2 — CONSEGUIRÁN VUESTRA PIEL

Thaggoran avanzaba con dificultad, conservando su posición detrás de Koshmar y Torlyri. La rodilla izquierda le palpitaba y sentía ambos tobillos rígidos. El viento helado le atravesaba el pelaje como si estuviera desnudo. El sol le encandilaba hasta dejarle los ojos pastosos y tumefactos. No había forma de esconderse de esa llamarada de luz furiosa e inmensa. Colmaba el cielo y reverberaba en cada roca, en cada retal de terreno.

Para un hombre de casi cincuenta años resultaba duro abandonar las mieles del capullo y abrirse paso por una tierra tan extraña y desolada. Pero esa misma extrañeza le empujaba a seguir, hora tras hora, día tras día. A pesar de todos sus conocimientos sobre las crónicas, jamás había imaginado que en el mundo pudiera haber semejantes colores, aromas y formas.

Aquí la tierra era árida y casi vacía: una vasta planicie yerma. La ausencia de vida resultaba desalentadora A su alrededor sólo veía rostros atemorizados. El pánico se había extendido entre el Pueblo. Sentían una atroz desnudez al haber salido del capullo, al estar tan lejos de ese sitio acogedor que los había albergado durante toda la vida. Pero Koshmar y Torlyri se afanaban por evitar que el pánico dominara a los viajeros. Thaggoran las veía ir y venir en ayuda de los que se dejaban apabullar por el miedo. Él no sentía temor por sí mismo, sino por la amenaza de la extenuación. Pero se obligaba a seguir, y sonreía valientemente cada vez que alguien le observaba.

El cielo se oscurecía cada vez más a medida que el día transcurría: de un celeste intenso a un tono más rico y profundo, y luego, cuando las sombras se reunieron, a un gris oscuro casi púrpura. No era lo que había esperado. Sabía por las crónicas que existían el día y la noche, pero había imaginado que ésta caería como un telón, apagando la luz de golpe. No había considerado que pudiese sobrevenir gradualmente a lo largo de las horas, ni que la luz del sol también cambiara, que se tornara más rojiza al transcurrir la tarde, o que el sol se convirtiera en una esfera voluminosa y carmesí pendiente sobre el horizonte cuando el cielo comenzaba a adquirir un tono ceniza.

Avanzada la tarde del primer día, mientras largas sombras púrpuras volvían a tenderse sobre la tierra, los viajeros que iban en cabeza se toparon con tres inmensas bestias de cuatro patas, de cuyos hocicos emergían, en dos grupos de tres, unos notables cuernos escarlata en forma de tenazas. Pacían con elegancia sobre una ladera, y se movían con gestos cautelosos, como si celebraran alguna danza formal. Pero apenas olieron a los humanos, levantaron la mirada con terror y huyeron alocadamente, partiendo de la planicie a velocidad inusitada.

— ¿Los has visto? — preguntó Koshmar — ¿Qué eran, Thaggoran?

— Bestias paciendo…

— ¡Pero, hombre, me refiero a los nombres! ¿Cómo se llaman esas criaturas?

Sondeó en su memoria. El Libro de las Bestias nada decía sobre criaturas de largas patas con tres pares de cuernos rojos sobre el hocico.

Deben de haber surgido durante el Largo Invierno — aventuró Thaggoran —. No son animales conocidos en el Gran Mundo.

— ¿Estás seguro de ello?

— Son criaturas desconocidas — insistió Thaggoran, que comenzaba a irritarse.

— En ese caso, debemos darles algún nombre — declaró Koshmar resueltamente — Debemos dar nombre a todo lo que veamos. ¿Quién sabe, Thaggoran? Tal vez seamos el único pueblo que existe. Una de nuestras tarea dar nombre a las cosas.

— Buena tarea — respondió Thaggoran, pensando en el dolor que afligía su rodilla izquierda.

— Entonces, ¿cómo hemos de llamarlos? Vamos, Thaggoran. ¡Danos un nombre con qué señalarlos!

Levantó la vista y vio a esos seres altos y gráciles, nítidamente recortados sobre la cresta de una colina distante, contra el cielo oscuro que atisbaban cuidadosamente a los viajeros.

— Bailacuernos — dijo sin vacilar —. Son bailacuernos, Koshmar.

— ¡Así sea! ¡Son bailacuernos!

La oscuridad se acentuó. Ahora el cielo casi era negro. Thaggoran, levantando la vista, descubrió ciertas aves de amplias alas volando al este de la penumbra. Pero viajaban tan alto que ni siquiera podía intentar identificarlas. Se quedó observándolas, imaginando que él mismo surcaba los cielos así, sin que hubiera nada más que aire por debajo de su cuerpo. Durante un instante la idea le extasió, para convertirse luego en una sensación de terror que le envolvió en náuseas y casi le arrojó de bruces. Aguardó a que pasara, respirando profundamente. Luego se acuclilló, hundió los nudillos contra la solidez de la tierra seca y arenosa, se inclinó hacia delante y apoyó todo el cuerpo contra el suelo. Le sostenía, tal como otrora había hecho el capullo. Eso le infundió ánimos. Al cabo de un rato se puso de pie y prosiguió.

En la creciente oscuridad comenzaron a emerger agudos puntos brillantes de luz ardiente. Hresh, acercándose desde atrás, quiso saber qué eran.

— Son las estrellas contestó Thaggoran.

— ¿Qué las hace tan brillantes? ¿Se están quemando? En ese caso, debe de ser un fuego muy frío…

— No — señaló Thaggoran —. Es un fuego ardoroso, un fuego flameante como el del sol. Son soles, Hresh. Como el gran sol que Yissou ha puesto en el cielo diurno para calentar el mundo.

— El sol es mucho más grande. Y mucho más cálido…

— Sólo porque está más cerca. Créeme, niño: lo que ves son globos de fuego que penden del cielo.

— Ah. Globos de fuego. Entonces, ¿están muy lejos?

— Tanto que al más fuerte de los guerreros le llevaría la vida entera llegar hasta la más cercana.

— Ah — caviló Hresh —. Ah. — Se quedó contemplándolas un largo rato. Los demás también se habían detenido para estudiar los brillantes puntos de luz que titilaban incipientes en el cielo. Thaggoran sintió un escalofrío, pero no de frío. Tenía ante él un cielo tapizado de soles, y sabía que alrededor de esos soles había otros mundos. Sintió el impulso de postrarse en el suelo, como para admitir su pequeñez y la grandeza de los dioses que habían enviado al Pueblo a ese mundo inmenso, a ese mundo que sólo era un grano de arena en la vastedad del universo.

— Mira — dijo alguien —. ¿Qué es eso?

— ¡Dioses! — exclamó Harruel —. ¡Una espada en los cielos…!

Y sí, ahora se veía algo nuevo: un cuerno de luz blanca y resplandeciente, una cuña de hielo que se asomaba por encima de las distantes montañas. A su alrededor, la tribu se prosternaba, murmurando, ofreciendo desesperadas plegarias a ese cuerpo inmenso y mudo que flotaba por encima de ellos con un gélido fulgor blancoazulado.

— La luna — profirió Thaggoran —. ¡Es la luna!

— La luna es redonda como una pelota. Así nos lo has dicho siempre — acotó Boldirinthe.

— Es cambiante — indicó Thaggoran —. A veces aparece así, y a veces se ve más llena.

— ¡Mueri! Siento sobre la piel la luz de la luna — aulló uno de los hombres —. ¿Me helará, Thaggoran? ¿Qué he de hacer? ¡Mueri! ¡Friit! ¡Yissou!

— No hay nada que temer — dijo Thaggoran. Pero él también temblaba. Hay tantas cosas extrañas aquí, pensaba. Estamos en otro mundo. Estamos desnudos bajo estas estrellas y esta luna, y no sabemos nada. Ni siquiera yo. Ni siquiera yo. Todo es tan nuevo, todo causa temor…

Se acercó a Koshmar.

— Deberíamos acampar ahora — aconsejó —. Ya está muy oscuro para proseguir. Y montar el campamento nos dará algo que hacer mientras la noche avanza.

— ¿Qué sucederá durante la noche? — preguntó Koshmar.

Thaggoran se encogió de hombros.

— Durante la noche vendrá el sueño. Y luego llegará la mañana.

— ¿Cuándo?

— Cuando acabe la noche — replicó.

Esa primera noche hicieron alto en una depresión, junto a un débil arroyo sinuoso. Tal como había previsto Thaggoran, la labor de detenerse, desembalar y hacer el fuego distrajo a la tribu de sus temores. Pero no bien se hubieron acomodado, de los bajos montículos cercanos aparecieron a modo de escuadrón unos insectos de color claro y con muchas articulaciones, largos como la pierna de un hombre, con enormes ojos saltones y amarillos, y patas de aspecto fornido rematadas en desagradables garras. Al parecer, las criaturas eran atraídas por la luz, o tal vez por la tibieza del fuego. Horrendos y feroces, con mandíbulas rojas y brillantes, emitían un espantoso sonido. Algunas de las mujeres y los niños salieron despavoridos al verlos, pero Koshmar se acercó sin miedo a uno de ellos y lo abatió con un sablazo rápido y despectivo. El insecto agitó sus dos mitades contra el suelo unos momentos, antes de quedar inmóvil. Los demás, al ver el destino de su compañero, retrocedieron a distancia prudencial y allí se quedaron, observándoles lúgubremente. No tardaron en volver a sus madrigueras, tras lo cual no se los volvió a ver.

— Son garrasverdes — informó Thaggoran, inventando raudamente un nombre antes de que Koshmar le interrogara. Le incomodaba no saber los nombres de las dos primeras criaturas que habían encontrado en la Partida. Pero el Libro de las Bestias tampoco hacía mención de éstas, no le cabía duda.

Esa noche, Koshmar asó al fuego el garrasverdes, y ella, Harruel y algunos de los más valientes probaron la carne. Según comunicaron, no sabía a nada en especial. Aun así, algunos pidieron una segunda ración. Thaggotan declinó su parte con cauteloso agradecimiento.

Durante la noche tuvieron otro encuentro. Esta vez se trató de unas criaturas diminutas y redondas, no mayores que la yema de un pulgar, que se movían dando unos inmensos saltos lunáticos a pesar de que no se les veía patas por ninguna parte. Cuando se posaban sobre alguien, se incrustaban de inmediato, socavando el pelaje, e hincaban los minúsculos dientes en la carne dejando una sensación de ardor como el carbón en brasa.

Aquí Y allá se escuchaban por el campamento estallidos de ira y de dolor, hasta que finalmente todos terminaron por despertar, y el Pueblo se congrego en círculo. Cada uno se dedicó a hurgar entre el pelaje del otro, y a atrapar entre el índice y el pulgar a las alimañas. Arrancarlas de la piel costó no pocos esfuerzos. Thaggoran les dio el nombre de cardofuegos. Con el alba desaparecieron.

La pálida luz de la mañana despertó a Thaggoran de su sueño inquieto. Tenía la sensación de no haber dormido apenas, pero así y todo podía recordar algunos sueños: visiones de rostros suspendidos en el aire, una mujer con siete espantosos ojos rojos, y una tierra donde los dientes brotaban del suelo. Le dolía todo el cuerpo. El sol, pequeño, duro y hostil, yacía como una fruta sin madurar sobre una raída hilera de colinas hacia el este. Descubrió a Torlyri a la distancia. Hacía sus ofrendas matinales.

Casi ninguno habló mientras recogieron el equipaje para seguir la marcha. Dondequiera que mirase, Thaggoran veía rostros desolados. Todos parecían luchar ostensiblemente contra el frío, contra la fatiga de la jornada anterior, contra la molestia de los cardofuegos que les habían estropeados el sueño, contra lo extraño del paisaje. La opresiva amplitud de la vista constituía un problema para muchos; Thaggoran veía cómo se llevaban las manos al rostro como si quisieran crear un capullo privado que los contuviera.

Su propio ánimo se dejaba abatir por el terreno árido y el clima inclemente y hostil. ¿Sería realmente la Nueva Primavera? ¿O se habrían marchado demasiado pronto hacia un invierno inhabitable y una muerte segura? Acaso estuviesen escribiendo el Libro del Aciago Amanecer, o el Libro del Frío Despertar una vez más.

Las piedraluces no le habían dado una respuesta clara. Su intento de adivinación había terminado en ambigüedades e incertidumbres, como solía ocurrir. «Debéis proseguir» habían dicho las piedras, pero eso era algo que Thaggoran ya sabía: ¿acaso no tenían a los comehielos prácticamente encima? Y, sin embargo las piedras no habían dicho que fuera el tiempo propicio, ni le aseguraron que llegarían a buen término.

Se separó del resto de la tribu y escribió un rato en las crónicas. Hresh se le acercó mientras se inclinaba junto al cofre con el libro en las manos. Pero esta vez permaneció en silencio, como si temiera interrumpir. Cuando Thaggoran terminó, levantó la vista y le dijo:

— ¿Y bien, niño? ¿Te gustaría escribir algo sobre estas páginas?

Hresh sonrió.

— Si pudiera…

— Sé que sabes escribir.

— Pero no en las crónicas, Thaggoran. No osaría tocar las crónicas.

— Qué respetuoso pareces, hijo… — dijo Thaggoran, sonriendo.

— ¿Lo crees?

— Pero no me engañas.

— No — dijo Hresh —. No quisiera estropear las crónicas intentando escribir sobre ellas. Podría escribir tonterías, y luego durante todos los años verían lo que he escrito, y dirían: «Hresh, el tonto, escribió esas sandeces allí.» Sin embargo, sí me gustaría poder leer las crónicas.

— Todas las semanas las leo al Pueblo.

— Sí. Sí, ya lo sé. Quiero leerlas por mí mismo. Todo, hasta los libros más antiguos. Quiero saber, más sobre cómo fue construido el capullo, y quién lo hizo.

— Lord Fanigole construyó nuestro capullo con Balilirion y Lady Theel. Eso ya lo sabes.

— Sí. Pero ¿quiénes fueron? Sólo son nombres.

— Fueron nuestros ancestros — respondió Thaggotan —. Grandes personajes.

— ¿Fueron ojos-de-zafiro, verdad?

Thaggoran miró a Hresh extrañado.

— ¿Por qué dices eso? Sabes que todos los ojos-de-zafiro murieron cuando comenzó el Largo Invierno. Lord Fanigole, Balilirion y Lady Theel fueron gente como nosotros. Es decir, seres humanos: todos los textos coinciden en eso. Esos tres fueron los héroes supremos. Cuando llegó el pánico, cuando comenzó el frío mortal, ellos conservaron la calma y nos condujeron a resguardo. — Palmeó el cofre de las crónicas —. Aquí, en estos libros, está todo escrito.

— Me gustaría poder leer esos libros algún día — repitió Hresh.

— Creo que tendrás esa oportunidad — dijo Thaggoran.

Jirones de niebla gris se acercaron hacia ellos. Thaggoran comenzó a empaquetar los objetos sagrados. Tenía los dedos adormecidos de frío, y las manos se movían torpemente sobre los cerrojos y sellos del cofre. Al cabo de un rato, hizo un gesto impaciente a Hresh como pidiendo ayuda. Le mostró al niño lo que debía hacer. Juntos cerraron el cofrecillo, y luego Thaggoran posó las manos sobre la tapa, como si el contenido pudiera entibiarlas.

— ¿Volveremos alguna vez al capullo, Thaggoran? — preguntó Hresh.

Thaggoran le miró de nuevo con aire intrigado.

— Hemos abandonado el capullo para siempre, niño. Debemos proseguir hasta que encontremos lo que debemos hallar.

— ¿Y eso qué es?

— Los elementos que debemos poseer para gobernar el mundo — replicó Thaggoran —. Tal como está escrito en el Libro del Camino. Esas cosas nos esperan en las ruinas del Gran Mundo.

— Pero ¿y si en realidad no se trata de la Nueva Primavera? ¡Mira qué frío hace! ¿No te has preguntado sí nos hemos equivocado y salido demasiado pronto?

— Jamás — repuso Thaggoran —, No cabe la menor duda. Todas las profecías son favorables.

— Pero hace mucho frío… — insistió Hresh.

— Así es. Mucho frío. ¿Pero ves el modo en que la noche se cierne gradualmente sobre el día, y en que el día gradualmente se apodera de la noche? Así ocurre con la Nueva Primavera, hijo. Una primavera no llega con un solo estallido de calor. Sobreviene poco a poco, momento a momento. — Thaggoran se estremeció y se abrazó él mismo. La humedad le calaba los huesos —, ven, Hresh. Ayúdame con este cofrecillo, y unámonos al resto.

Le preocupaba que Hresh albergara dudas sobre la prudencia de la travesía: a menudo en las palabras del pequeño se escondía una aguda perspicacia. Las prevenciones de Hresh concordaban con las del propio Thaggoran. Pensaba que Koshmar bien podía haberse apresurado a señalar el tiempo de la Partida. En realidad, el Sueñasueños no había dicho que fuese el momento, ¿no? Sólo había pronunciado unas pocas palabras. Koshmar había terminado la frase en su lugar. Había puesto las palabras en boca del Sueñasueños… la misma Torlyri la había acusado de ello. Pero nadie se atrevía a oponerse a Koshmar. Thaggoran advertía que durante mucho tiempo Koshmar había albergado la determinación de ser la cabecilla que llevara a cabo la Partida.

Pero, además, estaban los comehielos: no sólo constituían una profecía de primavera, sino una amenaza inmediata para el capullo. Aun así, ¿no habría sido mejor buscar refugio en algún otro lado y aguardar tiempos más cálidos, en lugar de lanzarse por tierras inhóspitas e intransitables?

Demasiado tarde. Demasiado tarde. La marcha se había iniciado, y Thaggoran sabía que no concluiría hasta que Koshmar alcanzara la gloria siempre anhelada, fuera cual fuere. O hasta que todos murieran. Que así sea, se dijo Thaggoran. Como de costumbre, sucedería lo que debiese suceder.


El segundo día fue duro y difícil. A mediodía se abatieron sobre ellos unas furiosas bandadas de criaturas aladas con espectrales ojos blancos e iracundos picos sedientos de sangre. Delim sufrió una herida en el brazo, y el joven guerrero Praheurt dos cortes en la espalda. El Pueblo las ahuyentó con gritos, piedras y teas, pero fue una labor pesada ya que volvían una y otra vez, así que hubo horas enteras sin sosiego. Thaggoran las llamó avesangres. Más tarde aparecieron otras aún más repugnantes, con alas negras como de cuero, garras salvajes y ganchudas, y cuerpos pequeños y carnosos cubiertos de una crin verde y nauseabunda. Por la noche regresaron los cardofuegos en multitud enloquecedora. Para mantener la presencia de ánimo, Koshmar ordenó a todos que cantaran, y así lo hicieron, pero en la entonación no hubo alegría. En lo más oscuro de la noche cayó una cellisca, fría y dura, y el aguanieve les atizó la piel como rocío de brasas encendidas. Torlyri, finalizadas las ofrendas de la mañana, recorrió las filas del Pueblo, brindando el alivio de su calidez y ternura.

— Esto es lo peor — les decía —. Pronto vendrán tiempos mejores.

Prosiguieron.


Al tercer día, mientras descendían por una serie de colinas achaparradas, grises y desnudas que se abrían en un estrecho prado verde, Torlyri, la del ojo certero, atisbó una extraña figura solitaria en la lejanía. Parecía dirigirse hacia ellos. Se volvió hacia Thaggoran y le pregunto:

— ¿Ves aquello, anciano? ¿Qué crees que es? ¡Sin duda, no es humano!

Thaggoran aguzó la vista. Sus ojos no eran tan penetrantes como los de Torlyri, pero su segunda vista era la más poderosa de la tribu y le mostró claramente unas bandas amarillas y negras sobre el largo y brillante cuerpo de la criatura, un pico agresivo, grandes ojos chispeantes de un tono negro azulado, unas profundas hendiduras que separaban la cabeza del tórax y el tórax del abdomen.

— No, no es humano — musitó, conmovido hasta lo hondo de su alma —. ¿Acaso no reconoces a un hjjk cuando estás ante él?

— ¡Un hjjk! — exclamó Torlyri, azorada.

Thaggoran dio la vuelta, tratando de ocultar su temblor. Sentía como si estuviera en mitad de un sueño extraordinariamente vívido. Apenas podía creer que la criatura que cruzaba el prado fuera un hjjk, un hjjk vivo y auténtico.

Era como si el libro de las crónicas saltara del cofre y cobrara vida, como si las figuras del Gran Mundo Perdido emergieran y danzaran ante él. Para él, los hjjks siempre habían sido un mero nombre, un concepto, algo seco, antiguo y abstracto, un elemento remoto de un pasado desvanecido. Koshmar era real, Torlyri era real, Harruel era real, estas tierras heladas y yermas eran reales. Pero lo que decían las crónicas eran sólo palabras, aunque eso que se les acercaba ahora no era ninguna palabra.

Y, sin embargo, a Thaggoran no le sorprendió que los hjjks hubiesen sobrevivido también al invierno, tal como las crónicas habían predicho. Era de esperar que los hjjks subsistieran a los tiempos. Eran supervivientes innatos. En los días del Gran Mundo, ellos habían sido uno de los Seis Pueblos: eran seres-insecto, austeros y sin sangre. Thaggoran no había leído nada agradable sobre ellos. Aun a esa distancia, percibía las emanaciones de hjjk, secas y frías como la tierra que surcaban… indiferentes, remotas.

Koshmar se acercó. Ella también había visto al hjjk.

— Tenemos que hablar con él. Debe de saber cosas útiles sobre lo que nos espera en adelante. ¿Crees que podrás hacerlo hablar?

— ¿Tienes alguna razón para dudar de ello? — preguntó Thaggoran de mal humor.

— Cansado, anciano? — sonrió Koshmar.

— No seré el primero en caer — atajó en tono hosco.

Ahora cruzaban un terreno reseco: el suelo era arenoso y la superficie crujía bajo los pies, como si nadie hubiese caminado por allí durante millares de años. Aquí y allí asomaban matas ralas de hierba reseca verde azulada. Eran pastos gruesos y angulares, que emitían un brillo vidrioso. El día anterior Konya había intentado arrancar un puñado y lo tuvo que soltar maldiciendo, con los dedos sangrando.

Durante toda la tarde, mientras descendían la última de las colinas en grupo, distinguieron la estólida figura del hjjk que avanzaba en dirección a ellos. Los alcanzó justo antes del atardecer, en cuanto hubieron llegado al extremo oriental del prado. Ellos eran sesenta y él sólo uno, pero aun así se detuvo y los aguardó con el par de brazos centrales cruzado sobre el tórax, sin mostrar temor.

Thaggoran lo miró fijamente. El corazón le saltaba en el pecho, tenía la garganta seca de excitación. Ni siquiera la misma Partida había causado sobre él tanto impacto como la proximidad de esta criatura.

Mucho tiempo atrás, en los gloriosos días del Gran Mundo, antes de la llegada de las estrellas muertas, estos seres-insectos habían construido vastas ciudades colmenas sobre las tierras que eran demasiado secas para los humanos y los vegetales, demasiado frías para los ojos-de-zafiro, o demasiado húmedas para los mecánicos. Si nadie reclamaba un territorio, los hijks lo tomaban, y una vez que lo hacían ya no renunciaban a él. Sin embargo, los cronistas del Gran Mundo no los habían considerado los amos de la Tierra, a pesar de su resistencia y adaptabilidad. El pueblo dominante eran los ojos-de-zafiro. Así estaba escrito. Los ojos-de-zafiro eran los reyes; después de ellos venían los demás, incluidos los humanos, que en épocas aún más pretéritas habían sido también los amos. Y volverían a serlo, ahora, tras la Partida. Pero, Thaggoran lo sabía, los ojos-de-zafiro no podían haber subsistido al invierno, y los humanos habían huido. ¿Habría convertido esta ausencia a los hjjks en los amos?

Bajo la luz vacilante, como sí estuviese tallado en piedra pulida. Desde un extremo a otro, en el largo cuerpo lucía bandas amarillas y negras. Era esbelto y alto, más alto incluso que Harruel, y su rostro angular y duro, con un pico incisivo, se parecía mucho a la Máscara de Lirridon que Koshmar había escogido para el día de la Partida desde el capullo. Sus ojos, enormes y de múltiples facetas, brillaban como oscuras piedraluces. Debajo de ellos se mecían, a ambos lados de la cabeza, las espirales segmentadas de los tubos de respiración, de un vivo color naranja.

El hjjk les observó en silencio hasta que se acercaron.

Luego dijo con tono sorpresivamente falto de toda curiosidad.

— ¿A dónde vais? Es poco inteligente permanecer aquí. Aquí hallaréis la muerte.

— No — dijo Koshmar —. El invierno ha terminado.

— No importa, moriréis. — La voz del hjjk era un zumbido raspón. Pero al Cabo de un rato, Thaggoran advirtió que no era un sonido producido con la voz. Hablaba al interior de sus mentes; se comunicaba con su segunda vista, por así decirlo — Más allá, en el valle, os aguarda la muerte. Seguir y comprobaréis que no miento.

Y sin añadir nada más, comenzó a pasar por entre ellos, como si hubiera concedido a la tribu todo el tiempo que merecían.

— Aguarda, aguarda — dijo Koshmar, interceptándole el paso —. Dinos qué peligros nos esperan en adelante, hjjk.

— Ya los veréis.

— Dínoslo ahora, o no seguirás tu viaje en esta vida.

Fríamente, el hjjk replicó:

— En este valle se reúnen los zorros-rata. Conseguirán vuestra piel, ya que vosotros sois carnosos, y el hambre que ellos sienten es voraz. Déjame pasar.

— Aguarda un poco más — exigió Koshmar —. Dime, ¿has visto otros humanos al cruzar el valle? ¿Tribus como la nuestra, que emergen de sus capullos ahora que la primavera ha empezado?

El hjjk emitió un sonido monótono que bien podía ser de impaciencia. Era la primera muestra de emoción que revelaba.

— ¿Por qué iba a ver humanos? — preguntó el ser — insecto —. Este valle no es sitio apropiado para encontrar humanos…

— ¿No has visto ninguno? ¿Ni siquiera unos pocos?

— Tus palabras carecen de toda lógica y sentido — señaló el hjjk —. No tengo tiempo que perder con estos desvaríos. De nuevo te pido que me dejes pasar.

Thaggoran advirtió un olor extraño, inesperadamente dulzón y acre. Vio que del abdomen del hjjk comenzaban a aparecer pequeñas gotas de una secreción pardusca.

— Deberíamos dejarlo ir — indicó suavemente a Koshmar — No nos dirá más. Y podría ser peligroso…

Koshmar posó la mano sobre la espada. Harruel, a su lado, tomó el gesto como una indicación y empuñó la suya, pasando la mano por el fuste.

— ¿Quieres que acabe con él? — murmuró Harruel —. Lo partiré en dos. ¿Quieres, Koshmar?

No — respondió —. Sería un error. — Caminó lentamente alrededor del hjjk, quien al parecer no se inmutó ante el curso de la conversación — Por última vez — insistió Koshmar — Dime: ¿no hay tribus humanas en esta región? Nos daría gran alegría encontrarlas. Hemos salido para iniciar el mundo de nuevo, y buscamos a nuestros hermanos y hermanas.

— No iniciaréis nada de nuevo, ya que los zorros-rata os diezmarán dentro de una hora — replicó el hjjk imperturbable —. Sois tontos. No hay humanos, mujer-de-carne.

— Lo que dices es absurdo. En este mismo momento tienes ante ti seres humanos.

— Hay tontos ante mí — replicó el hjjk —. Ahora, dejadme seguir mi camino o lo lamentaréis.

Harruel alzó la espada. Koshmar sacudió la cabeza.

— Déjalo ir. Ahorra las energías para los zorros-rata.

Con hondo pesar, Thaggoran lo observó mientras se alejaba hacia las colinas de donde provenían ellos. Deseaba sentarse con la extraña criatura y hablar de épocas remotas. ¡Dime qué sabes del Gran Mundo!, le habría pedido Thaggoran. Yo te revelaré todos mis conocimientos. Hablemos de las ciudades de Thisthisima y Glorm, y de la Montaña de Cristal, y de la Torre de Estrellas, y del Árbol de la Vida, y de todas esas glorias pasadas, de tu raza y de la mía, de esos elegantes ojos-de-zafiro que gobernaron el mundo, y también de los otros pueblos. Hablemos de la lluvia de estrellas de la muerte, cuyas grandes colas trazaban en el cielo una estela flameante, y del estruendo que causaba su impacto sobre la Tierra, y de las nubes de humo y fuego que se elevaban cuando caían, y de los vientos, y las lluvias negras, y del frío que asoló mares y tierras cuando el sol se fue oscureciendo bajo el polvo y el hollín. Podríamos hablar del ocaso de las razas, pensaba Thaggoran… de la muerte del Gran Mundo, que nunca más podrá reconstruirse.

Pero el hjjk ya casi se había perdido de vista, más allá de las crestas de las colinas orientales.

Thaggoran se encogió de hombros. Era pueril pensar que un hjjk interviniera en ese cortés intercambio de conocimientos. Por lo que Thaggoran sabía, en la época del Gran Mundo se decía que estos seres carecían de sentimientos, que desconocían la amistad, el amor o la gentileza, que, en realidad, no tenían almas. En este sentido, el Largo Invierno no parecía haberles causado gran mejoría.


Días más tarde, tras avanzar hacia el oeste, la tribu acampó una tarde en lo que parecía ser el lecho de un lago seco, hundido por debajo del valle. jóvenes o viejos, todos tenían tareas que realizar. A algunos les encargaron ir a buscar hierba seca y ramas para el fuego principal. Otros partieron en busca de hierbas verdes para encender el fuego ahumado que, según habían aprendido, ahuyentaba a los cardofuegos. Otros llevaron a pacer al ganado, y algunos se unieron a Torlyri en sus cánticos para mantener alejadas las amenazas nocturnas.

A Hresh y Haniman se les había adjudicado la labor de recoger yesca. Esto ofendía a Hresh. Le molestaba comprobar que le asignaban la misma tarea que al inútil gordinflón de Haniman. Envidiaba a Orbin, a quien habían enviado junto a los hombres para arriar el ganado. Desde luego, Orbin era muy fuerte para su edad. Pero con todo, resultaba humillante que le pusieran de ese modo a la misma altura que Haniman. Hresh se preguntó si Koshmar le consideraba en tan poco.

— ¿Dónde hemos de buscar? — preguntó Haniman.

— Ve por donde quieras — replicó Hresh de mal humor —, mientras no te cruces en mi camino.

— ¿No trabajaremos juntos?

— Haz tu tarea, que yo haré la mía. Pero manténte fuera de mi vista, ¿comprendes?

— Hresh…

— Vamos. Muévete. No quiero verte.

Durante un instante, los pequeños ojos redondos de Haniman revelaron un cierto destello de ira. Hresh se preguntó si estaría dispuesto a pelear con él. Haniman era lento y torpe, pero pesaba casi el doble que Hresh. Le bastaría con sentarse sobre mí, pensó el pequeño. Pero que lo intente. Que lo intente y veremos…

Si Haniman había sentido un momento de ira, ésta ya había desaparecido. Haniman no era belicoso. Miró a Hresh con ojos de reproche y se fue solo, dando punta pies al suelo. Con su pequeña cesta de mimbre, Hresh se encaminó al territorio que lindaba con el campamento al norte y al oeste, y comenzó a buscar todo lo que tuviera aspecto de prender fuego. Al parecer, no había mucho.

Se alejó un poco más. Seguía siendo una zona desértica. Se alejó más aún.

La noche se cernía con rapidez. Grandes jirones raídos de un tono violento, de un generoso púrpura, de un iracundo escarlata palpitante y de un sombrío amarillo intenso proporcionaban al cielo occidental un aspecto espléndido y pavoroso. Detrás de él, todo se había sumido ya en la negrura: era una oscuridad magnífica que todo lo devoraba, y que apenas se atrevía a romper la llamarada tenue y vacilante del fogón en la distancia.

Hresh se alejó un poco más aún, reptando cautelosamente alrededor de un amplio lomo de roca. Sabía que estaba cometiendo una osadía. Ya se había apartado mucho del campamento. Demasiado tal vez. Desde allí ya casi no oía el sonido de los cánticos, y cuando volvió la cabeza no vio a ninguno de sus compañeros de la tribu.

Pero con todo, siguió avanzando por ese dominio frío y misterioso, sin muros ni túneles, donde el cielo oscuro formaba una cúpula sobrecogedora que escapaba a toda comprensión, extendiéndola hacia las distantes estrellas que pendían de la techumbre del universo.

Tenía que verlo todo. Si no, ¿cómo podría entender lo que era el mundo?

Y verlo todo por fuerza significaba exponerse a ciertos peligros. Después de todo, él era Hresh, el de las preguntas, y como tal le era propio buscar respuestas, sin considerar el riesgo. Entendía que el poseer un alma inquieta como la suya representaba un gran mérito. Los demás todavía no se habían dado cuenta, porque era sólo un niño. Pero algún día lo sabrían. Se lo juró a sí mismo.

A lo lejos, creyó percibir voces que el viento arrastraba hacia él. Sintió una oleada de excitación. ¿Y si encontrara otro campamento, otra tribu allí delante?

Aquel pensamiento le produjo vértigo. El viejo Thaggoran sostenía que existían otras tribus, que en todo el mundo había otros capullos como el de ellos. Y Thaggoran lo sabía todo, o casi todo. Pero nadie, ni siquiera Thaggoran, tenía forma de saberlo a ciencia cierta.

Hresh quería creer que así era: docenas o cientos de pequeñas tribus, cada una en su propio capullo, aguardando una generación tras otra a que llegara el momento de la Partida. Y, sin embargo, excepto en las crónicas, no había evidencia de que semejante situación fuera real. Sin duda, nunca habían trabado contacto con otra tribu, al menos no desde la época del Largo Invierno. ¿Cómo pudo haberlo, si nadie abandonaba el capullo natal?

Pero ahora el pueblo de Koshmar se abría camino por el mundo exterior. Allí bien podía haber otras tribus. Para Hresh era una idea fantástica. Durante sus ocho años de vida, sólo había conocido al mismo grupo de sesenta personas. De vez en cuando se permitía un nacimiento, cuando algún miembro llegaba a la edad límite y se le expulsaba del capullo para que acabara sus días fuera. Pero de no ser por eso, siempre había las mismas personas: Koshmar, Torlyri, Harruel, Taniane, Minbain, Orbin y los demás. La idea de toparse con un grupo de gente distinta era inusitada.

Hresh trató de imaginar qué aspecto tendrían: Tal vez tuviesen los ojos amarillos, o la piel verde. Acaso hubiera hombres más altos que Harruel. Tal vez su cabecilla no fuera una mujer, sino un niño. ¿Por qué no? Sería una tribu distinta, ¿verdad? Todo lo harían de otro modo. En lugar de un anciano de la tribu tendrían tres ancianas, que llevarían las crónicas sobre brillantes hojas de vidriopapel, y que hablarían al unísono. Hresh se echó a reír. Tendrían nombres distintos de los nuestros. Se llamarían, por ejemplo, Migg-wungus, y Kik-kik-kik y Pinnipoppim. Nombres que nadie en la tribu de Koshmar había oído jamás. ¡Otra tribu! ¡Increíble!

Hresh se movía con menos cautela. En su afán por encontrar de dónde provenían esas voces, dio un paso en falso y cayó en la densa oscuridad.

¡Otra tribu, sí! Ahora distinguía mejor las voces.

Los imaginó sentados en torno de un fuego humeante, justo al otro lado de ese cúmulo de rocas. Se imagino avanzando resueltamente hacia ellos.

— Soy Hresh, del capullo de Koshmar — diría —, y mi gente está por allí. ¡Tenemos el propósito de comenzar el mundo desde el principio, ya que ésta es la Gran Primavera!

Y ellos le abrazarían, y le darían de beber vino de uvas de terciopelo, y le dirían:

— Nosotros también queremos comenzar el mundo otra vez. ¡Llévanos ante tu cabecilla!

Y él regresaría corriendo al campamento, riendo y gritando, exclamando que había encontrado a otros seres humanos, a una tribu entera de hombres y mujeres, de niños y niñas, con nombres como Migg-wungus, y Kik-kik-kik, y…

Se detuvo de pronto, la nariz le aleteaba. Tenía el órgano sensitivo erecto y vibrante. Algo andaba mal.

En la quietud de la noche percibió los sonidos de otra tribu. Esta vez con suma claridad. Eran sonidos muy extraños. Un chillido muy agudo mezclado con un grueso resoplar… un sonido peculiar… un sonido desagradable…

No eran sonidos de otra tribu. No.

No eran sonidos humanos:

Hresh lanzó su segunda vista tal como le había enseñado Thaggoran. Durante un instante, todo fue confuso y borroso. Pero luego — afinó la percepción con mayor claridad y el entorno adquirió nitidez. Al otro lado de las rocas había una docena de criaturas. Tenían el tamaño de un hombre, pero se movían a gatas, y los miembros tenían un aspecto veloz y poderoso. Los ojos, rojos y encendidos, eran pequeños, brillantes y feroces, y tenían largos dientes afilados que emergían de los hocicos puntiagudos como dagas. Tenían el cuerpo cubierto de tupido vello gris, y los órganos sensitivos se sacudían en sus espaldas como lagos látigos delgados, rosados y casi sin pelo.

No. No eran humanos. En absoluto.

Se movían en círculo, y daban vueltas de modo vacilante y furtivo. De vez en cuando se detenían para olisquear el aire. Hresh no comprendía el lenguaje en que hablaban, pero el significado de las palabras se recortó con toda claridad ante su segunda vista:

— Carne… carne… carne… comer… comer… comer… comer carne…

El hjjk había dicho que en el valle se congregaban los zorros-rata. Os quitarán el pellejo, porque vosotros sois de carne y ellos están muy hambrientos. Koshmar no se había mostrado muy alarmada al oírlo. Tal vez creía que el hjjk mentía; tal vez pensaba que los zorros-rata no existían. Pero, ¿qué otras criaturas podían ser aquellos seres resoplantes de largos dientes y ojos rojos, sino los zorros-rata de los que el hjjk había querido prevenirlos?

Hresh dio medía vuelta y echó a correr.

Corrió desesperadamente, rodeando agudos colmillos de roca, dejando atrás lomos arenosos, internándose en el lecho seco del lago… arañando en la oscuridad, perdiendo en la premura su cesta de yesca, luchando por llegar al campamento de la tribu. Le asaltó la cualidad ignota de la oscuridad. Algo grande, con alas y ojos saltones de color amarillo verdoso, zumbó alrededor de su cabeza. Lo apartó de un manotazo y siguió corriendo. Cien pasos más allá, ante él se irguió otro ser parecido a tres largas cuerdas negras paralelas, que se enroscaba y mecía bajo la fría y pálida luz de las estrellas. Hresh salió disparado hacia un lado y no volvió la vista atrás.

Sin aliento, jadeante, se abalanzó sobre el campamento.

— ¡Los zorros-rata! — gritó, señalando hacia la noche —. ¡Los zorros-rata! ¡Los he visto! — Y corrió tropezando, exhausto, casi hasta los mismos pies de Koshmar.

Temía que no le creyesen. Él era sólo el salvaje Hresh, Hresh, el de las preguntas, Hresh, el de los, problemas, ¿no era así? Pero por una vez le prestaron atención.

— ¿Dónde estaban? — le preguntó Koshmar, imperiosa — ¿Cuántos? ¿De qué tamaño?

Harruel comenzó a entregar espadas a todos excepto a los niños más pequeños. Thaggoran, acuclillado ante el fuego, apuntó su órgano sensitivo hacia el lago seco para captar las emanaciones de los zorros-rata.

— Se acercan! — gritó el anciano —. ¡Los percibo, se dirigen hacia aquí!

Koshmar, Torlyri y Harruel, espadas en mano tomaron posiciones hombro con hombro en el sector occidental del campamento. Qué imponentes se ven, pensó Hresh: la cabecilla, la sacerdotisa, el gran guerrero. Detrás de ellos se alzaban nueve más, y luego otra hilera de a nueve. En medio, quedaban protegidos los niños y las mujeres embarazadas.

Oyó que Koshmar invocaba los nombres de los Cinco Celestiales, la vio hacer las Cinco Señales, y luego, repetidas veces, la señal de Yissou, el Protector.

También él murmuró una plegaria a Yissou. De toda su tribu solo él había visto a los zorros-rata, a los largos hocicos, los feroces ojos diminutos, las aguzadas hojas de los dientes.

— Durante un intervalo interminable, nada sucedió. Los guerreros que custodiaban el acceso al campamento caminaban en círculos impacientes. Hresh comenzó a preguntarse si no habría soñado los zorros-rata allí en la oscuridad. Se preguntó, también, con qué severidad lo reprendería Koshmar, en caso de que resultara ser una falsa alarma.

Pero entonces, de repente, el enemigo cayó sobre ellos. Hresh oyó unos terribles chillidos agudos, y percibió un extraño olor nauseabundo; un instante más tarde, el campamento quedó invadido.

— ¡Yissou! — exclamó Koshmar —. ¡Dawinno!

Los zorros-rata se abalanzaban desde todos los puntos a la vez, saltando, rechinando, rugiendo, mostrando los dientes.

Las mujeres comenzaron a gritar, y también algunos de los hombres. Nadie había visto jamás animales como ésos, animales que comían carne y utilizaban los dientes como armas. Y nadie había luchado nunca antes de ese modo: era una lucha de verdad, no sólo una trifulca social entre amigos. Era una batalla por la supervivencia. Todo había sido tan cómodo en el capullo… tan protegido, Pero ya no estaban en el capullo.

La horda de zorros-rata los cercaba, como si buscara dispersarlos para dar con los miembros más débiles de la tribu. El olor fétido que despedían saturaba el aire. Bajo la vacilante luz del fuego, Hresh atisbó sus ojos redondos y rojos, los órganos sensitivos largos y desnudos. Eran tal como los había percibido con su segunda vista hacía un momento, pero tal vez más repulsivos. ¡Qué seres espantosos, qué monstruos!

Se replegó hacia el centro del grupo, sosteniendo la espada que Harruel le había dado, sin estar muy seguro de qué hacer con ella. Había que tomarla por aquí, ¿verdad? Y lanzarla… ¿hacia arriba? Que se acerque uno de esos zorros-rata y lo sabría al instante, se dijo.

La inmensa figura de Harruel se recortaba contra la oscuridad, propinando golpes, gritando, golpeando de nuevo… Y allí estaba la valiente Torlyri, manteniendo a raya a puntapiés a una de las bestias mientras atravesaba a otra con la punta de la espada. Lakkamai luchaba bien, y también Konya y Staip. Salaman, quien no era mucho mayor que el mismo Hresh, abatió a dos con sucesivos golpes de espada. Koshmar parecía estar en todas partes al mismo tiempo, empleando no sólo el afilado extremo de la espada, sino también el mango, lanzándolo con regocijo sediento de sangre a la dentada boca de un zorro-rata tras otro. Hresh escuchaba unos aullidos pavorosos. Los zorros-rata se gritaban entre sí en lo que sólo podía ser una especie de idioma: «Matar… matar… matar… carne… carne…» Y alguien, un humano, emitía un grave murmullo de temor.

Entonces, tan rápidamente como comenzó, la batalla pareció terminar.

Al cabo de un momento todo quedó inmóvil. Harruel permanecía de pie, reclinado sobre la espada, respirando con dificultad y limpiando un hilo de sangre que le corría por el muslo. Torlyri estaba de rodillas, temblando de terror y repitiendo una y otra vez el nombre de Mueri. Koshmar, con la espada preparada, buscaba más agresores, pero habían desaparecido. Por todas partes se veían zorros-ratas muertos, ya casi rígidos, más espantosos en muerte que en vida.

— ¿Hay alguien herido? — preguntó Koshmar —. Responded cuando oigáis vuestro nombre. ¿Thaggoran?

Silencio.

— ¿Thaggoran? — repitió con intranquilidad, pero no se escuchó respuesta alguna —. Búscalo — ordenó a Torlyri. ¿Harruel?

— Sí.

— ¿Konya?

— Aquí Konya.

— ¿Staip?

— Sí. Staip.

Cuando llegó el turno de Hresh, apenas podía hablar, tan grande era su emoción por todo lo que había sucedido durante la noche. Alcanzó a desgranar su nombre en un áspero murmullo.

Al fin todos fueron contabilizados, salvo dos. Tres, en realidad, ya que uno de los fallecidos era Valmud, una mujer amable aunque no inteligente, que formaba parte del grupo de las reproductoras. Estaba encinta. Eso ya era un hecho grave de por sí. Pero la otra muerte era catastrófica.

Fue Hresh quien lo encontró, tendido sobre unas hierbas muertas, justo en el límite del campamento. El vicio Thaggoran se había defendido bien. El zorro que le había desgarrado la garganta yacía a su lado, con los ojos saltones, la lengua negra y el cuerpo tumefacto. Mientras moría, el historiador lo había estrangulado.

Aturdido y sobrecogido, Hresh contempló sombríamente al hombre muerto, incapaz de llorar. La pérdida era demasiado abrumadora. Se sentía casi como si fuera su propia garganta la que hubiera sido roída. Al cabo de un rato dejó escapar un sonido ahogado, y más tarde un sollozo. No podía moverse. No se atrevía siquiera a respirar. Quería que el tiempo retrocediera. Que el día regresara hasta sus comienzos.

Por fin se puso de rodillas y con mano temblorosa rozó la frente del anciano, con la esperanza de que el conocimiento que se almacenaba detrás de ella pasara del espíritu de Thaggoran al suyo con el mero contacto, antes de que su cuerpo se enfriara. Pero el espíritu de Era algo imposible de creer. Hresh jamás había experimentado una pérdida semejante. Su propio padre, Samnibolon, muerto tiempo atrás, no había más que un nombre para él. Pero esto… esto…

— Dawinno… — comenzó a decir tartamudeando.

Y entonces irrumpió el flujo amargo de sus sentimientos. Desde las profundidades de su cuerpo surgió un grito terrible y torrentoso. Lo dejó salir. Era un sonido inmenso, furioso, entrecortado. Un aullido que casi lo partió en dos. Por sus mejillas corrían las lágrimas, aplastándole el pelaje en mechones húmedos. Gimió, se estremeció, pateo el suelo…

Durante un largo rato, en cuanto hubo pasado el peor espasmo, permaneció en cuclillas, temblando y sudando, pensando en la gran pérdida que había sufrido el Pueblo. En todo lo que había pasado por sus propias manos con la muerte de este sabio anciano.

Era más que la muerte de, un hombre. Al fin y al cabo, todos debían morir, algún día, y Thaggoran ya había vivido suficiente. Pero se trataba de la muerte de tantos conocimientos Ese inmenso vacío en el alma de Hresh nunca podría volver a llenarse. Había esperado aprender tanto de Thaggoran sobré este mundo extraño en el cual se había internado la tribu, tanto que ya no podría aprender… En las crónicas había muchas cosas, si, pero algunas sólo habían sido transmitidas en forma oral, de un historiador a otro a lo largo de siglos y milenios, y ahora esa línea de transmisión se había roto, ahora todo eso estaba perdido para siempre.

Sin embargo, aprenderé todo lo que pueda, se dijo Hresh.

Y en ese momento de pesar, conmoción y pérdida intolerable, se dijo resueltamente: «Yo seré el nuevo historiador, ocupare el lugar que ha dejado Thaggoran.»

Extendió la mano y fríamente tanteó el vello por debajo de la garganta desgarrada de Thaggoran. Allí había un amuleto que parecía un trozo de vidrio verde, un pequeño objeto ovalado, muy antiguo, con minúsculos signos inscritos sobre él. En una ocasión, Thaggoran le había contado que era un fragmento del Gran Mundo.

Hresh lo soltó con cuidado. Le pareció que le quemaba la mano con un frío fulgor. Lo sostuvo largo rato, firmemente sujeto, con el corazón desbocado. Luego lo introdujo en el pequeño bolso que llevaba en la cadera.

No se sentía con ánimos de colgárselo en el cuello. Aún no. Pero sí dentro de un tiempo.

¡Iré por todas partes sobre la faz de este mundo, veré cuanto existe y aprenderé cuanto haya que aprender, pues soy Hresh, el de las preguntas!, determinó. Conoceré todos los secretos de las épocas pasadas y del porvenir, y llenaré mi alma de sabiduría hasta que estalle, y luego volcaré todo mi saber en las crónicas, para todos los que vengan después en esta Nueva Primavera.

Y con este pensamiento, Hresh sintió que comenzaba a desvanecerse el dolor de la muerte de Thaggoran.

Durante toda esa noche, la tribu invocó cánticos fúnebres para los dos caídos de la tribu, y bajo la primera luz del día llevaron los cuerpos en dirección al este, hacia las colinas, y pronunciaron las palabras de Dawinno por los fallecidos, y las palabras de Friit y Mueri por ellos mismos. Luego Koshmar hizo la señal, levantaron el campamento y se dirigieron hacia las vastas planicies occidentales. No dijo adónde se encaminaban, sólo que era el lugar adonde estaban destinados a ir. Nadie osó preguntar más.

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