14 — LA ÚLTIMA HORA

Para Hresh fue una época de éxtasis, que representó el logro de muchos sueños, y de deseos que nunca había sospechado conseguir.

Taniane se había convertido en su compañera de entrelazamiento y también de apareamiento. Ahora que entre ellos no se levantaban barreras, comprendía que durante toda la niñez y juventud, ella lo había mirado constantemente con amor y deseo. Mientras, él había permanecido ciego, perdido en los estudios de las crónicas y de la ruinosa Vengiboneeza, y no había sabido comprender en lo más mínimo la naturaleza de los sentimientos de Taniane hacia él, ni siquiera de sus propios sentimientos por ella.

Para Taniane, Haniman había sido sólo una distracción. Un amante transitorio con quien llenar el tiempo y despertar los celos de Hresh. Y, para mal de todos, Hresh tampoco había comprendido la naturaleza de esa relación.

Pero toda esta situación se había solucionado. Noche tras noche, durante todas las horas, Taniane y Hresh yacían juntos, abrazados, con los órganos sensitivos unidos en una fusión de cuerpo y alma tan inmensa que él no podía evitar sentirse maravillado. En cuanto reuniera el valor necesario, iría a pedir permiso a Koshmar para que Taniane fuese su compañera. No había encontrado en las crónicas precedentes ningún caso en que el anciano de la tribu hubiese formado pareja, pero tampoco había dado con una prohibición explícita. Torlyri había tomado a Lakkamai por pareja. Y si la mujer de las ofrendas podía formar pareja, ¿por qué no podía hacerlo un cronista?

Hresh también conocía las ambiciones de Taniane: la joven veía que Koshmar envejecía, que se sentía derrotada, consumida; y ansiaba ocupar el lugar de la cabecilla.

Taniane no hacía nada por ocultarle su plan para el futuro de la tribu.

— ¡Gobernaremos juntos, tú y yo! Yo seré la cabecilla y tú el anciano, y cuando nazcan nuestros hijos, los criaremos para que nos sucedan en el puesto. ¿Cómo podríamos encontrar a alguien mejor que nuestros hijos? ¿Un hijo que herede tu sabiduría y obstinación y mi fuerza y energía? ¡Oh, Hresh, Hresh, todo ha sido tan maravilloso para nosotros!

— Koshmar aún es la cabecilla — le recordó con sensatez —. Todavía no hemos formado pareja siquiera. Y tenemos trabajo que hacer en Vengiboneeza.

Aunque Koshmar había rechazado con furia la sugerencia de que la tribu partiera de la ciudad, y no había vuelto a tratar el tema, Hresh sabía que la partida era inevitable. Tarde o temprano Koshmar comprendería que el Pueblo se estaba estancando en Vengiboneeza y que además los bengs estaban llevando la situación al límite. Y entonces, sin previa advertencia — Hresh conocía bien a Koshmar — daría la orden de hacer el equipaje y partir. Así consideraba esencial seguir sondeando entre las ruinas de la ciudad mientras tuviese tiempo en busca de cualquier objeto que pudiera serle de utilidad. Por miedo a toparse con patrullas bengs, salía a explorar sólo por las noches. Cuando el asentamiento quedaba en silencio y a oscuras, él y Taniane salían a explorar por Vengiboneeza, cogidos de la mano, corriendo de puntillas. Casi no dormían, y los ojos les brillaban de agotamiento. Los mantenía en pie la excitación de la tarea.

Tres veces intentó llegar a la cueva subterránea donde había visto trabajar a las máquinas reparadoras, pero siempre había hallado cerca centinelas bengs, y no pudo acercarse. En silencio maldijo su mala suerte. Imaginó que los bengs debían de estar revolviendo las ruinas y llevándose objetos de importancia, y sintió que el alma se le desgarraba, como hendida por una daga. Pero los lugares por explorar eran interminables. Valiéndose del mapa de los tesoros de círculos entrelazados y puntos rojos como guía, corrían por corredores, bóvedas, galerías cámaras enterradas y túneles, avanzando con paso febril hasta el alba. Sólo entonces caían abrazados para dormir una o dos horas antes de volver al asentamiento.

Hicieron muchos descubrimientos. Pero casi ninguno parecía tener valor inmediato o potencial.

En una gran cámara de muros de piedra caliza, en un sector de la ciudad conocido como Mueri Torlyri, encontraron una máquina solitaria diez veces más alta que ellos, en perfecto estado de conservación. Era un artefacto brillante en forma de cúpula, de metal blanco nacarado con incrustaciones de piedra coloreada en forma de bandas, con óvalos palpitantes de luz roja y verde, y brazos redondeados que parecían dispuestos a moverse en muchas direcciones con sólo tocar un control. La máquina parecía una especie de ídolo gigante. Pero ¿para qué servía?

Otra caverna, cubierta con inscripciones en unas grafías sorprendentes y serpenteantes que mareaban a la vista, contenía unas cajas de cristal brillante donde había cubos de metal oscuro. Al escuchar la voz, de estos cubos partían ondas de luz trémula. Los cubos eran pequeños, no más anchos que una mano, pero al abrir una caja para extraer el cubo, Hresh no logró su propósito. El metal con que estaban construidos debía ser tan pesado que excedía sus fuerzas.

Una larga y bella galería, parcialmente derruida por la incursión de un río subterráneo, aún contenía una especie de gran espejo metálico erigido sobre tres patas de metal, algo maltrecho por las incrustaciones minerales. Taniane se aproximó y soltó un grito de sorpresa y desconsuelo.

— ¿Qué has encontrado? — le gritó Hresh.

Señaló.

— Allí está mi reflejo, en el centro. Pero en este lado, mira, una imagen de cuando era niña. Y al lado derecho, esa mujer anciana y encorvada… Hresh, ¿se supone que seré así cuando llegue a vieja…?

Al hablar, del espejo provino un sonido tumultuoso y balbuceante, que al cabo de un rato reconoció, o creyó reconocer, como su propia voz distorsionada y amplificada. Pero hablaba en un idioma desconocido, tal vez el de los ojos-de-zafiro. Al cabo de un instante, el espejo se oscureció y el ruido cesó. Hasta ella llegó un olor a quemado. Se encogieron de hombros y siguieron andando.

Esa misma noche, más tarde, Hresh encontró una esfera plateada de tamaño lo bastante reducido para caber cómodamente en una mano. Al pulsar un botón de la cara superior, la esfera cobró vida y emitió un sonido agudo y punzante, y un palpitar constante de luz verde y fría. Sin temor, acercó el ojo a la pequeña abertura de donde provenía la luz y vislumbró una nítida escena de la época del Gran Mundo.

Vio media docena de ojos-de-zafiro de pie sobre una plataforma brillante de piedra blanca, en un sector de la ciudad que no supo reconocer. El cielo aparecía extrañamente desolado y opaco, y en lo alto se arremolinaban gruesas espirales enfurecidas de nubes agitadas, como si se avecinara una terrible tormenta. Y, sin embargo, los ojos-de-zafiro hablaban entre sí con serenidad y reverencia, como en una especie de tranquilo ritual.

Al parecer, el aparato mostraba imágenes del Gran Mundo a escala mucho más reducida que la otra máquina de botones y palancas de la plaza de las treinta y seis torres. Hresh introdujo el objeto en su bolsa para examinarlo luego con más cuidado.

La noche siguiente, mientras trabajaban en una bóveda llena de escombros al otro lado de la ciudad, al pie de las colinas, fue Taniane quien encontró algo extraordinario, en una cisterna húmeda y maloliente a cinco niveles por debajo de la superficie. Dio con ella del modo más literal: iba andando y tropezó con un bloque de piedra que se deslizó a un lado para mostrar una cámara secreta.

— ¡Hresh! — exclamó —. ¡Aquí! ¡Deprisa!

En el instante en que abrieron la puerta, la sala oculta se iluminó con luces brillantes y doradas. En el centro, sobre una plataforma de jade, se levantaba un tubo de metal con una esfera encapuchada en lo alto, que emitía destellos de color fulgurante. Ella avanzó hacia el aparato, pero Hresh la aferró por la muñeca y la detuvo.

— Espera — dijo —. Esto es peligroso.

— ¿Sabes qué es?

— Lo he visto… en visiones. Vi cómo lo empleaban los ojos-de-zafiro.

— ¿Para qué?

— Para quitarse la vida.

Taniane contuvo la respiración como si hubiera recibido un golpe.

— ¿Para quitarse la vida? ¿Y por qué harían semejante cosa?

— No tengo ni idea Pero vi cómo lo hacían. Esta abertura luminosa que hay en lo alto absorbe cuanto se acerca a ella, por muy grande que sea. En el interior hay algo negro, como un portal que conduce a otro sitio, o tal vez a ningún sitio. Suben hasta allí, y prácticamente hunden la nariz en su interior, y de pronto desaparecen, algo los transporta, no llego a entender cómo, y ya no están. Es algo misterioso y de lo más fascinante. En mi visión fui hasta allí y me habría atrapado a mí también, de no haber sido una imagen. Pero éste es de verdad…

Le soltó la muñeca y comenzó a dirigirse hacia el objeto.

— Hresh… no, no…

Él se echó a reír.

— Sólo quiero probarlo.

Cogió un pequeño fragmento de estatua, lo sopesó un par de veces y lo arrojó desde abajo hacia la capucha luminosa. Permaneció un instante suspendido en el aire justo ante la zona de luz palpitante, y luego desapareció. Hresh permaneció expectante a la espera del ruido de los fragmentos contra el suelo. Pero no oyó nada.

— ¡Funciona! ¡Funciona!

— Vuelve a intentarlo.

— De acuerdo.

Encontró otro fragmento de piedra, delgado como su brazo, y lo levantó hasta la boca de la máquina. Sintió un cosquilleo en el brazo y la mano, y de pronto se encontró que no sostenía nada de nada. Se miró los dedos. Se acercó más.

¿Y si pusiera la mano?, se preguntó.

Se puso ante la columna de metal, meciéndose sobre los pies, reflexionando con el ceño fruncido. Era una tentación casi irresistible, una sensación insidiosa. Recordó los animales con forma de boca que atronaban en la gran planicie arenosa, y que lo atraían inexorablemente con su palpitar. Esto era igual. Podía sentir el impulso que le capturaba. Casi estaba cediendo ya. Este objeto podía darle… respuestas. Podía darle… paz. Podía…

Taniane debió de sospechar lo que pasaba por su mente. Se acercó a él y le cogió por el hombro para apartarlo del lugar.

— ¿En qué pensabas? — quiso saber.

Hresh se estremeció.

— Me preguntaba cosas. Tal vez demasiadas.

— Vámonos de aquí, Hresh. Uno de estos días la curiosidad acabará contigo.

— Espera. Déjame comprobar una cosa más.

— Es muy peligroso, Hresh…

— Lo sé. Espera. Espera.

— Hresh…

— Esta vez tendré más cuidado.

Avanzó en cuclillas, evitando mirar la zona de luz que partía de la cúspide de la columna. Se inclinó hacia adelante y rodeó con el brazo el tubo de metal. Tal como había supuesto, se separó con facilidad de la plataforma de piedra verde. Era hueco y cálido al tacto. Probablemente lo habría aplastado si lo hubiese apretado con todas sus fuerzas. Sin dificultad lo trasladó por la sala y lo apoyó en la pared. La luz vacilante, que se había extinguido cuando levantó el objeto, regresó de inmediato.

— ¿Qué haces, Hresh?

— Es portátil, ¿no lo ves? Nos lo podemos llevar.

— ¡No! Déjalo aquí, Hresh. Me asusta.

— A mí también. Pero quiero saber más cosas acerca de él.

— Tú siempre quieres saber más de todo. La curiosidad te matará. Déjalo, Hresh.

— Éste no. Tal vez sea el único que quede en el mundo. ¿Quieres que los bengs se apropien de él?

— Bueno, si los devora como a la piedra que arrojaste, no sería mala idea…

— ¿Y si no permitieran que les hiciera daño, pero en cambio le encontraran algún uso?

— Esto sólo sirve para destruir, Hresh. Si te preocupa que los bengs lo posean, arrójale una piedra pesada y tal vez logres romperlo. Pero marchémonos de aquí.

Él la miró largamente con ojos inquisidores.

— Te prometo, Taniane, que me cuidaré de esta cosa. Pero debo llevármela.

La joven suspiró.

— Hresh — dijo, sacudiendo la cabeza con resignación —. ¡Ay, Hresh! ¡Ay, ay!


Harruel dormía; perdido en un éxtasis. El mundo aparecía cubierto por una alfombra de flores de cien colores sutiles, y su suave perfume colmaba el aire como si fuese música. Él yacía en una piscina de suave piedra pulida. En su brazo, Weiawala. En el otro, Thaloin y los tres bañados en dulce y tibio vino dorado. A su alrededor, sus hijos, más de una docena, guerreros espléndidos y altos, idénticos a él en rostro y valentía, que lo alababan con voces estruendosas:

— ¡Harruel! — clamaban —. ¡Harruel! ¡Harruel!

Y luego, una nota discordante, alguien que lo llamaba con un tono de voz cansado y rasposo:

— ¡Harruel ¡Harruel¡

— No, tú no — dijo con pesadez —. ¡Lo estás estropeando todo! ¿Quién eres? No eres mi hijo, con semejante voz. ¡Márchate! ¡Lárgate!

— ¡Harruel, despierta!

— ¡Deja de molestarme! ¡Soy el rey!

— ¡Harruel!

Una mano se cernía sobre su garganta. Los dedos se hundían en ella. Se sentó al instante, rugiendo de furia, mientras el sueño se disolvía hecho jirones. Weiawala ya no estaba. Thaloin había desaparecido al igual que el espléndido coro de altos vástagos. Una película gris y arenosa de vino le cubría el cerebro y le nublaba el espíritu. Le dolía todo el cuerpo, como si alguien hubiese estado comiendo excrementos con sus propios dientes. Minbain estaba a su lado. No lo había aferrado por la garganta sino por el lado del cuello: aún sentía la presión de sus dedos. Parecía preocuparla algún problema de gravedad.

— ¿Cómo osas despertarme…? — le gritó con furia.

— Harruel, están atacando la ciudad.

— … cuando intento descansar después de… — Harruel contuvo el aliento —. ¿Qué? ¿Atacando…? ¿Quién? ¿Koshmar? ¡La mataré! ¡La desollaré, la asaré, y me la comeré! — Harruel se puso en pie con esfuerzo, aullando —. ¿Dónde está? ¡Tráeme la espada! ¡Llama a Konya y a Salaman!

— Ya están peleando fuera — le informó Minbain, retorciéndose las manos —. No es Koshmar la que nos ataca. Toma, Harruel. La espada, el escudo. ¡Son los hjjks, Harruel! ¡Son ellos! ¡Los hjjks!

El guerrero se dirigió a la puerta, tambaleándose. Del exterior provenían los clamores de la batalla, que penetraban los vapores del alcohol.

¿Hjjks? ¿Allí?

El otro día Salaman había dicho algo acerca de que temía una invasión de un ejército hjjk. Había tenido una visión, un sueño increíble. Harruel no le había hecho caso. Pero recordaba que Salaman había dicho que el ejército estaba muy lejos, y que tardaría meses en llegar. Eso le ensañará a no confiar en sus visiones, pensó Harruel.

Le dolía la cabeza. La situación exigía pensar con claridad. Deteniéndose en la puerta, tomó el cuenco de vino que siempre tenía allí y se lo llevó a los labios. Todavía quedaba más de la mitad, pero se lo acabó en cuatro tragos.

Mejor. Mucho mejor. Salió de la cabaña.

Todo era un caos. Durante un instante le costó enfocar la vista. Luego el vino hizo efecto y vio que la ciudad estaba en gran peligro. Había un edificio en llamas. Los animales del corral andaban sueltos y corrían por todas partes gimiendo y mugiendo. Se oían gritos, aullidos, llantos de niños. Justo fuera del perímetro del asentamiento había un enjambre de hjjks, diez, quince, dos docenas provistos de unas armas demasiado cortas para ser espadas, y demasiado largas para ser cuchillos. Cada hjjk, alto anuloso y de muchos brazos, esgrimía al menos dos de estas armas; algunos, tres y hasta cuatro. Con ellas hendían el aire con gestos amenazadores y fatales. Giraban como locos emitiendo aquel chirrido seco al cual debían su nombre. Harruel vio un niño que yacía muerto en el suelo, como un lastimoso despojo. A su alrededor, animales ensangrentados, posesiones tribales dispersas por doquier…

— ¡Harruel! — gritó, corriendo hacia el fragor de la lucha —. ¡Harruel! ¡Harruel!

Salaman, Konya y Lakkami estaban dejando las fuerzas en la lucha hundiendo y escarbando con sus afiladas espadas. Bruikkos había conseguido dos espadas hjjks, y con una en cada mano se había situado en medio de la fuerza de ataque, dando saltos y cabriolas como un loco, rebanando los anaranjados tubos de respiración que los seres-insectos tenían a ambos lados de la cabeza. Nittin también luchaba, y hasta las mujeres blandían escobas, hachas y palos con gran furia.

La presencia de Harruel entre ellos renovó sus bríos.

Sintió que entre los defensores circulaba una corriente frenética y belicosa.

En la línea del frente distinguió a su hijo Samnibolon.

Apenas era más que un niño, pero blandía una hoz con la cual segaba sin piedad las muchas patas articuladas de los hjjks. Harruel soltó un grito de alegría al comprobar la naturaleza guerrera de su hijo, y otro cuando Samnibolon derribó a uno de los enemigos. Galihine golpeó al hjjk herido por la espalda con un garrote que terminaba en un puño, y Bruikkos apareció por un costado y asestó el golpe fatal con uno de sus cuchillos.

El orgullo y el vino encendieron la sed de batalla de Harruel. Se movió con placer salvaje. Fue avanzando hacia donde luchaba Salaman, valiéndose de su tamaño y fortaleza con gran ventaja: pateaba y empujaba a los hjjks para arrojarlos al suelo antes de atravesarlos con la espada. Descubrió que el mejor sitio para herirlos era el punto donde las patas se unían al duro caparazón: la espada se hundía con facilidad. Y allí concentraba sus golpes, uno tras otro, con gran precisión y efecto mortal. Llegó hasta Salaman, y juntos avanzaron hacia un grupo de hjjks que luchaban espalda contra espalda, moviendo sus cortas espadas como si fueran aguijones.

— ¿De dónde han venido? — preguntó Harruel —. ¿Es ésta la visión que tuviste?

— No — dijo Salaman —. Yo vi una inmensa horda de bermellones, y un vasto ejército de seres-insecto…

— Y éstos, ¿cuántos son?

— No más de veinte. Debe de tratarse de una avanzadilla del ejército principal. Lakkamai y Bruikkos se toparon con ellos accidentalmente en el bosque, y de inmediato se lanzaron contra la ciudad.

— Acabaremos con todos ellos — dijo Harruel.

Ya había visto muertas a ocho o diez de las criaturas. Tal vez más.

Acometió y se lanzó espada en ristre contra el grupo de hjjk, obligándolos a dispersarse. Al mismo tiempo, Salaman atacó al de la izquierda, arrojándolo al suelo con feroces movimientos del arma. Harruel se volvió para hundir la suya sobre el caparazón amarillo y negro de la criatura caída y oyó un crujido que lo llenó de placer.

Sin embargo, antes de que pudiera escudarse, el segundo hjjk corrió hacia él y trazó una línea de fuego sobre su brazo no con la hoja sino con el pico, como advirtió Harruel. El guerrero aulló y gritó. Levantó la pierna en un puntapié tremendo que destrozó la mandíbula del hjjk. Nittin se acercó y rebanó los tubos respiradores del ser — insecto, que cayó muerto.

— Vamos — dijo Salaman, entre golpe y golpe —. Ido deben quedar más que seis o siete con vida. Son duros, pero no saben pelear, ¿no crees?

— Según dijo Hresh una vez — intervino Nittin — pelean en enjambres. Diez contra uno. Pero en esta ocasión no enviaron fuerzas suficientes. ¡Detrás de ti, Harruel!

Harruel se volvió y vio a dos hjjks que atacaban juntos. Los tiró al suelo con un solo golpe de la espada y hundió el mango del arma en una de las gargantas frágiles, estrechas, expuestas. Salaman se encargó del otro atacante.

Harruel sonrió. Ya vislumbraba el final de la batalla. Ya ansiaba el vino que le aguardaba para celebrar la victoria.

Lakkamai perseguía a un hjjk que corría frenéticamente hacia el borde del cráter. Konya y Galihine habían acorralado a otro cerca de la casa de Nittin. Un tercero había caído en la infernal zanja de Salaman y dos de las mujeres le azotaban las garras cada vez que intentaba salir.

Harruel se apoyó en la espada. Todo ha terminado, comprendió con alegría.

Pero su regocijo duró poco. La fatiga y el dolor lo sobrecogieron. Sobre el pecho le palpitaba una terrible mordedura, y la herida atroz que se abría en su brazo sangraba y latía. La borrachera que lo había sostenido en pie durante el ardor de la batalla ya se había disipado y la resaca le provocaba cansancio y tristeza.

Harruel contempló la ciudad: el palacio se incendiaba, los animales habían escapado, y ahora vio a una de las mujeres muerta, o tal vez herida. No había sido una victoria tan aplastante como creyó al principio.

Le invadió la desolación.

Éste es el castigo que me han deparado los dioses, pensó.

Por todos mis pecados. Por haber violado a Kreun, y por mis otras crueldades y actos injustos, y por mi desmedido orgullo, y por mis decisiones equivocadas. Por haber golpeado a Minbain. Y por haberme excedido con el vino. Los hjjks han venido a destruir la ciudad que he construido, que debió haber sido mi monumento. Hemos acabado con esta avanzadilla, pero ¿qué ocurrirá con el ejército que Salaman descubrió en su visión? ¿Cómo conseguiremos que se retiren? ¿Cómo nos defenderemos de esos monstruosos bermellones cuando irrumpan en nuestra ciudad, pisoteándolo todo? ¿Cómo lograremos sobrevivir, cuando llegue la gran invasión?


Era otra noche cálida y el aire se cernía pesado y sofocante. Ahora hacía calor todo el día. La época fría y dura que había sucedido al Largo Invierno sólo era un vago recuerdo. Y a pesar del calor pegajoso de la noche, Koshmar sentía un escalofrío que le recorría los huesos y le sacudía el cuerpo entero, entre el pelaje y la piel. Desde hacía bastante tiempo, estos fríos nunca la abandonaban.

Recorría el asentamiento, inquieta Le costaba mucho dormir. Pasaba las noches merodeando, paseándose sin objetivo por los edificios. A veces imaginaba que era su propio fantasma, que flotaba ligera, invisible, silenciosa. Pero la angustia siempre la acompañaba, para recordarle que debía cargar con el peso de su propio cuerpo.

No había vuelto a hablar de marcharse de Vengiboneeza. Eso había sido sólo una trampa para arrancar la verdad a Torlyri acerca de su decisión de irse o permanecer allí. Ahora que sabía la verdad (estaba segura de que ella jamás abandonaría a su Hombre de Casco), Koshmar no podía decidirse a ordenar la partida. Ni Hresh ni Torlyri habían vuelto a tratar el tema. El plan seguía en el limbo. ¿Será que mi enfermedad me ha debilitado tanto que soy incapaz de organizar la marcha?, se preguntó. ¿O será la convicción de que este nuevo viaje representará el fin de mis relaciones con Torlyri, y me siento incapaz de superarlo?

No podía decir de qué se trataba. Sus temores privados se entremezclaban inevitablemente con sus deberes públicos. Estaba cansada, cansada, cansada. Profundamente angustiada y confundida. Sólo cabía esperar y aguardar a que el tiempo solucionara sus problemas. Tal vez sanaría de esta enfermedad y recuperaría las fuerzas. O acaso Torlyri se cansaría de su romance con el beng. El tiempo lo resolvería todo, pensó Koshmar. El único aliado que me queda es el tiempo.

De pronto, un resplandor le llamó la atención. De uno de los edificios abandonados al otro lado de la plaza, cerca del extremo sur del asentamiento, provenía un solitario haz de luz. Entonces todo se sumió de nuevo en las tinieblas, como si de pronto se hubiera cerrado una puerta Koshmar frunció el ceño. Nadie tenía nada que hacer allí, sobre todo a esta hora. Todos dormían. Todos, excepto Bamak, quien hoy tenía guardia, y a quien Koshmar acababa de ver hacía sólo unos minutos, patrullando el límite norte del asentamiento.

Fue a investigar, preguntándose si no sería un grupo de espías bengs que se habían introducido en el territorio del Pueblo. ¡Qué gente tan molesta! Nunca había confiado en ellos, a pesar de sus sonrisas y fiestas. Le habían quitado a Torlyri. Pronto también se quedarían con Vengiboneeza. ¡Que Dawinno se los llevara!

El edificio era una estructura de un solo piso y cinco lados, construidos en piedra rosada que brillaban como un metal. O quizá fuese metal con textura de piedra pulida. En cada lado se abría una única ventana triangular cubierta por un toldo de la solidez de la madera y la textura de la más fina gasa. Koshmar empujó una con cuidado. Pero no cedió. Probó con otra, haciendo más fuerza. Cedió una rendija apenas lo suficiente para dejar escapar un haz de luz amarilla Contuvo la respiración y la abrió un poco más. Se inclinó para mirar hacia el interior.

Vio una gran habitación, tan profunda que el suelo quedaba por debajo del nivel de la plaza. La única iluminación provenía de unas lámparas de grasa animal. En el centro de la sala se erguía una estatua esculpida en piedra blanca. Era la figura de un ser alto y de miembros largos, anguloso y delgado, con una cabeza redonda y sin órgano sensitivo. La imagen de un sueñasueños, a juzgar por su apariencia. Alrededor de la estatua se esparcían ramas verdes de árboles, pilas de frutos, unos pocos animales en cestas de mimbre. Y ante las ofrendas, con las cabezas inclinadas, susurrando en voz casi inaudible, cinco miembros de la tribu. Bajo la tenue luz Koshmar distinguió a Haniman, Kreun, Cheysz y Delim. Y aún otro, que le daba la espalda, ¿era Preyne? No. Jalmud. Debía de ser Jalmud.

Koshmar observó la ceremonia con creciente desolación que se convirtió en conmoción y luego en horror. Hablaban tan bajo que no lograba oír lo que decían, pero parecían murmurar una especie de plegaria. De vez en cuando alguno de ellos acercaba a la estatua del sueñasueños un racimo de frutos o un hato de ramas. Cheysz había oprimido la frente contra el suelo desnudo y sin baldosas. Kreun también estaba postrada. Haniman se mecía con un ritmo casi hipnótico. Al parecer era el líder. Él hablaba, y los demás repetían.

En cuanto se hubo alejado un poco, Koshmar echó a correr hacia el templo. Con el corazón latiendo furiosamente, fue hasta la cámara de Hresh y descargó fuertes golpes contra la puerta.

— ¡Hresh! ¡Hresh, despierta! ¡Soy Koshmar!

El joven se asomó.

— Estoy ocupado con las crónicas.

— Eso puede esperar. Ven conmigo. Hay algo que debes ver.

Juntos corrieron por la plaza. Barnak había descubierto los movimientos de Koshmar, y apareció de alguna parte con gestos inquisidores. Pero la cabecilla le ordenó que se alejara con brusquedad. Cuantos menos vieran esto, mejor. Condujo a Hresh hasta el edificio de cinco lados, le hizo un ademán imponiéndole silencio y le señaló la ventana que había entreabierto. El joven atisbó por allí. Y al cabo de un rato, se aferró al marco con súbita excitación. Se asomó más, casi hasta pasar la cabeza por la abertura. Poco después, al descender, tenía los ojos abiertos de estupor y le costaba respirar.

— ¿Y bien? ¿Qué supones que están haciendo?

— Parece ser un rito religioso…

Koshmar asintió con nerviosismo:

— ¡Exactamente! ¡Exactamente! Pero, según tu opinión, ¿a que dios están venerando?

— No es ningún dios — replicó Hresh —. Es la estatua de un ser humano… de un sueñasueños…

— Sí. De un sueñasueños. Están adorando a un sueñasueños, Hresh. ¿Qué significa esto? ¿Qué clase de nuevo rito ha surgido aquí?

Como en un sueño, Hresh pensó en voz alta.

— Creen que los humanos son dioses… están orando a los humanos…

— A los sueñasueños, querrás decir. Nosotros somos los humanos, Hresh.

Hresh se encogió de hombros.

— Como tú digas. Pero parece que esos cinco no piensan lo mismo.

— En efecto — ironizó Koshmar —. Están deseosos de convertirse en simios, como tú. Y de postrarse ante ese viejo resto de piedra para elevar oraciones… — Koshmar giró de pronto y se sentó, con la cabeza entre las manos —. ¡Ay, Hresh, Hresh, qué gran equivocación cometí al no escucharte. En Vengiboneeza estamos perdiendo la humanidad. Nuestra esencia, Hresh. Estamos convirtiéndonos en animales. Ahora sé que tú estabas en lo cierto. Debemos irnos de aquí enseguida.

— Koshmar…

— ¡Enseguida! Por la mañana proclamaré la orden. Haremos el equipaje y nos marcharemos, dentro de dos semanas como máximo. Antes de que el veneno se propague entre nosotros. — Se levantó con paso incierto. Con el tono más firme de que fue capaz, ordenó —: ¡Y no reveles a nadie lo que acabamos de presenciar!


Era lo que Hresh había deseado, y su alma tenía que haber desbordado de alegría al conocer la decisión de Koshmar. El mundo, que despertaba con todo su esplendor y maravilla, se abría ante él, y ansiaba internarse en las tierras desconocidas para penetrar en sus infinitos misterios.

Pero a la vez le azotaba una poderosa sensación de pérdida y tristeza. Aún no había terminado su labor en Vengiboneeza. La decisión de Koshmar caía sobre su alma como una hoja afilada, que le despojaba de todo lo que la ciudad tenía por descubrir y recobrar. Todas las reliquias del Gran Mundo que no se llevaran consigo, con el tiempo caerían en manos de los bengs.

El asentamiento hervía bullicioso. Tenían que reunir el ganado y prepararlo para la marcha. Había que recoger las cosechas, que embalar las posesiones de la tribu. Apenas tenían tiempo para descansar. La partida era cuestión de días. De vez en cuando acudía algún beng al asentamiento y contemplaba perplejo lo que estaba sucediendo. Koshmar corría de una tarea a otra, tan agotada y consumida que su salud era objeto de comentario público. Torlyri casi nunca estaba en el asentamiento y quienes necesitaban consuelo y alivio acudían a Boldirinthe, quien se había ofrecido para llevar a cabo las tareas de Torlyri. Y cuando ésta venía, también su rostro tenía una expresión triste y oscura.

Hresh oía a la gente comentar que resultaría imposible tenerlo todo listo para la fecha dispuesta por Koshmar, que sería mejor posponerla una semana más, un mes más, una temporada más… Y, sin embargo, el trabajo prosiguió con idéntico frenesí, y no se anunció ninguna postergación.

— Es nuestra última oportunidad. Debemos convocar de nuevo a Los Buscadores y llevarnos todo lo que encontremos — dijo a Taniane.

— Pero Koshmar quiere que nos desembaracemos de todo lo posible para poder avanzar con mayor comodidad…

Hresh hizo un gesto de fastidio.

— Koshmar no comprende nada. A veces creo que todavía está viviendo en el capullo.

Aunque algo inquieta por tener que desobedecer a Koshmar, finalmente Taniane acató la voluntad de Hresh. Pero convocar al viejo grupo de Los Buscadores resultó difícil. Konya había partido junto a Harruel; Shatalgit y Praheurt, con el peso de un niño y otro en camino, no tenían tiempo para trabajos adicionales. La cauta Sinistine se acogió a la orden de Koshmar de suspender cualquier otro proyecto y centrarse exclusivamente en la partida. No hubo forma de convencerla.

Eso dejaba sólo a Haniman y Orbin. Haniman les dijo bruscamente que no le interesaba explorar con ellos, y qué no pensaba discutir el tema. Orbin, igual que Sinistine, dijo que iba a cumplir puntualmente la orden de Koshmar.

— Pero te necesitamos — suplicó Hresh —. Hay lugares donde las paredes se han caído, y pesadas piedras nos obstruyen el camino. Los mejores artefactos tal vez están en esos sitios. Necesitaremos tu fuerza Orbin.

— Hay que desmantelar el asentamiento. Mis fuerzas serán para esto. Y Koshmar dice que… — alegó Orbin, encogiéndose de hombros.

— Lo sé. Pero esto es más importante.

— Para ti.

— Te lo suplico, Orbin. Una vez fuimos amigos…

— ¿Ah, si? — dijo impasible.

Fue un golpe doloroso. Habían sido compañeros de juegos durante la infancia, sí. Pero eso fue muchos años atrás. Desde entonces, ¿qué habían representado el uno pira el otro? Ahora eran extraños. Hresh, el astuto sabio de la tribu. Orbin, sólo un guerrero, tal vez útil por sus músculos, pero no por nada más. Hresh abandonó el intento. La exploración final tendrían que hacerla él y Taniane, solos.

Una vez más partieron, amparados por la oscuridad. El lugar donde habían encontrado las — máquinas reparadoras fue una vez más objeto de la exploración de Hresh. Esta vez se llevó consigo el Barak Dayir.

— Mira — exclamó Taniane —. ¡Una marca beng sobre la pared!

— Sí. La he visto.

— ¿No estaremos invadiendo su territorio?

— ¿Invadiendo? — replicó enfadado — ¿Quién llegó primero a Vengiboneeza? ¿Ellos o nosotros?

— Pero otras veces que hemos visto señales de bengs cerca hemos vuelto al asentamiento…

— Pues ahora no lo haremos.

Siguió avanzando. Distinguieron el gran montículo piramidal de columnas rotas. En la fachada del templo derruido que había al otro lado del camino, bailoteaban las cintas de los bengs. Dos reparadores artificiales pasaron cerca, sin prestar atención a Hresh y Taniane y sin interrumpir su solemne tarea de revolver restos y apuntalar paredes a punto de caer.

— Por allí, Hresh — indicó Taniane en voz baja.

Miró a la izquierda. Bajo la luz de la luna las terribles sombras de dos cascos bengs se erigían como manchas monstruosas sobre la fachada lateral de un edificio de piedra blanca. Al lado de un bermellón, dos corpulentos guerreros estaban de pie, conversando tranquilamente.

— No nos han visto — murmuró Taniane.

— Lo sé.

— ¿Podemos sortearlos de algún modo?

Hresh sacudió la cabeza.

— Dejaremos que nos descubran.

— ¿Qué?

— Debemos hacerlo.

Extrajo la Piedra de los Prodigios y la dejó descansar un rato sobre la palma de la mano. Taniane la miró con una expresión entre fascinada y despavorida. Él mismo sintió temor, no por la vista del Barak Dayir, sino por la arriesgada complejidad de su plan.

Se inclinó y cogió el Barak Dayir con el órgano sensitivo. La música del talismán comenzó a penetrar en su alma. Le serenó y le bañó de consuelo. Indicó a Taniane que le siguiera y caminó por un sitio abierto, hacia los bengs, que le miraron con sorpresa y desagrado.

Ahora, a controlarles, sin hacerles daño y sin quitarles la vida…

Suavemente, Hresh tocó las almas de los beng. Sintió que los dos se retorcían, en un furioso intento de liberarse de su intrusión. Temblando, Hresh impidió que el contacto se rompiera. No podía olvidar aquel primer Hombre de Casco, tanto tiempo atrás, que prefirió morir antes que dejarse invadir de ese modo. Tal vez mi contacto fue demasiado duro en aquella ocasión, pensó. No debía matar a estos dos. Por encima de todo, no debía matarlos. Pero ahora contaba con la ayuda del Barak Dayir.

Los bengs se agitaban y luchaban. Al fin se serenaron y quedaron relajados de pie, mirándole como bestias adormecidas. Hresh suspiró. ¡Había dado resultado! ¡Estaban en su poder!

— He venido a explorar este sitio — les dijo.

Los ojos de los bengs estaban tensos y brillantes. Pero no podían escapar a su control. Primero uno, y luego el otro, asintieron.

— Me ayudaréis en lo que os pida — ordenó Hresh —. ¿Lo habéis comprendido?

— Sí — fue la respuesta hosca y reacia.

Una oleada de alivio le recorrió. Los tenía como atrapados en un arnés. Pero no sufrirían daño.

Taniane le miraba maravillada. Él sonrió y se llevó un dedo a los labios.

Entonces miró a uno de los artefactos reparadores que había cerca y lo llamó. Su pequeña mente mecánica respondió sin la menor vacilación. Giró y comenzó a moverse rápidamente hacia la puerta de piedra roja que había sobre el pavimento. Alargó uno de sus brazos metálicos y tocó la puerta, que al instante se deslizó sobre los rieles.

— Ven — invitó a Taniane.

Descendieron a la cámara subterránea, profusamente iluminada, que yacía abierta entre ellos. Había gran cantidad de máquinas intrincadas y complejas, brillantes, perfectas. Más de una docena de pequeños mecánicos reparadores se movían por entre las hileras de artefactos, realizando sin duda tareas menores de mantenimiento. Al otro lado de la inmensa sala, Hresh vio que una de las máquinas trabajaba sobre otra igual pero inmóvil. ¡Con que así habían conseguido subsistir a lo largo de milenios! Se reparaban mutuamente, pensó. Así podían durar una eternidad…

A la que había abierto la puerta para ellos, Hresh ordenó:

— Dime las funciones de estos artefactos.

Y como respuesta, abrió un nicho en la pared y extrajo una pequeña esfera de bronce que cabía en la mano de Hresh. Su exterior metálico era translúcido y dentro de ella se escondía un globo más pequeño de mercurio imperecedero y brillante que giraba sin cesar. No tenía ningún mando, ni otro medio visible con el cual manejarlo., Pero al tocarlo con su mente amplificada por el Barak Dayir, el alma de la pequeña esfera se abrió ante él como montada sobre goznes, y el joven se internó en vertiginosos planos de conocimiento.

— ¿Hresh? — preguntó intrigada Taniane —. ¿Hresh, estás bien?

Asintió. Se sentía mareado, sorprendido, aturdido. En un torrente veloz y embriagador de datos, la esfera le explicaba para qué servían los objetos que tenía ante él. Éste medía la estabilidad y profundidad de los cimientos. Aquel otro erigía columnas. Éste cortaba roca. Ése transportaba escombros. Éste… aquél… ese otro…

Tiempo atrás, cuando exploraba las ruinas había visto máquinas semejantes. Recordaba su fracaso al tratar de ponerlas en marcha: los aparatos empezaban a construir puentes y paredes, y a cavar fosos y demoler edificios como si actuaran por cuenta propia. Había tenido que esconder las máquinas porque eran peor que inútiles. Eran peligrosas, destructivas, incontrolables.

Pero esta pequeña esfera de mercurio que tenía en la mano debía ser el control central al cual obedecían los demás. Con su ayuda, se dijo, podría construir una Vengiboneeza entera. Una mente clara, enfocada a través del dispositivo, podría dirigir a la horda de máquinas constructoras para levantar cuanto fuera necesario. No más puentes inútiles. No más paredes levantadas en lunática profusión en medio de las avenidas. Sólo construcción planificada, de acuerdo con el plan que se trazara. Se convertiría en el amo, y la esfera sería su mejor arma, y las otras máquinas construirían bajo sus órdenes.

— ¿Qué tienes Hresh? ¿Qué es todo esto?

— Milagros y maravillas — murmuró con voz ronca —. ¡Milagros y maravillas!

Hizo señas a los dos bengs, que lo miraban desde la puerta con aire estupefacto. Seguían resistiéndose a su control, pero no podían escapar de él.

— ¡Tú! — gritó —. ¡Ven aquí! Comienza a cargar todo esto y a depositarlo sobre el bermellón.

Fueron necesarios una docena de viajes de ida y vuelta hasta que todo lo que a Hresh le pareció importante fue transportado al asentamiento del Pueblo. Antes de que amaneciera, Hresh envió a los dos Hombres de Casco de regreso, con su más cálido agradecimiento, después de haber borrado de su mente con sumo cuidado todo recuerdo de lo que habían hecho durante la noche.


Dentro del templo, Torlyri trabajaba afanosamente guardando candelabros, empaquetando para el inminente viaje todos los objetos sagrados. De vez en cuando se detenía a respirar hondo, reclinada contra el frío muro de piedra. A veces comenzaba a temblar de forma incontrolada. Sólo faltaban unos días para la partida.

Hresh se ocuparía de las crónicas y de todo lo que estuviera relacionado con ellas. El resto, todo lo que la tribu había acumulado en los milenios de existencia recluida, quedaba bajo su responsabilidad: pequeños amuletos, cuencos estatuillas sagradas de este o aquel dios, varitas destinadas a la curación de tal o cual enfermedad guijarros pulidos y brillantes cuyo origen y finalidad habían sido olvidados pero que cada mujer de las ofrendas había transmitido a su sucesora como tesoros.

Las dos noches anteriores, Boldirinthe la había ayudado en su tarea. Pero el día antes, mientras terminaban de trabajar, se había vuelto hacia ella de pronto:

— ¿Estás llorando Torlyri?

— ¿Ah, si?

— Veo lágrimas en tus mejillas.

— Es el cansancio, Boldirinthe. El cansancio.

— Te entristece tener que dejar la ciudad, ¿no? Hemos sido felices en Vengiboneeza, ¿no crees?

— Los dioses decretan. Los dioses proveen.

— Si puedo ayudarte en algo…

— ¿Ayudar a la que ayuda? No, Boldirinthe. Por favor. — Torlyri se echó a reír —. Has confundido mi reacción. No estoy triste, sólo muy cansada.

Esa noche, Torlyri trabajaba sola. Sentía que las lágrimas se agolpaban a sus ojos y sabía que en cualquier momento echarían a rodar solas. No podía soportar que Boldirinthe ni nadie la compadeciera. Si se desmoronaba, no quería que nadie la viese.

Con dedos temblorosos envolvía los objetos sagrados en trozos de piel o en tejidos, y los depositaba en cestos que la tribu llevaría durante la travesía. A veces besaba algún amuleto antes de guardarlo. Durante toda su vida se había ocupado de estos objetos, por medio de los cuales se había asegurado la constante amabilidad de los dioses. Eran pequeñas reliquias de piedra, hueso o metal, pero estaban tocadas por los dioses, tenían poder. Y más que eso: ella había depositado su amor en cada uno. Le eran tan familiares como sus propias manos. Ahora, uno tras otro, iban desapareciendo en las cestas.

A medida que los estantes se vaciaban, sentía que su propio destino se cernía sobre ella. El tiempo transcurría de prisa.

Oyó pasos fuera del santuario. Levantó la vista, con el ceño fruncido.

— ¿Torlyri?

Era la voz de Boldirinthe. Ha venido a pesar de todo, pensó Torlyri irritada Se dirigió a la puerta y asomó la cabeza.

— Te advertí que hoy debía trabajar sola. Sólo yo puedo tocar algunos de estos talismanes, Boldirinthe…

— Lo sé — respondió Boldirinthe con amabilidad —. No quisiera molestarte en tu trabajo, Torlyri. Pero traigo un mensaje para ti, y pensé que tal vez querrías escucharlo…

— ¿De quién?

— De tu Hombre de Casco. Está aquí y desea verte. ¿Aquí?

— Fuera del templo. En las sombras.

— Ningún beng puede entrar en este lugar — dijo Torlyri, incómoda —. Dile que espere. Saldré a verlo… No. No. No quiero que nadie nos vea juntos esta noche. — Se retorció las manos, nerviosa. Se pasó la lengua sobre los labios para humedecérselos —. Sabes dónde está el almacén, ¿verdad? Al otro lado del edificio, donde Hresh guarda los objetos que encuentra por la ciudad. Mira si hay alguien allí ahora, y si está vacío, llévalo a ese sitio. Luego vuelve y házmelo saber.

Boldirinthe asintió y desapareció.

Torlyri intentó volver a su trabajo, pero fue inútil. Los dedos. le resbalaban con torpeza, casi dejaban caer los objetos. No podía recordar las bendiciones que debía pronunciar al retirarlos de sus sitios. Al cabo de unos minutos, abandonó la tarea y se postró delante del pequeño altar, con los codos sobre la repisa, la cabeza inclinada, orando para serenarse.

— Está esperándote — anunció Boldirinthe suavemente a sus espaldas.

Torlyri cerró la habitación de objetos sagrados y apagó las velas. Se detuvo en la oscuridad para dar un tierno abrazo a Boldirinthe y un suave beso de agradecimiento. Luego salió por el pasillo que conducía a la plaza y dio la vuelta al edificio de muchos lados que hacía las veces de almacén.

Era una noche cálida y apacible. No soplaba el viento, y por encima de la luna corrían franjas de nubes de contornos nítidos. Pero Torlyri temblaba. Sentía un nudo de nerviosismo en el estómago.

Cuando Torlyri entró, Trei Husathirn recorría el almacén como una criatura enjaulada, con un único racimo de moras de luz en la mano para alumbrarse. Llevaba el casco, y parecía mayor que lo que Torlyri recordaba Hacía unos días que no se veían. Había demasiado trabajo pendiente en el asentamiento. Él andaba de aquí para allá, revolviendo la colección de artefactos que Hresh y sus Buscadores habían reunido. Cuando oyó llegar a Torlyri, se dio la vuelta bruscamente y levantó los brazos como para defenderse.


— Soy yo — saludó ella, sonriendo.

Corrieron a abrazarse. Él la estrechó con fuerza, hasta dejarla casi sin aliento. Torlyri sintió que se estremecía Tardaron en separarse. El beng tenía una expresión tensa y atemorizada.

— ¿Qué son estas máquinas? — preguntó él.

— Deberías preguntárselo a Hresh. Él las descubrió por toda la ciudad. Son cosas del Gran Mundo — respondió Torlyri, encogiéndose de hombros.

— ¿Y funcionan?

— ¿Cómo voy a saberlo?

— ¿Y se las llevará cuando os vayáis?

— Poco conozco a Hresh si no se lleva todas las que pueda — Torlyri se preguntó si no habría sido un error permitir que Trei Husathirn entrara allí. Tal vez no debiese ver todo aquello. Era su pareja, sí, o algo parecido. Pero seguía siendo un beng, y aquella habitación guardaba secretos de su tribu.

También la preocupaba su tono de voz, ansioso y duro. Casi parecía asustado.

Ella le cogió la manó.

— ¿Sabes cuánto te he echado de menos? — le preguntó.

— Pudiste haber ido a verme…

— No. No, imposible. Todo debe quedar perfectamente embalado. Hay que pronunciar oraciones, es una tarea que lleva semanas enteras. No sé si podré terminarla a tiempo. No tenías que haber venido esta noche, Trei Husathirn…

— Necesito hablar contigo.

Algo andaba mal. Debía haber dicho: «Tenía que verte, quería verte, no podía estar lejos de ti.» En cambio, «necesito hablar contigo»… ¿De qué?

Le soltó la mano y retrocedió, intranquila, inquieta.

— ¿Qué sucede? — preguntó.

Él permaneció un rato en silencio. Luego dijo.

— ¿Ha habido algún cambio en la fecha de partida?

— No.

— De modo que sólo faltan unos pocos días.

— Sí — admitió Torlyri.

— ¿Qué haremos?

Quiso apartar la mirada, pero mantuvo los ojos sobre los del beng.

— ¿Qué quieres hacer, Trei Husathirn?

— Sabes lo que quiero. Ir contigo.

— ¿Cómo podrías hacer semejante cosa?

— Sí. ¿Cómo? ¿Qué sé de vuestras costumbres, de vuestros dioses, de vuestro idioma, de nada? Lo único que conozco de tu pueblo es a ti. Jamás me adaptaría…

— Sí, con el tiempo…

— ¿Lo crees?

Ahora ella apartó la mirada.

— No — reconoció, apenas capaz de emitir esa única palabra.

— De modo que, después de preguntármelo un millar de veces, concluyo que no hay sitio para mí en la tribu de Koshmar. Siempre sería un extraño. Un enemigo, incluso.

— ¡Desde luego, no un enemigo!

— Creo que sí, para Koshmar y los demás. — De pronto estrujó el racimo de moras de luz en la mano y lo dejó caer al suelo: En la oscuridad, Torlyri se sintió inesperadamente asustada. ¿Qué pretendía? ¿Matarse y matarla, por un amor frustrado? Pero el hombre se limitó a cogerle las manos, atraerla a él y estrecharla con fuerza. Luego, con voz hueca y distante, continuó —: Y también tendría que abandonar a mis hermanos de Casco, a mi cabecilla, a mis dioses. ¡Tendría que abandonar a Nakhabá! — Temblaba —. Debería dejarlo. Ya no me conocería más. Estaría perdido…

Torlyri le acarició el oído, la mejilla, el sitio desnudo de la cicatriz. Un haz de luz fugitiva le permitió vislumbrar su rostro, y sobre él, una red de lágrimas. Pensó que verlo llorar le provocaría también el llanto, pero no. Ella ya no tenía más lágrimas.

— ¿Qué haremos? — volvió a preguntar.

Torlyri le cogió la mano y la oprimió contra su seno.

— Aquí. Acuéstate a mi lado. Sobre el suelo, junto a estas impresionantes máquinas. Eso es lo que haremos. Acostarnos aquí, Trei Husathirn. Échate a mi lado. A mi lado…


La mañana había llegado. Hresh miró con adoración a Taniane, que dormía profundamente, exhausta tras la expedición nocturna. Con paso lento salió de la habitación. Todo permanecía en calma. En el aire flotaba una rica dulzura, como si una flor nocturna acabara de abrirse.

Había sido una noche prodigiosa. Las últimas dificultades para la partida de Vengiboneeza habían desaparecido, gracias a la pequeña esfera de metal dorado.

Ahora, Hresh tenía en la manó una esfera distinta, la esfera plateada que había descubierto noches atrás. No había tenido tiempo de examinarla a fondo, pero ese amanecer brumoso, tras una noche en vela, tras una noche en que dormir había sido impensable, una noche de esfuerzos heroicos, la pequeña esfera gravitaba con pesadez en su alma.

Parecía como si le llamara. Miró a su alrededor, pero no descubrió a nadie. El asentamiento dormía. Hresh se ocultó en una rendija entre dos gigantescas estatuas de alabastro sin cabeza que representaban a dos ojos-de-zafiro. Pulsó el dispositivo que ponía en funcionamiento la esfera.

Por un instante no sucedió nada. ¿Habría consumido toda la energía de la esfera aquella vez que la utilizó? ¿O acaso no había oprimido el botón con fuerza suficiente? La sostuvo sobre la palma de la mano: preguntándoselo. Y entonces emitió el mismo sonido agudo e intenso que en la otra ocasión, y volvió a irradiar la luz verde e intermitente.

Se apresuró a acercar el ojo al diminuto orificio, y una vez más el Gran Mundo apareció ante él.

Esta vez, además de imagen había sonido. De la nada provenía una melodía lenta y pesada. Eran tres acordes entrelazados. Uno de una opaca tonalidad gris, otro que resonaba en su alma con un matiz azul profundo, y un tercero, de un tono naranja duro y agresivo. La música le recordaba a un canto fúnebre. Hresh advirtió que era la música más apropiada para representar los últimos días del Gran Mundo.

A través del pequeño orificio, Hresh accedió a un vasto panorama de la ciudad.

Vengiboneeza se desplegaba ante él en sus horas finales. Era una visión sobrecogedora.


El cielo sobre la ciudad es negro. Y por entre las calles soplan vientos atroces y oscuros, creando turbulencias negras sobre un fondo tenebroso. Una ráfaga de polvo asfixia el aire. Débiles rayos de luz solar danzan errantes por entre el polvo, posándose sin fuerza sobre el suelo. Sobre las plantas comienza a formarse una débil capa de escarcha. Y también sobre el contorno de los estanques, sobre las ventanas, sobre el aire mismo.

Hresh sabe que hace poco ha caído una estrella de la muerte. Una de las primeras, o tal vez la primera…

Con un impacto que hizo estremecerse al mundo, la estrella de la muerte ha caído sobre la Tierra en algún lugar cercano a Vengiboneeza. O tal vez no, acaso fue al otro lado del mundo. Una inmensa nube negra de ceniza, se ha elevado por encima de las más altas montañas. El aire está denso de polvillo. Toda la tibieza del sol ha quedado obstruida por las nubes. La única luz que se filtra es un pálido reflejo helado. El mundo comienza a congelarse.

Esto es sólo el comienzo. Una tras otra caerán más estrellas de la muerte, cada cincuenta años, cada quinientos años, quién sabe cada cuánto. Y cada una traerá una nueva calamidad durante el interminable Largo Invierno.

Pero para el Gran Mundo, el primer impacto será el mortal. Los ojos-de-zafiro, los vegetales, los amos-del-mar y el resto habitan un mundo donde el aire es limpio y suave, y donde nunca llega el invierno. El invierno sólo es un débil recuerdo de la antigüedad prehistórica, un mero sueño ancestral. Y ahora, vuelve de nuevo. Y de los Seis Pueblos, solo los hjjks y los mecánicos son capaces de subsistir sin protección especial. Pero los mecánicos, como Hresh sabe sin entender por qué, elegirán la muerte.

Ha sonado la última hora del Gran Mundo.

Sopla un viento amargo. Unos cuantos copos blancos revolotean en el aire. El nuevo frío ya ha hecho que las primeras bestias despavoridas emprendan una migración salvaje al refugio que ofrece Vengiboneeza. Hresh las ve por todas partes: cuernos, colas, colmillos y pezuñas, en una horda de ojos aterrorizados, fauces abiertas y mandíbulas babeantes.

Los vientos ásperos retumban en lo alto con toda su majestad, impulsando el ritmo solemne que ordena a los animales buscar refugio allí. Bajo la fuerza de la horrible tempestad, corren sin concierto, despavoridos. Irrumpen en estampida por las calles; salen desbocados, como si la actividad febril los mantuviera con calor suficiente para subsistir. Las prodigiosas mansiones blancas de Vengiboneeza son devastadas. En cada rincón Hresh ve animales de todas clases trepar por las paredes, trasponer umbrales, hundirse en dormitorios. Por las avenidas se abalanzan y corren inmensas manadas de grandes cuadrúpedos. Los gritos ásperos de los invasores desgarran cruelmente la música serena que fluye de la esfera plateada.

Y sin embargo…, y sin embargo…

Los ojos-de-zafiro…

Hresh los ve proseguir sin cesar su tarea en medio de la locura. Los enormes cocodrilos conservan la calma, una calma incomprensible. Es como si sólo hubiese comenzado a caer una ligera tormenta de verano.

A su alrededor, las criaturas enloquecidas por el miedo saltan, se retuercen, corren y se deslizan. Y con calma, con calma sin mostrar jamás la menor señal de alarma o desmayo, los ojos-de-zafiro guardan sus tesoros, dictan instrucciones para su cuidado, cumplen sus habituales deberes religiosos a unos dioses que sin embargo les envían un destino aciago.

Hresh los ve reunirse en plácidos grupos para oír música, para observar el juego de, colores sobre unos gigantescos cristales dispuestos sobre los muros de los edificios, enfrascarse en serenas reflexiones sobre temas complejos. Su vida habitual prosigue a pesar de todo. Unos cuantos, pero sólo unos pocos, van hacia las máquinas de luz y son transportados. Pero acaso también este comportamiento sea normal, y nada tenga que ver con la proximidad de la catástrofe.

Y, sin embargo, saben que es el fin. Sin duda tienen que saberlo. Pero, simplemente, no les importa.

El frío se acentúa. El viento adquiere mayor violencia. El cielo no muestra estrellas, ni nubes. Es negro sobre un fondo, tenebroso. Ha comenzado a caer una llovizna fría que se convierte en nieve, y luego en duras partículas de hielo, antes de llegar al suelo. Cada árbol se recubre de una mortal película brillante y transparente al igual que los edificios. El mundo ha adquirido el fulgor de la muerte.

Y, cada uno a su modo, los demás pueblos responden a la destrucción.

Los hjjks abandonan la ciudad. Se han dispuesto en una interminable doble hilera, amarilla y negra, amarilla y negra, y marchan por la puerta del sur. No se apresuran. Su disciplina es perfecta. En su evacuación, guardan un orden monstruoso y total.

Los amos-del-mar también se marchan, y tampoco muestran pánico. Se encaminan a la costa y se alejan de la orilla. Pero él lago comienza a helarse en el mismo momento en que se internan en él. No hay duda de qué se dirigen a la muerte. Sin duda lo saben.

Los mecánicos también se van por la gran avenida que serpentea entre los pies de las colinas, hacia el este. Las brillantes máquinas de cabeza achaparrada se mueven con rapidez, a trompicones. Tal vez ya se han trazado como destino la lejana planicie donde Hresh y su tribu los hallarían, muertos y cubiertos por el óxido de milenios, un lejano día, en el futuro.

Para los vegetales no hay éxodo. Ya casi están agonizando, Se desmoronan allí donde se encuentran, con las pobres flores ajadas, los delgados tallos ennegrecidos y las hojas marchitas cayendo una tras otra Y a medida que mueren, los mecánicos que todavía no se han ido de la ciudad aparecen para llevárselos. La ciudad se mantendrá en condiciones hasta último momento.

De los Seis Pueblos, los únicos a quienes no ve son los humanos. Hresh recorre toda la ciudad en busca de las criaturas blancas y alargadas, de ojos sombríos y cabezas de combados cráneos. Pero no, no, ni uno solo. Al parecer ya se han ido: astutos y precavidos, ya se han embarcado en su viaje hacia… ¿adónde? ¿Hacia la seguridad? ¿Hacia una serena muerte en algún otro lugar, como los amos-del-mar o los mecánicos? Hresh no lo sabe. Está azorado e hipnotizado por la visión del final de Vengiboneeza. Le confunden los negros vientos que barren el cielo negro, y la música mortal y lúgubre, y la migración de los seres del Gran Mundo al exterior de la ciudad, y la de los habitantes de los bosques hacia dentro de las murallas. Y esa incomprensible aceptación que impávidamente despliegan los ojos-de-zafiro a medida que la última hora se cierne sobre ellos.

Observa hasta que ya no puede soportarlo más. Hasta el fin, los ojos-de-zafiro se muestran indiferentes por el destino que les espera.

Por fin, oprime el botón con un dedo tembloroso y la imagen se desvanece a medida que la música cesa. Y Hresh cae de rodillas, sobrecogido, aturdido…


Supo que no había comprendido nada de lo que acababa de ver.

Su alma bullía de preguntas, más que nunca; y no tenía respuesta para ninguna de ellas. Ninguna respuesta, para ninguna pregunta.


Por la mañana Koshmar quiso levantarse del lecho, pero una mano invisible y poderosa se apoyó entre sus senos y la obligó a echarse de nuevo. Estaba sola. Torlyri había ido al templo la noche anterior para proseguir la tarea de embalar los objetos sagrados, y no había vuelto. Habrá ido en busca de su beng, pensó Koshmar. Permaneció un momento quieta, tendida, jadeando, frotándose el pecho, sin hacer esfuerzos por incorporarse. Algo arde en mi interior, pensó. El corazón está en llamas. O tal vez eran los pulmones. El fuego me está consumiendo por dentro.

Con cuidado, volvió a intentar sentarse. Esta vez ninguna mano la empujó, pero a pesar de todo le resultó difícil, y le causó muchos temblores y estremecimientos. Y muchas pausas prolongadas en que se vio obligada a hacer equilibrio sobre la punta de los dedos para no caer hacia atrás. Tenía mucho frío. Agradecía que Torlyri no estuviera allí para ver su agonía, su enfermedad, su dolor. Nadie debía verla. Pero por encima de todo, que no la viera Torlyri.

Con la segunda vista se proyectó al exterior del edificio y tomó conciencia de que Threyne pasaba por allí cerca con su hijo, Thaggoran. Koshmar la llamó, y se acercó al marco de la puerta, aferrándose a él y echando los hombros atrás, luchando por aparentar que no le sucedía nada malo.

— ¿Me has llamado? — preguntó Threyne.

— Sí. — La voz de Koshmar sonó temblorosa y ronca incluso a sus propios oídos —. Necesito hablar con Hresh. Ve a buscarle y dile que venga a verme, ¿quieres?

— Desde luego, Koshmar.

Pero Threyne vaciló, sin decidirse a hacer lo que Koshmar le había encomendado. Tenía los ojos ensombrecidos por la preocupación. Se da cuenta de que estoy enferma, pensó Koshmar. Pero no se atreve a preguntarme qué me pasa.

Miró al joven Thaggoran. Era un niño robusto, de lar. gas piernas, ojos brillantes, temperamento apocado. Tenía más de siete años y permanecía oculto detrás de su madre, mirando a la cabecilla con incertidumbre. Koshmar le sonrió.

— ¡Cómo ha crecido, Threyne! — exclamó, con toda la calidez de que fue capaz —. Recuerdo el día en que nació. Estábamos al otro lado de Vengiboneeza, cerca del estanque del aguazancos, cuando te llegó el momento de dar a luz. Hicimos un lecho para ti y Torlyri te cuidó durante el alumbramiento, y Hresh acudió a darle al niño su nombre de nacimiento. Lo recuerdas, ¿verdad?

Threyne miró a Koshmar de modo extraño, y la cabecilla sintió una nueva punzada de dolor.

Debe de pensar que me he vuelto loca, se dijo Koshmar, para que le pregunte si recuerda el día en que nació su primogénito. Luchó por mantener firme la mano mientras acariciaba la mejilla del niño. Él retrocedió.

— Ve — dijo Koshmar —. Ve en busca de Hresh.

Pero Hresh tardó muchísimo en llegar. Tal vez estuviera vagando por las ruinas una última vez, pensó Koshmar. Tal vez tratara desesperadamente de rescatar los últimos tesoros antes de que la tribu se marchara de Vengiboneeza. Luego recordó que Hresh ahora tenía pareja, o casi, y que tal vez estuviera absorto en el entrelazamiento o la cópula con Taniane, y no deseara que le interrumpieran. Resultaba extraño pensar que Hresh tenía pareja, o que se entrelazaba, o que hacía cualquier actividad relacionada con ello. Para Koshmar siempre sería aquel niño salvaje que una temprana mañana alejada en el tiempo había intentado deslizarse al exterior del capullo.

Al fin apareció. Tenía el aspecto desgarbado y ensimismado del que ha pasado la noche en vela: Pero al ver a Koshmar contuvo el aliento y de inmediato se mostró alarmado, como si su aspecto le hubiera despertado de golpe.

— ¿Qué te ha pasado? — le preguntó enseguida.

— Nada. Nada. Entra. ¿Estás enferma?

— ¡No, no! — Koshmar hizo un gesto con su brazo que casi la hizo caer —. Sí — admitió, en voz inaudible. Hresh la aferró por un brazo y la condujo a un banco de piedra cubierto de pieles. Durante mucho rato permaneció con la cabeza gacha, sentada, mientras la atravesaban oleadas de fiebre y dolor. Al cabo de un tiempo dijo, muy lentamente —: Me estoy muriendo…

— No es posible.

— Intérnate en mi espíritu un momento y sabrás la verdad.

— ¡Iré a buscar a Torlyri! — dijo Hresh, agitado.

— ¡No! ¡Torlyri no! — ordenó.

— Conoce las artes de la curación.

— Lo sé, niño. Pero no quiero que ejerza sus artes sobre mí.

Hresh se acuclilló ante ella y trató de observarla de frente, pero la mujer esquivó su mirada.

— ¡No, Koshmar! ¡No! ¡Todavía eres fuerte! Puedes curarte, si dejas que…

— No.

— ¿Sabe Torlyri que estás tan enferma?

Koshmar se encogió de hombros.

— ¿Cómo puedo estar segura de si Torlyri lo sabe o no? Es una mujer inteligente. Nunca he hablado de esto con nadie. Y desde luego, no con ella.

— ¿Cuánto hace que estás as?

— Un tiempo — respondió Koshmar —. Me ha ido venciendo poco a poco. — Esta vez levantó la cabeza, y reunió parte del vigor que alguna vez había ostentado. En voz más alta, continuó —: Pero no te he hecho venir para hablar de mi salud.

Hresh sacudió la cabeza con furia.

— Conozco algunas artes curativas. Si no quieres que Torlyri lo sepa, de acuerdo. Torlyri no tiene por qué estar al corriente. Pero déjame curarte de tu enfermedad. Déjame invocar a Mueri y Friit, y hacer cuanto sea necesario para aliviarte.

— No.

— ¿No?

— Ha llegado mi hora. Que se cumpla el destino. Me quedaré en Vengiboneeza cuando parta la tribu.

— Claro que partirás.

— ¡Te ordeno que dejes de decirme lo que tengo que hacer!

— ¿Cómo vamos a dejarte aquí?

— Ya estaré muerta — respondió Koshmar —. O casi. Diréis sobre mí las palabras de la muerte, me pondréis en un lugar tranquilo y luego os iréis. ¿Lo has comprendido, Hresh? Es mi última orden: la tribu debe alejarse de esta ciudad. Pero la doy sabiendo que no estaré entre vosotros cuando cumpláis mi mandato. Te has pasado la vida entera desobedeciéndome, pero tal vez esta última vez me concedas el derecho a que mi voluntad sea cumplida. No quiero que haya lágrimas ni lamentos por mi causa. He llegado al límite de edad. Éste es el día de mi muerte.

— Si sólo me dijeras qué te pasa, para poder hacer una curación…

— Lo que me pasa, Hresh, es que estoy viva. La cura pronto me será concedida. Una palabra más sobre el tema y te destituyo de tu cargo, mientras todavía conservo el mío. Ahora, ¿querrás callar? Hay cosas que debo decirte antes de que me abandonen las fuerzas.

— Prosigue — aceptó Hresh.

— La tribu emprenderá un viaje muy largo. Eso lo adivino con la sabiduría que proporciona la muerte. Llegaréis a lugares lejanos del mundo. No podréis hacer semejante travesía si lleváis los bultos a la espalda, como hicimos cuando partimos del capullo. Ve a ver a los bengs, Hresh, y pídeles cuatro o cinco bermellones jóvenes como bestias de carga. Si son nuestros amigos, tal como aseguran, tíos los darán. Y si no te los dan, habla con Torlyri y que su amante beng los consiga. Asegúrate que te dan hembras y machos, para poder procrear nuestros propios ejemplares.

— No será difícil — asintió Hresh.

— No. No para ti. Ahora escúchame bien: hay que nombrar una nueva cabecilla. Tú y Torlyri la elegiréis. Debéis escoger a alguien joven, de voluntad férrea y cuerpo fuerte. Tendrá que conducir a la tribu a lo largo de muchas dificultades.

— ¿A quién sugerirías, Koshmar?

Koshmar esbozó una rápida sonrisa.

— Ay, Hresh. ¡Genio y figura! ¡Con qué respeto pides a una Koshmar moribunda que haga la elección, cuando sabes que ya está hecha!

— Te lo he pedido con toda sinceridad y respeto, Koshmar…

— ¿Ah, sí? Pues bien: respondo porque me preguntas, y te digo lo que ya sabes. Hay una sola mujer en la tribu que cumpla los requisitos. Me sucederá Taniane.

Hresh contuvo el aliento, se mordió el labio y apartó la vista.

— ¿Te desagrada la elección?

— No. En absoluto. Pero hace que esto parezca más real. Con más claridad que lo que querría me hace ver que ya no serás cabecilla, que alguien más, que Taniane…

— Todo cambia, Hresh. Los ojos-de-zafiro ya no gobiernan el mundo. Ahora, una cosa más: ¿Taniane y tú formaréis pareja?

— He estado indagando las crónicas en busca de antecedentes que permitieran tomar compañera al cronista de la tribu.

— No es necesario que sigas buscando. Los antecedentes están de más. Tú eres el antecedente. Ella es tu pareja.

— ¿Lo es, entonces?

— Cuando regreses del asentamiento beng, tráela aquí, y diré las palabras rituales.

— Koshmar… Koshmar…

— Pero no le digas que será cabecilla. Todavía no tiene el cargo. Sólo lo será cuando tú y Torlyri depositéis sobre ella esa responsabilidad. Estas cosas deben hacerse como está establecido. No puede haber una nueva cabecilla mientras la otra esté con vida.

— Déjame tratar de curarte, Koshmar…

— Me estás cansando. Ve a ver a los beng y pídeles unos cuantos bermellones, niño.

— Koshmar…

— ¡Ve!

— Déjame al menos hacer algo por ti. — Con dedos temblorosos, Hresh desató un pequeño objeto que llevaba al cuello y lo oprimió en la mano de Koshmar —. Es un amuleto que tomé de Thaggoran cuando murió, tras el ataque de los zorros-rata. Es muy antiguo, y debe de tener grandes poderes, aunque nunca he logrado averiguar cuáles. Cuando siento que necesito tener a mi lado a Thaggoran, cojo el amuleto y su presencia llega hasta mí. Tenlo en la mano, Koshmar. Que Thaggoran acuda a tu lado y te guíe al otro mundo. — Plegó sus dedos sobre el objeto. A través de la palma, Koshmar recibió una sensación tibia y dura —. Él te respetaba y quería — aseguró Hresh —. Me lo dijo muchas veces.

Koshmar sonrió.

— Te agradezco este amuleto, que conservaré hasta el final. Y luego será tuyo de nuevo. No te verás privado de él mucho tiempo. — Hizo un gesto de impaciencia —. Ve, ahora. Ve al asentamiento de los bengs y pídeles unas bestias. Ve, ve Hresh. — Y luego, en tono más suave, llevó la mano hasta la mejilla del joven —. Mi anciano. Mi cronista.


Al parecer, Noum om Beng le estaba esperando. Al menos no mostró sorpresa cuando Hresh apareció, sin aliento, sudoroso, tras haber corrido todo el trayecto desde el asentamiento del Pueblo hasta el sector de Dawinno Galihine. El anciano de los Hombres de Casco estaba en su cámara austera, sentado ante la entrada como si hubiera previsto la llegada de un visitante.

En el cráneo de Hresh latía un martilleo implacable. El alma le dolía: en muy poco tiempo había sufrido demasiados dolores intensos. Su mente bullía por todo lo que había sucedido en los últimos días, pocos y frenéticos. Y ahora debía presentarse ante el anciano Noum om Beng, quizás en lo que fuera su última oportunidad de conversar con él, a pesar de que todavía le quedaba mucho por aprender. Las preguntas se multiplicaban. Las respuestas parecían cada vez más lejanas.

— Siéntate — ordenó Noum ora Beng, señalando un sitio al lado de su banco de piedra —. Descansa. Toma aire, taño. Toma todo el aire que puedas. Bien hondo.

— ¡Padre…!

— ¡Descansa! — insistió Noum om Beng con aspereza.

Hresh pensó que iba a azotarle, como en los primeros días de su aprendizaje. Pero el anciano permaneció en absoluta calma. Sólo movía los ojos, que con su fulgor acerado obligaban a Hresh a la inmovilidad.

Despacio, Hresh tomó aire, lo retuvo, y lo exhaló. Volvió a respirar. Al poco rato, el palpitar de su corazón se calmó y la tormenta de su mente pareció acallarse. Noum om Beng asintió.

— ¿Cuándo os vais, niño? — preguntó en voz baja.

— Dentro de uno o dos días.

— Entonces, ¿has aprendido todo lo que te ofrecía la ciudad?

— No he aprendido nada — se lamentó Hresh —. Nada en absoluto. Recojo información, pero cuanto más sé, menos comprendo.

— A mí me sucede lo mismo — dijo el anciano.

— ¿Cómo puedes decir eso, Padre? Conoces todo lo que hay que saber…

— ¿Eso crees?

— Así me lo parece.

— En verdad, sé muy poco, niño. Sólo lo que me ha sido transmitido a través de las crónicas de mi tribu, y lo que he podido aprender por mí mismo, tanto en mis andanzas como en mis reflexiones.

— Es la última vez que nos vemos, Padre.

— Sí. Lo sé.

— Me has enseñado muchas cosas. Pero todas ellas indirectas, escondidas detrás de más información. Tal vez los significados vayan revelándose en mi cabeza a medida que transcurran los años, y reflexione sobre lo que me has transmitido. Pero hoy te ruego que hablemos más directamente de las grandes cuestiones que me preocupan.

— Siempre hemos hablado de forma directa, niño.

— A mí no me lo parece, Padre.

En épocas pasadas, una contradicción tan declarada le habría valido un buen sopapo. Hresh esperó el golpe. Lo habría recibido con agrado. Pero Noum om Beng permaneció inmóvil. Al cabo de un largo silencio, dijo, como si hablara desde una montaña distante.

— Entonces, dime Hresh: ¿cuáles son las cosas que hoy te preocupan?

Si recordaba bien, era la primera vez que Noum om Beng le llamaba por su nombre.

De la miríada de preguntas que bullía en su mente buscó una, la más importante, antes de que el anciano se arrepintiera de su ofrecimiento. Pero era imposible elegir. Entonces Hresh vio en la pantalla de su mente un inabarcable mar gris y sin rasgos distintivos, que se extendía hacia el horizonte y hacia las estrellas, un mar que cubría todo el universo. Un mar que brillaba con luz propia y nacarada en medio de la oscuridad más absoluta. Sobre el lecho de las aguas se produjo una súbita chispa Miró a Noum om Beng.

— Dime quién nos ha creado, Padre.

— Pues el Creador.

— ¿Te refieres a Nakhaba?

Noum om Beng se echó a reír, con esa risa extraña y rasposa que Hresh sólo había escuchado en dos o tres ocasiones anteriores.

— ¿Nakhaba? No. Nakhaba no es el Creador. No más que tú o yo. Nakhaba es quien intercede. ¿No lo he dicho con claridad?

Hresh sacudió la cabeza. ¿Intercede? ¿Qué significaba eso?

— Nakhaba es el más elevado de los dioses que conocemos — continuó Noum om Beng — . Pero no es el superior. El dios supremo, el dios Creador, es desconocido, y así debe continuar. Sólo los dioses conocen a ese dios.

— Ah. Ah — dijo Hresh —. ¿Y Nakhaba? ¿Quién es él, entonces?

— Nakhaba es el dios que se erige entre nuestro pueblo y los humanos, el que habla con ellos en nuestro nombre cuando no hemos satisfecho los designios de nuestro destino.

Hresh sintió que se perdía en reinos que quedaban más allá de los reinos.

La desesperación, la incredulidad, la confusión amenazaban con abrumarlo.

— ¿Un dios que se erige entre nosotros y los humanos? Entonces, ¿los seres humanos son superiores a los dioses?

— Superiores a nuestros dioses, niño. Superiores a Nakhaba, a los Cinco. Pero no son más elevados que el Creador, quien los hizo a ellos, y a nosotros, y a todo lo que existe. ¿No comprendes la jerarquía? — Noum om Beng trazó inmensas estructuras en el aire con la punta de un dedo. El Creador aquí, en el sitio más elevado, el gran Sexto sobre el cual había especulado Hresh en alguna ocasión. Y aquí, los humanos, algo más abajo. Y luego Nakhaba, y los Cinco, y luego, más abajo que los demás aunque por encima de las bestias salvajes, estaban los actuales pobladores del mundo: los de los capullos, los de pelaje.

Hresh le miró. Había pedido una revelación, y sin ninguna duda Noum om Beng le había dado una. Pero no podía captarla ni digerirla.

— Entonces, ¿aceptáis a los Cinco? ¿Son dioses para vosotros al igual que para nosotros? — preguntó, buscando algún punto de referencia.

— Desde luego que sí. Les damos otros nombres, pero los reconocemos, ¿cómo no? Tiene que haber un dios que protege, y un dios que da, y otro que destruye. Y uno que cura, otro que consuela. Y también uno que intercede.

— Un dios que intercede… sí, supongo que sí.

— Ése es el que tu pueblo ha olvidado. El que se erige por encima de los Cinco y va más arriba, y habla en nuestro nombre con ellos.

— Entonces, ¿los humanos son dioses también?

— No. No. No creo — dudó Noum om Beng —. Pero ¿quién podría asegurarlo? Sólo Nakhaba ha visto a un ser humano.

— Creo que yo he visto uno — aventuró Hresh.

Noum om Beng rió de nuevo.

— Qué locura, niño.

— No. En nuestro capullo, durante los días del Largo Invierno, había un ser que siempre dormía, que se limitaba a yacer en un lecho, en la cámara central. Lo llamábamos Ryyig, el Sueñasueños. Era muy alargado, de piel clara y rosada, sin pelaje, y su cabeza se elevaba más allá de la frente, y tenía los ojos púrpura, con un brillo extraño. Se decía que siempre había vivido con nosotros, que había llegado al capullo el primer día del Largo Invierno, cuando las estrellas de la muerte comenzaron a caer, y que dormiría hasta el día en que terminara el invierno. Y que luego se sentaría, y abriría los ojos, y profetizaría que debíamos salir al mundo. Y que después de eso moriría. Eso se vaticinó mucho tiempo atrás, y quedó registrado en las crónicas. Y es lo que realmente sucedió, Padre. Lo vi. Yo estaba allí el día en que despertó.

Noum om Beng le atendía con una mirada extraña. Tenía el rostro rígido, y los ojos rojos le brillaban. La respiración áspera del anciano Hombre de Casco aumentó hasta parecerse al jadeo de una bestia al acecho.

— Creo que el Sueñasueños era un ser humano. Que fue enviado para que viviera con nosotros y nos protegiera durante todo el Largo Invierno. Y cuando el Invierno terminó y su tarea concluyó fue llamado por su gente — concluyó Hresh.

— Sí — reconoció Noum om Beng. Temblaba como la cuerda de un arco —. Así debe haber sido. ¿Cómo no me di cuenta? Niño: te diré una cosa. En nuestro capullo también teníamos un Sueñasueños. No sabíamos quién era, pero había uno, igual que en vuestro capullo. Y también teníamos lo que tú llamas Barak Dayir. Está registrado en nuestras crónicas. Pero nuestro Sueñasueños despertó antes de tiempo, cuando los hielos aún aprisionaban el mundo. Nos hizo salir y perecimos, y los hjjks capturaron nuestra Piedra de los Prodigios. Nakhaba nos ha guiado bien y a pesar de las pérdidas pudimos adquirir grandeza. Y aún nos queda mucho por conseguir. Todo el mundo será beng, niño. No me cabe duda. Y nuestra tarea ha sido mucho más dura, pues no contábamos con el Barak Dayir en los últimos años. En cambio, vosotros… tú, niño… en posesión de ese objeto mágico…

La voz de Noum om Beng se apagó; los ojos miraban al suelo.

— ¿Sí? ¿Sí? ¿Cuál es el destino de mi pueblo?

— ¿Quién sabe? — dijo el anciano Hombre de Casco, con inesperado cansancio —. Yo lo ignoro. Incluso Nakhaba lo desconoce. ¿Quién puede leer el libro del destino? Yo veo el nuestro. El vuestro no se me presenta claro. — Sacudió la cabeza —. Jamás pensé que nuestro Sueñasueños pudiese ser un hombre. Y sin embargo, ahora veo que tu apreciación posee mucha fuerza. Que tu razonamiento tiene mucha lógica. Tiene que ser eso…

— Sé que estoy en lo cierto.

— ¿Cómo puedes estar tan seguro?.

— Por una visión que tuve, mediante una máquina que encontré en Vengiboneeza y que me reveló el Gran Mundo. Me mostró a los ojos-de-zafiro y a los vegetales, y a las demás razas. Y me mostró también a los seres humanos, caminando por estas mismas calles. Y eran iguales a nuestros Ryyig Sueñasueños…

— En ese caso, ahora comprendo muchas cosas que antes me resultaban confusas — dijo Noum om Beng.

Y eso sorprendió a Hresh: que él fuera quien descubriera cosas a Noum om Beng, y no a la inversa. Pero seguía asombrado, en silencio, temblando en su asiento.

— Conserva la piedra, niño. Si estás en peligro, trágatela Es algo esencial. Nosotros tuvimos que luchar el doble por conseguir nuestra grandeza, y todo por no haber sabido cuidar de la nuestra — advirtió Noum om Beng.

— ¿Y qué es el Barak Dayir, entonces? He oído que podía tratarse de algo hecho en las estrellas…

— No. Es un objeto humano — dijo Noum om Beng —. Es cuanto sé. Algo aún más antiguo que el Gran Mundo. Un artefacto que fabricaron los seres humanos, ahora lo comprendo, para nuestra especie, para que lo utilicemos de muchos modos. Pero nunca he sabido cuáles son esos modos, y tú apenas estás empezando a aprender.

Hresh se llevó la mano hasta el amuleto de Thaggotan que llevaba en el cuello, pues se sentía confuso, en tensión. Pero luego recordó que se lo había dado a Koshmar para que la asistiera durante sus últimas horas.

— Desearía no tener que marcharme de Vengiboneeza tan pronto, Padre.

— ¿Por qué? El mundo te está esperando.

— Quiero quedarme aquí contigo, y aprender cuanto puedas enseñarme.

Noum volvió a reír. Sin previo aviso, el largo tallo de su brazo fue a dar con la palma abierta contra la mejilla y el labio de Hresh en un castañazo que lo dejó ardiendo.

— ¡Lo único que puedo enseñarte es esto, niño!

Hresh se lamió el hilo de sangre que apareció en su labio inferior.

— Entonces, ¿debo irme? ¿Es lo que tú deseas? — preguntó suavemente.

— Quédate cuanto desees…

— ¿Pero no responderás a más preguntas?

— Tienes más preguntas, ¿verdad?

Hresh asintió, pero sin hablar.

— Bien. Dime.

— Debes de estar cansado, Padre.

— Pregunta. Pregunta. Lo que quieras, niño…

Vacilante, Hresh se atrevió.

— Una vez me contaste que los dioses retribuyen todos nuestros esfuerzos enviándonos las estrellas de la muerte, de forma que nada tiene sentido. Yo dije que esto era un error en el universo, pero tú me contestaste que no, que el universo era perfecto, y que éramos nosotros quienes nos equivocábamos. Pero todavía me parece un error del universo. Y también dijiste que debíamos esforzarnos de todas formas, aunque no sabías por qué. Me dijiste que yo debía descubrirlo y que cuando lo hiciera regresara a contarte lo que había aprendido. ¿Lo recuerdas, Padre?

— Sí, niño.

— Hace poco tuve otra visión del Gran Mundo, utilizando un aparato distinto del que me mostró a los humanos. Esa visión fue ayer por la noche, Padre. Y vi el último día del Gran Mundo, cuando cayó la primera estrella de la muerte y el cielo se ensombreció y el aire se hizo helado. Los humanos ya se habían ido, no sé adónde. Los hjjks se marchaban hacia las colinas, los vegetales morían y los amos-del-mar se encaminaban a la extinción. Los mecánicos también partían a morir a otro sitio. Pero los ojos-de-zafiro, a pesar de saber que se acercaba la hora final, no parecían dejarse influir por cuanto sucedía a su alrededor. No mostraban temor ni aflicción. No hacían nada por desviar el curso de las estrellas de la muerte, aunque era algo que sin duda estaba en sus manos. No logro comprenderlo, Padre. Si supiera por qué los ojos-de-zafiro aceptaron su destino sin demostrar interés alguno, podría decirte por qué debemos esforzarnos cada vez más, aunque los dioses acaben por destruir todas nuestras obras…

— ¿Cómo llamáis al dios Destructor? — preguntó Noum om Beng.

Hresh parpadeó, sorprendido.

— Dawinno.

— Dawinno. Entonces, ¿qué opinas de Dawinno? ¿Crees que es un dios malo?

— ¿Cómo puede haber un dios malo, Padre?

— Has respondido tu propia pregunta, niño.

Hresh no opinó lo mismo. Permaneció sentado, aguardando alguna iluminación posterior. Pero nada. Noum om Beng le sonreía con amabilidad, casi complacido, como si estuviese seguro de haber dado a Hresh la clave para todos sus pesares.

Detrás de su sonrisa, el rostro del Hombre de Casco estaba gris de fatiga; y Hresh comprendió que no debía presionar más las fuerzas de su mentes No se atrevió a pedir más explicaciones.

Me detendré aquí, pensó Hresh. Ya se había cargado de tanta información que le llevaría años y años poder asimilarla toda.

Se puso en pie para marcharse.

— Debo irme ahora, Padre, y dejarte descansar.

— No volveré a verte — dijo Noum om Beng.

— No. Creo que no.

— Hemos hecho una buena labor juntos, niño. Nuestras mentes se conocieron en buena hora.

— Sí — respondió Hresh.

En el tono de Notan om Beng percibió un curioso matiz de finalidad que le hizo preguntarse cuánto más pensaría vivir el anciano. De él emanaba la conciencia de la muerte inminente, y también una profunda aceptación, que lo hacía comportarse con tanta tranquilidad como los ojos-de-zafiro que habían visto cómo se ensombrecía el cielo con nubes de polvo. Ese día Hresh se sentía rodeado de muerte por todas partes. Esa misma mañana había oído a Koshmar hablar de su propio final con aceptación impensada. ¿Cómo podía la gente moribunda asumir la muerte? ¿Cómo podían. encogerse de hombros ante la nada?

Vacilando, Hresh fue hacia la puerta, sin querer marcharse tan pronto pero sabiendo que era su deber.

— Además de hablar conmigo, ¿no tenías alguna otra cosa que hacer por aquí? — dijo Noum oro Beng.

¡Yissou, los bermellones!

Hresh se ruborizó de vergüenza.

— Sí — reconoció débilmente —. Koshmar… nuestra cabecilla… me pidió si… se preguntó si… nos daríais… si sería posible que lleváramos…

— Sí — contestó Noum om Beng —. Previmos la necesidad. Ya está todo dispuesto. Nuestro regalo de despedida serán cuatro bermellones jóvenes: dos hembras y dos machos. Trei Husathirn los llevará dentro de una hora, y os enseñará cómo controlarlos, y cómo procrean. ¿Eso es todo, niño?

— Sí, Padre.

— Ven aquí, Hresh.

Hresh se acercó y se puso de rodillas ante el anciano del Casco. Noum oro Beng levantó su mano como para darle un último golpe, pero luego sonrió, suavizó el movimiento del brazo, y acarició ligeramente la mejilla de Hresh en un inconfundible gesto del más profundo afecto. Con un mínimo gesto de asentimiento indicó al joven que había llegado el momento de partir. No cruzaren ninguna palabra más. Cuando Hresh se detuvo en la puerta para mirarlo, su mirada se cruzó con la de Noum om Beng y tuvo la impresión de que el anciano ya no lo veía, y de que no tenía idea de quién era Hresh.


Cuando Hresh llegó al asentamiento era mediodía. El sol asomaba en un cielo sin nubes. Hresh sintió que el calor del día caía sobre él como una manta. La época invernal de escarcha y frío se había perdido en un pasado remoto. El apresurado viaje hasta el asentamiento de Dawinno le había dejado el pelaje sudoroso y polvoriento, los ojos ardientes, la cabeza palpitante. Se sintió como si no hubiese dormido en un mes.

En el asentamiento reinaba una actividad febril, las tareas de desmantelamiento alcanzaban el punto culminante. De las casas salían paquetes, alguien cerraba un baúl, otro engrasaba las ruedas de un carro recién construido. Vio que Orbin se abría paso entre tres inmensos paquetes, que Haniman clavaba como un loco, que Thhrouk abría un hoyo a través de la pared de un edificio más antiguo que el tiempo para sacar un bulto demasiado ancho para la puerta. Se habían producido ciertos rumores contrarios a la idea de partir, sobre todo por parte de Haniman y de algunos otros que Hresh había visto postrados ante la estatua del Sueñasueños, pero nadie rehuía el trabajo de preparar la travesía. El Pueblo tenía el instinto de cooperación profundamente arraigado.

Taniane salió de la casa de Koshmar e hizo señas a Hresh desde el umbral.

— Hresh, Hresh, ¡aquí!

Se dirigió hacia ella. Parecía extraña, como si se hubiera lastimado a sí misma. Tenía los hombros encogidos, los codos contra el cuerpo. Los labios le temblaban. Llevaba una faja de color rojo sangre que nunca le había visto puesta.

— ¿Qué ocurre? — preguntó Hresh —. ¿Qué pasa?

— Koshmar…

— Sí, lo sé. Está muy enferma.

— Va a morir, si es que no ha muerto ya. Torlyri está con ella. Quiere que entres.

— ¿Estás bien, Taniane?

— Esto me asusta. Pero pasará. Y tú, ¿cómo estás?

— No he dormido. He tenido que ir al emplazamiento de los beng a pedirles que nos den unos bermellones. Trei Husathirn los traerá dentro de un rato.

— ¿Quién?

— El hombre de Torlyri. Déjame pasar.

Ella le abrazó un instante con las manos apoyadas en el interior de los brazos de Hresh. Fue un contacto fugaz pero desató un flujo de energía cálida entre los dos. Sintió la fortaleza del amor de Taniane y halló un apoyo en su cansancio. Luego la joven se hizo a un lado y entraron en la casa de la cabecilla.

Torlyri estaba sentada al lado de Koshmar. La mujer de las ofrendas tenía la cabeza gacha. No miró a Hresh cuando éste entró. Koshmar tenía los ojos cerrados, los brazos cruzados sobre el pecho. Seguía aferrando el amuleto de Thaggoran. Parecía respirar. Hresh posó la mano sobre el hombro de Torlyri.

— Es culpa mía. No me di cuenta de que estaba tan enferma — dijo la mujer de las ofrendas.

— Creo que la enfermedad la ha vencido muy rápido.

— No. La ha consumido desde dentro, durante mucho tiempo. Y no me he enterado hasta hoy. ¿Cómo he podido no verlo, incluso cuando nos entrelazábamos? ¿Cómo he podido estar tan ciega?

— Torlyri, estas preguntas no sirven de nada…

— Desde hace una hora ha comenzado a irse. Esta mañana aún estaba consciente…

— Lo sé — dijo Hresh —. Estuve aquí hablando con ella en cuanto despuntó el alba. Parecía enferma, pero no estaba así…

— ¡Debiste haber ido a buscarme y decírmelo!

— Dijo que nadie debía saberlo. Y mucho menos, tú, Torlyri.

Torlyri levantó la vista, con los ojos enloquecidos, extraviada. A Hresh le costó reconocer en esa mujer a la serena y dulce Torlyri que había conocido toda su vida.

— ¡Y tú le obedeciste! — exclamó ella.

— ¿Acaso no debo obedecer a mi cabecilla, especialmente cuando es su última voluntad?

— No morirá — declaró Torlyri con firmeza —. La curaremos. Tú y yo. Tú conoces las artes. Sumarás tus conocimientos a los míos. Ve y trae el Barak Dayir. Tiene que haber alguna forma de usarlo para salvarla.

— Está fuera de nuestro alcance — dijo Hresh con toda la amabilidad de que fue capaz.

— ¡No! ¡Trae la Piedra de los Prodigios!

— ¡Torlyri!

Ella le miró con furia. Pero de pronto toda su determinación y dureza desaparecieron. Comenzó a sollozar. Hresh se acuclilló a su lado y le rodeó los hombros con el brazo. Koshmar emitió un suspiro lejano. Tal vez sea el último murmullo de su vida, pensó Hresh. Y de pronto se encontró deseando que fuera así. Koshmar había sufrido demasiado.

— Esta mañana vine a verla y descubrí que estaba enferma, y le prometí que la curaría. Pero negó que se encontrara mal. Ni siquiera podía ponerse en pie, pero seguía negando que estuviese enferma. Me dijo que fuera a ver si alguien necesitaba realmente de mis servicios. Intenté convencerla. Peleé con ella Le dije que todavía no había llegado su hora, que aún le quedaban muchos años de vida. Pero no, no. No quiso escucharme. Me ordenó que me fuera, y no encontré forma de disuadirla Es Koshmar, después de todo; es una fuerza imposible de contrariar. Ella consigue siempre lo que se propone. Aunque se trate de la muerte. — Levantando la cabeza, Torlyri volvió los ojos atormentados hacia Hresh y preguntó —: ¿Por qué quiere morir?

— Tal vez esté muy cansada — aventuró Hresh.

— No podíamos hacerle ningún tipo de curación contra su voluntad mientras estaba consciente. Pero ahora no podrá oponerse, y tú y yo, actuando juntos… ¡Ve a traer la Piedra de los Prodigios, Hresh, tráela!

Koshmar abrió el puño y dejó caer al suelo el amuleto de Thaggoran.

Hresh sacudió la cabeza.

— ¡Estás pidiendo un milagro, Torlyri!

— ¡Aún podemos salvarla!

— Mírala — señaló Hresh —. ¿Respira?

— Muy débilmente, pero sí, sí…

— No, Torlyri. Mira mejor. Usa la segunda vista.

Torlyri la miró. Durante un instante posó la mano sobre el pecho de Koshmar. Luego la aferró por los hombros y oprimió la mejilla contra el punto donde antes había puesto la mano. Y llamó a la cabecilla por su nombre varias veces. Hresh retrocedió: se preguntaba si no debería marcharse, pero la aflicción de Torlyri le atemorizaba. Al cabo de un rato se acercó de nuevo y apartó con delicadeza a Torlyri del cuerpo de Koshmar y la abrazó de pie, para que diera rienda suelta al llanto.

La mujer de las ofrendas se calmó antes de lo que Hresh había previsto. Sus sollozos se atenuaron y su respiración volvió a la normalidad. Levantó la cabeza, y esbozó una sonrisa de aceptación.

— ¿Taniane está fuera? — preguntó.

— Estaba. Supongo que seguirá allí.

— Ve a buscarla — pidió Torlyri.

Hresh la encontró en el patio, aún de pie y encogida.

— Todo ha terminado — anunció.

— ¡Dioses!

— Ven. Torlyri te llama.

Juntos entraron en la casa. Torlyri estaba de pie al lado del muro donde colgaban las máscaras de las cabecillas. Había bajado la máscara de Koshmar, tallada en una brillante madera dorada, con las ranuras para los ojos pintadas de rojo oscuro. La sostenía en la mano izquierda. Y en la derecha, el cetro oficial de Koshmar.

— Hoy tenemos mucho que hacer — dijo Torlyri —. Debemos establecer un nuevo rito, pues es la primera vez que una cabecilla muere de una forma distinta de la que impone el límite de edad, y necesitaremos una ceremonia para enviarla al otro mundo. Yo me ocuparé de eso. También debemos investir a la nueva cabecilla. Taniane, el cetro es tuyo. ¡Tómalo, niña! ¡Tómalo!

Taniane se mostró atónita.

— ¿No tendría que haber una… elección?

— Ya has sido elegida. La misma Koshmar te aceptó como sucesora, y nos lo hizo saber. Éste es el día de tu coronación. Toma la máscara de Koshmar y póntela. ¡Aquí tienes! Y el cetro. Y ahora debemos salir los tres para anunciar a los demás lo que ha ocurrido, y lo que sucederá. Vamos. Ahora mismo.

Torlyri volvió a mirar rápidamente a Koshmar. Luego deslizó una mano en el brazo de Hresh y la otra en el de Taniane, y los condujo fuera de la cámara mortuoria de Koshmar. Se movía con decisión, enérgicamente, de un modo que Hresh no había visto en ella en los últimos tiempos. Salieron a la brillante luz del mediodía e instantáneamente toda actividad cesó, y las miradas se orientaron hacia ellos. En la plaza se hizo un silencio estremecedor.

Y entonces, toda la tribu llegó corriendo. Shatalgit y Orbin, Haniman y Staip, Kreun y Bonlai, Tramassilu, Pcaheurt, Thhrouk, Threyne y Thaggoran, Delim, Kalide, Cheysz, Hignord, Moarn, Jalmud, Sinistine, Boldirinthe… todos, jóvenes y ancianos, algunos con herramientas en las manos, otros con sus hijos en brazos, otros con la comida del mediodía entre los dedos. Todos se inclinaron ante Taniane, pronunciando su nombre mientras ella levantaba en alto el cetro oficial. Torlyri no soltaba a Hresh ni a Taniane. Les aferraba con todas su fuerzas, hasta hacerles daño. Hresh se preguntó si en realidad se estaba sosteniendo para no caer.

Pero al cabo de un rato les soltó y empujó a Taniane hacia delante para que se moviera entre la tribu.

Taniane refulgía.

— Esta noche celebraremos una ceremonia — anunció Torlyri con voz clara y sonora —. Mientras tanto, la nueva cabecilla acepta vuestra lealtad, y os agradece el amor que le brindáis. Ella hablará con vosotros, uno por uno. — Y se dirigió a Hresh, en voz más baja —. Nosotros volvamos a la casa.

Lo arrastró hacia la cámara. En la sala, Koshmar parecía dormir. Torlyri se inclinó para recoger el amuleto caído de Thaggoran y lo depositó en manos de Hresh. No había estado lejos de él más que unas horas.

— Ten — le dijo —. Lo necesitarás durante la travesía.

— Ahora deberíamos postergar la partida — sugirió Hresh —. Hasta que celebremos los ritos y Koshmar haya hallado digno reposo.

— Todo esto se hará hoy por la noche. No debe haber postergaciones. — Torlyri hizo una pausa —. He estado enseñando a Boldirinthe todo cuanto sé sobre los deberes de una mujer de las ofrendas. Mañana le enseñaré los misterios supremos, los secretos. Y luego os iréis.

— ¿Qué estás diciendo, Torlyri?

— Pienso quedarme y probar fortuna con los bengs.

Junto a Trei Husathirn.

Hresh abrió la boca, pero no pudo articular ni una palabra.

— Tal vez me hubiese marchado si Koshmar aún viviera, pero ahora soy libre ¿comprendes? De modo que me quedaré. El Hombre de Casco no puede abandonar a su pueblo, así que yo me uniré a ellos. Pero seguiré pronunciando las oraciones para el Pueblo, cada mañana, como si viajara junto a mi tribu. Dondequiera que vayáis, yo velaré por vosotros, Hresh. Por todos vosotros…

— Torlyri…

— No. Para mí todo está muy claro.

— Sí. Sí. Comprendo, pero para nosotros será difícil seguir sin ti.

— ¿Y crees que para mí será fácil vivir sin vosotros? — Sonrió y él se hundió en sus brazos, y se estrecharon como madre e hijo, o tal vez como dos amantes, en un abrazo largo e intenso. Comenzó a sollozar de nuevo, y luego se detuvo justo antes de que él también la acompañara en su llanto.

Torlyri le soltó y dijo:

— Déjame a solas con Koshmar un rato. Y luego, dentro de dos horas, nos encontraremos en el templo para celebrar los ritos que hay que crear. ¿Estarás allí?

— Sí. Dentro de dos horas. En el templo.

Salió de la choza. Taniane, al otro lado de la plaza, estaba rodeada de quince o veinte miembros de la tribu: Estaban cerca de ella y sin embargo se mantenían a distancia, como si respetaran la súbita llama de su exaltación. Taniane permanecía con la máscara de Koshmar en el rostro. La plaza estaba bañada por la cegadora luz del mediodía que devoraba todas las sombras, y el calor parecía aumentar cada vez más. Detrás de él, Koshmar yacía muerta, y Torlyri se sumía en su dolor. Hresh miró a la izquierda y vio cuatro inmensos bermellones que se acercaban al asentamiento por el camino principal. Trei Husathirn venía montado sobre el macho que iba delante. Mañana nos marcharemos de la ciudad, pensó Hresh. Y nunca más volveré a ver a Koshmar, ni a Torlyri, ni a Noum om Beng. Ni las torres de Vengiboneeza. En cierto sentido, todo le pareció correcto. Había llegado más allá del cansancio y se encontraba en un estado de calma absoluta.

Fue a su habitación. Extrajo el Barak Dayir del estuche y lo acarició, como pidiéndole fuerzas. Algo humano, no estelar. Eso le había dicho Noum om Beng. Más antiguo que el Gran Mundo.

Hresh lo estudió, tratando de encontrar señales de su antigüedad sobre el asombroso dibujo de líneas intrincadamente talladas, sobre el tibio fulgor de la luz que moraba dentro de él. Posó el órgano sensitivo sobre la — superficie y la música se elevó como una columna a su alrededor. Transportó su mente fácil y suavemente hacia fuera y arriba. Pudo contemplar los alrededores de Vengiboneeza. Miró aquí y allá, y al principio todo fue maravilla y misterio, pero luego supo cómo contener el asombro y mirar sólo una parte de ese todo sobrecogedor. Y luego fue capaz de desentrañar el significado de lo que veía. Miró al sur, y distinguió el borde de un círculo perfecto que se elevaba sobre un valle, y en ese círculo, un pequeño poblado. Y vio a Harruel, y a su madre Minbain, y a Samnibolon, su medio hermano, y a todos los que habían partido junto a Harruel el día de la Ruptura. Ése era su nuevo asentamiento, y lo llamaban Ciudad de Yissou. Hresh lo supo todo gracias al contacto del Barak Dayir. Y luego escudriñó en dirección opuesta, muy hacia el norte, hacia el lugar donde supo que debía mirar para ver lo que debía, y distinguió una gran horda de bermellones en marcha, en dirección al sur, haciendo temblar la tierra como si fueran dioses. Y con los bermellones, los hjjks. Un incontable ejército de hjjks, también rumbo al sur, siguiendo una ruta que conducía sin remedio a la Ciudad de Yissou. Hresh asintió. Está claro, se dijo. Los dioses que nos gobiernan han concebido las cosas de tal forma que sucediera esto, ¿y quién puede comprender a los dioses? Los hjjks están en marcha, y el asentamiento de Harruel se interpone en su camino. Muy bien. Muy bien. Eso es lo que cabía esperar.

Descendió de las alturas y soltó el Barak Dayir del órgano sensitivo, y se sentó un rato con serenidad, pensando sólo en que había transcurrido un día muy largo, aunque todavía faltaban muchas horas para que acabara. Y luego Hresh cerró los ojos y el sueño le venció rápidamente, como el caer de una espada.


Salaman había visto el asalto de la Ciudad de Yissou tantas veces en sus visiones que el hecho real, tal como había sobrevenido, le pareció sumamente familiar y no despertó en su interior grandes emociones. Habían pasado algunas semanas desde el inesperado ataque del pequeño grupo de vanguardia, de la maldita banda de exploradores. Desde entonces, Salaman había subido cada día a la colina con Weiawala y Thaloin para entrelazarse y proyectar la mente con el fin de observar el avance del ejército en marcha. Ahora ya casi estaban aquí. Podía verlos sin ayuda de la segunda vista.

El primero en avistarlos fue Bruikkos. Últimamente Harruel había dispuesto que día y noche se apostaran centinelas sobre el borde del cráter.

— ¡Hjjks! — gritó, corriendo enloquecido por la senda del cráter, rumbo al poblado —. Vienen hacia aquí. ¡Millones de ellos!

Salaman asintió. Sentía como una piedra helada en el interior del pecho.

Permaneció impávido. No sintió temor, ni exaltación ante la lucha, ni la sensación de que su profecía se había cumplido. Nada. Nada. Ya había vivido ese momento muchas veces.

— ¿Qué nos sucederá? ¿Moriremos todos, Salaman? — murmuró Weiawala, temblando contra él.

Sacudió la cabeza.

— No, amor. Cada uno de nosotros matará a diez millones de hjjks, y salvaremos la ciudad. — Habló entono uniforme y desprovisto de emoción —. ¿Dónde está mi espada? Dame más vino, dulce Weiawala. El vino da más fuerzas a Harruel en la lucha. Tal vez haga lo mismo conmigo.

— ¡Los hjjks! — se oía el grito ronco que procedía del exterior. Bruikkos golpeaba las puertas, las paredes —. ¡Ya llegan los hjjks! ¡Están aquí! ¡Están aquí!

Salaman se tomó un buen trago del vino frío y oscuro, se ató la espada a la cintura y aferró su sable. Weiawala también cogió sus armas. Ese día todos deberían pelear, salvo los niños pequeños, que habían sido reunidos en un sitio para que cuidaran de sí mismos. Salaman y Weiawala partieron juntos de su pequeña morada.

Después de un largo período de días húmedos y calurosos, el tiempo era fresco. Del norte soplaba una brisa fuerte que traía un olor seco y áspero a hjjk, insistente y opresivo. Olor a cera vieja y metal oxidado, y a hojas secas resquebrajadas. Y por debajo de ese olor penetrante yacía otro, amplio, profundo y rico: el olor selvático de los bermellones, que se entremezclaba con el de los hjjks. Era como si en un manto de lana pesada hubiese hebras de un brillante metal escarlata.

Harruel, armado de pies a cabeza, salió cojeando de su palacio achicharrado. Desde el día del primer ataque hjjk había andado por todas pastes cojeando, ladeándose. Pero por lo que sabía Salaman, la única herida que había recibido Harruel durante el combate era en el hombro. Había sido una herida importante, pero con la ayuda de las pócimas y hierbas de Minbain ya sólo quedaba una costura roja e irregular sobre el pelaje espeso de Harruel.

Salaman pensó que en aquella ocasión, Harruel tal vez había recibido otra herida más profunda en el corazón, que lo había lisiado de algún modo. Sin duda, desde aquel día se le había visto más sombrío y desolado que lo habitual, y ahora que caminaba con este nuevo paso desigual, parecía como si ya no tuviera la fortaleza de espíritu necesaria para que ambas caderas marcharan en un mismo plano.

Sin embargo, en ese momento Harruel sonreía y al ver a Salaman lo saludó casi jovialmente.

— ¿Hueles ese hedor? ¡Por Yissou, antes de que se ponga el sol despejaremos el aire, Salaman!

La perspectiva de la guerra parecía iluminar el alma de Harruel. Salaman asintió y levantó la espada en un gesto no muy decidido de solidaridad.

Harruel debió detectar la indiferencia de Salaman. El rey se acercó al joven y lo palmeó con fuerza en la espalda, con un golpe tan violento que los ojos de Salaman se encendieron de furia y se sintió tentado de devolver el empujón. Pero sólo era un signo de ánimo. Harruel se echó a reír. Su cara, por encima de la de Salaman, enrojecía de excitación.

— ¡Los mataremos a todos, hijo! ¿Eh? ¡Que Dawinno se los lleve! ¡Los aniquilaremos a millones! ¿Qué dices, Salaman? Lo previste hace mucho tiempo, ¿eh? ¡Tu segunda vista es realmente mágica! ¿Ves la victoria por delante? — Harruel se dio la vuelta e hizo señas a Minbain, quien andaba cerca del pórtico de su casa —. ¡Vino, mujer! ¡Tráeme vino, y deprisa! ¡Brindemos por la victoria!

Weiawala, en voz casi inaudible, murmuró al oído de Salaman:

— ¿Para qué quiere más vino? ¡Si ya está borracho!

— No lo creo. Sólo está embriagado con el placer de librar una batalla.

— Con el placer de matar, dirás — soltó Weiawala —. ¿Cómo podremos sobrevivir a este día?

Salaman hizo un gesto irónico.

— En ese caso, lo que le excita es morir, supongo. Pero el que hoy tenemos es un Harruel nuevo.

Salaman comenzaba a comprender que él también despertaba por fin a lo que el destino les había deparado. La apatía, el sopor, se desvanecían por fin. Estaba dispuesto a pelear, y a luchar bien, y si era necesario, a morir con honor. Sintiendo que su alma se enardecía desde lo profundo, Salaman comprendió lo que debía estar sucediendo dentro de Harruel.

La primera intrusión de los hjjks tuvo que significar un trago duro y amargo para él. Había sido un ataque a su poder, a su virilidad. La niña Therista había resultado herida. Y Galihine había quedado tan maltrecha que mejor hubiese sido que hubiera muerto. El palacio, incendiado. Casi todos los animales habían escapado y la tribu había tardado una eternidad en volver a reunirlos. Aunque habían logrado derrotar al enemigo por completo, todos sabían que venía en camino un ejército mucho más numeroso, y que la ciudad no podría resistirlo. El pequeño mundo de Harruel había sufrido un ataque del exterior y pronto sería destruido.

En las semanas pasadas, habían visto al rey en un estado de sombrío pesimismo. Harruel se había aficionado tanto a la bebida que él solo había agotado todas las provisiones de vino de la ciudad. Cojo y solitario, deambulaba por el perímetro del cráter una noche tras otra, rumiando su furiosa embriaguez. Había tenido una sangrienta pelea con Konya, que era su más leal y querido partidario. Había llamado a su lecho a todas las mujeres de la tribu, a veces tres a la vez, y según se rumoreaba, no había podido aparearse con ninguna. Cuando estaba sobrio, hablaba lúgubremente de los pecados que había cometido y del castigo que merecía, que pronto le sería dado por los hjjks. Salaman se preguntaba qué pecado había cometido él, o Weiawala, o el niño Chham. En la Ciudad de Yissou todos morirían por igual cuando llegaran los hjjks, tanto los justos como los pecadores.

Y, sin embargo, habían hecho cuanto estaba en sus manos para prepararse ante la lucha desesperanzada que los aguardaba. No habían tenido tiempo de finalizar la empalizada alrededor del borde del cráter, pero habían construido otra, más pequeña, de estacas afiladas unidas mediante enredaderas, que cerraba por completo la zona habitada del poblado. Y en la parte interior habían cavado una profunda zanja cubierta de planchas que podían retirar en caso de que se acercaran los invasores. Y habían abierto una angosta senda nueva por entre la espesura, desde el sur del asentamiento hasta la parte más densa del bosque que crecía sobre la ladera del cráter. Si todo lo demás fallaba, les cabría la salida de huir en grupos de dos o tres y tratar de perderse en el bosque hasta que los hjjks se cansaran de buscarlos y siguieran su camino.

Los defensores no podían hacer nada más. Sólo eran once, de los cuales cinco eran mujeres, y una estaba herida; además de unos cuantos niños. Salaman esperaba que fuese el último día de su vida, y suponía con suficiente certeza que la exaltación y el vigor de Harruel provenían del mismo convencimiento. Pero aunque Harruel se hubiera cansado de vivir, para Salaman era distinto. Durante los últimos días, Salaman había pensado más de una vez en coger a Weiawala y Chham y huir rumbo a Vengiboneeza y ala seguridad, antes de que llegaran los hjjks. Pero eso habría sido una cobardía, y probablemente no lo hubiera conseguido, ya que la marcha hasta Vengiboneeza requería muchas semanas, en caso de que lograra encontrarla. En tierras salvajes y desconocidas, ¿qué posibilidades de sobrevivir tenían un hombre, una mujer y un niño contra todo un mundo hostil?

Quedarse y luchar; luchar y morir. Era la única alternativa.

Salaman dudaba de que los hjjks quisieran hacerles algún daño en particular. Su único encuentro con un ser — insecto, años atrás, en las planicies, poco después de haber abandonado el capullo, le había dejado con la sensación de que los hjjks eran criaturas remotas y frías, incapaces de sentir emociones complejas tales como el odio, la codicia o el ansia de venganza. Los e atacaron la ciudad habían peleado de un modo curiosamente impersonal, con indiferencia, sin preocuparse mucho por sus vidas, lo cual había reafirmado el concepto que Salaman tenía sobre ellos. A los hjjks sólo les interesaba conservar el control. En este caso, parecían marchar en una especie de gran migración, y sucedía que la Ciudad de Yissou les cortaba el camino, lo cual representaba un peligro desconocido pero definido a su supremacía. Era un inconveniente a eliminar. Eso era todo. Probablemente los hjjks sufrirían muchas bajas en la batalla pero como eran tantos, acabarían por vencer.

El plan de Harruel era que todos menos los niños y Galihine aguardaran al enemigo en el borde del cráter. Cuando los invasores se acercaran, la tribu se replegaría a fa zona boscosa que se extendía por debajo del borde, e intentaría matar a cada hjjk que lograra trepar por la barricada de arbustos y espinos que habían improvisado para rodear el cráter. Si lograban entrar demasiados hjjks, debían retirarse hacia la empalizada interior de la ciudad, y si la situación se hacía aún más conflictiva, podían atrincherarse dentro de la ciudad y resistir el sitio hjjk, o bien tomar la senda del sur, internarse en los bosques, y mantenerse dispersos y ocultos hasta que el peligro hubiera pasado.

Salaman consideraba ridículas todas estas estrategias, pero no se le ocurría nada mejor.

— ¡Todos al borde del cráter! — gritó Harruel con su potente vozarrón —. ¡Yissou! ¡Yissou! ¡Que los dioses nos protejan!

— Vamos, amor — indicó Salaman a Weiawala, con voz tranquila —. A nuestros puestos.

Había solicitado el sector del borde situado más cerca de su atalaya, de esa elevación donde tuvo la primera visión de la horda enemiga. Y Harruel se lo había concedido. Sentía una preferencia muy especial por aquel pasaje, y como tenía la certeza de que moriría igual que los demás bajo la primera embestida de los hjjks, había escogido aquel lugar para despedirse de la vida. En silencio, él y Weiawala treparon hasta la cima.

Al llegar al borde se detuvieron, ya que más abajo se extendía la trinchera de espinos y arbustos que habían construido con tanto esfuerzo para detener el avance de los hjjks. Pero entonces sintió una extraña llamada de curiosidad, un impulso súbito y sobrecogedor, típico de Hresh, hacia lo inesperado. Saltó el borde y comenzó a abrirse paso por entre los espinos.

— ¿Qué haces? — gritó Weiawala —. ¡No deberías estar ahí, Salaman!

— Debo ver… una última mirada…

Ella le gritó algo más, pero el viento se llevó las palabras. Había dejado atrás la barricada, y corría hacia la atalaya. Trepó sin aliento, tambaleante.

Desde allí podía contemplarlo todo.

Al sur, las verdes colinas redondeadas. Al oeste, el mar distante, que formaba una faja dorada bajo el sol de la tarde. Y al norte, donde la amplia meseta elevada se extendía indefinidamente hacia el horizonte, descubrió a los invasores. Estaban á una o dos horas de marcha, pero no cabía la menor duda acerca de su dirección: se encaminaban directos al gran valle en cuyo centro se abría el cráter. Un ejército inmenso. Bermellones y hjjk, hjjk y bermellones, en un asombroso desfile que venía del norte. La hilera se extendía tanto que Salaman no alcanzaba a ver dónde terminaba. Había una columna central de bermellones, en apretada formación, la trompa de uno contra las ancas del otro. Y flanqueando a las bestias, dos amplias columnas de hjjk, y protegidos a su vez por la fuerza de avance, compuesta de dos columnas más de bestias gigantes. Ambas especies avanzaban a paso constante y en formación uniforme.

Salaman levantó el órgano sensitivo y proyectó la segunda vista para percibir mejor la fuerza que se aproximaba. Y al instante sintió el pleno poder opresivo del enemigo, el inmenso peso de su superioridad numérica.

Pero… ¿qué era aquello? Percibió algo imprevisto, algo discordante que se filtraba entre las emanaciones del ejército invasor. Frunció el ceño. Miró a la derecha, hacia el espeso bosque que separaba la ciudad de Harruel del área donde se erigía Vengiboneeza.

Alguien se acercaba por allí.

Se esforzó por ampliar el alcance de la segunda vista. Asombrado, estupefacto, buscó la fuente de esa inesperada sensación. Buscó más… y más… y más allá.

Tocó algo radiante y poderoso que reconoció como el alma de Hresh, el de las respuestas.

Tocó a Taniane. Tocó a Orbin. Tocó a Staip. Tocó a Haniman. Tocó a Boldirinthe.

Praheurt Moarn Kreun.

¡Dioses! ¿Estaban todos allí? ¿Toda la tribu, procedente de Vengiboneeza, en aquel preciso día? ¿Marchaban hacia la Ciudad de Yissou? Pero no detectaba a Torlyri ni a Koshmar, y eso le intrigó. Pero entonces sintió a los demás, a docenas de ellos. A todos los que habían dejado con él el capullo, aquel lejano Día de la Partida. Todos ellos, acercándose.

Increíble. Llegan justo a tiempo para ser aniquilados junto con nosotros a manos de los hjjks. Todos partimos juntos, y hemos de morir juntos…

¡Dioses! ¿Por qué habían venido? ¿Por qué precisamente ese día?


Como el trueno que sucede al resplandor devastador del relámpago semanas después de haberse proclamado la decisión de marchar, finalmente llegó el día de la partida de Vengiboneeza. Después de semanas de trabajo agotador en las que la tarea de desmantelar el asentamiento les había parecido interminable, por fin tenían ante sí la hora de la partida. Lo que no hubieran hecho quedaría para siempre sin hacer. Una vez más, el Pueblo emprendía una gran Partida.

Taniane llevaba la nueva máscara que había tallado el artesano Striinin, la máscara de Koshmar: mandíbula poderosa; labios gruesos, grandes pómulos prominentes, la superficie oscura y brillante de madera negra pulida… No representaba el rostro de la cabecilla extinta, sino su alma indomable, a través de la cual los ojos penetrantes e intensos de Taniane brillaban como ventanas abiertas a un paisaje de ventanas. En la mano izquierda, Taniane llevaba el Cetro de la Partida, que Boldirinthe había desterrado de entre las reliquias de la travesía anterior. En la derecha, la lanza de Koshmar, con punta de obsidiana. Se volvió hacia Hresh.

— ¿Cuánto falta para que asome el sol?

— Unos minutos.

— En cuanto veamos el primer rayo, levantaré el cetro. Si alguno se muestra vacilante, que Orbin vaya a animarlo.

— Ya está aquí, alentando a todos.

— ¿Dónde está Haniman?

— Con Orbin — replicó Hresh.

— Envíamelo.

Hresh hizo unas señas a Orbin. Señaló a Haniman y asintió. Los dos guerreros intercambiaban unas palabras y luego Haniman se acercó hasta la vanguardia con su característico andar lento.

— ¿Me necesitabas, Hresh?

— Sólo un momento. — Los ojos de Hresh miraron a Haniman fijamente —. Me doy cuenta de que no estás muy ansioso por partir con nosotros…

— Hresh, yo jamás…

— No. Por favor, Haniman. No se me oculta que desde que Koshmar dio la orden has estado mascullando en contra de la Partida.

Haniman parecía incómodo.

— ¿Alguna vez he dicho que no pensaba venir con vosotros?

— No. No lo has dicho. Pero todos advertimos lo que esconde tu corazón. En esta travesía no podemos tener descontentos, Haniman. Quiero que sepas que si prefieres quedarte, puedes hacerlo.

— ¿Y vivir entre los bengs?

— Y vivir entre los bengs, sí.

— No seas ridículo, Hresh. Donde vaya el Pueblo, allí iré yo.

— ¿Voluntariamente?

Haniman vaciló.

— Voluntariamente — respondió.

Hresh le tendió la mano.

— Te necesitaremos, lo sabes. Tú, Orbin y Staip sois ahora los hombres más fuertes con que contamos. Y nos espera mucho trabajo que hacer. Construiremos un mundo, Haniman.

— Reconstruiremos, querrás decir…

— No. Construiremos uno desde cero. Empezaremos todo de nuevo. Del anterior sólo quedan ruinas. Durante millones de años los seres humanos han construido mundos nuevos sobre las ruinas de los anteriores. Nosotros tendremos que hacer lo mismo, si queremos pensar que somos humanos…

— ¿Si queremos pensar que somos humanos?

— Que somos humanos. Sí — concluyó Hresh.

De pronto, sobre la cresta de las montañas, apareció el primer fulgor carmesí de la aurora.

— ¡Listos para marchar! — gritó Taniane —. ¡Formad filas! ¡A vuestros puestos! ¿Todos listos?

Haniman fue corriendo hasta su sitio. Taniane y Hresh encabezaban la formación. Detrás de ellos, los guerreros, y luego los trabajadores y los niños. Y al final, los carros cargados hasta los topes y arrastrados por los dóciles bermellones. Hresh miró las grandes torres de Vengiboneeza, difuminadas por la niebla, y detrás, la vasta extensión de montañas. Cerca del límite del asentamiento, unos pocos bengs les contemplaban de pie y en silencio. Torlyri estaba entre ellos. Llevaba un casco pequeño y gracioso, de metal rojo pulido como un espejo ¡Qué extraña resultaba Torlyri con ese casco! Hresh la vio levantar la mano para hacer las señales sagradas: las bendiciones de Mueri, la de Friit, la de Emakkis. La de Yissou. Aguardó a que hiciera el signo final, el de Dawinno. Sus miradas se encontraron, y ella le envió una cálida sonrisa de amor. Entonces, Hresh vio que las lágrimas inundaban los ojos de Torlyri y ella apartó la mirada, para alejarse tras los bengs encasquetados.

— ¡Cantad! — gritó Taniane —. ¡Todos a cantar! ¡Allí vamos! ¡Cantemos!


Eso había sucedido semanas antes. Ahora la gloriosa Vengiboneeza parecía un recuerdo borroso, y Hresh ya no lamentaba haber dejado atrás sus prodigiosos tesoros. Todavía no había asimilado la doble pérdida de Koshmar y Torlyri. La calidez de Torlyri y el vigor de Koshmar habían sido amputados como en siniestra cirugía, dejando un gran vacío en la tribu. Hresh presentía la débil presencia de Torlyri entre el Pueblo mientras marchaban hacia el sur y el oeste. Pero Koshmar… se había ido, desaparecido para siempre, y eso era muy duro.

Nadie cuestionaba el liderazgo de Taniane ni el de Hresh. Ambos marchaban a la cabeza de la tribu. Taniane daba las órdenes, pero con frecuencia consultaba a Hresh, quien escogía la ruta de cada jornada. Le resultaba fácil encontrar el camino, pues aunque habían transcurrido estaciones enteras desde que el grupo de Harruel había pasado por estas tierras, los ecos de sus almas seguían habitando el bosque. Y Hresh, con una ligera ayuda del Barak Dayir, los oía sin dificultad y seguía sus pasos. Ahora que dejaban el bosque atrás, no necesitaba valerse de la Piedra de los Prodigios para seguir el rastro de Harruel. El alma oscura del rey, allí en el valle, emitía una música estridente e inconfundible.

— Ya falta muy poco — anunció Hresh —. Siento su presencia por todas partes.

— ¿La de los hjjks? —, preguntó Taniane —. ¿O la de Harruel y su pueblo?

— Amas. Al norte, un número incontable de hjjks. Y delante, allí abajo, en esa formación circular que se abre en el valle, la ciudad de Harruel. En el centro, donde se ve la vegetación oscura.

Taniane miró, como si tuviera un muro delante.

— ¿Crees que tendremos éxito, Hresh? ¿No nos devorarán esos millones de insectos? — dijo al cabo de un rato.

— Los dioses nos protegerán.

— Ah… ¿Lo harán?

Hresh sonrió.

— Se lo he pedido personalmente. Incluso a Nakhaba.

— ¡Nakhaba!

— También se lo pediría al dios de los hijks si supiera su nombre. Al dios de los bermellones. Al dios de los aguazancos, Taniane. A todos los dioses del Gran Mundo. Al desconocido e incognoscible dios Creador. Nunca será excesiva la ayuda que nos brinden los dioses. — La aferró por el brazo y la atrajo hacia él, para que viera la convicción que ardía en sus ojos. Con voz grave, continuó —: Todos los dioses nos defenderán hoy, puesto que estamos cumpliendo su designio. Pero Dawinno nos defenderá en especial, ya que ha eliminado un mundo entero para que nosotros lo heredemos.

— Pareces muy seguro de ello, Hresh. Ojalá yo tuviese tanta confianza como tú.

¿Seguro? Por un instante de locura sintió que la duda le dominaba, y se preguntó si creía en algo de lo que estaba diciendo. La realidad del camino que habían elegido se abatió de pronto sobre él, y su voluntad, que le había llevado hasta tan lejos pareció debilitarse. Tal vez fueran las emanaciones de los numerosísimos hjjks lejanos que azotaban su alma. O tal vez fuera sólo la conciencia de la interminable labor que les esperaba si quería crear lo que anhelaba.

Sacudió la cabeza. Ese día vencería, y todos los siguientes. Pensó en su madre Minbain, que se encontraba allí abajo, en el valle, y en su hermano Samnibolon, hijo de Harruel, quien transmitía a la nueva era el nombre de su padre fallecido. No dejaría que muriesen tan pronto.

— Debemos acampar aquí — indicó a Taniane, Y luego, tú y yo seguiremos solos, para tomar las medidas defensivas.

— ¿Y si algún enemigo nos encuentra y perecemos mientras estamos allí solos? ¿Quién conduciría entonces a la tribu?

— La tribu ya ha tenido líderes mucho antes de que existiéramos nosotros. La tribu encontrará otros si desaparecemos. De todas formas, nada podrá afectarnos mientras hagamos lo que debemos.

Hresh la cogió por los brazos, tal como ella había hecho el día de la muerte de Koshmar, y le transmitió sus fuerzas. Taniane irguió los hombros, elevó el pecho con profunda inspiración. Sonrió y asintió. Volviéndose, dio la señal para que la tribu se dispusiera a pasar la noche allí.

Les llevó una hora levantar el campamento. Luego Hresh y Taniane dejaron a Boldirinthe y a Staip a cargo de todo y se alejaron a poca distancia al oeste y desde allí fueron hacia la derecha, siguiendo una ruta al norte.

Rumbo a la planicie que se extendía entre el asentamiento de Harruel y las columnas de los hjjks. Las sombras ya se alargaban cuando Hresh llegó al lugar que le pareció más conveniente, desde el cual podía mirar el terreno circular donde Harruel había elegido vivir. Desde esa distancia, Hresh advertía que el círculo debía ser un cráter de alguna clase, muy probablemente formado por el impacto de algún objeto caído desde gran altura. Seguramente fuese el impacto de una estrella de la muerte. Hresh pensó en la hipótesis, y se preguntó si en el sitio sé conservaría parte de la esencia de la estrella mortal. Pero no disponía de tiempo para investigar eso ahora.

Se habían llevado un objeto del Gran Mundo: Hresh cargaba un extremo y Taniane el otro. Era el tubo hueco de metal, con una esfera encapuchada que encerraba aquella región de incomprensible negrura, y de cuya abertura emanaba una luz sibilante y poderosa. Hresh lo asía por el extremo encapuchado. El metal era tibio al tacto. Hresh se preguntaba qué magia escondía ese objeto, y cómo conseguiría examinarlo sin que el tubo lo llevara con las antiguos usuarios, dondequiera que fuera.

— ¿Te parece bien aquí? — preguntó Hresh.

— Un poco más cerca del asentamiento — sugirió Taniane —. Si este plan que se te ha ocurrido tiene éxito y los hjjks caen en la confusión, podremos atacarlos por este lado mientras Harruel y sus guerreros se imponen por el flanco contrario.

— Bien — aceptó Hresh —. Nos acercaremos un poco más. Y el plan dará resultado, Taniane. Estoy seguro.

Prosiguieron un trecho más. La noche estaba ya cayendo. Taniane señaló un lugar algo elevado, donde encontraron una roca plana sobre la cual pudieron montar el tubo. Lo apuntalaron con otras rocas. Hresh lo colocó en la posición correcta. Y apenas quedó erguido, cobró vida y crepitó misteriosamente emitiendo luz. Una vez más sintió la insidiosa tentación que ejercía el objeto sobre él, su influjo hechicero. Pero estaba preparado para resistirlo. Dando un paso atrás, sometió a prueba el objeto arrojando una piedra hacia la capucha. EL circulo de luz brilló: azul, rojo, púrpura salvaje. La piedra desapareció en el aire.

Hresh musitó una plegaria de agradecimiento a Dawinno. Daba gracias al dios por los favores recibidos, pero además comenzaba a estar satisfecho de sí mismo. El plan se desarrollaba bien.

— ¿Cómo atraerás a los hjjks? — preguntó Taniane.

— Eso déjalo de mi cuenta — dijo Hresh.


Harruel no comprendía lo que estaba ocurriendo. Toda la tarde había aguardado con la tribu sobre el borde del cráter, viendo cómo los hjjks se acercaban cada vez más, y de pronto, al ponerse el sol, los seres-insecto se habían detenido con evidente intención de atacar el cráter al romper el alba. Había esperado morir ese día, cuando la Ciudad de Yisson recibiera el impacto de la embestida hjjk. En realidad, no sólo estaba dispuesto a morir, sino que lo deseaba, pues la vida había perdido todo atractivo para él. Estaba amaneciendo y más o menos el ataque había comenzado. Tanto él, como Salaman y Konya habían esperado una invasión metódica, brutalmente organizada, propia de los insectos. Al fin y al cabo, eso eran: una especie de insectos, aunque mucho más grande e inteligente.

Pero en lugar de eso, los hjjks parecían haberse vuelto locos.

La ruta que habían seguido tenía que conducirlos directamente al centro del cráter. Pero ahora Harruel observaba azorado cómo rompían filas. Su formación se desorganizaba en un enjambre salvaje y confuso. Miró sorprendido mientras los hjjks corrían de un lado a otro por la planicie, formando pequeños grupos que en seguida se deshacían, y volvían a unirse para dispersarse de nuevo. Todos hormigueaban sin propósito alrededor de un grupo que parecía mantener la posición en el centro del enjambre enloquecido.

— ¿Sería un truco? ¿Con qué objeto?

Y los bermellones también parecían haberse vuelto locos. Con la primera luz del alba, Salaman había llegado con la inquietante noticia de que había visto a las bestias gigantes salir en estampida hacia el oeste y desaparecer en un inhóspito terreno cenagoso que se extendía en esa dirección. Pero al cabo de un rato descubrieron que sólo la mitad de los bermellones había hecho eso. El resto, tras romper filas, andaba a la deriva por la planicie del norte en grupos de dos o tres, o solos. Prevalecía la más absoluta confusión. Seguía siendo peligroso que tantas bestias anduvieran merodeando cerca de la ciudad, pero pronto comprendieron un hecho indudable: los hjjks no podrían conducir al cráter a los monstruos como fuerza organizada de combate. Habían perdido por completo el control de los bermellones. Y, al parecer, también de sí mismos.

Harruel sacudió la cabeza:

— ¿Quién estará haciendo esto? — preguntó a Salaman.

— Creo que Hresh.

— ¿Hresh?

— Está cerca de aquí.

— ¿Tú también te has vuelto loco? — estalló Harruel. — Lo percibí ayer por la noche — explicó Salaman —. Cuando estaba sentado en mi atalaya, donde tuve la primera visión de este ejército que hoy nos rodea. Proyecté la segunda vista y sentí que Hresh estaba cerca, y también el resto de la tribu de Koshmar. Prácticamente todos, excepto Koshmar y Torlyri. Habían seguido nuestro rastro por el bosque y habían acampado al este de la ciudad.

— Estás tan loco como esos hjjks — gruñó Harruel —. ¿Hresh aquí? ¿El Pueblo?

— Mira. ¿Quién podría atacar así a los hjjks y a los bermellones? ¿Quién, sino Hresh? Mi primera visión fue correcta, Harruel. Confía en lo que te digo.

— Hresh… — musitó Harruel —. ¿Aquí, para pelear con nosotros? ¿Cómo es posible? ¿Cómo? ¿Cómo?

Se quedó de pie, escudriñando, tratando de encontrar alguna explicación para lo que estaba ocurriendo al norte, mientras el sol se elevaba La luz que provenía del este iluminaba media planicie. Sin duda, la confusión tenía un punto de origen. Los hjjks parecían estar esforzándose por llegar a un lugar más elevado que el resto, donde se había reunido una masa caótica de seres-insecto. Harruel trataba de localizar a Hresh en algún sitio, pero no lo conseguía. Salaman debe haberlo soñado, pensó Harruel. Thaloin se acercó corriendo desde el borde este, haciendo señales de alarma.

— ¡Harruel! ¡Harruel! ¡Los hjjks al este! ¡Konya los está conteniendo, pero venid! ¡Venid!

— ¿Cuántos?

— Unos pocos. No más de cien, creo.

Salaman se echó a reír.

— ¿Cien te parecen pocos?

— Pocos, comparados con los que hay en la planicie.

Harruel cogió a Salaman por el brazo y le sacudió.

— ¡Vamos a ayudar a Konya! ¡Thaloin, haz correr la voz de que los hjjks intentan penetrar por el borde este! — Dio media vuelta, y salió disparado hacia la zona de combate.

Harruel vio que Thaloin se había quedado corta en su cálculo, y no por poco. Tal vez fueran trescientos hijks, un grupo que se había separado del enloquecido enjambre. Irrumpían por encima del cráter. Con ellos unos pocos bermellones, no muchos pero los suficientes para aplastar los espinos y arbustos que habían colocado fuera del borde asestando golpes de espada a los insectos de gigantesco pico que asomaban por el contorno. Nittin estaba a su lado, y para sorpresa de Harruel, también Minbain y su hijo Samnibolon. Todos se enfrentaban con valentía al invasor.

El rey respiró hondo y partió al centro del grupo, lanzando su grito de guerra:

— ¡Harruel! ¡Harruel!

Un hjjk apareció ante él agitando sus numerosas y brillantes extremidades. Harruel le rebanó un brazo con un rápido golpe de hoja, y con un empellón derribó al enemigo al otro lado del cráter. Otro asomó en su lugar, y Harruel también acabó con él. Y un tercero acometió contra Salaman, muy cerca de él. Harruel miró alrededor y vio a Samnibolon, espantando con valor a los hjjks. Una vez más comprobó que luchaba muy bien para ser un niño. Su velocidad y agilidad superaban ampliamente su edad.

— ¡Harruel! — gritó el rey, en pleno fragor —. ¡Harruel! ¡Harruel!

Miró hacia abajo, más allá de la loma del cráter. Había cientos de hjjks moviéndose por doquier, de modo confuso y sin organización. Sin duda, podrían hacerles frente de uno en uno, y sin era necesario contra dos o tres a la vez, como en la anterior batalla.

El resto de los hjjks, el cuerpo principal del ejército, seguía insistiendo sobre aquel punto elevado de la planicie. El sitio bullía como un hormiguero. Durante un instante los frenéticos enjambres se separaron, y Harruel distinguió algo metálico que brillaba en medio del caos, y atisbó un haz de luz de muchos colores vivos. Y luego los hjjks se abalanzaron hacia dentro y ocultaron el objeto que había en el centro de la zona. Le pareció que los demás hjjks los más distantes, se apartaban ahora del lugar de la batalla… que se dirigían al norte, o al este, rumbo al bosque, o que rodeaban el borde del cráter y partían hacia el sur. Que se fueran donde quisieran, mientras no marcharan contra su ciudad, mientras se alejaran de aquel escenario de locura que tan repelente debía de ser para sus ordenadas mentalidades.

Así pues, todavía quedaba una esperanza. Si los defensores de la ciudad podían salvaguardar el cráter de este puñado de guerreros hjjks, conseguirían salir con vida de la situación.

Harruel, sonriendo, acabó con dos hjjks que asomaron frente a él como espectros.

Luego, Salaman le tocó el brazo.

— ¿Ves allá? ¿Allí, Harruel? ¿En el límite del bosque?

Harruel se volvió al este y contempló la región, donde Salaman le indicaba. Al principio no vio nada, encandilado por el duro resplandor del sol matinal. Pero luego se tapó los ojos y proyectó la segunda vista. Sí… sí…, sí…

Había gente conocida. Orbin, Thhrouk, Haniman, Staip, Praheurt. Todos guerreros. Hresh. Taniane. ¡El Pueblo! Emergiendo del bosque, acercándose al borde del cráter. Luchando para abrirse paso hacia la ciudad, derribando hjjks en su avance. ¡Aliados! ¡Refuerzos!

De la garganta de Harruel escapó un poderoso grito.

Los dioses no le habían olvidado. ¡Le habían enviado amigos para que le ayudaran en este día aciago! ¡Le perdonaban todos sus pecados, le habían redimido! ¡Estaba salvado!

— ¡Yissou! — gritó —. ¡Dawinno!

— A tu izquierda, Harruel — le avisó Salaman.

Miró a su alrededor. Cinco hjjks y un bermellón grande como una montaña. Harruel se lanzó salvajemente contra ellos, extendiéndose por todos los flancos. Salaman fue en su ayuda. Y también Konya.

Sintió una mordedura de fuego en el brazo herido. Giró y vio que un hjjk se tiraba contra él, dispuesto a atacarlo de nuevo. Le segó la garganta. Luego sintió un golpe en la espalda. ¡Estaban por todas partes, a su alrededor, brotando como hierbas de la ladera de la colina! Salaman gritó su nombre y Harruel se volvió otra vez, agitándose. De nada servía. De nada. Estaban por todas partes. El bermellón rugía y pisoteaba. Y entonces su pata inmensa cayó sobre un hjjk tendido en el suelo y lo aplastó. Harruel rió. Golpeaba a diestro y siniestro. Era demasiado pronto para abandonar las esperanzas. ¡Los mataría a todos, si? Pero en aquel instante, algo le horadó la espalda, y un objeto igualmente agudo se le hundió en el muslo. Comenzó a temblar entre espasmos. Oía voces; la de Salaman, la de Konya, la de Samnibolon. Le llamaban por su nombre, una y otra vez. Se tambaleó, casi cayó, recuperó el equilibrio y dio unos pasos vacilantes. Agitó la espalda al aire. Quería seguir peleando hasta caer vencido. Era lo único que podía hacer. La ciudad debía sobrevivir, aunque él muriera. Le habían perdonado. Había sido redimido.

— ¡Dawinno! — gritó —. ¡Yissou! ¡Harruel!

La sangre le corría por la frente. Ahora ya no invocaba a Yissou, sino a Friit el Ganador y a Mueri, que ofrecía consuelo. Siguió luchando, atacando, cercenando.

— ¡Mueri! — gritó, y luego, más suavemente —: Mueri…

Eran demasiados. Ése era el único problema: los enemigos eran demasiados. Pero los dioses le habían perdonado sus pecados.

Hresh jamás había sentido tanta confianza como en ese momento en que cayó la oscuridad de la noche antes de la batalla, solo en el valle junto a Taniane. Extrajo el Barak Dayir del estuche y Taniane le contempló de cerca con esa mezcla de respeto y curiosidad que mostraba cada vez que él descubría la Piedra de los Prodigios en su presencia. Enseguida lo envolvió con el órgano sensitivo.

— Quédate quieta — le advirtió.

Cerró los ojos. Se proyectó sobre el ejército de hjjks — ¡dioses, había miles de ellos! — y escudriñó con paciencia entre las hordas, hurgando sus espíritus secos y desagradables hasta encontrar lo que buscaba: una pareja que se hubiera apartado de la marcha para satisfacer el impulso de la cópula. En semejante multitud debía haber al menos unos pocos que se detuvieran para esos menesteres. Y en efecto, Hresh halló más de dos.

Una pareja en particular parecía profundamente absorta en el acto, corazón y alma, picos y piernas, abdómenes y tórax convulsionados en un demente frenesí. Hresh se estremeció. La hembra era mayor que el macho, y lo aferraba en un abrazo extraño y feroz, como si en lugar de copular quisiera devorarlo. Del cuerpo de él habían emergido unos pequeños órganos vibrátiles que se movían hacia el bajo abdomen de ella con velocidad nerviosa y sorprendente. Era un espectáculo espeluznante, extraño. Y, sin embargo, al contemplarlo, Hresh no lo sintió tan ajeno. Sus formas, miembros y órganos eran muy distintos de todo lo que conocía, sí, pero el impulso que los atraía no estaba muy lejos del que le hacía ver hermosa a Taniane, o del que hacía que él fuese atractivo para ella. Los dos emitían una poderosa sed de unión, el equivalente hjjk del deseo carnal, pensó Hresh. Y una segunda emanación que denotaba la satisfacción de ese deseo: el equivalente hjjk de la pasión.

Bien. Bien. Eso era lo que buscaba.

De los dos seres-insecto que copulaban, Hresh extrajo la esencia de su emanación lujuriosa y apasionada, y por medio del Barak Dayir la incorporó a lo más profundo de su alma. Y en cuanto la tuvo dentro, ya no le resultó extraña: la comprendió. La respetó. En ese momento podría haber sido un macho de hjjk.

Pero no conservó la emanación mucho tiempo. La emitió entretejida en una columna de fuerza giratoria que se elevó hacia los cielos como una torre gigantesca. Y luego colocó esa torre de lujuria alrededor del tubo metálico que había traído de Vengiboneeza.


Entonces regresó al campo de los invasores por segunda vez y encontró una hembra de bermellón que había entrado en celo ese día. Estaba de pie, con la espalda contra un árbol elevado, emitiendo espantosos rugidos y clamores amorosos, estampando contra el suelo las patas de garras negras, y aleteando las inmensas orejas como grandes sábanas bajo la brisa. Tres o cuatro gigantescos machos escarlatas se encabritaban a su alrededor nerviosamente. Hresh se deslizó entre ellos y capturó la esencia de su excitación, y también la emitió, pero mucho más intensificada. También formó una columna con esta emanación y la dirigió hacia el oeste, donde la planicie caía en un área irregular de arroyos y peñascos caídos.

— Bueno — dijo Hresh a Taniane —. Todo listo. He hecho cuando he podido. El resto depende de los guerreros.

Eso había sucedido unas horas antes, en la más profunda oscuridad de la noche.

Había llegado la aurora, y con ella, la batalla. Y ahora todo había terminado.

Hresh caminaba por el campo de batalla junto a Taniane, Salaman y Minbain. Nadie hablaba. Una neblina de muerte y confusión había descendido sobre todas las cosas. Y un gran silencio. Las palabras parecían fuera de lugar.

Los hjjks se habían marchado. Hresh no podía decir cuántos habían desaparecido por el tubo de extraña luz y de oscuridad aún más extraña, pero debían haber sido miles de ellos, tal vez muchos miles. Se habían abalanzado al objeto en un frenesí demencial, pero el aparato los devoraba con apetito insaciable en cuanto entraban en su radio de acción. Y desaparecían. Los demás, los que no habían sido atraídos por el objeto o los que habían huido de él aterrorizados, también se habían marchado a los confines de la Tierra Y los pocos que habían intentado escalar las laderas del cráter habían caído a manos de los guerreros de Taniane en la planicie, o bajo las espadas de los partidarios de Harruel, cuando conseguían ganar la loma.

Los bermellones también habían huido en estampida. De esa horda increíble todavía quedaban unos diez o doce, vagando como perdidos por la planicie. Muy bien: podrían cercarlos y domesticarlos para provecho de la tribu. De los demás, al parecer todos los machos sin excepción habían partido rumbo a las tierras del oeste, tras la hembra apasionada que esperaban hallar allí. Y las hembras, acaso intrigadas o enfurecidas por la estampida lunática, se habían marchado por su cuenta rumbo a las tierras inhóspitas de donde los hjjks las habían sacado. En cualquier caso, ya no andaban por allí.

Hresh sonrió. ¡Todo había salido tan bien! ¡Había resultado a la perfección!

Y la pequeña ciudad… — la Ciudad de Yissou, como la llamaban — estaba a salvo.

Miró a su alrededor. Haniman estaba sentado en silencio sobre una piedra rosada. De vez en cuando se frotaba una herida que tenía en la frente. Tenía los ojos vidriosos de cansancio. Había luchado como un demonio. Hresh nunca hubiera sospechado que escondiese tantas fuerzas. Un poco más allá estaba Orbin, profundamente dormido. En una mano sostenía la pierna cercenada de un hjjk como macabro trofeo. Konya también dormía. Y Staip. Realmente, había sido un día de lucha terrible.

Hresh se giró hacia Salaman. Este sereno guerrero, en quien apenas había reparado en los viejos tiempos, ahora parecía transformado, engrandecido. Era un hombre de vigor, sabiduría y poder. Un gigante.

— ¿Ahora serás rey? — preguntó Hresh —. ¿O te pondrás algún otro título?

— Sí, rey — respondió Salaman en voz baja —. De una tribu cuyos miembros pueden contarse con los dedos de las manos. Pero seré rey, creo. Es un buen nombre: rey. En esta ciudad respetamos este título. Y volveré a bautizar la ciudad, le pondré Harruel en honor de quien fue rey antes que yo, si bien espero que Yissou siga siendo su protector…

— ¿Fue la única víctima? — preguntó Hresh.

— Así es. Se lanzó contra los hjjks allí donde eran más numerosos y los mató como si fueran moscardones, pero fueron demasiados para él. No hubo forma de socorrerlo a tiempo. Fue una muerte valiente.

— Él quería morir — intervino Minbain.

Hresh se volvió a su madre.

— ¿Tú crees?

— Los dioses no le daban paz. Siempre estaba atormentado.

— En sus últimos momentos estaba radiante — dijo Salaman —. El rostro de Harruel irradiaba luz. Sea cual fuera su tormento, desapareció en la hora de la muerte.

— Que Mueri consuele su alma — murmuró Hresh.

Salaman señaló la ciudad.

— ¿Os quedaréis un tiempo con nosotros?

— Creo que no — respondió Hresh —. Esta noche celebraremos un banquete, y luego seguiremos nuestro camino. Éste es vuestro sitio. No debemos ocuparlo mucho tiempo. Taniane nos conducirá al sur, y allí encontraremos un hogar para el Pueblo, hasta que sepamos qué nos deparan los dioses a continuación.

— Así que Taniane es la cabecilla — exclamó Salaman, sorprendido —. Bueno, es lo que deseaba. ¿Cómo murió Koshmar?

— De tristeza, creo. Y de cansancio. También murió cuando supo que había concluido su tarea. Koshmar vivió con nobleza y murió del mismo modo. Nos condujo hasta Vengiboneeza desde el capullo, y desde allí nos lanzó a una nueva Partida hacia el próximo destino, como los dioses se lo impusieron. Los sirvió bien. A ellos, y también a nosotros.

— ¿Y Torlyri? ¿También ha muerto?

— ¡Los dioses no lo permitan! — exclamó Hresh —. Se ha quedado en la ciudad por propia voluntad, para vivir entre los bengs. Ahora forma parte de su tribu, ¿sabes? La última vez que la vi llevaba un casco, ¿puedes creerlo? El amor la ha transformado. — Se echó a reír —. Con el tiempo creo que los ojos se le volverán rojos como a los demás.

— ¿Y tú, Hresh? ¿Qué harás? Si accedieras a mis deseos, te quedarías con nosotros. ¿Lo harás? Es un sitio agradable… — intervino Minbain.

— ¿Y abandonar a mi tribu, Madre?

— No. ¡Todos! ¡Quedaos todos! ¡Que el Pueblo vuelva a unirse!

Hresh sacudió la cabeza.

— No, Madre. Las tribus no deben volver a unirse. Ahora vosotros formáis el Pueblo de Harruel, y tenéis un destino propio, aunque no sé cuál es. Yo seguiré a Taniane y juntos iremos hacia el sur. Tenemos mucho que hacer allí. El mundo entero espera que lo descubramos y conquistemos. Y hay muchas cosas que deseo aprender…

— ¡Ay! ¡Hresh, el de las preguntas!

— Siempre, Madre. Siempre.

— Entonces, ¿no volveré a verte?

— Cuando te fuiste pensamos que nos habíamos separado para siempre, y mira: aquí estamos juntos. Creo que volveré a verte alguna vez, a ti y a mi hermano Samnibolon. Pero… ¿quién sabe cuándo? Sólo los dioses.


Hresh se alejó de ellos. Quería estar un rato solo antes de que comenzara el festín.

Ha sido un día extraño, pensó. Pero en realidad, todos los días han sido extraños, desde ese primer día de extrañeza en que asomó la cabeza para ver qué había fuera del capullo, cuando los comehielos comenzaron a ascender por debajo de la caverna, y el Sueñasueños despertó para emitir su profecía. Y ahora, Harruel ha muerto, Koshmar ha muerto, y Torlyri se ha vuelto beng. Taniane es cabecilla y Salaman, rey. Y yo soy Hresh, el de las preguntas, al mismo tiempo que Hresh, el de las respuestas, el anciano de nuestra tribu. Y continuaré mi Partida hasta los confines de la Tierra, y Dawinno será mi Protector.

El viento fresco de aquellas tierras elevadas soplaba a su alrededor, animándolo. Tenía la mente en paz, clara y abierta. Y mientras permanecía allí solo, experimentó una visión del Gran Mundo, esta vez sin necesitar ninguna de la máquinas que había traído de Vengiboneeza. Sencillamente, apareció ante él, como si hubiera sido transportado por arte de magia. Una vez más, era una visión del Gran Mundo en su último día. El aire oscuro, negros vientos que se agitaban y la escarcha apoderándose de todo. Esta vez no era un mero observador, sino un ciudadano de este mundo perdido. Un ojos-de-zafiro. Experimentó el peso de su enorme mandíbula, la magnitud de sus muslos gigantescos, como su cola. Y supo que era el último día del Gran Mundo. Él, un ojos-de-zafiro que al mismo tiempo era Hresh, el de las preguntas. Ningún ojos-de-zafiro sobreviviría en la época que se aproximaba. Los dioses les habían deparado la muerte:

Y Hresh como Hresh comprendió que ése era el día de Dawinno el Destructor, mientras Hresh él ojos-de-zafiro aguardaba la muerte sin rebelarse. El frío que le invadía el cuerpo lo atravesaría hasta arrancarle la vida. Dawinno, sí. El dios que provocaba la muerte y los cambios, y también el renacimiento y la renovación. Por fin comprendió lo que Noum om Beng había intentado decirle. Habría sido un pecado contra Dawinno intentar desviar el curso de las estrellas de la muerte que se dirigían contra el mundo. Los ojos-de-zafiro lo habían sabido. Acataban los designios de los dioses. No habían intentado salvarse, porque sabían que todos los ciclos debían cumplirse, que su pueblo debía abandonar la Tierra para dejar lugar a los que vendrían.

Sí. Sí, desde luego, pensó Hresh. Tendría que haber comprendido esto sin necesidad de recibir tantos bofetones de Noum om Beng. Soy muy listo, pensó, pero a veces también soy muy estúpido. Thaggoran me habría explicado todas estas cuestiones si hubiera estado conmigo. Pero Dawinno también llamó a Thaggoran. Y tuve que aprenderlas por mi cuenta.

Sonrió. Dentro de su alma cobraba vida otra visión: una ciudad brillante sobre una alejada colina, refulgiendo con todos los colores del universo, brillando con luz tan radiante que al verla el alma se sobrecogía. No una ciudad del Gran Mundo, sino una ciudad nueva, del mundo que les esperaba, del mundo que él engendraría. De la tierra provino una música profunda y envolvente que le poseyó. Tuvo la sensación de que Taniane estaba a su lado.

— Mira — le dijo —. Mira esa gran ciudad.

— Es de los ojos-de-zafiro, ¿verdad?

— No. Es una ciudad humana La que construiremos nosotros para demostrar que también somos humanos.

Taniane asintió.

— Sí. Ahora los humanos somos nosotros.

— Lo seremos — aseguró Hresh.

Pensó en esa esfera dorada de azogue y en las máquinas que controlaba. Sí, milagros que no nos pertenecen. Pero los usaremos para crear nuestro propio prodigio. Para nosotros será una interminable Partida. Ahora empieza la tarea, la lucha por el poder, por el saber antiguo y por el saber nuevo, el largo ascenso. Él iría en vanguardia, y diría a los demás: «Seguidme por aquí», y los demás le obedecerían.

Hresh miró hacia el sur. En una de las colinas más cercanas distinguió un movimiento sobre la ladera. Vio algo inmenso que luchaba por emerger de la tierra. Casi parecía como si un comehielos estuviera irrumpiendo desde las profundidades. ¿Era posible? ¿Un comehielos? En efecto, era un comehielos. Tal vez el último en darse cuenta de que la Nueva Primavera ya había llegado al mundo. La monstruosa criatura quebraba la superficie, arrancaba árboles de cuajo, abría la tierra y levantaba piedras y peñascos. Hresh contempló su rostro ciego, su cuerpo negro cubierto de cerdas. Ahora había salido a la luz, y yacía jadeante, moribundo sobre la tierra a la luz del sol. Hresh la observó. Y mientras miraba, la enorme masa de la criatura subterránea se partió y de su cuerpo emergieron diminutas criaturas — o al menos lo parecían desde la distancia — por docenas, por centenares. Eran pequeños seres brillantes, que se retorcían y culebreaban frenéticos. Del gran ser muerto del viejo mundo surgía un ejército de pequeñas serpientes. Jóvenes, sí. No espantosas como su colosal progenitor, sino delicadas y extrañamente hermosas. Criaturas refulgentes y vivaces, de color azul, verde tornasolado, negro terciopelo que se movían formando sendas de luz fulgurante. Corrían bajo el calor del sol para tomar la vida que se les ofrecía al final del invierno. Renovación y renacimiento, sí. Por todas partes, renovación y renacimiento.

De modo que incluso los comehielos sobrevivirían en el nuevo mundo, con nuevas formas. La profecía anunciaba que morirían cuando concluyera el Largo Invierno, pero se había equivocado. No morirían. Sólo se transformarían. De la desoladora decadencia del invierno surgía nueva belleza y vitalidad. Hresh les ofrendó una bendición. La bendición de Dawinno.

— ¡Cómo deseó poder contárselo a Thaggoran!

Se echó a reír y cogió el talismán del anciano.

— ¡Oh, Thaggoran, Thaggoran, si comenzara a contarte todo lo que he aprendido desde aquella noche de los zorros-rata, tardaría tantos años en decírtelo todo como los que llevo de vida! — exclamó en voz alta —. ¿Ves? Los comehielos… se convierten en estos seres. Y el Gran Mundo… lo he visto, Thaggoran, y sé por qué escogió morir pacíficamente. Y los bengs… déjame hablarte de los bengs, Thaggoran, y de Vengiboneeza, y… — Oprimió el amuleto con fuerza —. No lo he hecho tan mal, ¿verdad, Thaggoran? He aprendido algunas cosas, ¿eh? Y un día, te lo prometo, voy a contártelo todo. Algún día, sí. Pero no pronto, ¿eh Thaggoran? Nos sentaremos a conversar como en los viejos tiempos. ¡Pero no pronto!

Hresh se volvió y comenzó a caminar hacia la Ciudad de Yissou. Pronto empezaría el festín. Taniane se sentaría a su derecha, y Minbain a su izquierda, y si la tribu de Harruel tenía vino, bebería cuanto pudiera, y un poco más aún, ya que era una noche de celebración como nunca antes se había visto. Sin duda. Caminó más deprisa, y luego comenzó a trotar, y luego a correr.

Detrás, decenas de miles de miles de comehielos recién nacidos, refulgentes de vida, se dispersaban para celebrar su llegada a la Nueva Primavera del mundo.


FIN
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