6 — EL ARTE DE ESPERAR

Entre el júbilo y el estupor, Koshmar y su pueblo se alojaron en la gran ciudad de la raza perdida de los ojos-de-zafiro.

Aun en ruinas y decrépita, Vengiboneeza seguía siendo un lugar de esplendor que escapaba a toda imaginación. Su situación era privilegiada, en una cuenca protegida flanqueada al noreste por una cordillera de montañas doradas y cobrizas; y al sudeste por la densa selva que la tribu acababa de cruzar. Al oeste se extendía un lago oscuro, o quizás un mar, tan ancho que resultaba imposible vislumbrar la orilla opuesta. De Poniente soplaban constantes vientos cálidos que traían humedad del mar. Las lluvias eran frecuentes, y la vegetación, exuberante. Era invierno, la estación de los días cortos, y al parecer también la temporada lluviosa. En realidad, era una época de lluvias muy abundantes. Pero de día el aire era templado y en contadas noches hubo escarcha. Y aun en esos casos, sólo fue unas pocas horas antes del alba. Cuando los días comenzaron a alargarse, se percibió un inconfundible incremento de ritmo en el crecimiento, y el clima se volvió aún más tibio. Todo era muy distinto a esos primeros meses de desolación posteriores a la Partida del capullo, cuando cruzaron la planicie yerma y reseca por el corazón del continente. Nadie albergaba la menor duda: el Largo Invierno había terminado.

Vengiboneeza se extendía por todas partes, era un mundo vasto e inabarcable en sí mismo, que existía bajo un silencio, imponente. Desde el borde del mar hasta el extremo de la jungla y las laderas silvestres de la montaña, la ciudad desierta se diseminaba en todas direcciones, sin organización aparente, sin un diseño inteligente. En algunas zonas las calles se alineaban formando grandes avenidas que descubrían la visión magnífica de las montañas al fondo, o bien el mar. En otras, había redes de pequeñas callejuelas que se enroscaban unas sobre otras en una especie de secreto desesperado y huidizo. También se alzaban altos muros dispuestos en ángulos extraños para impedir el acceso directo a las plazas que se escondían tras ellos. En muchos puntos se erguían torres inmensas, que generalmente formaban unos grupos de diez o veinte, pero a veces — Y en estos casos se trataba de las más grandes — las torres se erigían en grandiosa soledad por encima de un conjunto de edificios bajos y achaparrados con cúpulas de losas verdes.

Algunas zonas de la ciudad, especialmente en las áreas limítrofes con el mar, estaban en ruinas. Otras, la mayoría, no.

El Largo Invierno había dejado menos cicatrices aquí que en las planicies desprotegidas del este, pero con todo, las huellas asomaban por doquier. El mar había subido más de una vez durante los años invernales para barrer con poder devastador las zonas bajas. Sobre los altos muros se dibujaban antiguas manchas grises de agua salobre, y en los balcones de los tres primeros pisos de los edificios se extendía un remolino de escombros arenosos formando una alfombra natural. Sobre los tejados llanos de las casas bajas se acumulaban de forma dispersa y fragmentada huesos de animales marinos. También resultaba evidente que en cierta época los edificios de las laderas más elevadas fueron aplastados por el avance y el plegamiento de lenguas de hielo procedentes de las pendientes. Y en muchas partes de la ciudad parecía como si la tierra misma hubiera irrumpido desde las profundidades: el pavimento mostraba desplazamientos verticales, y las construcciones se alzaban en ángulos precarios o yacían derrumbadas en fragmentos dispersos o restos de metal iridiscente.

— Lo prodigioso — decía Torlyri — es que algo haya podido sobrevivir después de setecientos mil años…

— Lo han cuidado — aventuraba Koshmar —. Deben de haberlo cuidado…

En efecto, eso parecía. En muchos puntos se advertían señales de reparación e incluso de reconstrucción a gran escala, como si los guardianes de la ciudad hubiesen esperado que los ojos-de-zafiro regresaran en cualquier momento y se hubieran esforzado por mantener el lugar en buenas condiciones. Pero ¿quiénes eran los guardianes? No se veían mecánicos, ni artefactos de ninguna clase; el lugar parecía desierto a no ser por los tres custodios gigantes que permanecían invariablemente sentados ante el portal sin abandonar jamás sus puestos.

— Busca en las crónicas — le ordenó Koshmar a Hresh —. Dime cómo se ha conservado la ciudad.

Indagó con toda la diligencia de que fue capaz. Pero aunque descubrió mucho sobre la fundación y la gloria de Vengiboneeza, no halló ningún indicio sobre su preservación. Por lo que había leído, bien podía ser que los fantasmas de los ojos-de-zafiro hubieran merodeado invisibles por entre las calles, reparando lo que fuera necesario.

Al principio, la tribu no se aventuró a los sitios más recónditos de la ciudad. Koshmar los condujo hacia el interior para que se sintieran lo bastante lejos de las criaturas de la selva, pero no tanto como para que se perdieran por entre el laberinto de calles en ruinas. Más tarde habría tiempo para arriesgarse a tales empresas. Ahora, en los días misteriosos e iniciales, lo principal era tener paciencia. Habían mostrado la perseverancia de vivir setecientos mil años en un solo capullo, en la ladera de una montaña. La misma Koshmar no se caracterizaba por ser una mujer de paciencia destacable, pero se esforzaba constantemente por dominar el arte que toda cabecilla debía poseer: el arte de esperar.

Escogió una zona cerca de la entrada del sur, que no se encontraba muy deteriorada. Allí, una estupenda torre hexagonal de muchas ventanas, construida en pulida piedra púrpura, dominaba un disperso grupo de pequeños edificios con tejados verdes. Luego distribuyó a la tribu en lo que estimó una repartición sensata. A cada una de las parejas de progenitores le asignó una casa propia. Los guerreros fueron destinados a un lugar donde pudieran vivir en grupo, de tal forma que se ejercitaran en la lucha entre ellos y desgastaran parte de la energía que de otro modo acabaría provocando problemas. Los miembros de mayor edad fueron distribuidos en grupos de tres o cuatro para que se cuidaran mutuamente, y todos los niños se alojaron juntos en una casa junto a la de las obreras sin pareja. Koshmar y Torlyri ocuparon el edificio más cercano a la gran torre. Ésta se convertiría en el templo de la tribu, Y más tarde podría servir de faro que los guiara hasta su zona cuando atravesaran la ciudad, ya que al parecer no había punto en todo Vengiboneeza desde donde no se divisara.

Koshmar nunca se había sentido tan feliz. Cada día había un problema que resolver, un decreto que promulgar, una decisión que tomar.

En el capullo, a me nudo se había mostrado inquieta e insegura. Su poderosa vocación de liderazgo se había visto frustrada muchas veces. Desde la niñez había sido educada para las funciones de cabecilla, y ejercía sus poderes con fortaleza y contundencia. Pero había sido una líder sin ninguna empresa que dirigir. La vida en el capullo había sido demasiado fácil. Ella cumplía con su papel en todos los ritos, dictaba sentencia cuando surgía alguna disputa o reyerta, actuaba como consejera de los débiles y pacificadora de los fuertes y obcecados. Ésas eran las circunstancias en el capullo, y en eso consistía el papel de la cabecilla.

Pero había visto cómo transcurrían los días sin un verdadero propósito, y su final se le presentaba con cierta inquietud que hasta le causaba dolor. A los treinta años seguía sintiéndose vigorosa como una joven, pero sabía que no había forma de evitar que se aproximara el límite de edad. La ley era tajante. Sólo el cronista podía vivir más allá de los treinta y cinco años. Las cabecillas no entraban en la excepción. Koshmar había imaginado a menudo cómo se sentiría cuando tuviera que traspasar la salida, vigorosa o no, para hallar la muerte en el mundo exterior.

Ahora todo eso había cambiado. Lo esencial era que vivieran hasta donde les alcanzaran las fuerzas y que quienes pudieran engendrar nuevos hijos lo hicieran con entusiasmo.

Al principio, algunos de los miembros de la tribu no lo Comprendieron. Anijang, el más anciano, poco después de llegar a Vengiboneeza se acercó a Koshmar.

— Hoy es el día de mi muerte. ¿Qué debo hacer, ir a la selva solo? — preguntó.

— ¡Anijang, se ha terminado el día de la muerte — contesto Koshmar, riendo.

— ¿No hay más día de la muerte? Pero si tengo treinta y cinco años… He llevado la cuenta con sumo cuidado. — Exhibió una raída cinta de cuero marcada con cuñas —. Hoy es el día.

— ¿No te sientes fuerte y saludable?

— Bueno… — Se encogió de hombros. La espalda de Anijang se veía vencida y el pelaje comenzaba a mostrar canas, pero a Koshmar le pareció bastante enérgico.

— No hay razón para que mueras hasta que no llegue tu momento de forma natural. Ya no estamos en el capullo. Ahora hay sitio para todos, mientras sigamos con vida. Además, te necesitamos. Aquí hay trabajo para todos nosotros, y en el futuro habrá todavía más que hacer. ¿Cómo podríamos prescindir de ti, Anijang?

La mirada melancólica y desencantada del hombre la sorprendió. Entonces Koshmar comprendió que se había preparado desde hacía mucho tiempo para aceptar la muerte en paz, y que era incapaz de acoger con agrado o siquiera de entender esta postergación. Para él, para este hombre común, para este simple trabajador de inteligencia lenta, vivir treinta y cinco años era suficiente. No veía razón para seguir existiendo. Para él la muerte sólo era un sueño interminable, placentero, merecido.

— ¿No me marcharé? — preguntó Anijang.

— No debes irte. Dawinno lo prohíbe.

— ¿Dawinno? Pero si es el Destructor…

— Es el dios del Equilibrio. Igual quita que concede. Te ha otorgado la vida, Anijang, y la tendrás durante los muchos años que te esperan por delante. — Lo atrajo hacia ella, aferrándolo de los brazos con firmeza —. ¡Alégrate, hombre! ¡Alégrate! — ¡Vivirás una larga existencia! ¡Ve, busca a tu compañero de entrelazamiento, celebra este día!

Anijang se alejó con paso vacilante. Parecía no comprender, pero estaba dispuesto a aceptar.

Koshmar sabía que muchos otros se sentirían igualmente confusos. Habría que zanjar esta cuestión mediante un decreto.

Discutió largo rato con Torlyri, planeando lo que debía hacerse. Les resultó tan difícil que tuvieron que recurrir al entrelazamiento para obtener la profundidad de pensamiento necesaria. Luego, Koshmar convocó a la tribu para explicarles la nueva situación.

Les explicó que era un error creer que los dioses habían deseado la muerte prematura para ellos. Les recordó las enseñanzas con que habían sido educados. Los dioses sólo habían exigido que el Pueblo viviera dentro del capullo de forma ordenada hasta que llegara la época de la Partida. Ya que los dioses amaban la vida, había sido importante que de forma regular la tribu incorporara nuevas vidas, pero como no podía expandirse libremente en el capullo y los alimentos eran limitados, los dioses les habían ordenado mantener la población en equilibrio. Así, sólo podían vivir treinta y cinco años, y luego debían marcharse del capullo para enfrentarse a su destino con el fin de que otra nueva vida pudiese incorporarse a la tribu. Por cada niño, una muerte. Nadie, dijo Koshmar, había cuestionado nunca la necesidad y la sabiduría que subyacía en esta realidad.

Pero en su misericordia, los dioses los habían hecho partir hacia el exterior, y las viejas estructuras ya no eran válidas. El mundo se extendía inmenso, la tribu era pequeña y la comida se obtenía con facilidad. Ahora el deseo de los dioses era que fueran fértiles y se multiplicaran. La muerte llegaría cuando los dioses así lo dispusieran, y sólo entonces. Era una época de vida, de regocijo, de crecimiento de la tribu, dijo Koshmar.

— Entonces, ¿cuánto tiempo hemos de vivir? — preguntó Minbain —. ¿Viviremos para siempre?

— No — replicó Koshmar —. Sólo el tiempo natural, sea cual fuere.

— Bueno — objetó Galihine — Pero ¿cuánto será?

— El mismo tiempo que han vivido los cronistas — respondió Koshmar —, ya que sólo ellos han vivido hasta el límite natural.

Pero los rostros seguían mudos.

— ¿Cuánto es eso? — insistió Galihine.

Koshmar miró a Hresh.

— Dime, niño, ¿cómo se llamaba el historiador que custodió el cofre antes que Thaggoran?

— Thrask — contestó Hresh.

— Thrask, eso es. Lo había olvidado, pues yo era muy joven cuando falleció. En la época de Thrask, casi ninguno de vosotros había nacido, pero sí sé que vivió hasta que fue viejo y la espalda se le encorvó, y el pelaje se le volvió blanco. Ése es el momento natural…

— Hasta ser viejo y andar encorvado… — murmuró Konya, estremeciéndose — No sé si me gustará eso.

— ¡Para los guerreros — exclamó Haniman dando muestras de inesperado atrevimiento —, el tiempo natural llegará mucho antes, Konya!

La reunión acabó entre risas. Koshmar vio que la inquietud era mayor de lo que había previsto: para algunos, comprendía, la muerte significaba una liberación, y no una brutal interrupción de la vida como le parecía a ella. Aprenderían. Llegarían a entender las nuevas costumbres. Y aunque ellos se debatieran contra las nuevas ideas, con los más jóvenes no ocurriría lo mismo, y a los hijos de sus hijos les costaría creer que alguna vez la tribu estuvo sujeta a un límite de edad y a un día de la muerte.

Pero Koshmar comprendió que no bastaba con abolir la muerte: también tendría que alentar la vida. Y así fue como decidió revocar las restricciones a la concepción con otra de sus nuevas leyes. Decretó que la procreación ya no estaba limitada a un par de parejas de la tribu, ni a un hijo cada vez que hiciera falta reponer la pérdida causada por alguna muerte. A partir de entonces, cualquiera que superase la edad del entrelazamiento podría concebir hijos en el número que quisiera. No era sólo un derecho, sino también una obligación. La tribu era demasiado pequeña. Eso debería cambiar.

Poco después nuevas parejas llegaron hasta ella solicitando los ritos de aparcamiento. Los primeros fueron Konya y Galihine, y luego Staip y Boldirinthe. Entonces, para sorpresa de todos, Harruel se presentó con Minbain, quien ya había engendrado a Hresh de su unión con Samnibolon. Mucho tiempo atrás, Samnibolon había muerto de una fiebre, ¿Realmente quería Minbain ser madre de nuevo? Koshmar se preguntó si alguna vez habría existido en la tribu una mujer que hubiese parido dos hijos y, además, de dos padres distintos. Pero recordó por enésima vez que habían entrado en una era distinta. ¿Acaso no había dicho ella misma que todos aquellos que pudieran tenían la obligación de procrear? Entonces, ¿por qué no Minbain, si todavía estaba en edad fértil? ¿Por qué no cualquiera de ellos?

¿Por qué no tú, Koshmar?, preguntó inesperadamente una voz desde sus adentros.

Era una idea tan insólita que se le escapó una carcajada. Soy la cabecilla, se respondió, tras intentar imaginarse tendida en un lecho, con el vientre protuberante y un grupo de mujeres apiñadas a su alrededor para aliviarla mientras un bebé luchaba por abrirse camino desde sus entrañas. En cuanto a eso, no podía siquiera imaginar el contacto con unos brazos masculinos, el roce de unas manos viriles sobre los senos, de unas manos de hombre abriéndole los muslos. O… ¿cómo les gustaría hacerlo? La mujer vuelta contra el suelo, y el peso del hombre descendiendo sobre ella desde atrás…

No, no. Eso no era para ella. Ser cabecilla ya representaba una carga suficiente.

¿Y por qué no Torlyri?, preguntó la misma voz traviesa.

Koshmar contuvo la respiración y se agarró el costado, como si la hubieran golpeado en el estómago. ¿La buena y afable Torlyri, su Torlyri? Pero Torlyri era la madre de toda la tribu, ¿verdad? No tenía necesidad de engendrar hijos propios. ¿Acaso tendría tiempo para la crianza de los hijos? Si tenía tanto que hacer…

Pero la imagen no se apartaba de su mente: Torlyri en brazos de algún guerrero cuyo rostro no llegaba a ver. Torlyri jadeando y suspirando. Torlyri agitando el órgano sensitivo como lo hacían durante la cópula. Torlyri abriendo los muslos…

No. No. No. No.

¿Por qué no?, volvió a preguntar la voz.

Koshmar apretó los puños.

Son nuevos tiempos, sí, se dijo para sus adentros. Pero Torlyri es mía.


— ¿Qué querían decir esas cosas como ojos-de-zafiro cuando afirmaron que éramos simios y no humanos? — preguntó Tamiane.

— Nada — respondió Hresh — Fue una mentira idiota. Sólo trataban de menospreciarnos.

— ¿Y por qué iban a hacer algo semejante?

— Porque nosotros tenemos vida — dijo Hresh —. Y ellos son seres que jamás han vivido, creados por una raza que ya no existe.

— Nos llamaron simios. Sé lo que es un simio. Maté a dos que te atacaron en la selva. Y al entrar en la ciudad, maté a muchos más. Ojalá los hubiera aniquilado a todos… ¡bestias inmundas, tiramierda! ¿Qué son esos monos, que al parecer pertenecen a nuestra especie? — comentó Harruel.

— Animales — contestó Hresh —. Sólo animales.

— Y nosotros, ¿también somos animales?

— Nosotros somos seres humanos — afirmó Hresh.


Lo declaraba como si no hubiera lugar a dudas. Pero en realidad no tenía ninguna certeza, sino una oscura ciénaga de confusión.

Ser humano, pensaba, era algo grande y glorioso. Era ser un eslabón en una infinita cadena de logros que descendía desde las épocas más remotas del mundo. Ser un mono, o incluso pariente de simios, era apenas mejor que ser una de esas estúpidas criaturas chillonas y de olor nauseabundo que sacudían los órganos sensitivos… no, se corrigió, las colas para colgarse de las copas de los árboles, fuera de los límites de la ciudad.

Entonces, ¿somos monos o humanos?, se preguntaba Hresh.

En las crónicas, en el Libro del Camino, decía que al final del invierno los humanos saldrían de sus escondrijos y viajarían hacia la derruida Vengiboneeza, y que allí conseguirían cuanto necesitaran para recuperar el poder sobre el mundo. Eso era lo que decía el texto, tal como lo entendía Hresh. Y entendía que las crónicas se referían al Pueblo, mientras que el Libro del Camino hablaba de los «humanos».

Pero, ¿sería así? Las crónicas no estaban escritas en las palabras simples del lenguaje cotidiano, se componían de conceptos y pensamientos encapsulados a los cuales el lector tenía acceso por medio de las facultades mentales. Eso daba lugar a un gran margen de error en la interpretación. Lo que afloraba desde la página de pergamino a sus dedos, y de los dedos a la mente cuando estudiaba el Libro del Camino, era un concepto que parecía significar el Pueblo, es decir, aquellos-para-quienes-ha-sido-escrito-este-libro. Pero también podría significar seres-humanos-distintos-del-Pueblo. Cuando Hresh examinó los textos más de cerca halló que la única lectura incuestionable decía que quienes-se-consideraran-a-sí-mismos-seres-humanos irían a Vengiboneeza al final del invierno para reclamar los tesoros de la ciudad.

Sin embargo, uno podía considerarse humano sin serlo en realidad…

Los artefactos con forma de ojos-de-zafiro dicen que somos monos, o descendientes de monos. Koshmar replica con ira que somos humanos. ¿Quién tiene razón? ¿El Libro del Camino dice que nosotros vendremos a Vengiboneeza o se refiere a ciertos «ellos» misteriosos?, se preguntó Hresh.

El resto del Libro del Camino parecía dirigirse al Pueblo. Era su propio libro, escrito por ellos mismos. Para ellos mismos. Cuando el Libro del Camino dice «humanos», sin duda debe estar refiriéndose a nosotros. Pero ¿dice «humanos» realmente?, se torturaba Hresh. ¿O ésa era sólo la lectura que el Pueblo había hecho del vocablo por haberse considerado humanos durante tantos siglos a pesar de que en realidad no lo eran?

La confusión lo extraviaba.

Se preguntó: ¿acaso importa realmente si somos humanos o no? Somos lo que somos, y nuestra esencia esta lejos de ser desdeñable.

No. No.

Él sabía mejor que nadie qué eran los simios de la selva. Los había mirado a los ojo, y allí había visto su cualidad bestial. Lo habían aferrado del cuello con una poderosa cola peluda casi hasta matarlo. Había oído su parloteo incoherente. Los odiaba con todas sus fuerzas;

y con todas sus fuerzas oró por que los artefactos hubieran mentido, por que no hubiera ni el más remoto parentesco entre su pueblo y los simios de la jungla.

Se dijo férreamente que él y su pueblo eran seres humanos, tal como afirmaba Koshmar. Pero deseó estar tan seguro como ella. Deseó contar con alguna prueba. Hasta entonces, tendría que vivir entre la duda y el tormento.


El Pueblo compartía la ciudad de Vengiboneeza con otras criaturas más pequeñas, algunas de las cuales causaban no pocos problemas.

De vez en cuando entraban los monos de la jungla, bailoteaban sobre las altas cornisas de los edificios adyacentes y arrojaban objetos a los que estaban abajo: guijarros, excrementos, unas diminutas moras de superficie urticante que dejaban la piel ardiendo como una brasa. Por todas partes se escondían unas serpientes con un manto verde detrás de la cabeza, enroscadas entre las rocas con aire aletargado, pero con frecuencia dispuestas a silbar, erguirse y morder. La niña Bonlai y el joven guerrero Bruikkos cayeron víctimas de su veneno, y la enfermedad les hizo padecer varios días entre la fiebre y el dolor, a pesar de los medicamentos y conjuros que Torlyri les prodigó.

Un día, Salaman se hallaba merodeando entre dos edificios de alabastro de construcción triangular y tejados a dos aguas, detrás de la torre principal, cuando encontró una losa en el suelo sobre cuya superficie se incrustaba un aro de metal. Cometió el error de tirar de él. La losa se levantó con facilidad, y de inmediato emergió desde el interior una horda de criaturas brillantes e iridiscentes, de un tono azul tornasolado, no mayores que un pulgar. Procedían de las profundidades de la tierra. Teman unos ojos enormes, encendidos como feroces rubíes. Sus mandíbulas diminutas y poderosas cortaban como hojas afiladas. Salaman recibió una docena de mordeduras que lo dejaron sangrando por todas partes. Aulló de dolor, y sus gritos atrajeron a Sachkor y a Moarn, y entre los tres pudieron librarse de la plaga. Pero para entonces, las bestezuelas se habían expandido por doquier. Con todo, tenían el cuerpo blando y para aplastarlos bastaba con un buen escobazo. Acabar con todos exigió una hora de trabajo a cargo de media docena de miembros de la tribu. Durante la noche, invisibles recolectores cogieron los cientos de cuerpos pulposos de la plaza y al amanecer no quedaba un solo resto de los animales.

Cada día traía un nuevo motivo de incomodidad. Abundaban los insectos ponzoñosos de diversas clases, diminutos, insidiosos, molestos. Había unas pequeñas lagartijas venenosas que canturreaban sonidos suaves y sibilantes. Había aves con alas membranosas y alargadas, y picos celestes y delicados, que oteaban desde los árboles más altos y bombardeaban a todo el que pasaba por debajo con un escupitajo pegajoso y brillante que dejaba ronchas dolorosas allí donde caía.

Con todo, la ciudad no era un sitio desagradable para vivir. Algunos opinaban que la vida allí era casi tan buena como en el capullo. Otros declaraban que vivir en Vengiboneeza, a pesar de sus pequeñas molestias y la extrañeza propia de la existencia bajo el terror del cielo abierto, era preferible a los viejos días en la acogedora madriguera que los tenía encerrados en el seno de la montaña.


Un día, durante la quinta semana de su estancia en Vengiboneeza, Koshmar llamó a Hresh y le dijo:

— Mañana, al amanecer, tú y Konya empezaréis a explorar la ciudad.

— ¿Konya? ¿Por qué Konya?

— ¿Esperabas salir solo? No podemos arriesgarnos a perderte, Hresh…

Eso le enloqueció. Había supuesto que cuando Koshmar finalmente le enviara a recorrer Vengiboneeza, podría moverse por su propia cuenta, tener sus propios pensamientos y meter las narices donde le viniera en gana, sin tener que vérselas con ningún gigantón impaciente a quien hubieran encargado que velara por él. Discutió, pero fue en vano. Koshmar alegó que el pueblo de los ojos-de-zafiro podía haber colmado la ciudad de trampas mortales, o que tal vez las zonas alejadas estuvieran ocupadas por los monos chillones, o por alguna nueva especie de insecto dañino, o reptil venenoso. Él era demasiado valioso para la tribu. Koshmar no quería correr riesgos. Uno de los guerreros iría con éL Eso, le dijo, o bien se quedaría en el asentamiento y dejaría que hombres más fuertes y de mayor edad realizaran la exploración.

Hresh tenía suficiente sensatez para saber cuándo podía oponerse a una orden de Koshmar y cuándo era más, sabio acceder a sus deseos. No comentó más el tema.

Por la mañana, el día era claro y templado, con una niebla baja que desaparecía rápidamente.

— ¿Por dónde piensas ir? — preguntó Konya, mientras aguardaba de pie en la plaza, frente a la gran torre.

Hresh no tenía ningún plan. Pero escudriñó a izquierda y derecha con toda la seriedad de que fue capaz, como en profunda reflexión, y luego señaló con el índice hacia delante, en dirección a una amplia e impresionante avenida que parecía conducir a uno de los Principales sectores de la ciudad.

— Por allí — indicó.

Al comienzo, Konya avanzó por delante de él, plantando los pies con fuerza sobre el suelo para ver si era tierra firme, espiando detrás de puertas y por callejones en busca de enemigos ocultos, golpeando los flancos de los edificios con el puño de la espada para cerciorarse de que no fueran a derrumbarse cuando Hresh y él pasaran por delante. Pero al cabo de un rato, cuando estuvieron seguros de que no había bestias al acecho, de que las calles no se abrirían bajo sus pies y de que los edificios no se desmoronarían, Hresh comenzó a llevar la delantera, dirigiéndose por donde la curiosidad le indicaba, a lo cual Konya no planteó objeción.

Para Hresh fue como entrar en un mundo encantado. La excitación lo embriagaba y sus ojos bailaban con tanto frenesí de una cosa a otra que la cabeza comenzó a darle vueltas. Quería embeberse de todo de una vez, de un solo trago codicioso.

En todas partes descubrió edificios cuya grandeza y tamaño lo dejaron sin aliento. El Gran Mundo casi parecía seguir con vida. Imaginaba que en cualquier momento aparecerían ojos-de-zafiro o amos-del-mar asomando de aquel edificio de parapetos pronunciados; o de este otro, que se erigía sobre una delicada filigrana de arcos con todo el aspecto de ser música petrificada; o de ese que había allí, el de las torres amarillas y las anchas alas.

— ¡Por aquí! — gritaba a Konya —. ¡No, por éste! ¡No, este otro parece mejor todavía! ¿Qué piensas, Konya?

— Por el que tú quieras — respondía con paciencia el guerrero — Para mí, cualquiera está bien.

Hresh sonreía.

— Encontraremos toda clase de objetos maravillosos. Así lo aseguran las crónicas. Todo ha sido preservado, todas las máquinas prodigiosas que utilizaban en el Gran Mundo. Las hallaremos en el sitio exacto donde los ojos-de-zafiro las dejaron cuando cayeron las estrellas de la muerte.

Pero Hresh no tardó en comprobar que las cosas no iban a ser tan fáciles.

Muchos edificios que por fuera parecían sorprendentemente intactos, por dentro no eran más que ruinas. Algunos se habían convertido en cascarones vacíos, y no tenían más que cúmulos de polvo de eras remotas. Otros se habían derrumbado por dentro, y un piso yacía sobre otro de forma caótica; penetrar las montañas de escombros habría requerido un ejército de poderosas excavadoras. Otros, que al parecer eran fachadas y recintos intactos, se desmigajaban al más mínimo roce y se deshacían en nubes de vapor oscuro en cuanto Hresh se aproximaba.

— Ya deberíamos regresar — sugirió Konya al fin, cuando las sombras carmesíes de la tarde comenzaron a agolparse.

— ¡Pero sí no hemos encontrado nada…

— Habrá otros días… — le dijo Konya.

Le molestaba en extremo regresar de su expedición con las manos vacías. Hresh apenas pudo mirar a Koshmar a la cara cuando le transmitió el informe.

— ¿Nada? — dijo Koshmar.

— Nada — repitió Hresh, en un balbuceo avergonzado —. Nada aún.

— Habrá otros días — concluyó la cabecilla.


Salía todos los días, salvo cuando llovía. Por lo general lo acompañaba Konya, y a veces Staip. Harruel nunca, pues era demasiado corpulento, demasiado sobrecogedor, y Hresh manifestó a Koshmar sin ambages que nunca conseguiría nada si tenía a Harruel respirándole en la nuca. Hresh habría preferido prescindir también de Staip y de Konya, pero Koshmar se negó en redondo, y a regañadientes el pequeño debió admitir que era más prudente no ir solo por la ciudad. Casi ningún miembro de la tribu sabía leer, y mucho menos interpretar las crónicas. Si algo le sucediera, el Pueblo quedaría indefenso, privado de todo conocimiento sobre el pasado y de toda esperanza de comprender lo que les deparaba el futuro.

Al cabo de un tiempo, cuando, comenzaron a ceder los temores de Koshmar sobre los peligros de la ciudad, comenzó a salir en algunas ocasiones en compañía de Orbin. Éste era de la misma edad que Hresh, pero siempre había sido más desarrollado y robusto, y ahora crecía tan deprisa que, de seguir así, en pocos años llegaría a ser tan alto y fuerte como el mismo Harruel. Después, Hresh llevó a Haniman como guardaespaldas y compañero. Para sorpresa de todos, Haniman también se estaba convirtiendo en un joven alto y corpulento, y en cierto modo, hasta ágil. Era muy distinto del Haniman que Hresh había conocido en el capullo: lento, torpe, rechoncho, y al parecer, bobo hasta la exasperación. Por lo visto, la travesía a través del continente lo había cambiado. O tal vez, pensó Hresh, Haniman siempre había tenido mas virtudes que las que él había querido reconocer.

Pero daba lo mismo que fuera con Konya, Staip, Orbin o Haniman. No importaba que fuera al norte, al sur, al este o al oeste. Para su consternación y vergüenza, no conseguía descubrir nada de valor; sólo, de vez en cuando, un resto de metal retorcido o un fragmento de cristal opaco.

— Pareces triste — le decía Taniane —. Debe ser muy desalentador, ¿verdad?

— Hay un montón de cosas por ahí. Pronto comenzaré a encontrarlas.

— Sé que lo harás. — Taniane parecía muy interesada en sus exploraciones. Se preguntó por qué. Acaso también la hubiera menospreciado a ella. Ya lo había superado en altura. Crecía a ojos vista, y su mente parecía estar ampliándose, profundizándose, extendiéndose. En sus ojos se reflejaba una expresión poco frecuente, un destello extraño e inquisidor que parecía sugerir ciertas complejidades ocultas. Era como si su desmañada niñez sólo fuera la máscara de algo más profundo y extraño. Un día le pidió que le enseñara a leer, lo cual le causó suma sorpresa. Comenzó a darle lecciones. Halló un inesperado placer de ir con ella a sitios tranquilos y explicarle los misterios del arte sagrado. Pero entonces, poco después, también Haniman manifestó interés en aprender a leer, lo cual lo estropeó todo. Hresh no podía negarse, pero eso significaba que tendría que privarse de seguir saliendo a solas con Taniane, pues no tenía tiempo para instruirlos a ambos por separado. Pronto empezó a sospechar que Haniman le había pedido que le enseñara a leer precisamente por eso.

La gran rueda de las estaciones seguía girando. El invierno moderado y lluvioso dejó paso a una época más seca y calurosa, y luego a un tiempo de vientos frescos procedentes del este, que anunciaban el regreso del invierno. Resueltamente, Hresh seguía recorriendo la ciudad en ruinas. Escudriñaba en cada una de los armazones vacíos y oscuros de los edificios sin hallar nada. Ardía de impaciencia. Se preguntaba si alguna vez llegaría a dar con algo de valor.

Comenzaba a pensar que Vengiboneeza era enteramente inútil.

Pero ¿y la profecía del Libro del Camino? ¿Era sólo una mentira…, un engaño? ¿Y si jamás descubría nada en esas ruinas, como todo parecía indicar; ¿Acaso eso significaba que los tesoros de la ciudad realmente estaban reservados para los verdaderos humanos, quienesquiera que fueran y dondequiera que estuviesen? ¿Y que el Pueblo no era más que un grupo de simios ensalzados que se había entrometido donde no le correspondía?

Hresh luchó amargamente contra la trágica conclusión que una y otra vez regresaba para hostigarlo desde las profundidades de su mente.

Siguió buscando sin desmayo, cada vez más lejos del asentamiento. Ahora solía alejarse demasiado para poder ir y volver en una sola jornada, por lo cual tuvo que solicitar permiso para pasar la noche en algún distante punto de exploración, y se le concedió. Para estas travesías debía ir acompañado de dos guardaespaldas, por lo general Orbin y Haniman, de forma que uno permaneciera despierto como centinela durante las horas nocturnas. Pero jamás se vieron en peligro, aunque en alguna ocasión pasó cerca algún animal salvaje de la jungla, y una o dos veces un grupo de monos se apiñó en los pisos superiores de los edificios que los rodeaban, colgados de manos y pies de las ventanas vacías y saltando alocados de una torre a otra.

El tamaño y la complejidad de la ciudad seguían deslumbrándole, pero tras casi un año de recorrerla, Hresh la conocía mejor que nadie. Era el único para quien Vengiboneeza constituía algo más que una maraña incomprensible.

Dividió la ciudad en zonas, y a cada sector le asignó el nombre de uno de los Cinco Celestiales. A su vez, dividió cada una de estas cinco zonas en diez regiones más pequeñas a las cuales bautizó con el nombre de los miembros de la tribu. Luego trazo un solo mapa, que llevaba a todas partes consigo, un bosquejo burdamente trazado sobre un viejo retazo de cuero.

Una vez en que Hresh lo sacó del morral por error, Taniane lo descubrió.

Qué es eso? — quiso saber —. ¿Ahora estás aprendiendo a dibujar?

— No es nada importante.

— ¿Podría verlo?

— Preferiría que no lo hicieras.

— Te prometo que no me burlaré de él.

— Es… algo sagrado — objetó débilmente —. Algo que sólo puede mirar el cronista.

Se preguntó por qué le habría contestado así. En el mapa no había nada de sagrado. En realidad, no había razón para ocultárselo. Por el contrario, sabía que muy probablemente debiese hacer copias para que los demás L por fin pudieran comenzar a comprender un poco la ciudad. Pero en cierto modo se sentía reacio. El mapa le confería poder sobre el lugar, y también poder sobre el resto de la tribu. El placer que le proporcionaba este conocimiento privado, Hresh era consciente, no era un sentimiento particularmente admirable. Pero era un verdadero placer, y lo resguardaba como un tesoro.


Un día a comienzos del invierno, cuando la opresión del desencanto y la búsqueda frustrada le llegaban hasta lo más profundo del alma, Hresh volvió a la entrada principal del sur, donde se había topado con los tres artefactos gigantes que habían dejado los ojos-de-zafiro. Permanecían en el mismo lugar, de pie, cerca de los inmensos pilares de piedra verde. Mudos. Inmóviles. Majestuosos.

Caminó a su alrededor hasta que los tuvo ante sí. Levantó la mirada hacia ellos, esta vez sin ningún temor ni estupor.

— Si fuerais algo más que máquinas, sabríais que habéis estado perdiendo el tiempo todos estos miles de años montando guardia en este sitio.

El de la izquierda le observó con un asomo de diversión en los enormes ojos diáfanos y azules.

— ¿Es ésa la verdad, monito?

— ¡No debes llamarme monito! ¡Soy un ser humano! ¡Humano! — Hresh señaló furioso al ojos-de-zafiro del centro, al que finalmente había concedido permiso a Koshmar y a su pueblo para que entraran en la ciudad —. ¡Tú mismo lo reconociste! Nos dijiste que ahora los humanos éramos nosotros…

— Sí. Es correcto — dijo el ojos-de-zafiro del centro —. Ahora los humanos sois vosotros.

— ¿Lo ves? — preguntó Hresh al de la izquierda.

— Sí. Y estoy de acuerdo: ahora los humanos sois vosotros, cualquiera que sea el provecho que obtengáis de ello. Pero ¿por qué has dicho que hemos estado perdiendo el tiempo, monito?

Hresh contuvo la ira.

— Porque estáis custodiando una ciudad vacía — declaró con frialdad —. Nuestros libros dicen que aquí se conservan objetos valiosos. Pero sólo hay edificios en ruinas, calamidad, caos, polvo, restos…

— Tus libros tienen razón — intervino el del centro.

— He buscado por todas partes. No hay nada. Los edificios están vacíos. Un buen estornudo derrumbaría media ciudad…

— Deberías buscar más profundamente — sugirió el ojos-de-zafiro de la izquierda.

— E indagar con lo que puede ayudarte a encontrar lo que buscas… — añadió el de la derecha, que hablaba por primera vez.

— No comprendo. Dime a qué te refieres.

La lluvia de sus risas sibilantes se desplomó sobre él.

— ¡Ay, monito! — exclamó el de la izquierda, casi con afecto —. ¡Ay, monito impaciente!

— ¡Dímelo!

Pero todo lo que pudo conseguir de ellos fue el susurro de su risa, y las sonrisas indulgentes, paternales. Sus sonrisas de cocodrilo.


Uno o dos meses después, Hresh se encontraba con Haniman en el sector de la ciudad que había bautizado Emakkis Boldirinthe, cuando finalmente hizo su primer descubrimiento de un artefacto del Gran Mundo, y en funcionamiento.

Emakkis Boldirinthe era un distrito septentrional de extraordinaria gracia y belleza, a mitad de camino entre el mar y el pie de las colinas, donde unas cuarenta torres de mármol azul oscuro en forma de huso se disponían en círculo alrededor de una amplia plaza cubierta de brillantes losas negras. Las ventanas de las torres aparecían intactas en sus marcos triangulares, y arrojaban un destello rosado y fulgurante al reflejar la luz de la tarde. Sobre unos inmensos goznes, allí seguían las puertas metálicas de intrincado dibujo, altas como dos hombres, y al parecer dispuestas a abrirse al menor roce. Los edificios parecían haber sido abandonados desde hacía sólo unos días. Contemplándolos sobrecogido, Hresh sintió que le oprimía el peso de inconcebibles eras, una sensación constante de que todo el tiempo se comprimía en ese único instante. Un cosquilleo le recorrió la nuca, como si una miríada de ojos invisibles le estuviera observando.

— ¿Qué opinas? — preguntó Haniman —. ¿Intentamos entrar?

Habían estado recorriendo la ciudad todo el día. Soplaba un viento húmedo. Hresh se sentía cansado y desalentado.

— Ya he estado en ellos — dijo Hresh, aunque no era cierto. Muchas veces había visto esas torres a lo lejos, y en una ocasión había estado muy cerca, pero por alguna perversa razón había desistido de entrar sólo por verlas tan intactas. Le había parecido que no tenía sentido. Estarían tan vacías como las demás, y la decepción sería mucho mayor por tratarse de torres tan bien conservadas.

— ¿Las has recorrido? ¿Todas? ¿Cada una de ellas?

— ¿Dudas de mí? — preguntó Hresh con acritud.

— Es que hay tantas… y siempre queda la posibilidad de que alguna, en las afueras del círculo contenga algo, cualquier cosa…

— Muy bien — decidió Hresh. No tenía ánimos para sostener por más tiempo la mentira. Sólo había sido el cansancio, pensó, lo que le había quitado las ganas de rebuscar en esos edificios. Después de todo, había explorado sitios mucho menos promisorios. Hresh, que se había hecho llamar el de las preguntas y el de las respuestas, no necesitaba la insistencia de Haniman para emprender una búsqueda más —. Echaremos un vistazo. Y luego daremos la jornada por concluida.

Haniman se encogió de hombros.

— Yo iré primero — dijo.

Sin aguardar a que Hresh le diera permiso, se dirigió hacia la torre más cercana y se detuvo un instante ante el inmenso portal. Luego estiró sus brazos hacia donde pudo, como si tratara de rodear con ellos el edificio, y se estrechó contra él, empujando con fuerza. La puerta se abrió tan velozmente que Haniman lanzó un grito de sorpresa, cayó tambaleándose hacia el interior y se perdió en la oscuridad que reinaba dentro.

Hresh corrió en su búsqueda. Bajo un largo rayo de luz, vio a Haniman despatarrado al otro lado de la puerta.

— ¿Estás bien? — gritó Hresh.

Vio que Haniman se incorporaba poco a poco, se sacudía el polvo y levantaba la vista. Hresh siguió la mirada de Haniman y contuvo el aliento. Por dentro, el edificio era un inmenso espacio hueco y abierto, que sólo contenía una estructura de tubos delgados y puntales metálicos en espiral que comenzaba a uno o dos metros del suelo y corría en zigzag de pared a pared, cada vez más alto, formando un diseño tan complejo que seguir su trazado resultaba mareante. Al principio sólo pudo rastrearlo en los primeros niveles, pero en cuanto se acostumbró a la penumbra vio que las estructuras entrecruzadas ascendían más y más, posiblemente hasta la misma bóveda de la torre. Era como una inmensa red. Hresh se imagino que una araña gigante y temblorosa los aguardaba en los niveles superiores. Pero era una red de metal, de metal tangible, de material plateado, brillante, etéreo, frío y suave al tacto.

— ¿Trepamos? — propuso Haniman.

Hresh negó con la cabeza.

— Primero veamos en qué clase de sitio nos encontramos.

Tendió la mano y palmeó el tubo que tenía más cerca. Emitió un armonioso sonido musical, profundo y sorprendentemente bello que se elevó con solemnidad y lentitud hasta la siguiente capa de la red y hasta la otra, y la otra, despertando ecos en cada nivel. Les rodeó una armonía de sonidos prodigiosos y trémulos, que al internarse en los confines más altos de la torre adquirían profundidad e intensidad hasta convertirse en un rugido ensordecedor que colmó por completo el interior del edificio.

Hresh lo observaba todo maravillado y extasiado, pero también temeroso de que en cualquier momento los ecos llegaran a la bóveda y que bajo la fuerza de ese tremendo clamor la estructura se derrumbara por completo.

Pero sucedió que el tono, tras llegar a su cúspide, tras dejarlos sin aliento, tras trepanarles la mente, comenzó a decrecer deprisa para hacerse más débil y delicado. En un momento se desvaneció por completo y los dejó envueltos en un silencio inquietante.

— Enciende la antorcha — dijo Hresh —. Quiero ver que se esconde al otro lado.

Cautelosos, circundaron el interior del edificio, sin alejarse de la pared exterior. Pero, al parecer, el edificio sólo contenía esa vibrante estructura de metal. A ras de suelo no había nada digno de mención. El suelo era de dura y desnuda tierra marrón. Cuando llegaron otra vez al portal, Hresh hizo señas a Haniman, salió fuera y ambos cruzaron la plaza hasta el siguiente edificio del círculo. Por dentro era idéntico al primero: una intrincada estructura de metal dentro de una oscura cáscara hueca. Y lo mismo ocurría con el tercero, con el cuarto, con el quinto… Sólo al llegar al décimo edificio de la serie se encontraron con algo distinto.

Éste tenía una losa rectangular de piedra negra y pulida. Era el mismo tipo de piedra con que estaba embaldosada la plaza. Apareció de golpe, incrustada en el centro del suelo desnudo. Bien podía haber sido una especie de altar, o tal vez una abertura que cubriera alguna cámara subterránea.

Deberías buscar más profundamente…, había sugerido el ojos-de-zafiro artificial.

Hresh sacudió la cabeza. La criatura no podía haberse referido a algo tan estúpidamente literal como buscar bajo tierra.

Se puso de rodillas y frotó la mano sobre el rectángulo de piedra negra. Era frío y muy suave, como una especie de cristal oscuro, y sobre la superficie no descubrió inscripciones, ni siquiera rastros de ellas. Se plantó en el centro de la piedra y levantó la mirada. Por encima de su cabeza se extendía una intrincada estructura tubular. Allí, en el centro de la torre, los tubos más bajos quedaban fuera de su alcance.

— Ven aquí y agáchate — pidió Hresh —. Quiero intentar algo.

Obediente, Haniman se acuclilló. Hresh trepó a los hombros de Haniman y le pidió que se irguiera. Y cuando Haniman estuvo de pie, Hresh hizo tintinear el metal más cercano con un tenue golpe que hizo reverberar al edificio entero con tonos brillantes y armoniosos.

De inmediato, la laja negra y rectangular respondió con un sonido grave y quejoso, con una especie de suspiro mecánico. Luego comenzó a moverse, a deslizarse lentamente hacia abajo.

— ¿Hresh?

— Quieto — ordenó Hresh —. Tranquilo. Ayúdame a bajar —. Saltó de la espalda de Haniman y se detuvo rígido a su lado, tratando de mantener el equilibrio mientras la piedra negra seguía descendiendo sin prisa, como flotando, cada vez más abajo en la oscuridad.


Al fin se detuvo. Alrededor de ellos comenzó a brillar inesperadamente una luz ambarina. Hresh miró alrededor. Estaban en el nivel inferior de una caverna de alta cúpula, que parecía extenderse por las profundidades de la tierra hasta el infinito. El techo se perdía arriba, entre las sombras. El aire era seco y denso, y tenía cierta nota penetrante e intensa que recordó a Hresh el aire frío de los primeros días que siguieron a la partida del capullo, aunque en esta cueva no hacía frío.

A lo largo de las paredes de la caverna, a izquierda y derecha, y hasta donde era capaz de ver hacia arriba, había gran profusión de imágenes grabadas, de inmensos relieves semiocultos en la oscuridad, que se apilaban formando capas. Al cabo de un rato, Hresh comenzó a vislumbrar que se trataba sobre todo de figuras con forma de ojos-de-zafiro, talladas en altorrelieve sobre una piedra verdosa. Las mandíbulas pesadas y los vientres redondeados aparecían salvajemente exagerados. Las figuras parecían grotescas, extravagantes, de aspecto cómico y a la vez terrorífico. Algunas eran sumamente gruesas, o tenían miembros absurdamente estilizados, u ojos de diámetro semejante al de una docena de platos. En muchas de ellas asomaban cinco o seis versiones más pequeñas de sí mismas, que emergían como ebulliendo de los hombros o del vientre. Siniestros dientes como dagas aparecían al descubierto. De las bocas abiertas parecía emerger una risa silenciosa.

Pero las estatuas que se erigían en número incontable a ambos lados de ellos no sólo eran de ojos-de-zafiro. Allí había todo un mundo entero, incluso un universo: una densa y congestionada profusión de estatuas… toda clase de criaturas apiñadas en grupos por doquier.

Aquí y allá, Hresh distinguió figuras de hjjk mezcladas con las de ojos-de-zafiro, y algunos mecánicos con cabeza redondeada, no muy distintos de los que la tribu había hallado oxidados en las tierras bajas que se extendían a los pies de las montañas de roca escarlata. También había otras criaturas que parecían arbustos andantes, con rostros de pétalos, y brazos y piernas de ramas y hojas.

— ¿Qué es eso? — preguntó Haniman.

— Creo que vegetales. Una tribu del Gran Mundo que pereció durante el Largo Invierno.

— ¿Y aquellos? — señaló Haminan, apuntando a un grupo de seres alargados y de cutis claro que a Hresh le resultaron muy parecidos a Ryyig, el Sueñasueños, la criatura extraña y sin pelaje que había vivido durmiendo en el capullo durante cientos de miles de años, según se contaba. Éstos aparecían andando en postura erecta, sobre dos piernas largas y delgadas, y guardaban cierta semejanza con el Pueblo de la tribu, aunque no tenían vello ni órganos sensitivos, y sus cuerpos magros, aún sobre la piedra, parecían suaves y vulnerables.

Hresh los contempló largo rato.

— No sé qué deben ser — dijo por fin.

— Se parecen al Sueñasueños, ¿no crees?

— A mí también me lo ha parecido.

— Toda una raza de sueñasueños…

Hresh meditó la idea.

— ¿Por qué no? Seguramente antes del Largo Invierno sobre la Tierra existió toda clase de seres.

— ¿De modo que los sueñasueños fueron uno de los Seis Pueblos del Gran Mundo de los que hablan las crónicas? — Haniman comenzó a contar con los dedos —. Ojos-de-zafiros, amos-del-mar, hjjks, vegetales, humanos… van cinco.

— Te has olvidado de los mecánicos — advirtió Hresh.

— Ah, sí. Entonces son seis. ¿Dónde encajan los sueñasueños?

— Tal vez provengan de alguna otra estrella. En aquellos días había toda clase de seres de otras estrellas.

— ¿Y qué hacía en nuestro capullo alguien de otra estrella?

— Ah… tampoco lo sé.

— Hay demasiadas cosas que al parecer ignoras, ¿no crees?

— Es que haces demasiadas preguntas — soltó Hresh, irritado.

— Tal vez, pero tú eres Hresh, el de las respuestas.

— Pregúntamelo en otra ocasión, ¿quieres?

Dio la vuelta y descendió cautelosamente de la losa que los había llevado hasta aquel lugar y se atrevió a avanzar unos pasos por el suelo de la caverna. A medida que andaba, la luz ambarina iba delante de él, iluminando sus pasos. Parecía irradiar focos invisibles que bien podían distar unos quince o veinte pasos de él, y que se activaran por su proximidad.

Aunque a lo largo de las paredes, a ambos lados, se erigían masas intrincadas y sobrecogedoras de estatuas, el suelo de la caverna parecía estar desnudo. Pero tras seguir andando un rato, Hresh comenzó a distinguir un objeto con aspecto de bloque, alto y ancho, que se interponía en su camino a lo lejos, entre la penumbra. Al acercarse descubrió que se trataba de una estructura compleja y grande, tal vez una máquina, toda cubierta de botones y palancas forjadas en un material brillante y atezado que casi parecía hueso.

— ¿Qué supones que es? — preguntó Haniman.

Hresh lanzó una risilla.

— ¡Conseguirás que te llamen Haniman, el de las preguntas!

— ¿Será peligroso?

— Tal vez. No lo sé. jamás he leído nada acerca de esto. — Levantó las manos y las acercó a la hilera más cercana de botones sin atreverse a tocar nada. Tuvo la súbita e indudable sensación de que estaba ante una unidad general de control a la cual se conectaban todas las demás estructuras metálicas de las. tres docenas de torres que rodeaban la plaza. Las espirales de brazos y tubos debían servir para captar y transmitir energía hasta esta unidad.

¿Y si pulsara los botones?, se preguntó. ¿Y si toda esa energía se introdujera rugiendo en mi cuerpo y me destruyera?

— Atrás — indicó a Haniman.

— ¿Qué piensas hacer?

— Un experimento. Podría resultar peligroso.

— ¿No deberías esperar y antes estudiarlo un poco?

— Así es como pienso estudiarlo.

— Hresh…

— Atrás. Más. Más todavía.

— Esto es una locura, Hresh. Estás diciendo tonterías, tienes la mirada de un lunático. ¡Apártate de esa cosa!

— Debo hacer la prueba — dijo Hresh.

Posó las manos sobre los botones más cercanos y los oprimió tanto como pudo.

Esperaba cualquier cosa: que unos rayos afilados como espadas de luz surcaran la caverna, que se oyera el estallido de un trueno terrible, o un rugido de vientos, o un ulular de almas muertas. O que él mismo fuera reducido a cenizas en un instante. Pero sólo percibió una débil tibieza y un vago cosquilleo. Durante un instante, una imagen vertiginosa y estremecedora le pasó por la mente. Le pareció que la miríada de estatuas que se destacaban sobre las paredes había cobrado vida, que se movían, que gesticulaban, que conversaban, que reían… Era como si le hubieran zambullido en un arroyo turbulento, en un remolino alocado de vida.

La sensación duró sólo un instante. Pero en ese mismo momento, Hresh sintió que él mismo formaba parte del Gran Mundo. Se encontró en medio de su prodigiosa vitalidad y esplendor. Se vio andando por las palpitantes calles de Vengiboneeza, avanzando por entre el gentío frenético de un mercado donde los Seis Pueblos se apiñaban a millares: amos-del-mar, vegetales, hjjks, ojos-de-zafiro; todos hombro con hombro. Recibió en las mejillas el aliento del aire húmedo y bochornoso. Árboles graciosos se inclinaban bajo el peso de unas hojas gruesas, pesadas, brillantes, de color verde azulado. Una música extraña resonaba en sus oídos. Y sintió que aspiraba la esencia de cientos de aromas desconocidos. El cielo era un tapiz de colores brillantes en la gama de los turquesas, azules, carmesíes, ébanos. Todo estaba allí. Todo era real.

Se sintió sobrecogido. Disminuido. Avergonzado.

Al instante comprendió qué significaba ser una verdadera civilización. Conoció la ebullición de su inmensa complejidad, la miríada de interacciones, el intercambio de ideas, la premura del mercado, los planes y estratagemas, los conflictos, las ambiciones, la sensación de tanta gente grandiosa moviéndose al mismo tiempo en un sinnúmero de direcciones individuales. Era tan distinta de la única vida que había conocido, la vida en el capullo, la vida del Pueblo, que quedó sumido en un profundo estupor.

En realidad, no somos nada, pensó. Somos simples criaturas que hemos vivido ocultas siglo tras siglo, repitiendo interminables sucesiones de actividad trivial, sin haber construido nada, sin haber transformado nada, sin haber creado nada…

Las lágrimas le abrasaron los ojos. Se sintió inferior y pequeño: una nada de una tribu de insignificancias engañada por sus propias pretensiones. Pero entonces su amor propio asomo con orgullo y desafío. Pensó: Éramos muy pocos. Hemos vivido como debíamos. Nuestro capullo ha resistido y hemos mantenido nuestras tradiciones con vida. Lo hemos hecho lo mejor que hemos podido. Y cuando llegó el momento de la Partida, emergimos para — tomar posesión del mundo que se ha conservado para nosotros. Y no tardaremos en hacer de él algo nuevamente grandioso.

Entonces la visión se desvaneció y el momento de desazón concluyó. Hresh permaneció de pie, temblando, parpadeando, sorprendido de seguir con vida.

— ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué te ha hecho?

— ¡Déjame! — respondió Hresh con un gesto de enfado.

— ¿Estás bien?

— Sí. Sí. Déjame.

Se sentía marcado. El mundo de la caverna, húmeda y oscura, parecía solamente un odioso espectro, y ese otro mundo, tan vívido, tan brillante, era el verdadero mundo en que vivía. O al menos eso le había parecido, hasta que la caverna emergió de nuevo a su alrededor y ese otro mundo fue arrastrado fuera de su alcance. justo cuando habría dado todo por recuperarlo.

Sospechaba que había paladeado sólo una mínima parte de lo que la máquina podía brindarle. ¡En su seno, el Gran Mundo volvía a la vida! Allí ardía cierta magia remota, cierta fuerza transmitida a través de esas tres docenas de torres y de la enorme maraña de estatuas, una energía que había rugido por su mente y lo había transportado a lo largo de los siglos hasta un mundo perdido de milagros y prodigios. Y podía volver a dar ese salto a través de los eones. Sólo hacía falta un toque… Alzó las manos y las llevó de nuevo a los mandos.

— ¡No! ¡No lo hagas! — gritó Haniman —. ¡Te matará!

Hresh le hizo a un lado y oprimió los botones.

Pero esta vez nada sucedió. Apenas sintió más que sí se hubiera oprimido los propios codos.

Extendió la mano y tocó este botón, el otro, ése, aquél… Nada. Nada.

Tal vez la máquina se había quemado tras haberle permitido esa única visión milagrosa.

O quizá, pensó, él era quien se había fundido. Bien podía ser que su mente hubiera quedado tan embriagada por la irrupción de esa fuerza que ya no pudiera absorber más.

Dios un paso atrás y examinó el artefacto a conciencia. Tal vez tardara un tiempo antes de poder recuperar su poder. Tendría que esperar e intentarlo después de un tiempo, decidió.

Los ojos-de-zafiro artificiales que custodiaban la entrada no le habían engañado, entonces, al aconsejarle que buscara más profundamente. Lo habían dicho en el más literal de los sentidos. Tal vez todas las maravillas que contenía la ciudad de Vengiboneeza estuvieran ocultas en cavernas como ésa, debajo de los grandes edificios.

Entonces Hresh recordó el otro consejo de los ojos-de-zafiro: Indaga con lo que puede ayudarte a encontrar lo que buscas.

En aquel momento, el consejo no le había parecido muy sensato. Ahora, de pronto, comprendía el significado. Contuvo el aliento brutalmente mientras le recorría un sentimiento que era tanto temor como excitación.

¿Se estarían refiriendo al Barak Dayir? ¿A la Piedra de los Prodigios?

¿A ese talismán mágico que las generaciones de cronistas habían conservado oculto en el cofre sagrado? ¿Al instrumento que el mismo Thaggoran había manipulado con tanto temor y reverencia?

Valía la pena intentarlo, pensó Hresh.

Aunque muriera en el esfuerzo, valdría la pena, pues allí encontraría la respuesta a una serie de grandes preguntas. Si tenía que arriesgarlo todo para obtenerlo todo, que así fuera.

— Vamos — dijo —. Salgamos de aquí… si podemos.

— ¿Ya no vas a seguir manoseándolo más?

— Por hoy no — respondió Hresh —. Antes necesito hacer ciertas investigaciones. Creo que ahora sé cómo se pone en funcionamiento esta máquina, pero antes de intentarlo debo revisar las crónicas.

— ¿Qué viste?

— El Gran Mundo — respondió Hresh.

— ¿De veras?

— Por un instante. Sólo por un instante.

Haniman le observaba mudo de estupor, con la boca abierta.

— ¿Y cómo era?

Hresh se encogió de hombros.

— Más grandioso de lo que podrías siquiera imaginar — contestó en un tono grave y cansado.

— Cuéntamelo. Cuéntamelo.

— En otra ocasión.

Haniman permaneció en silencio. Al cabo de un rato dijo:

— Bueno, ¿qué harás ahora? ¿Qué necesitas saber para poner en funcionamiento la máquina?

— No te preocupes por eso. Ahora lo que necesitamos averiguar es cómo conseguir que esta losa negra suba y nos saque de este sitio.

En su avidez por explorar la caverna, no había considerado este problema. Bajar hasta allí había resultado de lo más sencillo. Pero ¿qué se suponía que debían hacer para salir? Hizo señas a Haniman y ambos saltaron sobre la piedra negra. Pero la losa siguió inmutable sobre el suelo de la caverna.

Hresh palmeó la piedra con la mano. No hubo respuesta. Tanteó los bordes para ver si había alguna palanca que la accionara, algo parecido a la manivela que abría la puerta del capullo tribal en los viejos tiempos. Nada.

— Tal vez haya otra forma de subir — sugirió Haniman —. Alguna escalera…

— Y tal vez si aleteáramos con fuerza podríamos salir volando — ironizó Hresh. Escudriñó la oscuridad. Quizás una palanca fija en la pared… ir hasta allí, accionarla, volver corriendo a la losa.

Pero no había tal palanca. Y ahora, ¿qué? ¿Orar a Yissou? El mismo Yissou no sabría cómo salir de la caverna. Ni se preocuparía por dos niños curiosos que se habían internado allí.

— No podemos permanecer todo el día aquí sentados — observó Haniman —. Bajemos y veamos si podemos hallar algún modo de controlar la piedra. O alguna salida. ¿Cómo sabes que no hay alguna escalera en cualquier parte?

Hresh se encogió de hombros. No costaba nada mirar. Comenzaron a inspeccionar la caverna en dirección opuesta a la que habían tomado antes, revisando al pie de los grupos de estatuas en busca de un mando, alguna puerta oculta, una escalinata, cualquier cosa.

De pronto se oyó un sonido quejumbroso, como una pesada vibración del suelo bajo sus pies. Se detuvieron y se miraron con sorpresa y temor. Percibieron en el aire un olor seco y polvoriento, como una mancha de óxido en aquella atmósfera acerada.

— ¿Comehielos? — preguntó Haniman —. ¿Estarán dirigiéndose hacia nosotros por debajo, como en el capullo?

— ¿Comehielos, aquí? — dudó Hresh —. No, no puede ser. Creo que sólo viven en las montañas. Pero es cierto, la tierra se está sacudiendo. Y…

Entonces percibieron un susurro como el que habían oído antes, y otro gruñido profundo. Entonces Hresh comprendió lo que estaba ocurriendo. No había ningún comehielos. Aquellos sonidos procedían de la máquina invisible que los había transportado hasta las profundidades.

— ¡La piedra! — aulló —. ¡Está subiendo sola!

Y, en efecto, había comenzado a ascender poco a poco. Corrió hacia ella con desesperación. Ya casi le llegaba a las rodillas cuando logró asirla por un borde y subir. Miró alrededor buscando a Haniman y lo vio corriendo de modo torpe y extraño, como si avanzara a través del agua. Era el mismo Haniman de antes, el niño desgarbado y rechoncho que había sido sustituido por ese otro. Tal vez la gordura de Haniman había desaparecido, pero resultaba evidente que esta nueva versión mejorada no sabía correr de prisa. Hresh se inclinó sobre el borde de la losa, gesticulando con furia.

— ¡Date prisa! ¡Está subiendo!

— ¡Lo estoy… intentando…! — resopló Haniman, con la cabeza baja y los brazos aleteando.

Pero cuando logró llegar hasta allí, la piedra ya casi había llegado a la altura de sus hombros, después de una eternidad. Hresh tendió las manos para cogerle por las muñecas. Sintió el calor de un dolor atroz, como si se le rompieran las articulaciones. Durante un instante creyó que el peso de Haniman le haría caer de la losa. De algún modo se adhirió a la piedra lustrosa y levantó el cuerpo de su compañero. En un movimiento terrible y extenuante, Hresh izó a Haniman hasta que éste pudo enganchar el mentón sobre el borde de la losa, tras lo cual la maniobra resultó más fácil. La piedra se elevaba hacia la cúpula de oscuridad que se extendía por encima de ellos. Ambos yacían tendidos uno junto al otro, jadeantes, temblorosos, exhaustos. Hresh jamás había sentido tanto dolor como el que le recorría los brazos, y que le hacía latir el cuerpo en tenaces temblores que nunca concluían. Sospechaba que aún tendría que pasar momentos peores antes de sanar.

La piedra subía más y más. Cuando reunió el valor suficiente, Hresh miró por encima del borde y sólo distinguió una vacía oscuridad a lo hondo. La luz ambarina debió de desaparecer cuando estaban a mitad de la ascensión. Por encima de ellos también reinaba la penumbra. Pero no tardaron en estar de nuevo en la torre con la estructura metálica, y una vez más la losa quedó inmóvil sobre el suelo desnudo de tierra.

Se incorporaron en silencio y en silencio retornaron a la tribu. Había caído la noche pesada, sin estrellas, misteriosa. Hresh no podía recordar otro momento de su vida en que se hubiera sentido tan cansado. Ni siquiera durante los peores días de la larga travesía. Pero en su mente habían quedado indelebles las brillantes imágenes que había visto en ese único momento del Gran Mundo viviente. Sabía que no tardaría en volver a la caverna que se extendía bajo la torre. No de inmediato, no, por muy tentado que estuviera de hacerlo. Primero debía hacer ciertos preparativos. Pero no transcurriría mucho tiempo…

Y esa vez llevaría consigo el Barak Dayir.


Al observar a Hresh y a Haniman durante los días posteriores, Taniane comprendió que durante la última expedición al centro de la ciudad debía haber ocurrido algo extraordinario. Habían vuelto con los ojos brillantes y el rostro transido de asombro. Hresh había ido directamente a ver a Koshmar, apartando a un lado a cualquiera que intentara dirigirle la palabra antes de que la encontrara, como si tuviera que informarla de algo urgente. Pero cuando Taniane le preguntó esa misma tarde qué había visto, frunció el ceño como si fuese un hjjk y dijo, casi con enfado:

— Nada. Nada en absoluto.

Tenía la sensación de que durante toda su vida se había limitado a tratar de que Hresh le dijera cosas, y que éste siempre la había mantenido a distancia. Sin embargo, sabía que eso no era del todo exacto. Durante los días en el capullo, ambos solían jugar juntos y entonces él le contaba muchas cosas, cosas divertidas, visiones que tenía del mundo exterior, sus sueños sobre la vida en las épocas antiguas, versiones de los cuentos que le relataba el viejo Thaggoran. Y con demasiada frecuencia, ella no comprendía de qué le hablaba Hresh, y eso cuando llegaba a sentir interés. ¿Por qué sentirlo? Si sólo era un niña entonces. Todos eran niños en esa época. Ella, Orbin, Haniman, Hresh. Pero Hresh siempre había sido extraño, se había mantenido aparte de todos los demás. Hresh, el de las preguntas.

Debe pensar que soy una tonta, pensó Taniane con desolación. Que soy vacía y simple.

Pero ya no era una niña. Se acercaba raudamente a la feminidad. Cuando se recorría el cuerpo con las manos, sentía cómo asomaban los brotes de sus senos. El pelaje estaba adquiriendo un tono más profundo, un matiz rico, lustroso, castaño oscuro con reflejos rojizos. Era tupido y terso como la seda. Se estaba transformando en una joven alta, casi tan alta como Boldirinthe o Sinistine, que ya eran mujeres maduras. Sin duda era más alta que Hresh, cuyo crecimiento parecía transcurrir más lentamente. Fue por entonces cuando Taniane comenzó a pensar que debía hallar un compañero.

Quería a Hresh. Siempre lo había querido. Aun cuando eran niños en el capullo, cuando saltaban de muro en muro durante sus juegos insolentes, cuando forcejeaban cogidos del brazo, cuando se propinaban puntapiés, cuando colgaban de las cavernas. Siempre había soñado con ser grande, con ser una mujer progenitora, con yacer tendida en la penumbra de las cámaras de apareamiento junto a Hresh. El era menudo, extraño, pero poseía una fuerza, una energía, una excitación que la hacía desearlo incluso antes de saber siquiera qué significaba el deseo.

Ahora había crecido, y seguía deseándolo. Pero él parecía tratarla con indiferencia, sin mostrar mucho interés. Estaba totalmente absorto en su tarea de cronista. Vivía en un reino aparte.

Y de todas formas los cronistas jamás formaban pareja. Aun cuando Hresh la amara como ella lo amaba, ¿qué posibilidades tenían de formar una pareja? No. Lo más probable es que tuviera que elegir otro compañero cuando le llegara la hora.

¿Orbin? Era corpulento y fuerte, y a pesar de su fuerza parecía gentil. Pero resultaba aburrido y lento de mollera. Se cansaría enseguida de él. Además, sin ninguna duda estaba interesado en la pequeña Bonlai, aunque ella era dos o tres años menor. Bonlai era la clase de chica sana y sin complicaciones que preferiría a alguien como Orbin. Y el paciente y sereno Orbin no tendría problemas, consideró Taniane, en aguardar a que Bonlai creciera.

Eso dejaba sólo a Haniman, el otro joven de su grupo. La idea de aparearse con Haniman le resultaba extraña. Poco tiempo atrás había sido una criatura torpe, lenta, rechoncha, siempre a la zaga del resto. Durante los días del capullo era imposible suponer que alguien quisiera aparearse con Haniman, o siquiera entrelazarse con él, o hacer nada a su lado. Pero en él había algo agradable, o al menos carente de peligros, que la había acercado a su compañía. Ahora había cambiado mucho. Seguía siendo algo lento y torpe. Siempre se le caían las cosas de las manos, pero era fuerte y había perdido las redondeces de la niñez. En él no había nada de fascinante, como en Hresh. Pero suponía que era aceptable. Y tal vez fuera la única opción que le quedaba.

Formaré pareja con Haniman, se dijo, tratando de ver sí la idea le resultaba agradable. Taniane y Haniman. Haniman y Taniane. ¡Vaya, los nombres tenían sonidos similares! Armonizaban. Taniane y Haniman. Haniman y Taniane.

Y sin embargo… Sin embargo…

No podía decidirse. Ser pareja de Haniman sólo porque no tenía opción… Haniman, el lento; Haniman, el rezagado; siempre el último en ser elegido para los juegos. Por mucho que hubiera cambiado, para ella siempre seguiría siendo el mismo Haniman. Un niño aceptable como amigo, pero no como compañero. No. No.

Acaso algún día conocieran a otra tribu, tal como Hresh siempre había predicho. Y en esa tribu quizás encontrara su compañero, puesto que no podía quedarse con Hresh.

O acaso renunciaría a formar pareja. Siempre cabía esta posibilidad. Torlyri no tenía pareja. Koshmar no tenía pareja. No era imprescindible aparearse. Koshmar era una líder magnífica, pensó Taniane, aunque a veces parecía extraviada, dura, de alma superficial.

En la vida de Koshmar no había sitio para un compañero: lo que más se acercaba a ello era la relación que mantenía con Torlyri, y se trataba de entrelazamiento, no de aparcamiento. Pero ella era la cabecilla. La costumbre indicaba que la cabecilla no copulaba. o acaso fuera una costumbre establecida por ley. Y en el caso de Koshmar, acatada por preferencia.

Era triste pensar que jamás tendría un compañero. Pero si ése era el precio por ser cabecilla, tal vez no fuera excesivo.

— ¿La cabecilla nunca tiene un compañero? — preguntó Taniane a Torlyri.

— Tal vez tiempo atrás las cosas fueron distintas — contestó Torlyri —. Podrías preguntárselo a Hresh. Pero sin duda yo nunca he oído hablar de una cabecilla que lo hubiese tenido.

— ¿Es la ley, o sólo una costumbre?

Torlyri sonrió.

— Hay muy poca diferencia. Pero ¿por qué lo preguntas? ¿Crees que Koshmar tendría que buscar un compañero?

— ¿Koshmar? — Taniane se echó a reír. La idea de que Koshmar tuviese un compañero le parecía absurda —. ¡No, desde luego que no!

— Bueno, eso has preguntado…

— Hablaba en sentido general. Ahora que tantas de nuestras costumbres han cambiado, me preguntaba si eso también sería distinto. Actualmente casi todos buscan pareja, no sólo los progenitores. Tal vez llegue la época en que también lo hagan las cabecillas.

— Es muy probable — respondió Torlyri — Pero no creo que sea el caso de Koshmar.

— ¿Te importaría que Koshmar encontrara un compañero?

— Somos compañeras de entrelazamiento. Si — ella se apareara, eso no cambiaría nada. o si lo hiciera yo. Al margen de esa circunstancia, el vínculo del entrelazamiento siempre permanece con toda su fuerza. Pero no sería propio de Koshmar entregarse a un hombre.

— No, desde luego. — Taniane hizo una pausa —. ¿Y tu, Torlyri?

Torlyri sonrió.

— Confieso que últimamente me he estado haciendo esa misma pregunta.

— La mujer de las ofrendas es otro miembro que por costumbre jamás se ha apareado, ¿me equivoco? Como la cabecilla. Como el cronista. Pero ahora todo cambia muy de prisa. La mujer de las ofrendas podría tener su compañero. E incluso el cronista.

Los ojos de Torlyri brillaban con tierna diversión.

— Incluso el cronista, sí, también él. Eso te agradaría, ¿verdad?

Taniane apartó la mirada.

— Hablaba en términos generales.

— Discúlpame. Creía que debías tener alguna razón en particular.

— No. ¡No! ¿Crees que aceptaría a Hresh, aunque me lo pidiera? Ese niño extraño, que mete las narices en sitios polvorientos todo el día, y que ya no dirige la palabra a nadie?

— Hresh es distinto, sí. Pero también lo eres tú, Taniane.

— ¿Yo? — preguntó, sorprendida —. ¿En qué?

— Lo eres. Eso es todo. En mi opinión escondes mas que lo que todos suponen.

— ¿Eso crees? ¿De verdad? — Consideró la idea. ¿Yo? ¿Distinta? Taniane se sintió henchida de vanidad. Sabía que resultaba pueril y tonto reaccionar con un placer tan evidente, pero nunca antes la habían alabado así, y que Torlyri le dijera eso ¡Torlyri!

Impulsivamente abrazó a la mujer. Se estrecharon con emoción durante un instante. Luego Taniane la soltó y se apartó.

— Oh, Torlyri, espero que encuentres el compañero que deseas, si ésa es la decisión que has tomado.

— ¡Oye, espera un momento! — exclamó Torlyri, riendo — ¿Cuándo he dicho que había tomado esa decisión? Sólo he dicho que empezaba a preguntarme si eso no sería lo mejor para mí. Nada más.

— Deberías encontrar un compañero — manifestó Taniane — Todos deberían hacerlo. También la cabecilla. No Koshmar, sino la próxima. También el cronista. En esta Nueva Primavera nadie tendría que quedar solo. ¿No opinas lo mismo, Torlyri? ¡Todo cambia! ¡Todo debe cambiar!

— Sí — comentó Torlyri —. Todo cambia.

Más tarde, Taniane se preguntó si no habría sido excesivamente abierta, demasiado ingenua. Lo que se le decía a Torlyri bien podía ir a parar a oídos de Koshmar. Y eso no le agradaba a Taniane.

Se encogió de hombros y se llevó las manos al cuerpo. Las deslizó por la cintura suave y firme, y por los pequeños senos turgentes que asomaban en su pelaje lustroso y rojizo. Su cuerpo crecía y dolía. Su mente bullía en una horda de preguntas sin respuesta. El tiempo las respondería todas, pensó. Ahora necesitaba aprender el arte de esperar.

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