señales de pretender tanta pureza artística. Más ave de rapiña que cazador en temas del corazón, Rodney pasaba a primer plano cuando los grandes felinos ya se habían llenado el estómago. Le encantaban las mujeres recién abandonadas. Sus labios conocían el dulce sabor de la máscara para pestañas derretida: sus ojos conocían los arroyuelos que formaban en el papel secante de las mejillas empolvadas. Tenía práctica en hacer caricias de consuelo. Recorría rítmicamente el hueco lateral de los pechos, mientras murmuraba bueno… bueno… Le gustaba. La expectativa sexual, en estos casos, solía ser baja. Eran casos en que la impotencia se tomaba casi como una galantería.
Amor sin sonidos. En general ella llegaba a las dos y media. Con la piel enrojecida por la reciente ducha, Rodney estaba tendido en la chaise-longue, tratando de hojear una revista o bien, simplemente, esperando. A veces asomaba la cabeza por la ventana y trataba de avistarla cuando se acercaba por la calle, bajo los árboles; una vez la vio en el medio de la calle, discutiendo con el taxista que la había traído. Cuando la oyó poner las llaves en la cerradura sintió, bajo la bata, la ceremonia de una circuncisión sin dolor.
Ella sólo quería una sonrisa a manera de recibimiento. Él la miraba humildemente mientras ella caminaba por el cuarto, con la cabeza hundida en los brazos cruzados. Había llegado a la casa de él, pero le costaba llegar a él en sus pensamientos. Después se acercaba al biombo laqueado de dos hojas que ocultaba la cama. Se desvestía metódicamente y dejaba la ropa en una silla, como si la preparara para ir a la escuela. En esos momentos ya había sucedido algo en la cabeza de Rodney, como si se orientara hacia una mayor seriedad. Sus oídos sólo atendían a algo interno, y oía las contracciones de sus músculos en la garganta.
Realmente había algo primitivo en todo eso… en lo que venía después. Algo muy importante en las asombrosas elevaciones articuladas por su sangre. Pero ella era una cosa y él era otra. Rodney Peel estaba en África. El cuerpo de ella parecía inexplicable en sus alternancias de blando y duro, y su piel, a diferencia de la piel de Rodney, no reflejaba la luz sino que la absorbía, y le agregaba confiadamente sus poderes. En cuanto a su olor, a Rodney le parecía más intenso, o simplemente más concentrado. Y los pensamientos de Rodney avanzaban… hacia los pechos volcánicos, los dientes desgarrantes… Con su sombrero de explorador y sus sandalias de tela (mientras se apresta a rendir su tributo), sir Rodney aparta las lianas y el follaje y ve… A decir verdad le recordó un asado en casa de Rock en Quogue, donde al cortar la superficie tostada de la carne se encontró con que todavía estaba cruda.
Después ella descansó. Nunca dormía. A menudo, y cada vez con más miedo, él señalaba la tela o los pinceles. Pero ella siempre lo amenazaba con un dedo y se apartaba. Y una vez, en uno de los primeros encuentros, él se sentó en la cama con un bloc de papel y ella se lo arrancó con terrible severidad en sus ojos de color tabaco. Y también con verdadera fuerza… una fuerza que él conocía bien. Pero ella había creado o revelado algo en él, y él pensaba que podía ser el Talento. En el loft de Rodney no había paredes internas, de modo que él podía observarla mientras ella iba al baño o se hacía el té con mucha leche, como le gustaba. Tenía las pantorrillas muy desarrolladas de una bailarina. Todos sus movimientos mostraban la seguridad mecánica y la alta definición de una intensa técnica. Rodney lo pensó. Seguramente ella era una artista. ¿Una mujer de menos de treinta y cinco años que no se dedicaba a los negocios y que vivía en Manhattan? Claro que era una artista. Una bailarina. Tal vez una cantante. Algún arte de la actuación, sin duda, pero, ¿cuál?
Ella no dormía nunca. Bebía el té, descansaba, a veces suspiraba o bostezaba audiblemente, pero nunca dormía. Su atención parecía centralizada y asidua, como si estuviera siguiendo una pelea que tuviera lugar ante sus ojos. Rodney temía interrumpir esa pelea cada vez que volvía a la cama, pero el cuerpo de ella siempre lo recibía en pleno y le ofrecía su calor. Él a menudo imaginaba, mientras se retorcía y se desplomaba sobre el cuerpo de ella, que la primera palabra que le oiría decir sería el nombre de pila de otro hombre… De todos modos, lo que hacían ellos dos no tenía nada que ver con el arte. No era un juego, era algo serio. Como el trabajo honrado.
– Escucha, ¡eh!, escucha. No te me vas a escapar. ¿Ya leíste mi novela?
– Sí-dijo Rodney.
Rodney dijo que Sí, no porque fuera cierto ni nada por el estilo, sino para variar, puesto que siempre decía que No. Fue algo impulsivo. Y Rod se asombró de que funcionara tan bien.
Pharsin dio un paso atrás. Por un momento se quedó mudo. Luego, con la frente fruncida, inclinó la cabeza. Rodney estuvo a punto de alzar una mano para tocarle los cabellos negros.
– Bueno, ¿qué te pareció?
Lo dijo con suavidad. Qué bueno este cambio, pensó Rodney (dejar atrás todo ese desagrado); estos tipos eran perfectamente amables y comprensivos si se los manejaba bien. Dijo, riendo:
– Ah, no, mi amigo. Con una novela así… con un escritor así, no me voy a quedar aquí en la puerta como si estuviera hablando del tiempo. No, no.
– ¿Pero te parece que puede andar?
– ¡Ah, no! Pharsin, no me hagas esto. Tú, mi amigo, vendrás a mi estudio. Uno de estos días, muy pronto. Vamos a desenchufar el teléfono, echamos un leño más al fuego y abrimos una botella de buen tinto. O mejor, rosado… Un Morgón intenso. Y entonces hablamos.
– Cuándo -dijo Pharsin, alerta.
– No veo por qué no puede ser este fin de semana.
– ¿Por…?
– Lo estoy releyendo.
– Aplaudo tu rigor. Estos trabajos rara vez revelan sus secretos en una primera absorción.
– Exactamente.
– Como te dije, Rod, muchas cosas dependen de tu crítica. Me han sugerido que no tengo pasta para la ficción, y estoy impaciente por oír un segundo comentario. En esta etapa de mi vida… ¿Tienes un minuto para escucharme?
Media hora más tarde Rodney dijo:
– Por supuesto. Pensándolo mejor, tal vez podríamos elegir uno con más cuerpo, por ejemplo un Margaux. Stilton. Y aceitunas negras…
Al separarse, los dos hombres realizaron un antiguo ritual (que ahora hace rato que ha caído en desuso): una serie de palmadas y apretones de manos de muchachos de barrio. Rodney, como de costumbre, parecía alguien que está aprendiendo dificultosamente a jugar a “papel-tijera-piedra”.
Se inauguraba una galería cerca de Tompkins Square Park, una ocasión auspiciada por una nueva marca de vodka, con un nostálgico diluvio de martinis. Rod y Rock se habían ubicado junto a la mesa de bocaditos. Sexualmente en paz, y un poco aletargado por la cocaína, Rodney atravesaba temporariamente la sensación de que todo el mundo lo quería. Estaba bromeando con el camarero, fingiendo interés por todos los camareros presentes. Aunque siempre era cortés con el personal, Rodney nunca los diferenciaba entre sí. Por ejemplo, no se daba cuenta de que este camarero era un actor que había esperado demasiado.
– He llegado a una audaz conclusión -le dijo, dando una vuelta alrededor de Rock-. Todos mis problemas con las mujeres vienen de… de las palabras. Del lenguaje.
Y no era un disparate. Curiosamente para alguien de presencia tan frágil y amable, a través de los años Rodney se había hecho abofetear tantas veces que tenía la cara desalineada, y todo por decir tonterías. Siempre trataba de halagar, era parte de su profesión. Creía en los elogios y siempre estaba tratando de desplegarlos. Pero se equivocaba con las palabras, le salían, como decía su madre, un poco fuera de línea. Si la conversación es un arte, Rodney no era un artista. Creaba atmósferas difíciles a su alrededor.
– Cierra el pico, Rodney -le decían.
– Ay, cállate, Rodney, por favor. -Y ese pico gordo que era su labio superior, después de dejar salir la última inconveniencia, se apretaba estoicamente contra el otro. Cuando escribía era lo mismo. Sus notas perfumadas solían provocar alejamientos de un año entero, “silencios”, situaciones del tipo “No nos hablamos”. No hablar, así debieran haber empezado las cosas.
– El silencio -prosiguió-, es la única razón de que haya seguido adelante con las esposas. Uno no puede hablar cuando está pintando.
– Yo creía que a las mujeres les gustaban las estupideces que dices.
– Yo también. Pero no es así. Siempre meto la pata.
Un tiempo antes, a modo de experimento, Rodney había recomenzado sus flirteos con dos de las esposas, la señora Globerman, esposa del magnate de las telecomunicaciones, y la señora Overbye, esposa del comandante de líneas aéreas. La idea era ver si su nueva potencia era transferible y podía probarla con otras. En ambos casos fracasó, le resultó imposible. Las cosas que él decía y las que decían ellas. Las cosas que decían todos. Era mucho más extraño que el silencio. Con estas mujeres Rodney había percibido lo superfluo del lenguaje humano. ¿Viste que paró de llover? Cuéntame cómo fue tu semana. ¿Cómo has estado? Ah, ya sabes, Fulana de Tal. Fulana de Tal dijo esto y Fulana de Tal dijo lo otro. Tan cansado. ¿Tan pronto? y así sucesivamente.
– Tu nigra y tú parecen hechos uno para el otro.
– Es así. Excelentes cócteles. Sorprendentes, también. Un poco fuertes, ¿no? Estoy un poco achispado. Se me está aflojando la lengua. Rock, ¿puedo preguntarte algo? ¿Por qué tengo esta sensación de que esto va a terminar en tragedia? ¿Por qué tanta ansiedad? ¿Y tanta culpa?
– Porque te están dando algo por nada. Una vez más.
Rodney abrió grandes los ojos. Pensó en la primera vez: la sensación de estafa, mientras la miraba desvestirse. Como si hubiera alcanzado su objetivo no por los medios habituales (halagos, falsas promesas, mentiras) sino con algo peor: magia negra, traición. Por un momento tuvo la extraña sospecha de que ella era su prima, y estaban jugando “al doctor”.
– Porque has esquivado la palabra “ética”. Una vez más. Ah, mañana lo veo a Jaguar. ¿Ya hiciste algo con ese dinero?
– Sí -dijo Rodney-. Y algo había hecho, si en lo de “hacer algo” se podía incluir contarlo, revolcarse sobre él y gastar una buena parte en cocaína.
– Lo consultaré a Jagula. Quiero decir a Jaguar. Uy, me impresionó el lapsus. -Rock prosiguió con voz ronca: -A veces me siento como un tratante de esclavos. De esclavos blancos. Con los mayordomos. Y las institutrices. Tal vez es eso lo que te preocupa. Que ella es nigra.
– ¿Nigra? No, no.
¿No sería eso? No. No, porque siempre había pensado que esa mujer brindaba libertad. Que la llevaba en su persona. En las mandíbulas.
Poco después empezó a encontrar los hematomas.
Nada muy visible ni fulminante. Sólo un negro diferente debajo del negro. En la cadera, el hombro, el antebrazo. Al encontrar uno nuevo, Rodney se quedó inmóvil y trató de mirarla a los ojos… pero no lo logró, y después del fracaso volvió a lo que estaba haciendo; y luego no la miró con aprecio y gratitud, como solía hacer, y en cambio miró una mancha en la pared, ovalada y del color de la nicotina, donde hacía meses que apoyaba la cabeza.
Creía saber algo sobre las mujeres y el silencio. Ellas se sentaban delante de él, las esposas, hablaban sobre trivialidades al comienzo, mientras él hacía los trazos iniciales, situando la postura humana contra los contornos de la silla, el mueble que había detrás, la mesita. Los artistas, por supuesto, anhelan silencio. Desearían que sus modelos estuvieran muertos, inmóviles: como una frutera con manzanas, una copa, un pescado. Pero el modelo es un ser vivo, y siente la necesidad de hablar, tal vez porque cree que hace falta el lenguaje para dar color e indignación a la garganta, las mejillas, los ojos. Y el pintor también habla con parquedad hasta que llega el momento en que es incapaz de vocalizar nada, cuando, para decirlo brevemente, “capta” el tema. Hasta Rodney conocía este momento de sorda concentración (sentía que eso era el talento). Y las modelos sensibles percibían estos momentos y mantenían un piadoso silencio hasta el siguiente intervalo. Entonces podrían respirar, sentir otra vez que estaban vivas.
Sí, Rodney creía saber algo sobre las mujeres y el silencio. Pero, ¿esto? Se deslizó fuera de la cama, se puso la bata azul, y se dispuso a preparar el English Breakfast Tea. La observaba por la abertura de las dos partes del biombo: abrazada a la almohada como un bebé. Y siempre siguiendo esa pelea dentro de su cabeza. El hematoma en el hombro, disimulado con algún maquillaje, parecía artificialmente aplicado… una marca de casta, un símbolo de guerra. Rodney lo examinó con ojo profesional. No era casual que trabajara con óleo. El óleo era perfecto. Se daba cuenta de que su pincel no era tanto la varita mágica del artista como las pinzas del experto en cosmética. El óleo, en sus manos, era el elixir de la juventud. Sentía que con ella sería diferente. Porque con ella todo era diferente. Pero ya nunca abordaría el tema.
Por un momento ella estuvo junto a él, cuando pasó a su lado para ir a ducharse. Rodney nunca había pensado que él era el único interés sexual que ella tenía, ni siquiera el principal. ¿Cómo podía él ser su dueño? Pensó en una escena de una enorme novela norteamericana que había leído años atrás, donde un joven se convierte en “mayor”, porque pasa ese cumpleaños, muy agradablemente, en un burdel. La reflexión era, más o menos, que había usado algo ya usado por otros. ¿Y qué? Así son las ciudades.
Por otra parte de pronto supo lo que quería decirle, con muy poquitas palabras.
– Eh. ¡Eh!
Ninguna forma negra, ni una aplanadora, ni un cocodrilo, ni un violador en el patio de una prisión, ni un guerrero Hutu, ni un esclavo fugitivo exasperado en los cañaverales de Santo Domingo podía aterrar a Rodney como el hombre que de vez en cuando vigilaba su edificio, en una palabra: Pharsin. Los fines de semana de Rodney estaban dedicados a esquivarlo: cuatro de los cinco últimos los había pasado en Quogue. Hasta había hecho un par de llamadas telefónicas con vistas a mudarse. Parece que había un lugar en la ciudad, bastante cerca de las oficinas de Rock…
– Ah, Pharsin, qué tal.
Rodney se dio vuelta, un poco encorvado, pero sólo por la lluvia. Le tenía miedo a Pharsin, y en general se sentía amenazado. Pero su angustia era casi toda social.
– ¿Qué me cuentas, Rod?
– Es buena hora de que compartamos una cena. Me estoy inclinando por un Chambertin-Clos de Beze. Y un camembert bien estacionado.
– No haces más que hablar de tus vinos. Pero yo siento que estamos dando las mismas vueltas que antes. ¿Qué tengo que hacer, Rod? No soy sólo yo el que se siente herido, también la gente que me rodea. Nunca pensé que un hombre podría hacerme esto. Que un hombre podría reducirme a esto.
Llovía. Llovía sobre la ciudad terrible, con la gente que sufría y que se quejaba, gemía, blasfemaba, balbuceaba. En Nueva York, si uno no tiene a nadie para hablarle o para gritarle, siempre se tiene a sí mismo: siempre a sí mismo. Mientras Rodney cerraba su paraguas advirtió cómo caían las gotas de agua desde los lóbulos de las orejitas de niño de Pharsin.
– El viernes a las cinco.
– ¿En serio?
– Te lo juro por mi madre. Vino del Rin y salmón ahumado. O Gewurtztraumeiner, ¿O Trockenbeerenauslese, con Turkish Delight?
– El viernes a las cinco.
– ¿Mucho trabajo esta semana? -dijo Rock el jueves a la noche. Estaban bebiendo en un bar donde solían ir muy tarde a la noche: Jimmy's. Aunque había estado allí no menos de doce veces, resultó que Rodney no sabía dónde quedaba.
– ¿Pero dónde está Jimmy's? -preguntaba mientras Rock lo llevaba. A la hora feliz, el bar parecía otro.
– En realidad no -respondía Rodney-. Pero así es en Nueva York. No tienes nada que hacer y piensas: me quedo en casa y leo un libro. Y un minuto después… aparece una inauguración o algo así. Y de pronto te encuentras gritando en algún restaurante.
– ¿Tienes algo esta noche? Hay un club punk con entrada libre en Brooklyn. Tengo cupones para bebidas gratis. Falta mucho para que empiece y es cerca.
– Ah, bueno -dijo Rodney.
Al otro día se fue para Quogue más temprano que de costumbre. Se despertó al mediodía. Sólo lo mantenía en pie la costra de semen seco en el pijama. Hizo té. Se dio una ducha de cincuenta y cinco minutos. Se comportó aceptablemente bien durante la cita (ella parecía aliviada esa tarde, pero expeditiva) y él prácticamente bajó con ella en el ascensor. A los que atendían la recepción durante el día les dejó una larga nota para Pharsin sobre la exhumación de los restos de su tía y el entierro en otro lugar, y fijó el encuentro para la misma hora el lunes. Sólo cuando el auto esperaba frente al cine en la parada cerca del aeropuerto Rodney se cuestionó las cosas que había guardado en el bolso: tres revistas nuevas, junto con el equipo habitual para el fin de semana.
La una de la tarde del lunes.
Estaba sentado en la cocina, mientras esperaba el momento de empezar su trabajo, leyendo la parte de atrás de una caja de cereal. Levantó la cabeza, parpadeando, y recordó las gordas novelas victorianas que había leído en la universidad: Los Middlemarch, Casas sombrías, le habían llevado por lo menos un mes cada una. Pero no pensaba dedicarle más de media hora a El sonido de las palabras, el sonido de las palabras. Estaba releyendo la parte de atrás de la caja de cereal cuando oyó la llave en la cerradura.
El aspecto de ella le hizo tal impacto que estuvo a punto de hablar. Lo que había sucedido era esto: esa pelea que hacía meses estaba dentro de su cabeza, le había aflorado a la cara, y era ilegible. Era visible para cualquiera; los ojos de ella lo invitaban claramente a registrar el cambio: el labio inferior estaba hinchado y partido, y la mejilla derecha muy manchada, como si le hubiera puesto un salvaje toque de rouge. Ahora lo que andaba mal se expresaba, pero no lo expresaba ella sino que, fuera lo que fuese, se expresaba a sí mismo.
Aterrado, tambaleando, se acercó a ella. Y ella lo recibió con piedad. La besó en el cuello, en la mandíbula, y, con circunspección, en la boca… pero luego perdió toda circunspección. Lleno de miedo y de pasión, y por última vez, sir Rodney Peel le hizo hervir la sangre a Eva.
Después ella hizo algo que nunca había hecho antes. No, no habló. Durmió.
Rodney se puso a trabajar, sin cuidarse de no hacer ruido.
Arrastró el caballete por el piso, cambió de lugar el biombo, acomodó los pinceles. No andaba en puntas de pie, ni con su cuerpo ni con su mente: el sueño de ella parecía básicamente seguro, como la hibernación. Retiró el cubrecama. Ella estaba de costado, con la rodilla de arriba levantada, una mano debajo de la almohada y la otra entre los muslos. Primero la cabeza, pensó Rodney. Después el cuello. Después el cuerpo.
“Los artistas son especialistas en esperar”, dijo. Esperar que sucediera lo necesario en el lugar necesario. Y con esto se despedía de su mente discursiva, hasta que el cuadro estaba casi terminado y parecía que alguien golpeaba a la puerta. Y Rodney habló. Con la voz lúcida de un niño dijo:
– Ay, Dios mío. Ese es Pharsin.
Ella lo miraba por encima del hombro. Y también ella habló. Lo que dijo fue arrasador, pero no por el contenido, sino por el estilo. Un estilo que él había oído en las avenidas de Londres, en las colas ante las cajas del supermercado, en las lavanderías. También en el parloteo de la radio del taxi, soportado desde el asiento posterior, muy tarde a la noche.
– Es mi marido -dijo.
– Abre la puerta ahora.
Más tarde Rodney describiría los acontecimientos que siguieron como “Una especie de neblina”. Pero en realidad estos acontecimientos fueron claros. Era bueno que en esos momentos él se sintiera tan talentoso. Y que su cerebro estuviera químicamente tan estimulado.
– Tienes un minuto para abrir la puerta, carajo. Cuento un minuto y la arranco de la pared. Sesenta. Cincuenta y nueve. Cincuenta y ocho.
En el mundo de sus sueños a Rodney le hubiera gustado tener más de un minuto para leer El sonido de las palabras, el sonido de las palabras. Pero para leerlo primero tenía que encontrarlo.
Una vez que la señora de Pharsin Courier fue acallada y escondida detrás del biombo, Rodney comenzó a revolver dentro del armario (cincuenta y uno), después buscó debajo del piano (cuarenta y cinco), y luego entre los estantes más bajos y las sombras de la cocina (treinta y cuatro). Medio minuto después detuvo la búsqueda. Se detuvo a observar y a recoger una vieja alfombrita marrón que colgaba sobre la abertura de las dos partes del biombo, y al hacerlo advirtió una forma sospechosa en la pila de periódicos grisáceos que había del otro lado de la cama. Se abalanzó sobre ellos (trece): Novela, por Pharsin Courier (nueve, ocho). La arrojó hábilmente sobre la mesa (seis, cinco), leyó media frase de la página uno: “Alrededor del mediodía Cissy pensó que…” y, mientras se levantaba para abrir la puerta (tres, dos), otra media frase de la página uno (“Eso creyó Cissy”), y se le terminó el tiempo.
– Ah, Pharsin. Respondes a nuestros gritos de “¡El autor! ¡El autor! Señor, hágase conocer. Si se queda sentado donde está, yo, simplemente…”
– Bien, yo no soy escritor -declaró severamente
Rodney, colocando un vaso de Pepsi frente a Pharsin. Y un platillo con una galletita de Graham casi entera. De la superficie de la bata azul de Rodney se podía extraer más información.
– Yo soy un pintor, un artista visual. Pero, como tú escribiste en alguna parte, hay una cierta… afinidad entre las artes. Ahora bien; la primera vez que leí tu libro me sentí inundado por esa cascada de imágenes visuales. Las cosas que describes… yo sentía que podía extender la mano y tocarlas, saborearlas. Debo decir que sólo en una segunda lectura, o en una tercera “mirada” pude ver que esas imágenes, en realidad, estaban relacionadas. En forma muy intrincada.
Sopesando el original entre sus manos, con gesto de admiración, Rodney miró cándidamente a Pharsin. Hasta allí todo iba bien. La ira de Pharsin, todavía manifiesta, había alcanzado la calidad de un trance. Rodney sabía bastante sobre las novelas en general como para estar enterado de que todas trataban, al menos, de relacionar las imágenes con el tema. Siguió cautelosamente con sus propias variaciones, sintiendo los espasmos de los músculos tensos de Pharsin. Sí, todavía podía flotar sin hundirse.
– … dando forma a toda la composición. Pude admirar el relieve, las molduras, los adornos. Las gárgolas, la catedral en conjunto.
Por un momento pareció que Pharsin iba a hacer una pregunta sobre esta catedral: qué aspecto tenía o dónde estaba. De manera que con un brusco movimiento de la cabeza Rodney prosiguió:
– ¿Y de dónde sacaste esos personajes? Es increíble. Por ejemplo Cissy. ¿Cómo la soñaste?
– ¿Te gusta Cissy?
– ¿Cissy? ¡Ah, Cissy! Cissy… Cuando terminé sentí que nunca había conocido a alguien tan íntimamente como a ella. -Mientras hablaba comenzó a volver las páginas con afecto. -Sus pensamientos. Sus dudas. Sus miedos. Yo conozco a Cissy. Como se conoce a una hermana. O a una amante.
Rodney alzó la mirada. El rostro de Pharsin estaba inundado de lágrimas. Envalentonado, Rodney se inclinó sobre el texto y volvió unas páginas.
– Esa parte… esa parte… cuando ella, Cissy…
– ¿Cuando llega a los Estados Unidos?
– Sí, cuando llega a Norteamérica.
– ¿La parte de Inmigraciones?
– Sí, esa escena… es increíble. ¡Pero tan verdadera! Y después de eso… estoy tratando de encontrar… la parte en que…
– ¿Cuando conoce al tipo?
– Sí. El tipo: otro personaje. Y esa gran escena en que… Aquí está. No. Cuando ellos…
– ¿En el tribunal de impuestos?
– Sí, sí, esa escena. Increíble.
– ¿El juez?
– Por favor -dijo Rodney-, no hablemos del juez.
Y así, durante cuarenta y cinco minutos, siempre con un compás de retraso, se las arregló para cantar una canción que no conocía. Una tarea despreciable, por supuesto; y era extrañamente vergonzoso, ver pasar la cara de Pharsin por toda la gama del entusiasmo y el deleite (como ante el tablero de ajedrez, Rodney se sentía empequeñecido por una forma de vida superior). Era un trabajo despreciable, pero era fácil. Se preguntó por qué no lo había hecho meses antes. Entonces Pharsin dijo:
– Suficiente. Olvídate de las risas, de los personajes, de las imágenes. ¿Cuál es el mensaje de El sonido de las palabras, el sonido de las palabras, Rodney?
– ¿De El sonido de las palabras, el sonido de las palabras?
– Sí, ¿cuál es el mensaje?
– ¿El mensaje? Es una historia de amor. Es un libro sobre el amor en el mundo moderno. Cómo amar se vuelve difícil.
– Pero, ¿el mensaje?
Pasaron diez segundos. Y Rodney pensó ¡mierda!, y dijo:
– Es un libro sobre la raza. Sobre la agonía del macho afroamericano. Sobre la necesidad, la compulsión de expresar esa agonía.
Pharsin extendió lentamente una mano hacia él. Una vez más se le llenaron los ojos de lágrimas.
– Gracias, Rod.
– Fue un placer, Pharsin. Pero, ¿realmente es esta hora? ¿No deberías…?
Hasta ese momento Pharsin parecía insensible a lo que lo rodeaba. Pero ahora se levantó bruscamente y se puso a moverse por la habitación con manifiesta curiosidad, con un brazo doblado, el otro torcido, dándose golpecitos en el mentón con el índice, deteniéndose a mirar una miniatura aquí, una cosita allá. Rodney no pensaba en su otra huésped (quien, según creía, seguía atrincherada detrás de la cama). Pensaba en el retrato allá, en el caballete, prueba del crimen. Rodney volvió a tragar el vómito que le había subido a la garganta cuando Pharsin se acercó al caballete y se detuvo.
La forma negra sobre el papel blanco. La belleza y la fuerza de las nalgas y las caderas. El rostro dormido, medio ladeado. Rodney, por puro hábito, había suavizado y curado las manchas. Una buena idea, tal vez, pensó.
– ¿Una persona real posó para esto? -Pharsin se volvió, un artista que enfrentaba a otro artista, y agregó: -¿O la copiaste de un libro?
– ¿De un libro?
– Sí, o de una revista…
– Sí, sí, de una revista.
– ¿Sabes a quién me recuerda este tipo de…? A Cassie. Mi Cassie. -Pharsin se sonreía como si le hicieran cosquillas mientras observaba el parecido unos segundos. Después lo descartó.
– Hace unos diez años. Y nunca tuvo un culo así. Bueno, Rod, quiero que sepas lo que ha significado esta hora para mí. Allá afuera había un hombre gritando en la oscuridad. Tú, amigo mío, respondiste a ese grito. Me diste lo que necesitaba: un oído atento. Mandé esa novela a todas las editoriales y a todos los agentes de la ciudad. Como respuesta sólo recibí unas hojas impresas… ¿Sabes qué pienso? Que no la leyeron. Que ni siquiera la leyeron, Rod.
– Eso es terrible Pharsin, terrible. Ah, a propósito. Una vez me dijiste que tu esposa era una artista. ¿Qué hace?
Por un segundo sus ojos se encontraron. Fue horrible. En el rostro de Pharsin se leía ese espantoso “¡Eureka!” sin edad, de todos los idiotas, los lelos, los cretinos. Dijo:
– ¿Leíste mi libro y me estás preguntando qué hace Cassie?
Pero Rodney reaccionó rápidamente:
– Yo sé lo que hace Cissy. En el libro. Justamente me preguntaba hasta dónde te ajustaste a la realidad. Yo sé lo que hace Cissie. -La voz de Pharsin tomó a Rodney por las solapas. Dijo:
– ¿Qué?
Y Rodney respondió:
– Pantomima.
Una vez que Pharsin estuvo encerrado y bajando en el ascensor, cargando su manuscrito como un chico de los mandados, Rodney siguió con la cabeza gacha, avergonzado de su propio alivio. Incluso la convicción fortalecedora de que él, Rodney, carecía de talento, le brindaba alivio. Tardó unos segundos más en alzar la cabeza, hasta enfrentar la música del lenguaje humano.
– Bueno, lo hiciste, carajo -dijo ella.
Y él:
– Dios mío. ¿Estaba mal lo que dije?
– Una pequeña pesadilla, en realidad. Ella no podía irse, te das cuenta, porque Pharsin estaba en la puerta. Entonces me dio las riendas a mí. -Rodney conocía bien la experiencia de que lo denunciaran desde la mañana hasta la noche, pero no estaba acostumbrado a acentos como el de ella. -Qué final terrible. Nuestra primera noche juntos, pura conversación y nada de sexo. Y qué conversación. Ella estaba lívida.
– ¿Por qué? Ojalá se fuera esa gente.
Tragos al aire libre en el Rockefeller Plaza: Amber Dreams bajo un frío cielo azul. En la plaza había personas vestidas como maniquíes y posando como estatuas. Inmóviles, con sus sonrisas pintadas.
– Por Dios, no preguntes -dijo Rodney… porque ella tenía mil cosas de qué quejarse-. Ella sabía que alguien o algo lo estaba volviendo loco. No sabía que era yo. Él nunca había sido violento antes. Fui yo. Yo le dejé marcas.
– Bueno, no es para tanto. Es parte de la cultura de ellos.
Rodney tosió y dijo:
– Ah, sí. Y ella dijo: “Ahora va a escribir otra”. -Hacía dos años que trabajaba de noche. Como camarera. Para mantenerlo. Y se daba cuenta de que yo no la había leído. Por mi voz.
Rock lo miraba, frunciendo el entrecejo, mientras Rodney la imitaba a ella imitándolo a él. Sonaba algo así como: “Bueno, no eran más que imágenes brillantes”. Y Rodney dijo:
– Ella creyó que yo me estaba riendo de él. Porque él era nigro, ¿entiendes?
– Sí, bueno, aquí son bastante sensibles con el tema. ¿Te parece que su novela puede haber sido… buena?
– Nadie lo sabrá jamás. Lo que yo sé es que ella no tendrá que mantenerlo si se pone a escribir otra novela.
– ¿Por qué no?
– Porque me robó mi dinero.
– Ay, qué imbécil. ¿Cuántas veces te lo dije? Por Dios, qué idiota.
– Ya sé, ya sé. Camarera… Por favor, dos Amber Dreams. No. Cuatro Amber Dreams.
– ¿Así que lo tenías por ahí?
– En medio de la noche, yo… Espera. Cuando la vi en el bar por primera vez le ofrecí quinientos dólares. No, como pago para servir de modelo. Me pareció que le debía eso. Lo saqué para dárselo. Pensé que dormía.
– Qué imbécil.
– Los quinientos me los dejó. Ah. Muchísimas gracias.
Y mientras iba hacia la puerta se detuvo frente al caballete y murmuró una sola palabra, amenazante y letal:
– Pajero.
Y ese era el fin, pensó él. El fin. Rock dijo:
– ¿Te parece que actuaban juntos?
– No, no. Pura… coincidencia.
– ¿Por qué no estás más furioso?
– No sé.
A Pharsin no lo vio nunca más. Pero a la esposa de Pharsin sí, una vez, casi dos años más tarde, en Londres.
Rodney estaba tomando un trágico té con sándwiches de miga en un oscuro bar cerca de Victoria Station. Acababa de salir de las oficinas de Pimlico de la revista de diseño donde trabajaba part-time, y se aprestaba a tomar el tren a Sussex, donde lo recibiría en la estación una divorciada sin hijos con un Range Rover. Ya no se recogía el pelo en cola de caballo. Ni usaba su título. Esas cosas ya no caían muy bien en Inglaterra. Además, durante un tiempo se había dedicado a estudiar su árbol genealógico, y ésta era su pequeña protesta. Se le habían profundizado las arrugas alrededor de los ojos. Lo demás no había cambiado mucho.
Victoria, climatizada, y un bar en el viejo estilo. El café servido en recipientes de acero agujereados, y los chicos comiendo banana splits y otros postres de colores chillones. En este lugar las camareras eran camareras por tradición familiar, y no pensaban en un futuro artístico. Afuera la ciudad se dedicaba a la movilidad: autobuses, taxis, autos, trenes.
Ella estaba a varias mesas de distancia, y él la veía de frente, con las cejas finas arqueadas como preguntas. Rodney la miró, parpadeó, sonrió. Nuevamente el diálogo mudo: ¿Puedo? Bueno, si tú… No, yo simplemente…
– Bueno, bueno, qué chico es el mundo.
– …Entonces, ¿no me vas a asesinar? ¿No vas a sacar el cuchillo?
– ¿Cómo? Ah, no, no, no…
– …Así que estás de vuelta.
– Sí, y tú…
– Falleció mi mamá.
– Ah, viniste para el funeral…
– Para el funeral y esas cosas, sí…
Dijo que su madre había muerto muy vieja y que había tenido una buena vida. La madre de Rodney también era muy vieja y también había tenido una buena vida. Al menos eso decía. Pero no había muerto. Al contrario, como suele decirse, estaba llena de vida. Él vivía nuevamente con su madre. Eso no se podía remediar. Tenía que hablar mucho con ella, y todo lo que le decía la enfurecía. Mejor, cállate, se decía a sí mismo, lo único que tienes que decir es “mamá”. Cierra la boca, y no dejes salir una sola palabra excepto… “Mamá”. Ella dijo:
– No puedo creer que no quieras matarme por lo del dinero. ¿Tienes mucho más?
– No. ¿Qué? ¿Que no te quiero matar? Me enojé un poco al principio, claro. Pero… ¿finalmente qué hiciste con el dinero?
– Le dije a él que lo había encontrado. En un taxi. Puede pasar en Nueva York, ¿verdad? -Se encogió de hombros y agregó: -Nos fuimos al norte del estado y encontramos una casa en los Poconos. Allá estuvimos veintidós meses. Era bonito. Mira. Un varón. Julius.
Mientras observaba la fotografía Rodney tuvo un sentimiento convencional: ¡El don de la vida! Y más fuerte en los negros, según su experiencia, que en todos los otros colores del planeta.
– ¿Ya habla? ¿A qué edad empiezan a hablar? -Insistió: -Nuestro código de silencio. Era… ¿una especie de juego?
– Tú tenías un título. Y yo con mi acento.
Implicaba que él no la habría querido si ella hubiera hablado en la forma en que hablaba. Y era cierto. La miró. Sus formas y su textura le enviaban el mismo mensaje. Pero el mensaje terminaba allí. No le recorría la columna vertebral. Triste y desconcertante, pero totalmente cierto.
– Bien, ya no soy un sir -dijo, y estuvo a punto de agregar “tampoco”. -¿Y Pharsin…?
– Sin embargo fue bueno, ¿eh? Sin complicaciones.
– Sí, muy bueno. -Rodney estaba al borde de las lágrimas. -¿Pharsin continuó con su…?
– Se la sacó de adentro, digamos. Es otra vez él mismo.
Hablaba con alivio, hasta con orgullo. A Rodney no se le había escapado, en su atenta observación, que en la cara y en los largos brazos de ella ya no había marcas de golpes. Violencia: parte de su cultura, había dicho Rodney. Y ahora se preguntaba: ¿Quién la puso allí?
– Está nuevamente con el ajedrez -dijo-. Y le va bien. Coherente con la economía.
Rodney quería decir: “El ajedrez es una vocación importante”, cosa que creía. Pero temió que lo entendieran mal. Lo único que se le ocurrió fue:
– Bien. Los tontos siempre pierden.
– Así dicen.
– Tómalo como… -Buscó la palabra adecuada. ¿“Reparación” estaría bien? En cambio dijo: -¿Sigues con las pantomimas?
– Me va bien. Ahora hacemos giras. ¿Y tú? ¿Siempre pintas?
– Me harté. En realidad no sé por qué.
Aunque Rodney no estaba deseando llegar a Sussex para la cita, sí deseaba los tragos con que se prepararía para la cita, en el tren. Miró por la vidriera. Su labio superior hizo lo siguiente: se dobló en dos partes. Y dijo:
– Finalmente no llovió.
– No, se despejó.
– Pero antes me parecía que iba a llover.
– A mí también. Pensé que iba a llover a cántaros.
– Pero no llovió.
– No -dijo ella-, no llovió.
1997