8 — UNA SOLA COSA IMPORTANTE A LA VEZ

Después de la tormenta, el tiempo en Vengiboneeza se tornó aún más cálido que antes. Sobre las colinas que enmarcaban la ciudad brotaron flores de muchas especies distintas en una explosión de color, y los árboles crecieron tan deprisa que casi se veían las yemas asomando como dedos. El aire era tibio, denso y colmado de aromas; como si esos tres días de cielos negros y vientos aullantes hubieran sido las secuelas convulsivas y finales del Largo Invierno, como si la Nueva Primavera se hubiese instalado de verdad y para siempre.

Pero Koshmar estaba preocupada, y su angustia se agravaba de día en día.

En un sector en ruinas de la ciudad había hallado un rincón íntimo, al cual llamaba su capilla y que mantenía en secreto. Su reserva era tal que ni siquiera Torlyri sabía de él. Allí iba cuando se sentía inquieta y necesitaba el consejo especial de los dioses o de las antiguas cabecillas. Era el equivalente de su piedra negra en el muro de la cámara central del capullo.

Al principio, la capilla sólo había significado para ella una diversión, una especie de distracción en la cual se refugiaba a intervalos muy espaciados y que olvidaba durante semanas. Pero últimamente Koshmar se sentía impelida a acudir casi todos los días. Salía a hurtadillas durante las primeras horas de la mañana o avanzada la noche. A veces lo hacía en mitad del día, en vez de realizar sus habituales sesiones judiciales que constituían su costumbre de cabecilla.

Para llegar hasta la capilla, Koshmar caminaba un trecho hacia el este, en dirección a las montañas, y luego hacia el norte, pasando una formidable torre negra que algún antiguo terremoto había reducido a escombros. Luego descendía cinco tramos de unas escalinatas enormes que conducían a una plaza circular con el suelo de mármol rosado. Al otro lado de la plaza se alineaban cinco arcos intactos y seis derruidos, cada uno de los cuales debía de haber sido la entrada a una de las once habitaciones de algún importante edificio ceremonial en los días del Gran Mundo. Ahora estaban vacías, pero todas salvo dos o tres seguían luciendo ricas tallas bañadas en oro, extrañas y hermosas, de figuras con cuerpos que parecían casi humanos y rostros de soles, dé animales con aspecto fantasmal y estilizados miembros, de guirnaldas de plantas de largo tallo que no pertenecían a la Tierra. Unas puertas giratorias conducían a estas cámaras.

Accidentalmente, Koshmar había descubierto cómo abrir las puertas, y había escogido la cámara del centro como capilla. En ella había levantado un pequeño altar alrededor del cual dispuso objetos de importancia ritual o valor sentimental. Allí se postraba en secreta soledad; hablaba con los dioses… o más frecuentemente con Thekmur, su predecesora en el cargo.

Esta vez se arrodilló, hizo un ramo de flores secas y lo encendió. El fragante humo ascendió hasta Thekmur. Koshmar lucía la máscara de marfil de una cabecilla anterior, Sismoil, plana y lustrosa, con unas mínimas rendijas para poder ver.

— ¿Cuánto tiempo ha de pasar — preguntó a la cabecilla muerta — antes de que descubramos por qué estamos aquí? Ahora tú habitas con los dioses. ¡Oh, Thekmur! Revélame qué nos deparan los dioses. Y qué me deparan a mí, oh Thekmur.

Casi podía ver el alma de Thekmur flotando en el aire ante ella. Cada vez que se acercaba a la capilla, Thekmur adquiría más solidez. Llegaría el momento, deseaba Koshmar, en que la aparición de Thekmur fuese tan real y tangible como su propio brazo.

Thekmur había sido una mujer menuda y maciza, muy fuerte de cuerpo y mente, de pelaje grisáceo y ojos acerados que observaban con aire sereno e imperturbable. Había amado a muchos hombres y también a muchas mujeres, y había gobernado la tribu con silenciosa eficiencia hasta el día de su muerte, momento en que se marchó por la puerta del capullo sin un solo gesto. A veces Koshmar creía ser sólo un pálido reflejo de Thekmur, una pobre sustituta de la cabecilla difunta, aunque estos momentos de pesimismo no eran frecuentes.

— Los dioses no me hablarán a mí — dijo a Thekmur —. Envío al joven Hresh para que, averigüe cosas y no encuentra nada. Y ahora que ha hallado algo, no ha servido de nada. Y hubo una terrible tormenta, y durante la tormenta el cielo se quebró y los rayos sembraron el pánico. ¿Qué significa todo esto? ¿Qué estamos aguardando aquí? Respóndeme, oh, Thekmur… Respóndeme sólo esta vez.

El humo ascendió en forma de volutas, y la débil imagen de Thekmur se arremolinó en la oscuridad. Pero Thekmur no habló; o si lo hizo, Koshmar no logró oír sus palabras.

Durante los últimos meses, Koshmar había comenzado a notar que se estaba hundiendo en una gris desesperación, o en algo muy parecido.

Allí, en Vengiboneeza, la vida había perdido el ímpetu inicial. Todo parecía inmóvil. Y la felicidad que había sentido en la primera época, cuando organizó la nueva vida en la ciudad, se había esfumado por completo.

En el capullo era lógico que todo siguiera siempre igual, sin cambios, estático. Nadie se lo cuestionaba. Uno crecía, hacía lo que le ordenaban, observaba los mandamientos divinos, y sabía que cuando llegara el momento uno moriría y otro ocuparía su lugar. Pero a la vez comprendía que de forma inevitable, desde el comienzo hasta el fin, la vida quedaría contenida dentro de las pétreas paredes del capullo, y que su existencia no sería muy distinta de la que habían llevado sus abuelos, o los abuelos de sus abuelos, miles de miles de años atrás. El objetivo de uno era perpetuar sólo la vida del Pueblo, ser un eslabón en la gran cadena de eones que se extendía desde la época del Gran Mundo hasta la ansiada llegada de la Nueva Primavera. Uno no esperaba poder ver por sí mismo la Nueva Primavera. Uno no pensaba que alguna vez llegaría a vivir fuera del capullo.

Pero ahora — a pesar de algunas dudas momentáneas — la Nueva Primavera había llegado. El mundo se abría como una flor y la tribu se había internado en él. Pero el primer paso predestinado de la Partida era la residencia en Vengiboneeza. Y hasta ahora la estancia no había producido más que inquietud, intranquilidad, desaliento. Incluso se había puesto en duda su identidad de seres humanos, gracias a esos mentirosos y despreciables artefactos que los ojos-de-zafiro habían dejado en el portal. Y aun cuando Koshmar estaba segura de que cuanto habían afirmado los tres extraños guardianes eran meras tonterías, sospechaba que para algunos la pregunta seguía sin respuesta, provocando una angustiosa duda en sus almas.

— ¿Cómo puedo hacer que sucedan cosas? — preguntó Koshmar a la mujer que la había precedido — Mi vida transcurre; deseo abrazar el mundo, ahora que es nuestro. Me siento impaciente, Thekmur. Me siento atrapada como si siguiera en el capullo. — Parte de ella deseaba abandonar el lugar y proseguir el viaje, aunque no sabía adónde. Y, sin embargo, sentía el poderoso hechizo, de Vengiboneeza y temía alejarse de allí, aun cuando ansiara nuevas travesías lejanas.

Koshmar sabía que muchos miembros de la tribu estaban satisfechos allí. Pero era gente que se sentiría a gusto en cualquier sitio. En lugar del ambiente intenso y cerrado del capullo tenían una ciudad entera como escenario de sus vidas. Vivían bien… de las huertas que habían cultivado obtenían comida suficiente y también les bastaba la carne que los guerreros traían de las laderas de lo que Hresh había denominado Monte Primavera, donde abundaban animales de toda clase y la caza era fácil. Para ellos era una época feliz. Se entrelazaban, cantaban, jugaban. Se apareaban y comenzaban a engendrar nuevas vidas. El número de integrantes de la tribu ya había superado los setenta, y pronto nacerían otros niños. Confiaban en llevar vidas pródigas y cómodas sin preocuparse por la sombría promesa del límite de edad.

Pero otros no estaban tan satisfechos con esa placidez. Koshmar veía que Harruel ardía de impaciencia y sed de cambios. Konya y algunos jóvenes como Orbin parecían gravitar bajo la influencia de Harruel, Hresh… cuanto mas crecía, mas enigmático era para ella. Y la niña Taniane de pronto se estaba convirtiendo en una maquinadora, en una murmuradora, en una tramadora de sueños. En sus ojos aparecía el destello de la ambición. Pero ¿ambición de qué?

Incluso Torlyri parecía distante y extraña. Torlyri y Koshmar se entrelazaban muy pocas veces últimamente, y en esas raras ocasiones el encuentro era difícil y deparaba pocas gratificaciones. Koshmar sentía que Torlyri quería aparearse, pero que a la vez se abstenía de hacerlo, tal vez porque sentía que ello perjudicaría su relación con Koshmar. Tal vez porque como mujer de las ofrendas ante la tribu no sabía cómo convertirse a la vez en compañera y madre. O tal vez creía que el Pueblo no contaba con hombres con los cuales pudiera aparearse de igual a igual, habiendo sido sacerdotisa durante tanto tiempo. Cualquiera que fuera la razón, estaba preocupando a Torlyri, y las preocupaciones de Torlyri angustiaban a Koshmar.

— ¿Qué puedo hacer para conseguir que me hables? — preguntó a Thekmur —. ¿Debo hacer alguna ofrenda especial a alguno de los dioses? ¿Debo hacer una peregrinación? ¿Debo traer aquí a Torlyri, y entrelazarme con ella, y acercarme a ti cuando estemos unidas?

Por cierta abertura de la pared asomó una pequeña criatura: un esbelto animal azul de piel brillante y escamosa, miembros frágiles y largos, ojos diáfanos y dorados. Al ver a Koshmar se detuvo, olisqueó el aire y se acomodó sobre sus delgadas patas. La estudió a conciencia. El animal tenía una expresión amable y serena, y su mirada líquida parecía firme y pacífica.

— ¿Te han enviado? — preguntó Koshmar.

El animal siguió escrutándola y olfateando.

— ¿Qué criatura eres? Hresh lo sabría. o si no, simularía saberlo, y te daría un nombre. Pero yo también puedo darte uno. Tú eres un Thekmur, ¿verdad? ¿Te gusta este nombre? Thekmur fue una gran cabecilla. Ella no tenía miedo a nada, igual que tú.

El Thekmur pareció sonreír con gratitud.

— Y ella tenía una gran resistencia, como tu — prosiguió Koshmar —. Pues tú debes haber sobrevivido al Largo Invierno. Pareces frágil, pero debes ser duro. Los ojos-de-zafiro han muerto, al igual que los amos-del-mar, y todos los demás pueblos importantes han desaparecido, pero aquí estás tú. Nada te asusta. Nada es demasiado para ti. Seguiré tu ejemplo, pequeño Thekmur. De pronto, el suelo comenzó a mecerse. Era un movimiento lateral, un balanceo que sacudía toda la capilla. En otro momento, Koshmar habría salido disparada en busca de la seguridad del campo abierto. Pero el Thekmur permaneció en su lugar al otro lado del altar, y ella lo imito y aguardó sin alarma a que el temblor terminara, lo cual no tardó en ocurrir. Con gran dignidad, la pequeña criatura salió del recinto a largas zancadas.

Koshmar la siguió. No vio muchos daños: sólo unas pocas cornisas salientes de un edificio en ruinas habían acabado en el suelo.

Es una profecía, se dijo Koshmar. Significa que los dioses siguen observándonos. Han posado sus manos sobre la Tierra para recordarme que están aquí y que son todopoderosos, y que sus planes son buenos, y que cuando llegue el momento adecuado me comunicarán sus designios.


El terremoto, después de la reciente tormenta, dio a Hresh la certeza de que había llegado el momento de regresar a la plaza de las treinta y seis torres. Eran profecías demasiado poderosas e imperiosas para ignorarlas. Los dioses le estaban urgiendo. Ahora le correspondía emplear la Piedra de los Prodigios para obtener el saber acumulado en esa gruta subterránea.

— Date, prisa — le dijo a Haniman —. Hoy es el día. Pienso descender de nuevo a la caverna oculta.

Y se marcharon rumbo a la zona de Emakkis Boldirinthe. La mañana se había levantado soleada y despejada, poblada de interminables bandadas de aves escarlatas de anchas alas y largos cuellos, por lo visto en vasta migración, que chillaban en las alturas. Haniman se pasó el día haciendo cabriolas y brincando, de tan ansioso como estaba por experimentar una vez más los misterios de la gruta.

Entraron en la torre de la losa negra. A toda prisa, Haniman corrió hacia el centro y se acuclilló sobre la piedra como la vez anterior, para que Hresh pudiera subirse sobre él y golpear los tubos metálicos que les abrirían la entrada. Pero Hresh le indicó que se apartara. Esta vez se había traído una vara, con lo cual no necesitaría trepar sobre Haniman para llegar hasta los tubos.

— Espérame aquí — ordenó Hresh —. Bajaré solo.

— ¡Pero, Hresh, yo también quiero ver qué hay ahí!

— Supongo que sí. Pero quiero estar seguro de poder salir. La última vez la piedra subió por cuenta propia. Tal vez no vuelva a ocurrir lo mismo. Quédate aquí hasta que te llame. Y luego golpea el metal con esta vara y hazme subir.

— Pero…

— Haz lo que te he dicho — insistió Hresh, y lanzó un rápido golpe a los tubos valiéndose del bastón. La losa se quejó y gimió a medida que comenzaba a moverse. Rápidamente arrojó el bastón a Haniman, quien permaneció de pie con aire amargo y desencantado mientras Hresh desaparecía en las profundidades de la cripta.

La luz ambarina comenzó a brillar. A lo largo de las paredes cobraron vida hordas de figuras ceñudas y sombrías: la apretada población de monstruosas esculturas. Hresh contuvo la respiración en una involuntaria reacción de sorpresa. Una sensación aguda y densa le colmó los pulmones.

Por delante yacía la estructura de botones y palancas. Corrió hacia ella.

Sin demora extrajo el Barak Dayir del estuche y al instante lo rodeó con el órgano sensitivo. De inmediato la extraña música de la piedra resonó por su alma: tintineos distantes y un rugido lánguido acompañado por los agudos repiques de unas campanadas de bronce.

Ahora comprendía mejor cómo controlar el mecanismo. En esta ocasión no había tormentas. Esta vez no surcó los cielos sino que extendió sus percepciones de forma lateral, en todas direcciones, de modo que en su dispersión abarcó toda la ciudad de Vengiboneeza. Su mente hormigueante percibió la estructura de la ciudad como una serie de círculos entrelazados: cientos de ellos, grandes y pequeños. Los sentía con tanta claridad como si no fueran más que unas pocas líneas trazadas sobre el suelo. En muchos sitios a lo largo de los círculos brillaban puntos de ardiente luz roja.

En otra ocasión se dedicaría a investigar esos puntos de luz. Su tarea actual era la máquina de palancas y botones. Accionó los mismos mandos que la vez anterior — percibía la marca que el sudor de sus propias manos había dejado sobre ellas como una vívida pulsación amarilla — y los oprimió con todas sus fuerzas.

Una fuerza irresistible le capturó al instante y lo transportó como mm mota de polvo hacia otros reinos.

El Gran Mundo Irrumpió a su alrededor en toda su gloriosa existencia.

Seguía estando en Vengiboneeza, pero a su alrededor no se extendían las ruinas. Una vez más se encontraba en la Vengiboneeza del pasado, la ciudad viviente. Y esta vez la visión no fue fugaz. Al contrario, era vívida y tangible, y tenía la incuestionable densidad de la realidad más nítida.

La ciudad resplandecía con el fuego ardoroso de su vitalidad, y él estaba en todas partes, flotando por todas las calles a la vez, como un observador anónimo en el mercado central, sobre los muelles de mármol que bordeaban el lago, sobre las villas de las verdes laderas de la zona de las colinas.

Estoy aquí, pensó. Estoy realmente aquí. Algo me ha transportado por los abismos y remolinos del tiempo como una mota de polvo en un pajar, y me ha lanzado al corazón el Gran Mundo.

Se preguntó si alguna vez podría regresar a su propio mundo.

Comprendió que no le importaba.

Donde quiera que miraba, descubría muchedumbres de ojos-de-zafiro. Se movían lentamente, con confianza, cogidos del brazo. ¿Y por qué no habrían de pasear con calma y confianza? Eran los amos del mundo. Hresh los contempló con respeto y temor. ¡Qué inmensas bestias tan terroríficas, con las gigantescas mandíbulas donde brillaba un montón de dientes refulgentes, y las escamas verdes, y los saltones ojos azules como el zafiro! Deambulaban por las calles sobre sus patas carnosas y poderosas, apoyados sobre las inmensas y macizas colas… ¡y, pese a todo, por imponentes que parecieran, no podía imaginar que eran bestias! La luz de una penetrante inteligencia ardía en sus ojos extraños. Las largas cabezas se erigían formando cúpulas sorprendentes, y Hresh percibió en su interior el palpitar de sus voluminosas mentes.

Esos cerebros recibían un fluido frío y lento parecido a la sangre, pero que no lo era en absoluto. Y, sin embargo, aquellas mentes no eran frías ni lentas. Hresh sintió que el trueno de esas mentes retumbaba contra él procedente de todas partes. Mercaderes, poetas, filósofos, sabios, maestros en ciencias y en todos los saberes: todos trabajaban con ahínco, registraban, analizaban, hacían descubrimientos a cada momento del día y de la noche. Comprendió con mayor claridad que antes el trabajo que había representado crear y mantener una civilización tan grandiosa como aquélla: cuánto estudio había requerido, cuánta información debía haberse reunido, acumulado y diseminado, qué intrincada red de planeamiento y ejecución. El Pueblo, con su pequeño capullo, sus insignificantes libros de crónicas, sus triviales tradiciones orales y costumbres sagradas, le pareció mas diminuto que nunca después de haber contemplado a los ojos-de-zafiro. Aun cuando se sentaban a bañarse en esos estanques pétreos de brillos rosados que tanto parecían agradarles, seguían afanándose en el estudio, en el pensamiento, en el apasionado debate. ¿Habría existido alguna vez otra raza como ésa? ¿Cómo era posible que este pueblo milagroso estuviese emparentado con las serpientes y lagartijas, inferiores y carentes de toda inteligencia?

¿Y por qué, se preguntó, se habían dejado morir en el Largo Invierno, cuando sin duda habrían podido evitar el desastre que se cernía sobre su mundo?

Descubrió que en esta Vengiboneeza perdida y ancestral también estaban representados los otros cinco grupos que conformaban los Seis Pueblos.

Allí estaban los hjjks, fríos y distantes, en apretadas hileras de cincuenta o cien, como hormigas. Hresh percibió el murmullo seco de sus pensamientos desoladores, el repiqueteo metálico de sus almas duras e irritables.

Resultaba fácil odiarlos. En ellos no había singularidad ni individualidad. Cada uno formaba parte de una entidad más grande: un grupo de hjjks, y cada grupo era parte de la totalidad de la especie. Transmitían la tenaz convicción de su propia resistencia. Nosotros seguiremos estando aquí cuando vosotros hayáis desaparecido, parecían anunciar los hjjks en cada movimiento de sus arrogantes antenas. Y era evidente que considerarían la instantánea desaparición de todas las demás razas como una notable bendición. Y sin embargo, nadie rehuía la presencia de estos hostiles seres-insectos. Hresh los vio adquirir, comerciar, entremezclarse activamente.

También estaban representados los vegetales, esa raza de flores delicadas, que se reunían en pequeños grupos sobre los patios soleados. Los pétalos de sus rostros eran amarillos, azules o rojos, y en el centro de cada uno se abría un único ojo dorado. El cuerpo parecía resistente, pero los miembros no tanto, suaves y flexibles. Hablaban en tonos apacibles y casi inaudibles, con murmullos de hojas y gestos de ramas. En sus movimientos y sonidos flotaba una suave poesía.

¿Qué milagro habría sucedido, se preguntó Hresh, para que las plantas aprendieran a moverse y a hablar? Podría mirar las almas de estos vegetales y ver las fibras nudosas y tendinosas de auténticos cerebros, pequeñas masas sólidas anidadas en el lugar resguardado que formaban los pétalos al unirse con el tallo central. En su travesía a través de las planicies no habían encontrado plantas inteligentes. Pero, desde luego, estos vegetales eran criaturas antiguas. Aquella especie se había visto arrasada por las amargas tormentas del Largo Invierno, y tal vez ninguna especie como la suya hubiera podido sobrevivir hasta la era del Pueblo.

Los mecánicos se movían por doquier. Hresh los veía trabajar con tenacidad por toda la ciudad. Eran seres inmensos, con cabezas de cúpula y patas articuladas de metal. Construían, reparaban, limpiaban, demolían. Eran servidores de los ojos-de-zafiro, aunque tenían mentes claras y poderosas, y una aguda conciencia de su propia existencia. Tal vez fuesen máquinas, pero a Hresh le parecían más cercanos que los hjjks. Cada uno era un individuo con identidad propia en la cual hallaban no poco orgullo.

Los amos-del-mar constituían un grupo más reducido. Pero Hresh comprendió que ello se debía a las dificultades que les representaba salir del mar Eran seres lisos, de gruesa piel marrón, con graciosa forma de huso, estructura robusta y miembros parecidos a aletas. No cabía duda de que eran criaturas marinas, si bien respiraban el aire de Vengiboneeza sin dar señales de incomodidad. Cada uno se hallaba en un ingenioso carruaje sobre hilos de plata dirigido mediante diestras manipulaciones que los amos-del-mar efectuaban con las puntas de las aletas. Aparecían en las zonas cercanas a la costa, lo cual resultaba muy lógico, en tabernas, negocios y restaurantes. Tenían un aspecto resuelto y altivo, como si cada uno se considerase príncipe entre príncipes. Tal vez así fuera.

Siguió avanzando a la deriva, y el Gran Mundo resplandecía a su alrededor en toda la plenitud de su brillo. Lo que en las páginas más antiguas de las crónicas sólo existía como un confuso recuerdo de una imagen, ahora se manifestaba con toda nitidez ante él. Para él no existía otro tiempo que el de su visión. Este era el mundo tal como había sido antes del desastre; éste era el mundo en la cúspide de su más elevada civilización, cuando los milagros eran hechos cotidianos.

Se había convertido en un ciudadano de este mundo. Andaba por las calles de la antigua Vengiboneeza. Ahora se detenía para saludar con la cabeza a algún ojos-de-zafiro, aguardaba para intercambiar gentilezas con un grupo de vegetales frondosos y trémulos, hacía un alto para dejar que pasara ante él un amo-del-mar en su magnífico carruaje plateado. Sabía que se encontraba en el centro del universo. Allí convergían todas las épocas de todas las estrellas. Jamás había existido algo parecido en el universo. Poder verlo era su inmenso y único privilegio. Quería recorrer todas las calles, inspeccionar cada edificio, descubrir y comprenderlo todo. A partir de aquel día, quería vivir en los dos mundos para conservar, si era posible, su lugar en esta tierra condenada del remoto pasado.

Si esto es un sueño, pensó, es el más hermoso que nadie ha tenido nunca.

Lo que veía apenas se parecía a la Vengiboneeza en ruinas que había conocido. De todos aquellos edificios tal vez sólo había sobrevivido hasta su época una media docena escasa.

El resto había cambiado por completo, al igual que el trazado de las calles. Sabía que ese lugar era Vengiboneeza por la ubicación de la ciudad con respecto a las montañas y el mar, pero la ciudad debía haber sido construida y reconstruida muchas veces a lo largo de su vasta existencia. Percibía la poderosa sensación de que era algo vivo, cambiante, como una gigantesca criatura que respiraba y se movía.

Ahora más que nunca, Hresh percibía la complejidad del Gran Mundo, y se sentía desalentado y vencido por la enorme tarea que debía realizar el Pueblo para intentar crear algo tan elevado como los logros de esa civilización perdida. Pero una vez más se dijo que ni siquiera el Gran Mundo se construyó en una tarde. Lo había creado la labor de millones de seres durante miles de años. Con tiempo suficiente, el Pueblo también podría hacerlo.

Siguió avanzando, flotando como un fantasma, escudriñando aquí y allá, tratando de capturarlo todo antes de que esa visión le fuera arrebatada como le había sucedido la vez anterior.

Al cabo de un rato comprendió que faltaba algo.

Mi propia especie, pensó Hresh. ¿Dónde estamos?

Contó con cuidado. De los Seis Pueblos de los cuales hablaban las crónicas, de aquellos que habían compartido en paz ese mundo desaparecido, Hresh había visto sólo cinco hasta el momento: ojos-de-zafiros, hjjks, vegetales, mecánicos y amos-del-mar. Los humanos eran el sexto pueblo, pero no había visto a ninguno. Azorado por la novedad y riqueza de cuanto veía, no había advertido la ausencia de esta raza hasta ahora.

Registró la ciudad hasta sus confines, y no encontró seres humanos. Recorrió una plaza tras otra, todas las avenidas, cada taberna del puerto y cada villa marmórea al pie de las colinas. Los buscó, esperando vislumbrar el pelaje oscuro y tupido, los brillantes ojos alertas, los órganos sensitivos orgullosamente erectos. Pero nada. Ni uno. Era como si la humanidad fuera una completa desconocida para esta antigua Vengiboneeza de la gran era.

Pero durante el recorrido, aquí y allá, Hresh encontraba otras criaturas de una especie que le resultaba familiar: seres curiosos y frágiles dispersos por la gran ciudad, diseminados en grupos de dos o tres como piedras preciosas sobre una playa arenosa. Eran altos y esbeltos, y caminaban erguidos como el Pueblo. Sus cráneos mostraban una cúpula pronunciada. Los labios eran delgados. La piel, clara y sin vello. Los ojos brillaban con un matiz violeta y misterioso. Y de ellos surgía el aura de un gran poder y una inmensa antigüedad, arraigados en una seguridad tan firme que sobrecogía. Aplastaba en su fuerza complaciente.

Hresh ya había visto a estas criaturas al comenzar su periplo a través de los tiempos, talladas sobre los muros de la caverna subterránea. Y en el capullo también había visto a otro: era la criatura enigmática y durmiente que había existido entre el Pueblo durante tanto tiempo sin siquiera incorporarse a la vida tribal. Eran sueñasueños. Haniman, muy inocentemente, al verlos entre las estatuas de la caverna había preguntado si no serían uno de los seis Pueblos, y Hresh había respondido que no, que debían ser una especie procedente de otra estrella. Pero ahora empezaba a dudarlo. Ahora la atroz sospecha de la verdad comenzaba a incubarse en su mente y a crecer allí.

Les vio moverse por la ciudad en silencio, como criaturas lejanas y misteriosas, como reyes, como dioses. Casi parecían flotar por encima del suelo. Entonces llegó a un edificio que reconoció: la estructura oscura y plana, de paredes gruesas, a la cual había llamado la Ciudadela. La construcción que no tenía ventanas y que se extendía rígida en sombría majestad sobre la gran colina. La que él había visto en su propia época tenía el mismo aspecto que ésta. Allí encontró docenas de estos seres yendo y viniendo, como si fuera su hospedaje particular, o tal vez su palacio. No repararon en él. Observó como se acercaban al edificio de uno en uno y pasaban los dedos sobre las paredes para atravesarlas como si sólo fueran una niebla insustancial. Para salir se movían del mismo modo.

Dirigió la mente hacia ellos y penetró en el resplandor de sus auras brillantes, se hundió en el manto de sombras que les cubría el alma.

Y percibió su ser interior, y supo cuál era su naturaleza. Y el conocimiento de ésta le azotó con una fuerza tal que fue a parar al suelo de un golpe. Cayó de rodillas como si una gigantesca mano le hubiera empujado por la espalda.

Una vez más, Hresh oyó el tono burlón de los ojos-de-zafiro artificiales, que con voz de trueno le espetaban: No sois humanos. Ya no hay humanos aquí Vosotros sois simios, o descendientes de simios. Los humanos se han ido de la Tierra.

¿Era así? Sí. Sin duda.

Ellos eran los seres humanos. Aquellas criaturas de tez clara y piernas largas, sin pelaje. Los sueñasueños. Esos espectros y fantasmas que flotaban sobre la antigua Vengiboneeza.

Tocó sus almas, y supo la verdad, y no hubo forma de cerrar los ojos ante ella.

Percibió la antigüedad de su linaje. Sus orígenes insondables, que se remontaban por los tiempos hasta una época para la cual no tenía medida: millones de años, eternidades. Habían vivido sobre este mundo desde los comienzos, o al menos eso parecía. Sintió que les aplastaba el peso de ese inmenso pasado, la magnitud de su historia escalofriante. Observó sus almas y contempló una vasta procesión de imperios y reinos que habían surgido, caído y vuelto a surgir, el ciclo inmortal e interminable de grandeza, de reyes y reinas, de guerreros, poetas, historiadores. Era un cúmulo de logros tan impresionante que burlaba su comprensión. Sin duda eran dioses ya que, como los dioses, habían creado y luego habían podido apartarse de sus creaciones. Podían permitirse atesorar logros que escapaban a su propia comprensión para dejarlas caer en el olvido, y luego crearlas una vez más y darles la espalda de nuevo, y así cuantas veces quisieran.

Sin duda, pensó Hresh, estos seres deberían ser los verdaderos amos de Vengiboneeza, y no los ojos-de-zafiro, a quienes al principio había atribuido la majestad.

Pero no. Los seres humanos no eran los amos. No necesitaban serlo. Las responsabilidades de la planificación y el gobierno recaían sobre los ojos-de-zafiro; el peso de la labor, sobre los mecánicos; las diversas funciones de intercambio que sostenían la vida en el Gran Mundo, sobre los hjjks, los vegetales y los amos-del-mar. Hresh vio que los humanos se limitaban a existir. Miembros de una antigua especie que declinaba en número, se solazaban al calor de las glorias acumuladas durante inimaginables eras. Este mundo una vez les había pertenecido sólo a ellos, y su mirada revelaba que no habían olvidado esa antigua supremacía y que no lamentaban haberla cedido, ya que se había tratado de una concesión voluntaria. Tal vez ellos mismos habían creado tiempo atrás a los otros cinco pueblos. Y claramente se veía que los demás, incluso los ojos-de-zafiro, los trataban con manifiesta deferencia. Sin duda eran dioses. Sin duda. Cualquiera que tocara la mente de uno de ellos sentiría como si estuviera en contacto con Dawinno o Friit.

Al cabo de un rato, Hresh ya no pudo tolerar permanecer cerca de ellos. Retrocedió como si estuviera ante un fuego flameante y siguió andando, buscando, hallando…

En la ciudad también había otras especies, en número aun mas reducido que los humanos. Eran criaturas extrañas, de muchas razas sorprendentes. De algunas apenas encontró cuatro o cinco representantes; de otras, sólo uno. No se parecían a ningún ser descrito en las crónicas. Hresh vio algunos con dos cabezas y seis patas, y criaturas sin cabeza y con un ejército de brazos. Vio seres con dientes como un millar de agujas dispuestos alrededor de unas bocas circulares que se abrían a la altura del estómago. Vio unos que vivían en tanques sellados y otros que flotaban como burbujas sobre el suelo. Vio unas cosas imponentes que se movían como si fueran un terremoto, y otras livianas y esponjosas cuyo movimiento casi deslumbraba. Todos ellos emanaban el destello inequívoco de la inteligencia, aunque no se trataba de una facultad de este mundo. Las emanaciones de sus almas le inquietaban y perturbaban.

Con el tiempo, Hresh comprendió de quiénes se trataba: eran criaturas espaciales. Visitantes de los mundos que se desplazaban alrededor de esos brillantes y gélidos fuegos nocturnos. En los tiempos del Gran Mundo debieron producirse constantes intercambios de viajeros espaciales entre los mundos del universo. Tal vez alguno de estos extranjeros había traído la Piedra de los Prodigios que le proporcionaba esta visión.

¿Y nosotros? pensó. ¿Y el Pueblo? ¿No estamos en ninguna parte en esta asombrosa Vengiboneeza?

En ninguna parte. No había ni rastro. No estamos aquí.

Resultaba frustrante. Su pueblo estaba totalmente al margen del esplendor y la grandeza del Gran Mundo.

Se esforzó por asimilarlo y comprenderlo. Se dijo que la escena que taba contemplando se desarrollaba en un pasado remoto, mucho antes de que llegaran las estrellas de muerte. Tal vez pueblos enteros habían cobrado vida al que los seres individuales, pensó. Tal vez esta era en la que he venido a caer aún no era la nuestra. Nuestra época todavía no había llegado.

Pero era un consuelo insignificante. La verdad más honda resonaba y se multiplicaba en su alma con un impacto atroz.

Vosotros no sois humanos. Sois simios. O descendientes de simios.

Tenía la prueba ante sus ojos, y sin embargo no lograba aceptarlo ¿No somos humanos? ¿No somos humanos? Su mente se agitaba en un torbellino. Sabía lo que significaba ser humano, o creía saberlo. Ser excluido de la gran cadena de existencia que se extendía hacía el pasado en las profundidades del tiempo resultaba una agonía intolerable. Se sentía dividido en dos, cercenado todo vínculo con el mundo. Durante largo rato flotó inmóvil en alguna esfera de aire por encima de la antigua Vengiboneeza, adormecido, perdido, azorado.


Hresh no tenía ni idea de cuánto tiempo había permanecido en la maquinaria subterránea, aferrando botones y palancas, mientras el Gran Mundo surgía a borbotones a través de su sorprendida mente. Pero luego de un rato sintió que la visión comenzaba a desvanecerse. Las brillantes torres se disolvían en neblina, las calles se difuminaban y desvanecían como un flujo líquido ante sus ojos.

Oprimió los botones con más fuerza. Pero de nada sirvió. Su espíritu era empujado hacia la pétrea realidad de la caverna que se extendía por debajo de la torre.

Luego la antigua Vengiboneeza desapareció. Pero él seguía bajo el hechizo del Barak Dayir, y al elevarse vio de nuevo en su mente el esquema de la ciudad en ruinas, los círculos entrelazados, los puntos rojos de luz. De pronto comprendió qué debían ser esos destellos purpúreos: los sitios donde la vida del Gran Mundo seguía ardiendo entre las ruinas. Donde brillaban esas motas de luz cálida se escondía el tesoro que buscaba.

Pero Hresh ya no tenía fuerzas ni tiempo para entregarse a la labor en ese momento. Se sentía débil y sorprendido. Y, sin embargo, en su alma había arraigado una poderosa exaltación entremezclada con la duda, con la desesperación, la confusión.

Contemplo el inmenso hueco de la caverna, como sin convicción: el suelo seco y terroso salpicado de polvo, telarañas y escombros; la tenue luz; las veladas estatuas que asomaban en loca progenie a lo largo de los muros. El Gran Mundo seguía pareciéndole vívido y real, y este lugar, no más que un mezquino sueño. Pero al cabo de un rato el equilibrio fue restableciéndose; el Gran Mundo se alejó de su alcance y la caverna volvió a ser la única realidad de que disponía.

— ¡Haniman! — gritó.

Su voz broto afónica, descarnada, débil y demasiado aguda.

Hresh volvió a intentarlo:

— ¡Haniman! Súbeme!

No recibió respuesta. Levantó la mirada hacia la húmeda oscuridad, atisbando, escudriñando. Oyó el sonido rasposo de algo que se movía por las paredes, pero no a Haniman.

— ¡Haniman! — aulló con todas sus fuerzas.

Oyó un sonido como de lluvia suave. ¿Lluvia, allí? No, se dijo Hresh. Eran diminutos guijarros y motas de arena que caían desde el techo de la caverna. Su voz los había hecho caer. Otro grito como ése y bien podría derrumbarse la caverna entera sobre él.

Los nervios le vibraban como las cuerdas de un laúd. Se preguntó sí Haniman lo habría abandonado en aquella tumba. Tal vez simplemente se había marchado para dejarlo allí hasta que se pudriera. O quizás había decidido realizar alguna excursión por su cuenta. O acaso Hresh estaba tan lejos que Haniman no podía oír sus gritos. ¡Yissou! Hresh pensó en llamarlo otra vez. La caverna había resistido los terremotos de setecientos mil años. ¿Podría desmoronarse por un simple grito?

— ¡Haniman! — gritó de nuevo — ¡Haniman! — Pero sus clamores no produjeron más que una fina lluvia de partículas.

¿Qué debía hacer? ¿Dejarse morir de hambre? No. ¿Trepar? ¿Cómo?

Consideró la posibilidad de valerse de la segunda vista para llamar la atención de Haniman. Usar este sentido sobre un miembro de la tribu violando así el santuario de su mente estaba prohibido. Pero ¿debía pudrirse allí, en la oscuridad, por no violar las costumbres?

Así que envió hacia arriba los tentáculos de su percepción. Alguien estaba allí, sí. Sentía vida, sentía calor. Haniman. ¡Dormido! ¡Que Dawinno se lo llevara! ¡Se había dormido!

Le dio un azote mental. Por encima de su cabeza se produjo un estremecimiento. Haniman murmuraba y mascullaba. Hresh tuvo la sensación de que Haniman se retorcía en sueños, que tal vez se frotaba el rostro con la mano como tratando de apartar alguna imagen violenta, Volvió a sacudirle, esta vez más fuerte. ¡Haniman! ¡Imbécil, despierta! Y más fuerte. Ahora Haniman estaba despierto. Sí, sentado, con los ojos abiertos. Hresh vio la habitación de arriba a través de los ojos de Haniman. Permanecer en la mente de otro era una experiencia extraña. Hresh era consciente de que debería apartarse. Pero se quedó un rato más, por pura curiosidad. Sentía la mente de Haniman a su alrededor como una segunda piel. Tocaba las pequeñas ambiciones, apetitos e iras de Haniman. Descubría en parte qué debía haber significado crecer siendo el gordo y el lento entre una tribu de gente ágil y delgada. Hresh sintió una inesperada oleada de compasión. Esto era casi como entrelazarse, y en cierto sentido resultaba más intenso, más íntimo. Su enfado con Haniman no desapareció, pero ahora era como estar enojado consigo mismo. Era una irritación teñida de diversión y condescendencia.

Entonces, la mente de Haniman se sacudió, irritada, empujando a Hresh a un lado. El pequeño se apartó rápidamente, temblando ante el impacto de haber perdido el contacto.

— ¿Hresh? ¿Eres tú?

La voz de Haniman flotó hacia abajo, débil, vaga, rodeada de ecos.

— ¡Sí! ¡Súbeme!, ¿quieres?

— ¿Por qué no me has llamado?

— Hace diez minutos que te estoy gritando. ¿Estabas durmiendo?

— ¿Durmiendo? — llegó la voz desde arriba. Pero Hresh no supo reconocer si era Haniman que repetía sus palabras o el eco de su propia voz que rebotaba por la cúpula de la caverna.

Un instante más tarde la losa emitió su murmullo plañidero y familiar. Hresh se apresuró a trepar y la piedra inicio la ascensión. No se movió. El dolor de la fatiga le agarrotaba los miembros.

Emergió al nivel superior. Haniman estaba de pie, al lado de la piedra, con los brazos cruzados, mirándolo con desaprobación.

— No me importa que seas el cronista — le amenazó —. Si vuelves a tocarme así otra vez, te arrojo de cabeza al mar.

— Tenía que llamarte la atención de alguna manera. Te gritaba y no me respondías.

— Tal vez no me llamabas lo bastante fuerte.

— Pues sí bastó para hacer que se desprendieran piedras del techo de la caverna.

Haniman se encogió de hombros.

— Yo no oí nada.

— Estabas durmiendo.

— ¿De verdad? ¿Cómo es posible, si no has estado allí más de dos minutos?

Hresh le miró atónito.

— ¿Hablas en serio?

— ¡Dos minutos, no más! Bajaste, me eché a descansar, y acaso haya cerrado los ojos un momento. Y a continuación sentí que estabas conmigo, hurgándome la mente de ese modo impúdico y… — Haniman se detuvo de golpe. Caminó hacia Hresh y le observó de cerca —. ¡Yissou! ¿Qué te ha pasado ahí abajo?

— ¿A qué te refieres?

— Pareces cien años más viejo. Tus ojos tienen algo extraño. Todo el rostro… es distinto. Como si te hubieran vaciado por dentro.

— He tenido una visión — dijo Hresh. Se tocó el rostro, preguntándose si habría sufrido alguna transformación como la que sostenía Haniman, si no estaría tan viejo como Thaggoran. Pero su rostro le pareció el de siempre. Cualquiera que fuera la transformación de la que hablaba Haniman, debía haberse producido en su interior.

— ¿Qué has visto?

Hresh vaciló.

— Cosas — respondió —. Cosas extrañas. Cosas perturbadoras.

— ¿Qué tipo de cosas?

— No importa. Salgamos de este sitio.

Durante el viaje de vuelta al asentamiento le asaltó un profundo cansancio. A menudo tuvo que detenerse a descansar, y en una ocasión sintió una oleada de náuseas que lo obligó a inclinarse detrás de una columna rota para vomitar en una arcada interminable. Durante el resto del trayecto se sintió débil y viejo, y viajó a la zaga de Haniman. Luego tuvo vergüenza al ver que éste debía regresar a por él. Su joven vitalidad sólo regresó junto con sus fuerzas cuando llegaron al asentamiento. Entonces comenzó a moverse más deprisa, a hacer menos pausas, aunque Haniman debía volverse una y otra vez para hacer señas impacientes.

Hresh sabía que estaría mucho tiempo sopesando los conocimientos que había obtenido en la caverna de la plaza de las treinta y seis torres. La risa burlona del ojos-de-zafiro artificial ante la puerta del sur se henchía en su alma casi hasta colmar el mundo.

Monito. Monito. Monito.

Le resultaba imposible aliviar su espíritu de esa amarga burla. Y, sin embargo, también había encontrado la clave para llegar hasta la Vengiboneeza perdida. Un gran triunfo y una estruendosa derrota en un mismo paquete. Sorprendente. Resolvió seguir su propia intuición hasta que lograra una comprensión más profunda sobre la cuestión. Pero ahora los tesoros de Vengiboneeza yacían abiertos ante él. Al menos eso debía comunicárselo a Koshmar… En la puerta de la morada de la cabecilla se topó con Torlyri. — ¿Dónde está Koshmar? a mujer de las ofrendas señaló la casa. Dentro.

— ¡Tengo algo que comunicarle! ¡Cosas maravillosas!

Está ocupada en este momento — advirtió Torlyri. Tendrás que esperar un rato.

— ¿Aguardar? ¿Aguardar? — Era como un balde de agua fría en pleno rostro — ¿De qué hablas? ¡He visto el Gran Mundo, Torlyri! ¡Lo he visto con vida, tal como fue en su tiempo! ¡Y ahora sé dónde está oculto todo lo que hemos venido a buscar, en Vengiboneeza! — El súbito entusiasmo le hizo perder la fatiga y la confusión ¡Escucha! ¡Ve ante ella y dile que postergue lo que esté haciendo! ¡Que me deje pasar! ¿Lo harás? ¿Has comprendido? ¿Qué la tiene tan ocupada, de todas formas?

— Hay un extranjero con ella — respondió Torlyri.

Hresh la miró, sin comprender al principio.

— ¿Un extranjero?

— Un explorador de una tribu extraña, según parece.

Como de costumbre, Hresh se llevó la mano al amuleto de Thaggoran, que llevaba al cuello. ¡Un extranjero! Abrió la boca.

— ¿Quién? ¿Quién?

— En realidad, era un espía. Harruel y Konya lo atraparon merodeando por el Monte Primavera hace un rato. — Torlyri sonrió y posó las manos sobre él —. ¡Oh, Hresh, sé que ardes en deseos de contarle tus descubrimientos! Pero ¿podrás esperar un poco más? Esto también es importante. Es un hombre verdadero, de otra tribu, Hresh. Es algo enorme. Ella no puede ocuparse de más de una cosa importante a la vez. Nadie puede. ¿Lo comprendes, Hresh?

Koshmar estaba de pie, erguida frente al pellejo oscuro del zorro-rata que pendía como un trofeo de la pared de su habitación. Tenía los anchos hombros echados hacia atrás, su rostro irradiaba determinación. Harruel estaba a su izquierda. Konya a la derecha, ambos armados y dispuestos a protegerla, pero ella sabía que en esa situación las espadas de nada servían. Se estaba librando un desafío que sólo la inteligencia podía zanjar. Era algo que había previsto desde la época de la Partida; pero ahora que finalmente se producía, no estaba nada segura de cuál sería el mejor modo de actuar.

Ahora necesitaba al viejo Thaggoran más que nunca. ¡Otra tribu! Era de esperar, pero con todo resultaba increíble. Durante toda su historia, el Pueblo había creído que era el único del mundo, y en esencia así había sido. Y ahora… ahora…

Miró al espía a través de la habitación.

Ofrecía un aspecto formidable. En él había algo extraño y sobrecogedor. Tenía el rostro enjuto; los pómulos altos desembocaban en un largo y. estrecho mentón; los ojos, muy separados, mostraban un color que Koshmar jamás había visto: un rojo de un sorprendente fulgor, como el sol del ocaso. El pelaje era dorado, largo y lustroso, muy distinto al de cualquier miembro de la tribu. Aunque esbelto y gracioso, tenía un notable aire de fortaleza y resistencia, como un alambre delgado imposible de romper. Tenía las piernas casi tan largas como Harruel, si bien parecía mucho menos corpulento. Y en la cabeza llevaba un curioso casco que le hacía parecer incluso más alto que él.

El casco en cuestión era un objeto de pesadilla. Un alto cono de un material negro parecido al cuero, con una visera que descendía casi hasta la frente del extranjero por delante y un disco de borde encrestado que le rodeaba la nuca hacia atrás. Por detrás de la parte superior del casco se levantaba un círculo de metal dorado del cual asomaban como espadas cinco largos rayos de metal. Y por delante, sobre la frente del extraño, la siniestra imagen de un enorme insecto dorado, con cuatro alas desplegadas y unos gigantescos ojos tallados en piedra roja, refulgiendo con brillo feroz.

A primera vista, el hombre parecía un monstruo erecto, con cabeza terrorífica y espantosa. Sólo al mirarlo detenidamente se advertía que el casco era algo artificial, un adminículo sujeto al cuello por un grueso cordel marrón.

Konya y Harruel habían dado con él mientras cazaban al pie de las colinas. Estaba acampado en una cueva no muy por encima de la última hilera de mansiones en ruinas, y al parecer ya llevaba allí varios días, tal vez casi una semana, a juzgar por los huesos de los animales que había sacrificado y asado, dispersos por el lugar. Cuando lo hallaron estaba sentado serenamente, con el casco puesto, contemplando la ciudad. Apenas les vio, se puso en pie de un salto y se internó en el bosque de la ladera a paso raudo. Le siguieron, mas no fue una persecución fácil.

— Corre como esos animales que tienen un cuerno rojo sobre la nariz — observó Harruel.

— Como un bailacuernos, sí — puntualizó Konya.

Varias veces le perdieron entre la vegetación salvaje, pero el destello de los rayos dorados sobre el casco siempre le descubría a lo lejos. Al fin le atraparon en un cañón sin salida. Aunque llevaba una lanza de maravillosa factura y parecía capaz de usarla, no ofreció resistencia. Se rindió al instante sin luchar y sin decir palabra alguna. En realidad, todavía no había abierto la boca. Sostenía la mirada de Koshmar con serenidad, sin temor, y persistía en su silencio ante todos los intentos que ella hacía por interrogarle.

— Mi nombre es Koshmar — comenzó —. Soy la cabecilla de esta tribu. Dime tu nombre y quién es tu cabecilla.

Como esto sólo produjo como respuesta una mirada imperturbable, le ordenó que hablara en nombre de los dioses. Invocó en vano a Dawinno, a Friit, a Emakkís y a Mueri. Le pareció que el nombre de Yissou suscitaba cierta respuesta en él, un mínimo movimiento de los labios, pero siguió sin decir palabra.

— ¡Habla, maldito seas! — aulló Harruel, avanzando hacia él con aire iracundo — ¿Quién eres? ¿Qué buscas aquí? — Blandió la espada ante el rostro del extranjero —. ¡Habla o te desollaré vivo!

— No — le interrumpió Koshmar ásperamente —. No pienso tratar con él de ese modo. — Empujó a Harruel hacia atrás y dijo al extraño con voz tenue —: No vamos a hacerte daño. Te lo prometo. De nuevo te pido que nos confíes tu nombre y el de tu pueblo, y entonces te daremos comida y bebida, y te acogeremos entre nosotros.

Pero el extranjero se mostró tan indiferente a la diplomacia de Koshmar como ante la amenaza de Harruel. Siguió mirando a Koshmar como si estuviera diciendo tonterías.

Ella se golpeó el pecho tres veces.

— Koshmar — dijo con voz clara y audible. Señaló a los dos guerreros y continuó —: Harruel, Konya. Koshmar, Harruel, Konya. — Acto seguido señaló al extraño del casco y le lanzó una mirada inquisidora — Te hemos confiado nuestros nombres. Ahora dinos el tuyo.

El Hombre de Casco se obstinó en su silencio.

— No vamos a estar así todo el día — dijo Harruel disgustado —. ¡Dámelo, Koshmar, y te prometo que en cinco minutos conseguiré que hable!

— No.

— Necesitamos saber por qué está aquí, Koshmar. Supón que es el espía de un ejército que aguarda afuera de la ciudad y planea acabar con nosotros para tomar Vengiboneeza.

— Gracias — replicó Koshmar con acidez —. Es una idea que no se me había ocurrido.

— Bueno, ¿y si lo fuera? Casi seguro que nos traerá problemas. Tenemos que averiguarlo. Y si no nos dice nada, tendremos que matarle.

— ¿Eso crees, Harruel?

— Ahora que ha estado aquí, que lo ha visto todo y sabe lo escasas que son nuestras fuerzas, no podemos permitirle que regrese con su pueblo para darles toda la información.

Koshmar asintió. Esto le había parecido evidente desde el principio, aunque sólo un bruto como Harruel lo hubiera mencionado delante del extraño. Bien, tal vez tuvieran que matarle. La idea no la atraía, pero le matarla sin vacilar si estaba en juego la seguridad de la tribu.

Miles de pensamientos opuestos hostigaban su mente. ¡Extraños! ¡Otra tribu! ¡Una cabecilla rival!

Eso significaba enemigos, conflictos, guerra, muerte.

¿O no? ¿Acaso serían amistosos? A pesar de lo que pensaba Harruel, el conflicto no era algo inevitable. Aunque se asentaran en la ciudad, Vengiboneeza era lo bastante grande para una segunda tribu, sin duda, y podían establecer relaciones amistosas con el Pueblo. Pero se preguntó cómo resultaría eso de ser amigos de una especie distinta… Los dos términos parecían contradictorios: «amigos» y «ajenos a nuestra especie». Diferentes creencias, dioses extraños, costumbres desconocidas…

¿Cómo podía haber otros dioses? Yissou, Dawinno, Emakkís, Friit, Mueri: ésos eran los dioses. Si esta gente tenía dioses distintos, ¿qué sentido tenía el mundo? ¿Y se formarían parejas entre miembros de ambas tribus? ¿Dónde vivirían los hijos? ¿En la tribu de la madre, o en la del padre? ¿O una tribu crecería a expensas de la otra?

Koshmar cerró los ojos un instante, y respiró hondo. Se encontró deseando que sólo fuera un sueño.

Este hombre procedía de un lugar donde debía haber muchos otros como él. Un ejército de extranjeros asentados al otro lado de las montañas. Era muy probable que en aquel momento hubiera por todo el mundo otras tribus que realizaban su Partida a medida que el aire se iba caldeando. Durante toda su vida sólo había conocido un mundo de sesenta personas. Casi le resultaba imposible aceptar que en el exterior pudieran existir seis mil seres desconocidos, todos clamando por un sitio bajo el sol. Pero la realidad bien podría ser ésa.

Alguien llamó a la puerta.

Se alzó la voz de Torlyri, que decía:

— Hresh ha regresado, Koshmar.

— Hazlo pasar.

Hresh parecía extraño: gastado y polvoriento, raído, súbitamente se le veía mucho mayor de su edad cronológica. En los ojos tenía un velo de sombras. Casi le pareció enfermo. Pero al ver al extranjero del casco, la antigua animación retorno al rostro del pequeño. Koshmar casi podía oír las preguntas que debían de estar asomando y bullendo en su mente.

Rápidamente le puso al corriente de la captura y del interrogatorio:

— No conseguimos obtener nada de él. Finge no comprender lo que decimos.

— Finge. ¿Y si realmente no te entendiera?

— ¿Te refieres a que sea una bestia o un ser idiota?

— Me refiero a que tal vez habla en otro idioma.

Koshmar le miró, sorprendida.

— ¿Otro idioma? No sé qué significa eso de «otro idioma.

— Significa… pues… otro idioma — dijo Hresh sin convicción. Sus manos tantearon el aire como si estuviera buscando algo — Nosotros tenemos nuestro idioma, nuestro conjunto de sonidos para transmitir ideas. Imagina que este pueblo empleara un conjunto diferente de sonidos, ¿bien? Donde nosotros decimos «carne», tal vez su pueblo diga «flookh» y acaso «splig»…

— Pero «flookh» y «splig» no significan nada — objetó Koshmar —. ¿Qué sentido tiene…?

— No tienen significado para nosotros — explicó Hresh — Pero bien pueden tenerlo para otros pueblos. No me refiero a estos sonidos en particular. Sólo son un ejemplo, ¿comprendes? Pero tal vez tengan una forma propia de decir «carne», otra para decir «cielo», una para «espada», y así con todo. Palabras diferentes de las nuestras para denominarlo todo.

— Es una locura — saltó Koshmar, irritada — ¿Qué quieres decir con que tienen una palabra para decir «carne»? La carne es la carne. No es flookh, ni splig, sino carne. El cielo es el cielo. Creía que podías sernos de ayuda, Hresh, pero todo lo que haces es confundirme.

— También a mí me resultan extraordinarias estas ideas — dijo el niño. Parecía sumamente cansado, se esforzaba por expresar sus pensamientos. Tanteó el aire con las manos, como si buscara algo.

— Nunca he conocido más lenguaje que el nuestro, ni siquiera había considerado la idea de que pudiese existir otro. Se me ocurrió de repente, al ver al extranjero. Pero piensa, Koshmar: ¿y si los hjjks tuvieran un lenguaje particular, y cada especie tuviera también el suyo, y si cada tribu que ha subsistido al Largo Invierno también lo tuviera…? Hemos permanecido solos mucho tiempo, apartados de los demás durante cientos de miles de años… Tal vez al principio todos hablaban el mismo idioma, pero al cabo de tantos años, de cientos de miles…

— Quizás — admitió Koshmar con inquietud —. Pero, en este caso, ¿cómo nos comunicaremos con este hombre? De algún modo debemos hacerlo. Tenemos que saber si es amigo o enemigo.

— Podríamos intentarlo por medio de la segunda vista — propuso Hresh al cabo de un momento.

Koshmar le miró atónita.

— La segunda vista no puede emplearse entre personas.

— Si, en casos extremos — replicó Hresh, incómodo — Ahora debemos pensar en la seguridad de la tribu. ¿No tendríamos que valernos de todas las facultades a nuestro alcance para descubrir cuanto necesitamos saber?

— Pero es una violación de…

Koshmar se detuvo, sacudiendo la cabeza. Miró hacia Torlyri, que guardaba de pie junto a la puerta.

— ¿Qué dices? Te parece correcto intentar algo semejante?

— Resulta extraño. Pero no veo ningún mal en ello — opinó la mujer de las ofrendas, algo dubitativa, tras reflexionar un momento — No es de nuestra tribu. Nuestras costumbres no tienen por qué aplicarse a ellos. No cometeremos ningún pecado con intentarlo.

— Los dioses nos dieron la segunda vista para ayudarnos allí donde el lenguaje y la visión fallan — aconsejó Hresh a Koshmar —. ¿Cómo iba a molestarles que nos valiéramos de ella en una situación como la presente?

Koshmar permaneció en silencio, reflexionando sobre la cuestión. El extranjero, impasible como siempre, no daba muestras de comprender lo que se discutía. Tal vez era verdad que hablaba un idioma distinto, pensó Koshmar. La idea le producía dolor de cabeza. Le resultaba tan extraña como pensar que alguien pudiese ser hombre un día y mujer al siguiente, o que la lluvia cayera del suelo hacia arriba, o que en un abrir y cerrar de ojos las bendiciones de Yissou le fueran retiradas, o que alguien más fuera nombrada cabecilla en su lugar. Nada de eso era posible. Pero le había tocado vivir una época en la cual abundaban los sucesos extraños, pensó Koshmar, Tal vez era verdad lo que había dicho Hresh: que estaban ante un ser que hablaba con otras palabras, si es que hablaba…

Al cabo de un rato se volvió hacia Hresh y dijo bruscamente:

— Muy bien. Tú eres el experto en lenguajes aquí. Proyecta tu segunda vista sobre él y descubre quién es y que anda buscando.

Hresh dio un paso hacia delante y se enfrentó al extraño del casco.

Nunca se había sentido tan cansado en toda su vida. ¡Qué día! ¡Y aún no había terminado! Todos estaban observándole. Tanto era su cansancio que dudaba poder utilizar de nuevo su segunda vista.

El Hombre de Casco le miró desde su inmensa altura de un modo frío y distante, como sí Hresh no fuese más que una molesta bestezuela de la jungla. Sus misteriosos ojos rojos le miraban con perturbadora intensidad. Hresh creyó ver ira y desprecio, como una indudable sensación de orgullo en ellos. Pero no miedo. Ni rastro de miedo. Este extraño del casco tenía algo de heroico.

Hresh se armó de todo su valor y emitió su segunda vista. Esperó hallar cierta resistencia, algún intento de obstruir la intromisión, o de desviarla si resultaba posible. Pero con la misma fría indiferencia de siempre, el extraño sostuvo la proximidad de Hresh. Y la conciencia de Hresh se hundió fácil y hondamente en la del Hombre de Casco.

El contacto no duró más que una fracción de segundo.

En un instante, Hresh comprendió el gran poder que albergaba el alma de aquel hombre, de su fortaleza de carácter y la profundidad de su intención. También vio, durante un breve momento, una horda de muchos otros como él, una banda de guerreros apostados en una colina de espesa vegetación, todos ellos ataviados con cascos extraños y curiosos, pero todos con un diseño distinto al suyo. Entonces el contacto se rompió y se hizo la oscuridad. Hresh sintió que las piernas se le doblaban. Vaciló, tambaleó, logró girar en último momento y fue a caer de bruces a los pies de Harruel, en un salto que le dejó tendido. Fue lo último que recordó durante cierto tiempo.

Cuando despertó, estaba en brazos de Torlyri, al otro extremo de la habitación. Ella le estrechaba, le acunaba para serenarle.

Poco a poco consiguió centrar la vista y vio que Koshmar sostenía entre sus manos el casco del extraño, y lo observaba con interés. El extranjero yacía inerte en el suelo, y Harruel y Konya, aferrándolo por los pies, lo arrastraban por el cuarto con tan poca ceremonia como si se tratara de un saco de semillas.

— Hresh, no trates de incorporarte aún — murmuró Torlyri —. Primero respira hondo, recobra el equilibrio.

— ¿Qué ha pasado? ¿Adónde se lo llevan?

— Ha muerto — dijo Torlyri.

— Cayó en el mismo instante en que tocaste su mente — intervino Koshmar desde el lado opuesto de la habitación —. Igual que tú. Pensamos que ambos habíais muerto. Pero tú sólo te desmayaste. Murió antes de tocar el suelo. Fue para evitar que le interrogáramos, ¿has visto? Conocía alguna manera de suicidarse con la mente. Ahora no podremos averiguar nada sobre él — se lamentó — ¡Jamás sabremos nada.

Hresh asintió sombríamente.

Le sobrevino el pensamiento de que en cierta manera era culpa suya, que él debía previsto alguna maniobra defensiva de este tipo por parte del extranjero, que jamás tendría que haber sugerido a Koshmar el empleo de la segunda vista en el interrogatorio.

Tal vez habría sido mejor utilizar la Piedra de los Prodigios, se dijo.

Pero ¿cómo podría sospecharlo? Thaggoran lo habría sabido, pero él no era Thaggoran, tal como descubría una vez tras otra.

Soy tan joven aún, pensó Hresh con desconsuelo. Bueno. El tiempo lo remediaría.

Sintió que le vencía una inmensa tristeza. Podría haber aprendido cosas nuevas e importantes de aquel extranjero.

En cambio, sólo había contribuido a acabar con él.

Mejor no pensar en ello.

Se acercó a Koshmar, quien miraba el casco con ceño fruncido, y acariciaba los rayos dorados de modo iracundo y obstinado. Al cabo de un rato ella le miró con ojos tenebrosos y opacos.

— Tengo algo que decirte — anunció Hresh —. Acabo de regresar del corazón de la ciudad. Fui con Haniman. Descendimos a una caverna que hay debajo de un edificio, donde se encuentra una máquina de los ojos-de-zafiro, Koshmar. Una máquina que todavía funciona.

Koshmar le miró más de cerca. Sus ojos recobraron el brillo de la excitación.

— Es una máquina que sirve para mostrar imágenes del Gran Mundo — continuó Hresh —. Más que imágenes. Muestra el Gran Mundo como si fuera real. Posé las manos sobre ella, Koshmar, y utilicé el Barak Dayir. — ¿Y lograste ver algo? — preguntó.

— Sí. Algo maravilloso.

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