El mismo día en que se encontraron con el aguazancos, por la tarde, Threyne se acercó a Torlyri con los brazos en jarras y le anunció que había llegado el momento. Torlyri comprobó la verdad de lo que decía: el niño se retorcía ávidamente en su abultado vientre, y había otros signos de parto inminente.
— No podemos seguir — dijo Torlyri a Koshmar —. Threyne está a punto de dar a luz.
Durante un instante, el desconcierto asomó a los ojos de Koshmar. Sufría una especie de fiebre por llegar cuanto antes a Vengiboneeza, ahora que sabía que la gran ciudad estaba tan cerca. Torlyri era consciente de ello. Pero la cabecilla tendría que aguardar. El nacimiento de un niño era más importante que cualquier otro acontecimiento. Threyne debía estar cómoda, el niño debía llegar al mundo sin correr riesgos.
En los días del capullo, el nacimiento de cada nuevo niño no sólo representaba una fuente de alegrías, sino que albergaba un aspecto oculto más fúnebre, ya que sólo se permitía la incorporación de un nuevo ser a la comunidad cuando se acercaba la fecha en que algún otro debía abandonarla. Dentro del capullo no había lugar para la expansión, y el nacimiento se entrelazaba irremisiblemente con la muerte. Por ello existía el límite de edad, para que el Pueblo no se viera obligado a elegir entre una existencia intolerable y monótona, y una virtual prohibición de concebir hijos. En el exterior la situación era radicalmente distinta para la tribu. No había necesidad de precaverse contra la superpoblación. Más bien ocurría lo contrario: necesitaban producir todas las vidas que pudiesen. Y más aún: ya nadie debía morir para dar cabida a un nuevo vástago. Todas aquellas que fueran fértiles tenían el deber de engendrar un niño para la tribu. Así lo entendía Torlyri. Ella misma estaba comenzando a considerar la idea.
Se alejaron cuanto pudieron de la ciénaga y del lago negro. Nadie quería que el aguazancos emergiera otra vez de las aguas y atravesara el aire con su risa escalofriante mientras Threyne estuviera dando a luz.
Algunos hombres cortaron ramas verdes para tejerle un lecho de hojas. Minbain, Galihine y un par de mujeres mayores la lavaron y la sujetaron las manos cuando el dolor comenzó a intensificarse. Preyne, el padre del niño, se acuclilló junto a la mujer durante un rato, tocando su órgano sensitivo con el suyo para atenuarle las molestias, haciendo uso de su derecho y obligación. Torlyri preparó ofrendas natales a Mueri en su calidad de Consoladora; a Yissou, el Protector; y también a Friit, el Sanador, para la convalecencia. Fue un parto prolongado, y Threyne gritó más que la mayoría de las mujeres. Torlyri creía que la causa de tanto dolor eran las penurias de la travesía.
Koshmar estuvo caminando impaciente de un lado a otro toda la tarde. Hacia la puesta de sol se acercó al cobertizo y observó el vientre abultado de Threyne.
— ¿Y bien? ¿Marcha todo como es debido? — preguntó a Torlyri.
Ella indicó a Koshmar que se retirara, y cuando Threyne no pudo oírlas, respondió:
— Se prolonga demasiado. Y está sufriendo mucho.
— Que Preyne le alivie de su dolor.
— Está haciendo todo lo que puede.
— ¿Morirá?
— No. No creo — aventuró Torlyri —. Pero está sufriendo. Si sobrevive, estará unos días muy débil.
— ¿Qué quieres decir, Torlyri?
— Que deberemos permanecer aquí durante un tiempo.
— Pero Vengiboneeza…
— … nos ha estado esperando durante setecientos mil anos — respondió Torlyri —. Puede aguardar un par de semanas más. No podemos poner en juego la vida de Threyne por tu impaciencia. Y Nettin también está a punto de dar a luz, a lo sumo faltarán dos o tres días. Tendremos que permanecer aquí hasta que estén en condiciones de proseguir. O si no, dividir la tribu, enviar a Harruel y a algunos de los hombres como avanzadilla mientras nosotras nos quedamos aquí para cuidar de las parturientas.
Koshmar parecía afligida.
— Si algo le ocurriera a Threyne jamás me lo perdonaría. Pero ¿tienes idea de cómo me siento, teniendo la ciudad tan cerca?
Con ternura, Torlyri posó las manos sobre los hombros de Koshmar durante un instante, y la abrazó.
— Lo sé — murmuró con suavidad —. Has luchado mucho para traernos a todos hasta aquí.
En ese preciso instante se oyó un nuevo gemido de Threyne; más agudo, más intenso.
— Ha llegado la hora — anunció Torlyri —. Debo acudir junto a ella. Pronto reanudaremos la marcha. Lo prometo.
Koshmar asintió y se alejó. Torlyri la contempló mientras se iba y meneó la cabeza. La sorprendía que Koshmar, siempre tan prudente y lúcida, necesitara que alguien le aconsejara que debían quedarse allí por un tiempo. Seguramente le costaba aceptar la idea. Pero Koshmar carecía de toda aptitud para las cuestiones de mujeres. jamás había dejado que una mano masculina se posara sobre sus muslos, ni por un solo instante había considerado la idea de concebir un hijo. Desde la infancia no había hecho más que perseguir la meta de erigirse en cabecilla, y sólo cabecilla. Para Koshmar, eso excluía la posibilidad de ser madre. Las cabecillas no concebían hijos: era la tradición. Pero sólo por la acuciante necesidad de controlar la población dentro del capullo, pensó Torlyri. A lo largo de los siglos había surgido toda clase de tradiciones sobre quiénes podían procrear y quiénes no, pero la razón subyacente era siempre el temor a que la reproducción ¡limitada asfixiara al capullo e impulsara a la tribu a salir al crudo invierno antes de que llegara el tiempo propicio.
Minbain la llamó. El niño nacía.
Torlyri se apresuró rumbo al cobertizo. Llegó justo a tiempo para ver cómo asomaba una pequeña cabecita por entre los muslos de Threyne. Torlyri sonrió. Koshmar nunca había podido soportar la visión del alumbramiento, pero a Torlyri le parecía algo hermoso. Se arrodilló a los pies del camastro para sostener con suavidad los tobillos de Threyne mientras pronunciaba las oraciones a Mueri, la Madre.
— Un niño — anunció Minbain.
Era muy pequeño, ruidoso, arrugado, rosado, con mechones dispersos de vello fino y grisáceo que con el tiempo le cubrirían todo el cuerpo. El diminuto órgano sensitivo se movía enérgico de un lado a otro, como flagelando el aire; era un buen augurio. De vigor y pasión. Torlyri recordó que nueve años atrás había ayudado a Minbain a dar a luz. En aquella ocasión, el pequeño Hresh había sacudido el aire furiosamente con el órgano sensitivo. ¡Sin duda, había sido fiel a la profecía!
— El anciano… — dijo una de las mujeres —. Necesitamos que venga el anciano para darle un nombre de nacimiento.
Minbain ahogó una risa. Las demás mujeres también se echaron a reír.
— ¡El anciano! — exclamó Galihine —. ¿Quién ha oído hablar alguna vez de un anciano que fuera niño?
— O de un niño que presidiera un nacimiento — soltó Preyne.
— Sin embargo — apuntó Torlyri con firmeza — necesitamos que lleve a cabo los ritos exigidos.
Se volvió hacia una niña llamada Kailii, casi en edad de procrear, que contemplaba el parto con honda fascinación. La envió en busca de Hresh.
El muchacho llegó en un santiamén. Torlyri vio que sus ojos perspicaces y pequeños captaban la escena en una sucesión de rápidos golpes de vista: las mujeres apiñadas en torno del camastro; Threyne, exhausta, con los muslos ensangrentados, el bebé arrugado, más parecido a un rábano que a un ser humano… Hresh parecía inquieto, acaso porque su madre se encontraba allí, o tal vez porque sabía que los varones no solían presenciar esas escenas.
— Como podrás ver — dijo Torlyri — ha nacido un niño. Hay que otorgarle un nombre, y eso te corresponde a ti.
Al instante, Hresh pareció olvidar su incomodidad. Se puso en pie, estirándose al máximo — ¡pero qué absurdamente pequeño seguía siendo!, pensó Torlyri — y se erigió en toda la majestad de su cargo.
Con toda solemnidad, hizo la señal de Yissou; y a continuación la de Emakkis, el Dador; y la de Mueri, la Madre; y luego la de Friit, el Sanador. Dejó en último lugar la señal de Dawinno, el Destructor, el más sutil de todos los dioses.
Torlyri sintió una oleada de orgullo y de placer. ¡Hresh hacía lo correcto, y en el orden correcto! El viejo Thaggoran no lo habría hecho mejor. Y Hresh nunca había estado presente durante un alumbramiento para otorgar un nombre. Debía haber estado informándose sobre el ritual en los libros. ¡Qué niño más notable y perspicaz!
— Nos ha sido dado un varón — dijo Hresh solemnemente —. Por medio de Preyne, de Threyne, para todos nosotros. Le otorgo el nombre de aquel que nos ha sido arrebatado con tanta crueldad. Sea Thaggoran su nombre.
— ¡Thaggoran! — exclamó Preyne — ¡Thaggoran, hijo de Preyne; Thaggoran, hijo de Threyne!
— ¡Thaggoran! — gritó la mujer desde el camastro.
Hresh tendió las manos a la madre, al padre, a Torlyri, tal como requería el ritual. Luego fue hasta cada una de las mujeres que formaban el grupo, una tras otra, también hasta su madre Minbain, y las tocó en ambas mejillas a modo de bendición. Torlyri jamás había presenciado semejante ritual, al parecer Hresh se lo había inventado, a menos que hubiese revivido algún rito antiguo descrito en los libros. Finalmente, llegó hasta Torlyri y la tocó del mismo modo. Los ojos le brillaban. ¡Qué espléndido momento debe ser para él, para este niño — historiador que tenemos, para este extraño Hresh, el de las preguntas, que ahora se revelaba como un hombre — niño!, pensó Torlyri. Era un hombre en el cuerpo de un niño. Recordó el día en que había intentado escabullirse por la salida del capullo. Recordó el terror que había en sus ojos cuando le dijo que debía llevarlo ante Koshmar para que lo juzgara. ¡Cómo había cambiado todo desde ese mismo día! Y aquí lo tenían, el mismo Hresh, en una tierra lejana, proclamando el nacimiento e un nuevo Thaggoran en el mundo, con la misma solemnidad del anciano.
Después, Hresh la llevó aparte y le preguntó:
— ¿Lo he hecho bien? ¿Lo he hecho correctamente?
— Has estado espléndido — le aseguró. Y siguiendo un impulso le atrajo hacia su pecho y le levantó por los aires para besarlo dos veces.
El pequeño pareció enfadarse. La miró de modo extraño cuando ella le devolvió al suelo, y se sacudió el pelaje con actitud de dignidad ofendida. Pero cuando ella le sonrió y le posó las manos sobre los hombros en una caricia más decorosa, Hresh se mostró menos ofuscado. Nadie podía permanecer enfadado con Torlyri durante mucho tiempo.
— Pronto tendremos que realizar otra ceremonia — dijo Hresh.
— Te refieres al niño de Nettin…
— Ésa también. Pero hablaba de una para mí.
— ¿En qué estás pensando? — preguntó Torlyri.
— En el día de mi nombramiento. Pronto cumpliré nueve años…
Se esforzó por contener la risa, pero finalmente se le escapo una sonora carcajada.
Hresh la miró, de nuevo herido en su dignidad.
— ¿He hecho algún chiste?
— No, no se trata de un chiste, Hresh. No ha sido nada gracioso, pero… pero… — comenzó a reír —. Lo siento. Discúlpame.
— No comprendo — se quejó Hresh.
— El día de tu nombramiento… eres el anciano de la tribu, acabas de dar nombre a un recién nacido, ¡y ni siquiera ha pasado el día de tu propio nombramiento! ¡Ay, Hresh, Hresh… qué tiempos tan extraordinarios nos ha tocado vivir!
— No obstante — acotó el pequeño —, ha llegado mi momento.
— Sí, estás absolutamente en lo cierto, Hresh. Hablaré de ello con Koshmar esta tarde. ¿Qué día será? ¿Lo sabes?
— He perdido la cuenta, Torlyri, a lo largo de estas semanas y meses de andar a la deriva. Creo que ya debe haber pasado la fecha. Hace algunos días — respondió tristemente.
— Bueno, no importa. Se lo diré a Koshmar.
Tanto Koshmar como Torlyri no sabían determinar el procedimiento correcto para un día de nombramiento en esta nueva vida. Desde la Partida, no había n tenido ocasión de celebrar un rito semejante.
En el capullo, el día del nombramiento marcaba el ingreso de un niño en la vida adulta y constituía uno de los tres días sagrados en los cuales se permitía a un miembro de la tribu cruzar el umbral y conocer por un instante el mundo exterior. Acompañado sólo de la mujer de las ofrendas, el tembloroso niño de nueve años cruzaba la salida, proclamaba el nombre que había escogido para el resto de su vida y celebraba las acostumbradas ofrendas a los Cinco, aunque algo azorado, atónito, ante la visión del acantilado, y del río, y de la cúpula abierta del cielo, de los Cúmulos de huesos desteñidos y blanqueados, y ante el impacto intoxicante del aire frío… Años más tarde, vendría un segundo rito, el día del entrelazamiento, que señalaría el reconocimiento formal de la madurez del alma. Y la última vez en que la mayoría de los miembros de la tribu acudían al exterior era para encontrarse con la muerte. Si tenían fuerza suficiente para caminar, los escoltaba la cabecilla y la mujer de las ofrendas, o a veces el guerrero mayor.
De otro modo, la mujer de las ofrendas sencillamente los arrastraba al exterior para que aguardaran allí los vientos y las lluvias.
Pero… ¿cómo Podría Hresh salir del capullo para su rito de nombramiento, si para empezar, ya se encontraba fuera?
El ritual en sí había perdido significado, pero el día del nombramiento era algo importante. Torlyri comprendió que una vez más recaía sobre ella la tarea de inventar una ceremonia. Había algo extraño y problemático en el hecho de inventar un rito. ¿Era así como cobraban existencia todos los ritos?, se preguntó. ¿Habrían sido inventados sobre la marcha por la sacerdotisa o el anciano, para hacer frente a alguna necesidad inesperada? ¿No fueron decretados por algún dios?
El dios, dijo para sus adentros, habla a través de la mujer de las ofrendas.
Que así sea. Se disculpó ante Koshmar y se alejó rumbo al lago del aguazancos. Allí se puso de rodillas y solicitó la ayuda de Dawinno, quien le indicó un rito que surgió nítido e indudable en su mente.
Mientras se hallaba allí de rodillas, el aguazancos apareció de nuevo. Lo miró sin temor, sonriendo mientras la criatura desplegaba su vasto cuerpo membranas. Si quisieras hacerme daño, no podrías, pensó. Pero aun cuando pudieras, hoy te sonreiría, y tú no me lastimarías. El aguazancos, agitándose lentamente desde su gran altura, la estudió con gravedad. Y luego le pareció que el animal también le sonreía, y que hallaba agrado en su presencia.
Ella hizo un gesto de asentimiento.
— Los Cinco sean contigo, amigo — lo saludó. El aguazancos se echó a reír, pero la risa pareció más amable que la vez anterior.
Mientras Torlyri regresaba al campamento, vislumbró una bandada de esas criaturas a las cuales Thaggoran había denominado avesangres, que más de una vez se habían abalanzado sobre ellos durante la marcha intentando perforarlos con los picos. Recordó las terroríficas embestidas los chillidos atroces, las heridas que les habían causado… Pero esta vez no sintió motivo de alarma. Las miró sin temor, como había hecho con el aguazancos, y las aves permanecieron en lo alto, volando en círculo sin caer hacia ella.
Así hay que vivir en este sitio, se dijo. Hay que observar a todas las criaturas sin temor; si es posible, incluso con amor, y así no causarán daño.
— Muy bien, éste es el rito — le dijo a Koshmar —. Partiré con él rumbo al bosque, me internaré en las profundidades, lejos de la tribu, en un lugar donde estemos solos, donde junto a nosotros no haya más que las criaturas del bosque. Eso será como abandonar la seguridad del capullo en el rito antiguo. Y él hará sus ofrendas a los Cinco, y entonces se dirigirá a alguna criatura salvaje, no importa a cuál… puede ser una serpiente, un ave, un aguazancos o cualquier otro ser, mientras se trate de una criatura distinta de nosotros. Se acercará a ella en paz y le dirá su nuevo nombre.
Koshmar se mostró preocupada.
— ¿Y eso qué objeto tiene?
— Manifestar que somos gente del mundo y en el mundo, y que de nuevo estamos viviendo entre sus criaturas. Que nos acercamos a ellas con amor, sin miedo, para compartir la naturaleza con ellas ahora que el invierno ha concluido.
— Ah — dijo Koshmar —. Ya veo. — Pero por su forma de decirlo Torlyri supo que no estaba convencida.
Con todo, había llegado el momento de celebrar el día del nombramiento de Hresh, y no había capullo alguno del cual salir. Ése era el nuevo rito que Torlyri había concebido, y ella era la única mujer de las ofrendas que la tribu poseía. ¿Quién podía decirle que se trataba de una ceremonia equivocada? Torlyri instruyó a Hresh sobre lo que debía hacer y juntos partieron al amanecer, solos. Él llevaba un cuenco para las ofrendas, y mientras avanzaba iba recolectando capullos y fresas para obsequiar a los dioses.
— Avísame cuando hayamos llegado al lugar — dijo Hresh.
— No. Eres tú quien debes decirlo — indicó Torlyri.
Sus ojos flameaban de vida y energía. Torlyri sintió que nunca antes había estado ante un niño con tanta vitalidad, y su corazón se desbordó de amor hacia él. ¡Ah, la fuerza de los dioses debía fluir por sus venas!
— Aquí — señaló Hresh.
Había escogido un sitio oscuro, pues los árboles se unían en lo alto mediante redes de enredaderas más gruesas que el brazo de un hombre. La tierra aparecía suave y húmeda. Podrían haber sido los únicos habitantes de la Tierra.
Hresh se arrodilló y realizó las ofrendas.
— Ahora asumiré mí nuevo nombre — anunció.
Buscó una criatura ante la cual declararlo, y al cabo de un rato descubrió que se adentraba en el bosquecillo una bestia de cierto tamaño. Era un animal de las dimensiones de un zorro-rata, pero mucho más agradable, de ojos brillantes y una larga cabeza con forma de huso y dos colmillos dorados, como palas, a ambos lados del hocico. Por debajo del lomo castaño se dibujaba una hilera de franjas amarillas. Tenía las patas delgadas y terminadas en tres pezuñas afiladas: tal vez fuera un animal cavador, que se alimentaba de los insectos del suelo. Observó a Hresh como si nunca antes hubiese visto otro ser como él.
El pequeño se acercó a él.
— Tu nombre es colmillos — de — oro — dijo Hresh.
Torlyri sonrió. ¡Sólo él podría nombrar primero al animal en el día de su propio nombramiento!
El animal le contempló sin temor, tal vez curioso.
— Y yo… — prosiguió Hresh —, yo soy Hresh, el de las preguntas, y éste es el día de mi nombramiento. Te he escogido como criatura de nombramiento. Y a ti, colmillos — de — oro, te confío el nombre que elijo… ¡Hresh! ¡Hresh, el de las respuestas!
Torlyri contuvo la respiración. ¡Vaya audacia!
Muy de vez en cuando sucedía que alguien escogía como nombre de adulto su mismo nombre de nacimiento. Pero era raro, casi inaudito, ya que esta elección revelaba una confianza interior, una seguridad que casi rayaba con la temeridad. ¡Hresh, que escoge llamarse Hresh! ¿Había existido alguna vez otra persona como este niño?
Y, sin embargo…, sin embargo…, ¿acaso seguía siendo el mismo nombre? Antes era Hresh, el de las preguntas, el mote con que los demás solían llamarle. Y ahora, Hresh, el de las respuestas, el nombre que él mismo había elegido.
Estaba hablando con el colmillos — de — oro, de pie muy cerca de él, acariciándolo, palmeándolo. Luego le zurró levemente la grupa y lo envió a corretear por entre el follaje. Se volvió a Torlyri.
— ¿Y bien? — preguntó — ¿Te parece apropiado el nombre?
— Sí. Muy apropiado. — Le atrajo hacia ella y le estrechó entre sus brazos — Hresh, el de las respuestas. Sí. — El niño aceptó su proximidad con cierta tensión, algo reacio a las caricias, como si su afecto le inquietara. Tras soltarle, le dijo —: Ven. Debemos regresar al campamento y comunicar a los demás el nombre que has escogido para ti mismo. Y luego habrá llegado el momento de partir rumbo a la gran Vengiboneeza.
Pero aún no pudieron partir hacia Vengiboneeza, pues ahora había llegado el turno de parir para Nettin. Esta vez fue una niña, y Hresh, presidiendo nuevamente la ocasión, la llamó Tramassilu, como la niña a quien había atravesado aquella criatura de pico rojo que se movía a saltos. Su idea era dar a todos los recién nacidos el nombre de los que habían muerto durante la travesía, para indicar que las pérdidas habían sido recobradas. Necesitaban un nuevo Hignord y una nueva Valmud. Luego, a medida que nacieran nuevos niños, podrían emplearse otros nombres. Jalmud, cuya compañera había muerto a manos de los zorros-rata, había pedido permiso para aparearse con la pequeña Sinistine, y Hresh suponía que pronto se formarían otras parejas, ahora que todos comprendían que engendrar nuevas vidas no entrañaba peligro, sino que constituía una tarea sagrada.
Durante unos días más, la tribu permaneció acampada cerca del estanque del aguazancos, hasta que Threyne y Nettin estuvieron en condiciones de proseguir el camino. Para Koshmar fue un momento difícil: ¡ansiaba tanto llegar a Vengiboneeza! Y también fue duro para Hresh. Él, más que ningún otro, tenla cierta idea acerca de lo que les esperaba en Vengiboneeza. Hervía de ansiedad.
En realidad, fue el primero en avistar sus torres, cuatro días después de reanudar la marcha. Se dirigieron al oeste y llegaron a un lago de aguas tan azules que casi parecían negras. Luego dieron con otro lago, tal como había advertido el aguazancos. Y por fin llegaron a un arroyo, lo cual sin duda significaba que estaban cerca de Vengiboneeza. Era sólo un hilo de agua, pero la corriente fría y veloz borboteaba entre lenguas de roca aguzada que asomaban a lo largo de su trayecto. La empresa de cruzar el lecho con los bultos fue intrincada y les llevó muchas horas. Tan agotador resultó, que la misma Koshmar consideró más prudente acampar y recuperar fuerzas al otro lado del arroyo. Pero Hresh no podía aguardar más. En cuanto todos hubieron cruzado, partió solo cuando nadie le miraba y corrió raudo entre los árboles hasta que la sorpresa y el estupor le obligaron a detenerse.
Ante él, como inmensas losas de piedraluz, se alzaban sobre la jungla las radiantes torres de la espléndida ciudad, y eran tantas que no atinaba a contarlas todas… hilera tras hilera, ésta de un matiz violeta irisado, aquélla de oro refulgente, y aun otra carmesí, orlada con balcones de azul medianoche, y otra de un azabache inimaginable. Algunas aparecían envueltas entre apretados lazos de enredadera, como les había advertido la criatura del bosque, pero la mayoría tenía la fachada despejada.
Hresh resistió el impulso de lanzarse sobre la ciudad. Y allí se quedó, largo rato, emborrachándose con su belleza inconcebible.
Luego, con el corazón dando brincos, corrió hacia el campamento, gritando a viva voz:
— ¡Vengiboneeza! ¡He encontrado Vengiboneeza!
Ya estaba a mitad de camino cuando algo grueso y peludo, increíblemente fuerte, lo aferró por el cuello y lo derribó al suelo.
Hresh trató de tomar aire con desesperación. Se estaba asfixiando. Los ojos se le salían de las órbitas. Lo veía todo borroso. Apenas podía distinguir a sus atacantes. Al parecer, eran tres: dos saltaban y el tercero lo mantenía prisionero con su largo y viscoso órgano sensitivo. Si eran humanos, pensó Hresh, pertenecían a una tribu muy distinta. Tenían brazos y piernas extraordinariamente largos, cuerpos delgados y fibrosos, cabezas pequeñas, ojos grandes, inexpresivos y brillantes, pero sin el menor destello de inteligencia. A los tres les cubría un pelaje suave y exuberante de color gris verdoso, de textura desconocida, desde la coronilla hasta los dedos de los pies, largos y negros.
— No… puedo respirar… — murmuró Hresh —. Por favor…
Oyó una risa áspera y burlona, y un violento balbuceo en un idioma desconocido, chillón y turbulento. Desesperado, alzó las manos al látigo que lo asfixiaba. Hundió los dedos en él con fuerza. Pero no obtuvo respuesta, salvo quizá que la presión se intensificó. Hresh jamás había visto un órgano sensitivo tan fuerte. El otro apenas parecía sentir sus dedos.
— Por favor…, por favor… — murmuró débilmente, con lo que supo iba a ser su último aliento. El mundo se sumió en las tinieblas.
Se oyó un chillido salvaje e inesperado. La presión que le oprimía la garganta cedió y el pequeño rodó por el suelo, doblado sobre sí mismo, jadeante y ahogado. La cabeza le daba vueltas. El mundo giraba locamente bajo sus pies. Durante un momento, fue incapaz de ver claramente; los ojos sólo le ofrecían espirales y puntos fugaces. Al cabo de un rato, comenzó a recobrarse y levantó la mirada.
Harruel y Konya estaban a su lado. Habían atravesado con sus espadas a dos de las tres criaturas y arrojado los cuerpos ensangrentados como si fueran desechos; el tercero había escapado hacía los árboles, y allí se había mecido con su órgano sensitivo, chillándoles.
— ¿Está bien? — le preguntó Harruel.
— Creo que sí. Sólo… me falta… aire. — Se sentó, en cuclillas, y se frotó la maltrecha garganta tras tomar todo el aire que pudo —. Un instante más y todo habría terminado para mí. — Miró los dos cadáveres apilados y se estremeció —. Pero me habéis salvado. ¿Y veis allí? ¡Es la ciudad! ¡La ciudad! — Hresh señaló con mano temblorosa — ¡Vengiboneeza!
Vengiboneeza, sí. Los dos guerreros se giraron para observar las torres. Desde allí, las cúspides apenas se divisaban. Konya gruñó de sorpresa, se arrojó al suelo e hizo la señal del Protector. Harruel se inclinó en silencio sobre la espada, agitando lentamente la cabeza, azorado.
Entonces, Koshmar llegó corriendo, y Torlyri, y muchos más tras ellas. Hresh, todavía marcado y con paso vacilante, les condujo por entre las lianas y hierbas de bordes cortantes al claro donde había visto las torres esplendorosas que horadaban el cielo. Pero por todas partes. aparecían esas criaturas de pelaje gris verdoso, chillonas, agolpadas a docenas en las copas de los árboles, colgando de sus órganos sensitivos, saltando de rama en rama, cloqueando, riendo, gritando con tono pendenciero.
Deben haber estado observándome todo el tiempo, pensó Hresh.
— ¿Qué tribu es ésta? — preguntó Torlyri.
— Una muy estúpida, en mi opinión — manifestó Hresh.
— Guardan cierto parecido con nosotros — observó Torlyri.
— Apenas se nos parecen — espetó Koshmar.
— Esta tribu extraña se mueve con agilidad — comentó Hresh.
— Pero eso no evitará que los masacremos si nos molestan — previno Koshmar —. ¡Dioses! ¡Pero si no son una tribu! ¡No son humanos! Son sólo animales. Sabandijas. ¡Y mirad: la ciudad! Vengiboneeza será nuestra.
Todos espada en mano! ¡Encended teas! ¡A Vengiboneeza!
Por muy sabandijas y estúpidos que fueran, los extraños animales causaron ciertos problemas. No bajaron de los árboles, pero hostigaron a la gente de Koshmar arrojándoles frutas y ramas y hasta sus propios excrementos, gritando incesantemente insultos incomprensibles. Galihine recibió el golpe de un pesado fruto de color púrpura que le dio, entre los hombros, y Haniman fue herido por una inmensa esfera gris como de papel, que resultó ser una colmena de insectos de aguijón ponzoñoso, largos como medio dedo.
Pero Koshmar y sus guerreros avanzaron sin cejar, valiéndose de las espadas, cerbatanas, dardos y de todas las demás armas. Poco a poco, la otra tribu se fue retirando. Hresh, que observaba la batalla desde una posición segura, se sintió horrorizado y repugnado por esta horda salvaje. ¡Qué feos eran, qué bajos… qué inhumanos! Tenían la forma de un hombre, o de algo parecido, pero actuaban y se comportaban como meras bestias. Las antorchas les asustaban, como si no conocieran el fuego. Usaban los órganos sensitivos como simples colas, al igual que cualquier otra vulgar criatura salvaje, como si ese órgano no tuviera más poder que el de permitirles mecerse en la copa de los árboles.
Y, sin embargo, pensó Hresh, no parecen muy distintos de nosotros. Eso era lo peor. Nosotros somos humanos, ellos son bestias… ¡pero no son tan distintos de nosotros! ¡Eso seríamos, de no ser por la gracia de los dioses!
Al cabo de media hora, la batalla había concluido. Los ruidosos salvajes habían desaparecido; el camino a Vengiboneeza se abría ante ellos.
— Permíteme ir primero — pidió Hresh —. Yo la descubrí. Quiero ser el primero.
Koshmar, conteniendo la risa, accedió de buen grado.
— Sigues siendo Hresh, el de las preguntas, ¿eh? Pues bien. Ve primero.
Azorado por la facilidad con que se le había concedido su demanda, Hresh se giró sin vacilar, y cruzó el inmenso portal de tres pesados pilares verdes que se erigía abierto a la entrada de Vengiboneeza.
Para su asombro, al otro lado aguardaban tres figuras que reconoció de inmediato como miembros del pueblo de los ojos-de-zafiro. Los había visto muchas veces, al pasar las manos por las páginas de los libros de las crónicas. Eran seres enormes, erguidos sobre gruesas y enormes patas de muslos anchos, sostenidos por pesados órganos sensitivos, ¿o serían simples colas? Extendían sus diminutos brazos en un gesto que parecía una mera invitación. Tenían los ojos enormes, de párpados gruesos, y de un azul tan hondo que más que ojos parecían mares, e irradiaban poder y sabiduría.
Hresh retrocedió, extrañado. Dos veces habían regido el mundo estos seres: una, en las épocas más remotas, incluso antes de que los humanos existieran, en una antigua civilización que fue destruida por una primera lluvia de estrellas de la muerte. Luego, a finales de la era humana, cuando los pocos supervivientes de aquel primer imperio perdido de los ojos-de-zafiro lograron la grandeza por segunda vez. Sus antepasados eran reptiles de la familia de los cocodrilos, descendían de criaturas que mucho tiempo atrás se habían contentado con yacer aletargadas sobre el fango de los ríos tropicales, y habían logrado superar este estadio. Pero el regreso de las estrellas de la muerte había destruido su reino de nuevo, y esta vez no habían quedado supervivientes tras este frío atroz. O al menos eso aseguraban las crónicas en su lenguaje vago y tortuoso, así se lo había enseñado Thaggoran.
— No — murmuró Hresh —. No podéis ser reales. ¡Todos vosotros encontrasteis la muerte al desaparecer el Gran Mundo!
El ojo-de-zafiro de la izquierda levantó un pequeño brazo con aire inquisidor.
— ¿Cómo podemos haber muerto, monito, si nunca hemos vivido? — Hablaba de un modo remilgado y anacrónico, extraño pero inteligible.
— ¿Nunca habéis vivido?
— Sólo somos máquinas — declaró el de la derecha.
— Estamos aquí para dar la bienvenida a los seres humanos al final del invierno, cuando ellos entren en la ciudad de nuestros amos, a cuya imagen hemos sido creados — declaró el ojos-de-zafiro del centro.
— Máquinas… — balbuceó Hresh, asimilándolo, digiriendo —. Hechas a imagen de vuestros amos. Que murieron durante el Largo Invierno. Ya veo. Ya veo.
Se acercó a ellos cuanto pudo, echando atrás el cuello para sondear los hondos misterios de sus brillantes ojos.
— Entonces, ¿podemos entrar en la ciudad? ¿Nos mostraréis todo lo que contiene?
Temblaba de estupor. Jamás había visto seres tan majestuosos. Y a pesar de todo, le dominó una oscura sensación de desencanto. No eran más que ingeniosos artificios. No estaban vivos. Deseó que hubiesen sido verdaderos ojos-de-zafiro, milagrosamente conservados durante los fríos. Pero era imposible. Dejó de lado su esperanza.
Y luego, al cabo de un rato, preguntó:
— ¿Por qué me habéis llamado «monito»? ¿No sabéis reconocer a un ser humano cuando lo tenéis delante?
Los tres ojos-de-zafiro dejaron escapar un sonido sibilante, que Hresh interpretó como una risa. Oyó otro sonido a sus espaldas. Volvió por un instante la vista atrás y vio a Koshmar, Torlyri y los demás, de pie y boquiabiertos.
— Pero si eres un monito — dijo el ojos-de-zafiro del centro —. Y ésos que están tras de ti son monos más grandes. Y los que os han atacado en el bosque son monos de una especie diferente, menos inteligentes.
— Tal vez ellos sean monos. Nosotros somos seres humanos — declaró Hresh con firmeza.
— No, no — dijo el ojos-de-zafiro de la izquierda, emitiendo otra vez esa risita siseante —. No sois humanos. Los humanos partieron mucho tiempo atrás, Cuando comenzó el Largo Invierno.
— ¿Partieron?
— Sí. Se fueron. Vosotros sólo sois sus parientes lejanos, ¿no lo veis? Tanto vosotros como los animales chillones que parlotean en las copas de los árboles.
Hresh sintió que se ruborizaba por el asombro y la consternación.
— No creo nada de esto.
— Pero así es. Vosotros y la horda del bosque…
— Te prohíbo que hables de ellos y de nosotros en el mismo tono.
— Pero si pertenecéis a la misma especie, monito…
— ¡No! ¡No!
— Bueno…, vuestra clase es muy superior por lo que se refiere a la mente, eso lo reconozco. Pero no os creáis seres humanos, niño. Vosotros no sois humanos, sino otra cosa, algo parecido, quizás alguna línea distinta de evolución de antiguos antepasados tanto humanos como simios, tal vez un segundo intento de lograr lo que los dioses consiguieron al crear a los hombres.
Hresh se quedó estupefacto. La confusión y la ira lo asfixiaban. Son mentiras maliciosas, pensó. Para confundirlo e incomodarlo por haberse entrometido de forma tan inesperada en la remota soledad de estos tres malévolos artefactos.
— Guardáis cierto parecido con los humanos — intervino el ojos-de-zafiro de la izquierda — pero no mucho, eso os lo aseguro. Ellos no tienen el cuerpo de pelos, ni tienen cola, ni…
— ¡Esto no es una cola! — exclamó Hresh indignado —. ¡Es un órgano sensitivo!
— Una cola modificada, sí — prosiguió implacable el ojos-de-zafiro — Es muy buena, incluso realmente notable. Pero vosotros no sois seres humanos. Ya no hay seres humanos aquí. Vosotros sois simios, o descendientes de simios. Los humanos se fueron de la Tierra.
Aquellas increíbles palabras le herían. Tenían que estar mintiendo. Tenían que estar jugando con él, tratando de atormentarle y humillarle con esa calumnia horrenda e imposible. Pero no podía desecharla con el desprecio que merecía. Sentía que la ira se transformaba en desesperación.
— ¿No somos… humanos? — tartamudeó Hresh, casi al borde del llanto, sintiéndose insignificante y desolado —. ¿No somos… humanos? No. No. Es imposible.
— ¿Qué es esto? — estalló por fin Koshmar — ¿Quiénes son estas criaturas? ¿Son ojos-de-zafiro? ¿Todavía viven?
— No — contestó Hresh, tratando de mantener la compostura — Sólo son máquinas con forma de ojos-de-zafiro que custodian las puertas de Vengiboneeza. ¿Pero has oído lo que han dicho, Koshmar? Qué locura… Dicen que no somos humanos. Que sólo somos monos, o que descendemos de ellos; que nuestros órganos sensitivos no son tales, sino colas de simio; que los verdaderos seres humanos dejaron la Tierra…
Koshmar se quedó estupefacta.
— ¿Qué tonterías son éstas?
— Dicen…
— Sí, ya he oído lo que han dicho. — Se volvió a Torlyri — ¿Qué entiendes de todo esto?
La mujer de las ofrendas, claramente insegura, parpadeó y esbozó una sonrisa nerviosa, con el ceño fruncido.
— Son criaturas antiguas. Tal vez tengan conocimientos que…
— Es absurdo — rechazó Koshmar sin dudarlo. Hizo un gesto a Hresh —. ¡Tú! ¡Cronista! Tú has estudiado el pasado. ¿Somos humanos o no?
— No lo sé. Las crónicas más remotas son difíciles. Estos artefactos dicen que los seres humanos se fueron — murmuró Hresh. Bajo el clima templado del bosque, se estremecía de frío. Sentía los ojos calientes y tumefactos, estaba al borde de las lágrimas.
Koshmar estaba a punto de explotar de furia.
— Y si no somos humanos, ¿cómo se supone que son los humanos?
— Los artefactos dicen que los humanos no tienen colas, que no tienen órganos sensitivos… que no tienen pelaje…
— Será alguna otra clase de humanos — declaró Koshmar, con un gesto majestuoso y concluyente del brazo —. Será una tribu distinta, desaparecida largo tiempo atrás, si es que alguna vez ha existido. ¿Cómo saber si de verdad existieron? Sólo podemos contar con la palabra de estos… de estas cosas, de estos aparatos. Que digan lo que quieran. Nosotros sabemos quiénes somos.
Hresh permaneció en silencio. Trató de armarse de todos sus conocimientos de las crónicas, pero sólo pudo evocar difusas ambigüedades.
— Somos los hijos de Lord Fanigole y Lady Theel, quienes nos condujeron al capullo — espetó Koshmar con vehemencia —. Ellos fueron humanos, y nosotros somos humanos; así están las cosas.
Una vez más, los ojos-de-zafiro mecánicos dejaron escapar su risita siseante.
Koshmar los rodeó con furia. Barrió el aire con mano iracunda, como si apartara telaraña de su rostro.
— Somos humanos — repitió, y en su tono de voz hubo algo terrible y estremecedor — ¡Que ninguna criatura, viviente o artificial, se atreva a negarlo!
Hresh se debatía entre la férrea adhesión y la duda confusa. Sentía como si su alma vacilara ante un acantilado. ¿No somos humanos? ¿No somos humanos? ¿Qué significaba eso? ¿Cómo era posible? ¿Monos… sólo monos… una clase superior de simios? No. No. No. Miró a Torlyri, y la mujer de las ofrendas tomó la mano del pequeño entre las suyas.
— Koshmar tiene razón — murmuró Torlyri — Los ojos-de-zafiro desean confundirnos. Koshmar dice la verdad.
— Sí — gritó Koshmar como un trueno —. Es la verdad. Si alguna vez ha habido seres humanos sin pelaje, sin órganos sensitivos, fueron algún error de la naturaleza, y desaparecieron. Pero nosotros sí estamos aquí. Y somos humanos, por derecho de sangre, por derecho de sucesión. Es la verdad. ¡Por Yissou, es la verdad! — Se aproximo a los tres inmensos reptiles y los miró de frente — ¿Qué decís, ojos-de-zafiro? Vosotros sostenéis que no somos humanos. Pero ¿acaso no somos los humanos que existen en la actualidad? Seres humanos de una clase distinta de la que habéis conocido, tal vez, pero humanos de una clase superior, ya que ellos desaparecieron, si es que alguna vez existieron, mientras que nosotros hemos llegado hasta aquí. Hemos resistido. Ellos no. Hemos sobrevivido hasta el fin del invierno, y ahora recuperaremos el mundo del dominio de los hjjks, o de quienquiera que se haya apropiado de él durante los fríos. ¿Qué decís, ojos-de-zafiro? ¿No somos seres humanos? ¿No podemos entrar en Vengiboneeza? ¿Qué decís?
Reinó un silencio largo y doloroso.
— Lo digo una vez más — declaró Koshmar sin claudicar —. Si no somos los humanos que habéis conocido, somos los que hoy existen. ¡Admitidlo! ¡Admitidlo! Humanos por derecho de sucesión. Es nuestro destino tomar esta ciudad. ¿Dónde están esos que vosotros llamáis humanos? ¿Dónde? ¿Dónde? ¡Aquí estamos nosotros! Os lo repito: ahora los humanos somos nosotros.
Se produjo otro silencio, profundo y gigantesco. Hresh pensó que jamás había visto a Koshmar tan majestuosa.
El ojos-de-zafiro del centro, que había estado contemplando el remoto horizonte, se volvió hacia Koshmar. La observó un largo rato con interés distante.
— Que así sea — aceptó finalmente, en el preciso momento en que el aire estaba a punto de partirse en dos por la tensión —. Vosotros sois los humanos ahora. — Y la criatura pareció sonreír.
Entonces, los tres seres con forma de reptil se inclinaron y se hicieron a un lado.
¡Han cedido!, pensó Hresh presa de alegría y asombro. ¡Han cedido!
Y Koshmar, la cabecilla, sosteniendo el órgano sensitivo en lo alto como un cetro, condujo a su pequeño grupo de seres humanos a través del umbral hacia las refulgentes torres de Vengiboneeza.