7 — LOS SONIDOS DE LA TORMENTA

Despierto o en sueños, la plaza con las tres docenas de torres azules de Emakkis Boldirinthe jamás se apartaba de los pensamientos de Hresh. A menudo despertaba sudoroso y temblando, con la escena de una Vengiboneeza activa, agitándose y brillando de nuevo en su alma: el mercado atestado, los seres de los Seis Pueblos mezclándose unos con otros.

Pero habían de transcurrir varias semanas antes de que se permitiera regresar. Sabía que no estaba preparado y se contuvo con todas sus fuerzas.

La ansiedad y la curiosidad lo carcomían como gusanos voraces. Pero no fue a las torres. Le resultaba difícil abstenerse, pero no fue. En cambio, se dirigía a cualquier otra parte, iba por nuevos caminos y atajos a través de la ciudad. Encontró una terraza de estanques radiantes, trémulos Y tibios. Halló una formación de obeliscos de piedra, altos y esbeltos, dispuestos en forma de diamante alrededor de un hoyo, rodeado de ónix, de una oscuridad mayúscula, Arrojó un guijarro al hoyo, y la piedra cayó largo rato sin tocar fondo. En la zona de Dawinno Weiawala encontró un edificio sombrío, imponente, de piedra verde negruzca y dimensiones gigantescas, al cual llamó la Ciudadela. Era distinto de todos los demás edificios de la ciudad y se erigía solo sobre una alta ladera cubierta de praderas, dominando Vengiboneeza como un guardián. Era mucho más largo que alto. Los muros carecían de todo ornamento salvo por diez inmensas columnas, que corrían a lo largo de sus dos prolongados flancos para sostener el techo de pendientes abruptas. Carecía de puertas y ventanas, lo cual lo convertía en una estructura ciega e inabordable que sólo miraba al interior. Su función no sólo le era desconocida sino, aparentemente, imposible de averiguar, aunque resultaba evidente que debía haber tenido su importancia. Hresh no logró hallar la forma de entrar allí, sí bien lo intentó repetidas veces. Ese tipo de descubrimientos no le conducían a nada provechoso.

— ¿Por qué no has regresado aún a la caverna? — preguntó Taniane, quien sabía de ella por Haniman.

— Aún no estoy preparado — respondió Hresh —. Primero he de saber controlar el Barak Dayir. — Y le lanzó una mirada que dio la conversación por concluida.

Ése era el problema: el Barak Dayir. Sin él no tenía sentido regresar, ya que estaba convencido de que sólo con el dominio de la Piedra de los Prodigios podría resolver el enigma de la máquina de visiones que había en la gruta por debajo de la torre. Pero la Piedra de los Prodigios lo intranquilizaba — ¡a él, a Hresh, el de las preguntas! — como muy pocas otras cosas. En realidad, jamás la había visto. Al igual que el resto del Pueblo, la conocía por su reputación, sabía que el cronista guardaba cierto instrumento fabuloso hecho de materia estelar que poseía propiedades extraordinarias, pero que podía quitar la vida a todo aquel que lo empleara incorrectamente. Thaggoran había dicho que era la clave para llegar a los más altos niveles de comprensión. Pero se había cuidado bien de no permitir que Hresh la utilizara, a pesar de que no se mostraba tan celoso cuando se trataba de guardar otros tesoros de su arte. El mismo Thaggoran le había comentado con frecuencia sus peligros, diciendo que no se atrevía a utilizarla a menudo. Desde que había tomado el cargo de cronista, Hresh no se había decidido a contemplarla siquiera. Incapaz de encontrar en las crónicas nada que lo guiara en su uso correcto, prefería dejarla de lado. Cuando se trataba del Barak Dayir, su curiosidad natural cedía ante el temor a una muerte prematura. A morir antes de haber aprendido todo lo que deseaba.

Ahora, por fin, Hresh cogió por primera vez el estuche de terciopelo del cofre de las crónicas y lo sostuvo con cuidado en ambas manos. Era pequeño. Cabía en la palma de una mano, y transmitía una débil calidez.

Materia estelar, decían. ¿Qué significaría eso?

Hasta el día de la Partida no había visto una sola estrella en su vida. Sólo entonces conoció esos mágicos puntos de luz brillante que ardían en la oscuridad. Thaggoran le había explicado que eran esferas de fuego. Si estuvieran más cerca de nosotros, despedirían el mismo calor que el sol. ¿Sería la Piedra de los Prodigios un trozo de estrella?

Pero las estrellas que despedían luz no eran las únicas que había en el cielo, Hresh lo sabía. También había estrellas de la muerte: esos objetos terribles y oscuros que se habían abalanzado contra la Tierra para producir el Largo Invierno. Ésas no estaban hechas de fuego; eran esferas de hielo y roca. Eso decían las crónicas. Hresh sopesó el estuche que contenía el Barak Dayir. ¿Había allí un fragmento de una estrella de la muerte? Trató de imaginar la furiosa trayectoria de la estrella a toda velocidad, el atronador impacto contra la Tierra, las nubes de polvo y humo que se elevaban hasta ocultar la luz del sol y provocar ese frío mortal. ¿Esto? ¿Esta cosilla que tenía en la mano sería un fragmento de esa calamidad monstruosa?

Las crónicas también decían que alrededor de las estrellas distantes de los cielos giraban mundos, tal como este mundo donde vivía el Pueblo giraba en torno a su sol. Esos otros mundos tenían habitantes de muchas especies. Tal vez, aventuró Hresh, la piedra había sido construida en un mundo de alguna de esas otras estrellas. La tocó a través del estuche y dejó que ese otro mundo penetrara en su mente: un cielo amarillo, turbulentos ríos de color púrpura, un sol rojo humeando durante el día, seis lunas cristalinas pendiendo en la bóveda nocturna.

Conjeturas. Simples conjeturas. Avanzaba a tientas entre la oscuridad. En las crónicas había información de todo tipo, pero nada que pudiera ayudarle en esta tarea.

Hizo las Cinco Señales. Invocó a Yissou, y luego a Dawinno, quien siempre había mostrado especial predilección por él. Entonces, lentamente, con temor, respiró hondo y extrajo el Barak Dayir del estuche, pensando que bien podría estar cogiendo entre las manos la misma muerte. Le sorprendió su serenidad.

Si moría, pues bien, moriría. Una voz retumbaba y repicaba en su mente, y le decía que debía hacerlo de todos modos, que era una obligación para con su tribu y para consigo mismo arriesgarse a conocer los misterios de ese objeto, a cualquier precio.

El Barak Dayir tenía un aspecto agradable, pero no parecía nada extraordinario. Era un fragmento de piedra pulida, más largo que ancho, de color castaño con motas púrpuras, afilado en un extremo. Parecía muy suave. Daba la impresión que el mínimo roce podría destruirlo. Y, sin embargo, era duro en extremo. De no haber sido tan hermoso, bien podría haberse dicho que se trataba de una punta de flecha. A lo largo de los bordes se delineaba una vertiginosa red de trazos intrincadamente tallados, y que trazaban un dibujo tan fino que le era imposible distinguirlo, a pesar de su penetrante vista.

Lo sostuvo un rato en la mano izquierda, y luego en la derecha. Era cálido, pero no tanto como para resultar desagradable. En él había algo benigno. Por lo menos no parecía estar dispuesto a acabar con él. El temor comenzó a ceder poco a poco, pero siguió contemplándolo con respeto.

¿Qué hacer con él ¿Cómo hacer que obedeciera?

Acercó el oído, pensando que tal vez pudiera oír una voz en el interior, pero no percibió sonido alguno. Lo oprimió con ambas manos sin lograr ningún resultado, y lo apoyó con firmeza contra el pecho. Le habló, le dijo su nombre y le explicó que era el sucesor de Thaggoran como cronista. Nada de esto produjo la menor respuesta. Entonces, por fin, se decidió por lo más evidente, lo que había evitado desde el principio: enroscó el órgano sensitivo alrededor de la piedra y proyectó su segunda vista.

Esta vez oyó una música distante, extraña, una música que no era terrenal y que no procedía de la piedra sino que flotaba a su alrededor. La música penetró en su alma y la colmo por completo, devorándolo, intoxicándolo. Sintió un escozor caliente en la base de la lengua y notó el pelaje más liviano, como si comenzara a flotar alrededor, a dispersarse en torno a él como niebla. Las sensaciones eran tan intensas que tuvo miedo. Hresh se apresuró a soltar la Piedra de los Prodigios y la música cesó. Volvió a posar el órgano sensitivo sobre ella y los sonidos regresaron. Pero sólo pudo resistirlo un instante. De nuevo interrumpió el contacto. Estas historias sobre el poder del Barak Dayir no eran un cuento. El objeto guardaba gran magia y poder.

Hresh respiró hondo. Se sentía exhausto y al borde del colapso. Pero había dado el primer paso de un inmenso viaje que le conduciría quién sabía adónde. Devolvió la Piedra de los Prodigios al estuche con alivio. En otra ocasión proseguiría con las investigaciones. Pero al menos había dado un paso. Un paso, por fin.


En su sueño perturbador, Harruel se veía tomando entre las manos las torres de Vengiboneeza y arrancándolas de raíz, arrojándolas unas sobre otras como si fueran ramas secas, y lanzando las ruinas a un lado con desdén.

En su sueño aparecía Koshmar, quien se detenía ante él, desafiándole a que la destronara. Él arrancaba una inmensa torre de piedra y la enarbolaba como si se tratara de una maza. Levantaba la maza sobre la cabeza de Koshmar y la descargaba sobre ella. Pero Koshmar saltaba con agilidad. Harruel rugía y volvía a desplomar la torre. Y ella la esquivaba otra vez. El la perseguía por las calles de la ciudad hasta que la encerraba entre los anchos edificios de paredes negras. Con toda calma, ella le aguardaba allí, sin temor, con una sonrisa burlona en el rostro.

Bramando de furia, Harruel aferraba la torre bajo el brazo como si fuera una espada y comenzaba a amenazar a la cabecilla, pero a medida que se acercaba, algo le aferraba por el cuello y le detenía. La torre se le caía de las manos y se estrellaba contra el suelo. ¿Quién osaba interceptarle de ese modo? ¿Torlyri? Sí. La mujer de las ofrendas le sostenía con fuerza sorprendente. Él sentía que le estrujaba y oprimía el alma dentro del pecho. Harruel luchaba con desesperación y poco a poco comenzaba a ganar terreno, pero durante la contienda ella cambiaba de forma y se convertía en su compañera, Minbain, y luego en Hresh, ese niño extraño que constituía un misterio para él, y luego en un enorme ojos-de-zafiro, de fauces abiertas, inmenso, verde y repugnante, con unos ojos azules abrasadores y una descomunal boca brillante con varias hileras de dientes malignos.

— ¡Conviértete en lo que te plazca! — gritaba Harruel — Te mataré de todas formas.

Asía las largas mandíbulas de ojos-de-zafiro y trataba de desgarrarlas con una mano mientras con la otra buscaba la torre para poder introducirla entre las quijadas a fin de mantenerlas abiertas. La criatura se resistía con ferocidad, defendiéndose a dentelladas, pero él no se detenía y aplicaba su fuerza contra las fauces, tirando hacia atrás de la inmensa cabeza…

— ¡Harruel! — gritaba — ¡Por favor, detente, Harruel! ¡Harruel!

La voz sonaba curiosamente suave, casi como un murmullo. Era una voz que le resultaba conocida. Una voz de mujer, muy parecida a la de su compañera, Minbain…

— ¡Harruel… no…

Buceó hasta la conciencia, que se extendía sobre él como una losa de piedra. Y al despertar se encontró en un rincón del recinto donde él y Minbain dormían. Minbain estaba incrustada contra la pared, y luchaba por liberarse. Los brazos de él la retenían con una fuerza frenética y tenía la cabeza hundida en el hueco que se abría entre el hombro y la garganta de la mujer.

— ¡Yissou! — musitó. La soltó y se dio la vuelta. El olor punzante y rancio de su propio sudor llenaba la habitación y le produjo náuseas. Tenía los músculos de los brazos agarrotados y espasmódicos, como si quisieran escapar de su cuerpo, y sentía que una llamarada le surcaba el cuello y los hombros. Se secó unos hilos de saliva que le colgaban del pelaje áspero de las mandíbulas. Todo su cuerpo se contraía con fuertes oleadas de espasmos.

La mujer rompió el silencio con voz insegura:

— ¿Harruel?

— Un sueño — dijo con voz espesa —. El alma huía de mí, y me encontraba en reinos extraños. ¿Te he hecho d año?

— Me has asustado — respondió Minbain. Sus ojos, oscuros y solemnes, se hundieron en los de él —. Eras como un animal salvaje… hacías sonidos horrorosos, te ahogabas, balbucías, te revolvías, y entonces me aferraste y pensé… pensé que…

— Nunca te haría daño…

— Tuve miedo. Estabas tan raro.

— Yo también tengo miedo. — Agitó la cabeza —. ¿Alguna otra vez he hecho algo parecido, Minbain? ¿Esta furia… este salvajismo?

— Como esta vez, no. Has tenido sueños feos. Te revolvías, te estremecías, gruñías, hablabas en sueños, blasfemabas, a veces incluso golpeabas el suelo con las manos como si trataras de aplastar alguna criatura que se moviera a tu alrededor. Pero esta vez… ¡he tenido tanto miedo, Harruel! Era como sí un demonio se hubiera apoderado de ti.

— Desde luego, un demonio me ha poseído — dijo con desolación. Se puso en pie y se dirigió hacia la ventana. Todavía no había transcurrido la mitad de la noche. El velo oscuro y pesado se extendía sobre la ciudad. La faz de la luna, horrenda y con cicatrices, brillaba fríamente en la cúspide del cielo; detrás de ella, pendiendo en gruesas franjas sobre el cenit, se veían las estrellas, esos fuegos blancos, titilantes y malignos que no daban calor —. Saldré un rato, Minbain.

— No. Quédate aquí, Harruel. Tengo miedo de quedarme sola.

— ¿Qué mal podría sucederte? El único peligro que hay aquí soy yo. Y yo me iré.

— Quédate.

— Necesito salir un momento.

La miró. En la oscuridad, bajo la trémula y fría luz de la luna y las estrellas, Minbain se le aparecía con una belleza en laque Harruel nunca se había fijado. Su rostro, redondo y delicado, parecía haberse despojado de los años: parecía fresca y tierna, una niña otra vez. El corazón se le inundó de amor hacia ella. Le resultaba difícil expresar ese amor con palabras. Se acercó a ella y se acuclilló a su lado, y con ternura le acarició la garganta en el sitio donde la había lastimado, y los senos, y el suave vientre tibio. Le pareció sentir que allí anidaba una nueva vida. Era muy pronto para poder asegurarlo, pero creyó que sus dedos detectaban un pulso veloz, una concentración de fuerza vital que se convertiría en el hijo de Harruel. Con toda la ternura de que fue capaz, dijo:

— No quería hacerte daño, Minbain. En sueños un demonio se ha apoderado de mí. No era yo jamás te haría daño.

— Lo sé. Harruel. Detrás de tu rudeza se esconde una gran amabilidad.

— ¿Lo crees?

— Lo sé — respondió.

Sostuvo la mano abierta sobre el vientre de ella durante un rato. Ahora se encontraba más sereno, aunque la pesadilla seguía oprimiéndole. A través de su alma fluían oleadas de profundo amor hacia ella.

Minbain era tres años mayor que él. Cuando él estaba en plena juventud y no pensaba en absoluto en una compañera, ya que pertenecía a la casta guerrera y los luchadores no formaban pareja —, le había parecido que ella se acercaba más a la generación de su madre que a la propia. Sin embargo, cuando se permitió la formación de nuevas parejas, él pensó sólo en Minbain.

Una mujer más joven habría sido más bella, pero la belleza es fugaz, y las virtudes que tenía Minbain durarían toda la vida. Era cálida y tierna, en este sentido se parecía a Torlyri. Ésta no era mujer para buscar pareja, pero Minbain sí, y Harruel la había escogido sin perder tiempo. No le importaba que ella fuera mayor, o que ya tuviera un hijo. En todo caso, era favorable que lo tuviera, puesto que ese hijo era Hresh, quien a edad tan excepcionalmente temprana había llegado a tener tanto poder dentro de la tribu. Harruel se imaginaba muchas formas de valerse de Hresh, y tal vez una forma de llegar hasta él era a través de su madre. No había sido ésa la razón primordial para escoger a Minbain. Pero había influido. Había influido sin duda.

— Ahora déjame partir — le rogó Harruel.

— Vuelve pronto.

— No tardaré — prometió —. No tardaré.


Minbain le contempló mientras partía. Era una sombra inmensa y corpulenta que se movía con exagerada precaución por la habitación, rumbo a la puerta. Se palpó la garganta. La había lastimado más de lo que le había confesado. En su locura la había golpeado con el codo, la había aferrado por ambos hombros hasta estrellarla contra la pared, y al hundirle la cabeza contra la garganta casi la había asfixiado con la presión de su peso. Pero había sido el extravío, el demonio. No Harruel. Minbain sentía que, a su manera ruda, él la quería.

Estaba encinta. Lo sabía con toda certeza y, por la forma en que le había acariciado el vientre, él también debía saberlo ya. Tendría que ir a ver a Torlyri para que pronunciara sobre ella las primeras palabras.

Hresh tendría un hermano. Ella pariría un segundo hijo. Estaba segura de eso: sería un varón. La simiente de Harruel no podía engendrar más que niños, eso le parecía obvio. Sería la primera mujer en miles de años que traería dos hijos al mundo. ¿Se parecería éste a Hresh?, se preguntó.

No. Nunca habría otro como Hresh, era único. Ella tampoco había conocido a nadie como Harruel. Le amaba y le temía, algunos días el amor prevalecía, y otros, el miedo. Y había ciertos días en que ambos se entremezclaban en igual medida. Era un hombre extraño. Los dioses le habían dado un niño extraño por hijo y ahora un hombre extraño por compañero. ¿Por qué debía ser así? Harruel era tan grande, tan poderoso, tan distinto de los demás por su fortaleza… Su fuerza era inusual. Sí. Tenía el poder de una montaña al desplomarse. Pero había algo más. En su alma se escondía cierta sombra. Cierta ira. Minbain jamás lo había percibido durante los días en el capullo, pero al comenzar la travesía se había puesto de manifiesto. Una fuerza turbulenta oscurecía su alma noche y día. Ansiaba algo… pero ¿qué era?

Harruel deambuló por una calle y por otra, sin saber a dónde se dirigía y sin preocuparse por ello. Sentía que la fría luz de la luna se tendía sobre él como un azote que le hacía avanzar. Había prometido a Minbain que regresaría, y lo cumpliría. Pero no antes del alba. No tenía sueño.

La ciudad era como una prisión para él. Había tolerado la existencia en el capullo fácilmente, sin imaginar que existiera otra alternativa. Pero ahora que estaban libres y que había conocido lo que significaba caminar resueltamente bajo el cielo abierto, le irritaba tener que vivir confinado en este lugar muerto y cómodo, que en su mente hedía con la fetidez de los ojos-de-zafiro extintos. Y también le irritaba, le llagaba como la mordedura de un cardofuego bajo la piel, tener que vivir bajo las órdenes de esa mujer, Koshmar, hasta el fin de sus días.

Había llegado el momento de acabar con el imperio de las mujeres. Era tiempo de restaurar el poder de los reyes.

Pero a Harruel le parecía que Koshmar sería la cabecilla hasta que él fuera anciano y anduviera encorvado, y el pelaje se le volviera blanco. Ya no había más días de la muerte. Koshmar era mayor que él, pero sana y fuerte. Viviría largo tiempo. Nada conseguiría librarle de ella, a menos que él mismo lo hiciera, y aquí Harruel se veía en un conflicto. Matar a una cabecilla era algo que le excedía, que casi se escapaba de su imaginación. Pero no podría tolerar vivir bajo sus órdenes mucho tiempo más.

Últimamente se había acostumbrado a vagar por la ciudad, a salir solo en prolongadas excursiones, con el afán de conocerla. La ciudad era su enemigo, y él consideraba importante conocer al enemigo. Pero ésa era la primera vez que salía de noche.

Todo se mostraba distinto. Las torres resultaban más altas, los edificios bajos lo parecían más. Las calles viraban en ángulos extraños. En cada sombra se escondía una amenaza. Harruel caminaba sin detenerse. Llevaba la espada. No tenía de qué temer.

Algunas calles estaban embaldosadas con losas inmaculadas, como si los ojos-de-zafiro hubieran abandonado la ciudad sólo un par de días atrás. Otras aparecían resquebrajadas y derruidas, y entre las baldosas rotas asomaban matojos de hierba. Algunas incluso habían perdido el pavimento por completo y se habían convertido en sendas fangosas bordeadas por edificios en ruinas. La ciudad no tenía sentido para él. La detestaba. Odiaba pensar que su hijo nacería en ella, en este sitio odioso y ajeno, en este lugar donde no había nada de humano.

Allí había fantasmas. Y mientras caminaba, los buscaba al acecho.

Harruel estaba seguro de que por todas partes se ocultaban los espectros. Debían de ser ellos quienes hacían las reparaciones. Sucedía de noche, cuando nadie podía verlo. Aparentemente al azar, algunos edificios que habían caído se erigían otra vez, mostraban nuevas fachadas, se veían libres de escombros. Él advertía los cambios luego. Y otros también lo habían notado: Konya, Staip, Hresh. ¿Quién era responsable?

También era consciente de las criaturas nocturnas que reptaban, se arrastraban, se hundían. Casi todas las plagas que asolaban Vengiboneeza desaparecían con la llegada de la oscuridad, salvo las que vivían dentro de los edificios. Pero eso no significaba que pudiera considerarse completamente a salvo de ellas.

Una tarde, no hacía mucho tiempo, mientras vagaba inquieto como esta noche, Harruel había ido a parar a la orilla del tibio mar que lamía la ciudad en la frontera occidental, y había observado un ejército invasor de horribles seres grises parecidos a lagartijas que surgían arrastrándose desde las aguas. Eran pequeñas criaturas malignas, de cuerpo delgado y tubular del largo de un brazo, patas gruesas y carnosas, alas verdes y rugosas plegadas por detrás del cuello, y en sus ojos amarillos brillaba un destello siniestro. Emitían una especie de grave murmullo intimidatorio y desagradable, como si le amenazaran por su nombre:

— ¡Harruel! ¡Harruel! ¡Esta noche nos daremos un festín contigo!

Batiendo las mandíbulas, avanzaban como una horda de insectos en apretada formación hasta que sólo les separaron treinta pasos de él. Comenzó a buscar algo con qué defenderse. Retrocedió y encontró unos guijarros que cogió a puñados para lanzárselos, pero no logró detenerlos. Sin embargo, al llegar a una hilera de bloques cuadrados de piedra verde, incrustados en el murallón sobre el cual se hallaba de pie, y que mostraban unas tallas de rostros misteriosos, las criaturas se interrumpieron como si hubieran chocado contra una barrera invisible. Dieron la vuelta, apenadas y desencantadas, y regresaron al mar. Tal vez detectaron el olor de alguna bestia repugnante al otro lado de las columnas, pensó. o tal vez no les agradó mi olor. En cualquier caso, supo que había tenido suerte al librarse de ellas con tanta facilidad.

En otra ocasión vio en lo alto criaturas voladoras formando nubes tan densas que oscurecían el cielo a mediodía. Creyó que se trataba de esos feroces seres de ojos blancos llamados avesangres, que habían azotado a la tribu durante el viaje por las planicies. Se detuvo alerta, listo para correr al asentamiento y dar la voz de alarma. Pero las aves se limitaron a volar en círculo por encima de la ciudad, sin descender en ningún caso por debajo de la cúpula de las torres más altas.

Ahora se hallaba cerca de los pilares verdes de piedra donde hacían guardia los tres ojos-de-zafiro. A corta distancia de él se encontraba la avenida que conducía a la selva.

Sin ningún propósito claro, comenzó a andar hacía la entrada del sur. Pero tras unos instantes, se detuvo abruptamente. A sus espaldas oyó un débil ruido: alguien que respiraba, alguien que se movía. Blandió la espada. ¿Le habría seguido Minbain? ¿o sería alguno de los fantasmas que patrullaban la ciudad bajo el manto de la noche? Se giro y escudriñó las sombras.

— ¿Quien anda por ahí?

Silencio.

— Te he oído. Sal adonde pueda verte.

— ¿Harruel? — dijo una voz de hombre, grave y firme, familiar.

— ¿Y quién más podría ser? ¿Eres tú, Konya?

Oyó una risa en la oscuridad.

— Tienes buen oído, Harruel.

Konya apareció y avanzó lentamente hacia él. Era un hombre alto, aunque a Harruel sólo le llegaba a los hombros. Pero era tan cargado de espaldas y torso que no parecía tan alto como era en realidad. La tribu lo consideraba un guerrero de segunda categoría condenado a ser el eterno rival de Harruel, un hombre que se consumía de envidia por la superioridad de Harruel. Sólo dos personas sabían lo falso que esto era. Konya era lo bastante fuerte para comprender que era más cómodo no ser el primero. Era de naturaleza extraña, calma, serena. Lo que sentía por Harruel era un respeto que surgía del orden natural de las cosas, no de la envidia. Y lo que Harruel sentía por él era un respeto idéntico, aunque era consciente de que Konya no era su igual.

— Así que esta noche también tú andas merodeando… — dijo Harruel.

— No podía dormir. La luz de la luna me daba sobre los ojos.

— En el capullo eso no constituía un problema.

— No — replicó Konya soltando una risita —. Cuando vivíamos en el capullo el brillo de la luna no nos molestaba.

Anduvieron juntos en silencio durante un rato. Era una calle de edificios derruidos cuyas fachadas doradas, irónicamente, se encontraban en perfecto estado. Los marcos vacíos de las ventanas aún lucían sus elegantes celosías trabajadas en piedra blanca bien tallada. Las puertas ornamentadas, entreabiertas, mostraban el vacío y los escombros. Luego llegaron a un edificio en condiciones opuestas: la fachada no existía, y por el frontal se veía intacto el interior de cada piso. Sin decir palabra, Harruel comenzó a ascender, sin saber qué buscaba, Konya le siguió sin objetar nada.

Subieron con dificultad una escalinata hecha para ojos-de-zafiro, con escalones tan bajos que casi la convertían en una rampa. Al cabo de un rato, Harruel adquirió el ritmo de subirlos de dos en dos, e incluso de tres en tres, a saltos, con lo cual el ascenso le resultaba mas fácil. Sobre las paredes, a lo largo de todo el trayecto, había grabados que molestaban a la vista. Vistos de perfil parecían representar a seres vivientes, ojos-de-zafiro y hjjks, y otras criaturas que debieron de existir en la época del Gran Mundo. Pero cuando se las miraba de frente, se disolvían en una maraña de líneas sin sentido. Las habitaciones del edificio estaban vacías. Ni siquiera se veía polvo en ellas.

Al cabo de un rato, la escalinata se estrechó y daba lugar a un pasaje en espiral que ascendía unos peldaños y los condujo hasta el techo del edificio, llano y de tejas oscuras. Se encontraban por encima de la zona circundante. La ciudad yacía detrás de ellos, al norte. Si miraban al sur encima del borde del tejado, distinguían los árboles de la selva, apretadamente dispuestos, que brillaban misteriosos bajo la dura luz de la luna.

De los árboles provenían unos chillidos breves.

— Son los monos — comentó Konya.

Harruel asintió. Esas criaturas chillonas y molestas de la jungla se balanceaban de rama en rama, más o menos a la distancia de una buena pedrada. ¡Cómo los aborrecía! Sintió una presión en los oídos. Sí pudiera, iría hasta la selva de árbol en árbol, los atravesaría con la espada y apilaría sus aborrecibles cuerpecillos para que los devoraran las bestias carroñeras.

— ¡Criaturas inmundas! — espetó Harruel — Las mataría con gusto. Menos mal que dentro de todo se mantienen lejos de la ciudad…

— A veces los veo. En pequeños grupos.

— Sí. Unos pocos de vez en cuando, No les resulta difícil entrar. Sólo tienen que salir a ese espacio abierto, y ya están dentro. Menos mal que sólo andan a pares. ¡Yissou, los detesto! ¡Qué bichos inmundos y asquerosos!

— ¡Son sólo animales salvajes, Harruel!

— ¿Animales? Son bandidos. Tú los has visto de cerca. No tienen alma. No tienen mente.

— Los ojos-de-zafiro que custodiaban el portal dijeron que eran nuestros parientes.

Harruel escupió.

— ¡Dawinno! ¿Crees esa sandez?

— Son algo parecidos a nosotros…

— Cualquier ser con dos brazos, dos piernas y una cola se parecería a nosotros, si caminara sobre las patas traseras. Nosotros somos humanos, Konya, y ellos sólo bestias.

Konya permaneció en silencio.

— ¿Lo crees, Harruel? Eso que dijeron los ojos-de-zafiro sobre que no somos humanos, que los humanos fueron una raza totalmente distinta, que no somos sino monos con una elevada opinión de nosotros mismos…

— Somos seres humanos, Konya. ¿Qué otra cosa podríamos ser? ¿De verdad te sientes pariente de esas cosas que se balancean pendiendo de la cola por ahí?

— Los ojos-de-zafiro dijeron…

— ¡Que Dawinno se lleve a los ojos-de-zafiro! ¡Son criaturas muertas! ¡Lo único que quieren es buscarnos problemas! — Harruel se volvió hacia Konya, mirándolo fríamente — Mira: pensamos, hablamos, tenemos libros, conocemos a los dioses. Por lo tanto, somos humanos.

Lo sé. No me cabe la menor duda sobre ello. Por mucho que digan los ojos-de-zafiro. Además, nos dejaron entrar en la ciudad, ¿verdad? La ciudad estaba reservada para los humanos que llegaran al final del invierno: eso dicen las profecías. El invierno ha terminado, y aquí estamos, con permiso de los tres guardianes. Así, somos los que supuestamente debían entrar aquí. Seres humanos.

— Koshmar consiguió que nos dejaran entrar.

— ¿Consiguió? ¡Si ellos tienen magia en sus manos! No, Konya, no fue obra de Koshmar. Ella podía haberse pasado el día hablándoles, y si realmente hubiesen creído que no éramos seres humanos, no nos habrían dejado pasar. Lo hicieron porque llegar hasta aquí constituía nuestro destino, nuestro derecho, y ellos lo sabían. Sólo nos estaban sometiendo a prueba con sus mentiras idiotas, para ver si teníamos suficiente fortaleza de espíritu como para reclamar nuestros derechos. Si Koshmar no hubiera hablado, yo lo habría hecho, y hubieran cedido. Y si no hubieran cejado, yo los habría derribado para que pudiéramos entrar en la ciudad.

Después de un corto silencio, Konya dijo:

— ¿Los habrías derribado? ¡Si tienen magia en sus manos!

— Esta espada también es mágica, Konya.

— ¿Cómo puedes matar lo que no tiene vida? El niño Hresh dice que sólo son artefactos hechos a imagen y semejanza de los ojos-de-zafiro, pero que carecen de vida auténtica.

Harruel asintió sin prestar atención. Había perdido interés en la conversación. Entornando los ojos contra la luz de la luna, observó el juguetear de los simios, Con pensamientos cruentos.

— Esta ciudad está llena de misterios. Resulta un lugar inquietante — dijo, al cabo de un rato.

— Yo lo odio — dijo Konya con vehemencia sorprendente e inesperada —. Lo odio como tú odias a los monos de la selva.

Harruel se volvió hacia él, con los ojos abiertos.

— ¿De verdad?

— Es un sitio muerto. No tiene alma.

— Pero vive — repuso Harruel —. Está muerto, estoy de acuerdo, pero en cierto modo vive. Lo odio tanto como tu, pero no porque este muerto. Esconde una extraña clase de vida que no es la nuestra. Tiene un alma que nos es ajena. Por eso lo odio.

— Vivo o muerto, me gustaría poder marcharme de aquí mañana mismo, Harruel. Hubiese preferido no conocerlo siquiera. No tendríamos que haber venido aquí desde un principio. — Algo en el tono de Konya parecía buscar la aprobación de Harruel.

Pero Harruel sacudió la cabeza.

— No, no estoy de acuerdo, Konya. Considero acertado que hayamos venido. Esta ciudad posee cosas importantes para nosotros. Sabes lo que dicen las crónicas. En Vengiboneeza encontraremos antiguos objetos de los ojos-de-zafiro que nos ayudarán a conquistar el mundo.

— Ya hace muchos meses que estamos aquí, y no hemos encontrado nada…

Con un gesto de desdén, Harruel respondió:

— Koshmar se muestra demasiado prudente. Sólo permite que investigue Hresh, y nadie más. Es una ciudad enorme. ¡Un niño solo! No… todos deberíamos salir cada día para rebuscar en sitios ocultos. Las cosas tienen que estar aquí. Tarde o temprano las encontraremos. Y luego debemos cogerlas e irnos de este lugar. Lo importante es que nos marchemos en cuanto hayamos encontrado lo que nos trajo hasta aquí.

— Tengo la sensación de que Koshmar piensa quedarse aquí para siempre.

— Pues que se quede ella.

— No. Me refiero a que nos hará quedar a todos. La ciudad se está convirtiendo en un nuevo capullo para ella. No tiene intención de marcharse.

— Debemos irnos — insistió Harruel — El mundo entero nos aguarda. Somos los nuevos amos.

— Sin embargo, creo que Koshmar…

— Koshmar ya no importa.

Un súbito asombro fulguró en los ojos de Konya.

— ¿Qué estás diciendo, Harruel?

— Digo que hemos venido a esta ciudad con un objetivo: aprender a gobernar el mundo en la Nueva Primavera. Debemos esforzarnos al máximo por lograr ese propósito. Y luego debemos seguir adelante para cumplir con nuestro destino en algún otro sitio. Odias este lugar. También yo. Si Koshmar no siente lo mismo, puede convertirlo en su hogar para siempre. Cuando llegue el momento (y no está muy lejos) yo encabezaré la marcha y nos largaremos de aquí.

— Y yo te seguiré — prometió Konya.

— Sé que lo harás.

— ¿Le llevarás al resto de la gente?

— Sólo a aquellos que quieran venir. Sólo a los fuertes y resueltos. Los demás podrán quedarse aquí hasta el fin de sus días, me da lo mismo…

— ¿De modo que te convertirás en cabecilla?

Harruel negó con la cabeza.

— Cabecilla es un título propio de la vida en el capullo. Esa vida ha terminado. Y las cabecillas son mujeres. Koshmar puede seguir siendo cabecilla, si así lo desea, aunque no tendrá más que una tribu diminuta sobre la cual imperar. Yo recibiré otro nombre, Konya.

— ¿Y cómo te harás llamar?

— Me haré llamar rey — respondió Harruel.

El tiempo apacible que la tribu había disfrutado desde su llegada a Vengiboneeza terminó sin previo aviso, y hubo tres días de tenaces vientos que soplaban del norte, y de lluvias frías y arrasadoras. El cielo se oscureció y no abandonó su negrura. Las criaturas del cielo aleteaban desesperadamente contra el viento, intentaban en vano volar en dirección al oeste para ser constantemente arrastradas hacia el sur.

— Ha caído sobre la Tierra otra estrella de la muerte — dijo Kalide a Delim —. El Largo Invierno ha empezado de nuevo.

Delim, que transmitió la versión de Cheysz, dijo que la lluvia, según había oído, pronto se convertiría en nieve.

— Nos congelaremos — dijo Cheysz a Minbain —. Tendremos que sellar las casas como estaba sellado el capullo, en caso contrario nos moriremos de frío cuando llegue el Largo Invierno otra vez.

Y Minbain llamó a Hresh y le pregunto qué sabía de todo esto.

— ¿No ha sido más que una falsa primavera? — preguntó.

¿No tendríamos que estar almacenando alimentos en las cavernas que hay debajo de Vengiboneeza para resguardarnos durante los hielos?

La vida en Vengiboneeza había sido demasiado cómoda, dijo: una trampa tendida por los dioses. Ahora el sol permanecería oculto durante meses o anos, y todos perecerían si no tomaban medidas de inmediato. No había forma de regresar al viejo capullo; Vengiboneeza tendría que convertirse en su refugio ahora. Pero Vengiboneeza, a pesar de su grandeza, tal vez no fuera un sitio adecuado para ocultarse si el Largo Invierno pensaba azotar el mundo una vez más. Los ojos-de-zafiro no habían sido capaces de subsistir allí. ¿Podría acaso lograrlo la tribu?

Hresh sonrió.

— Te preocupas mucho, Madre. No corremos peligro de congelarnos. El tiempo ha empeorado de forma momentánea y dentro de poco volverá a mejorar.

Pero el rumor había llegado a oídos de Koshmar, y a medida que se fue propagando adquirió un cariz más ominoso. Ella también mandó llamar a Hresh.

— ¿De verdad vuelve otro Largo Invierno? — le pregunto, con aire sombrío y lúgubre, con la cabeza apretada contra los hombros y los ojos velados y duros —. ¿Es cierto que el sol no volverá a brillar durante un millar de años?

— Creo que sólo se trata de una mala tormenta.

— Si es así en Vengiboneeza, un sitio resguardado, debe ser mucho peor en cualquier otra parte…

— Tal vez. Pero creo que dentro de unos días volverá a brillar el sol, Koshmar. Esa es mi opinión.

— ¡Opiniones! ¡Opiniones! ¿No puedes darme certezas? Tiene que haber alguna forma de saberlo…

La miró con inquietud. Koshmar había construido un bello nido para ella y Torlyri en este edificio sólido y macizo, a la sombra de la gran torre. Sobre las paredes colgaban fragantes adornos de juncos trenzados, había gruesas alfombras hechas con pieles, y flores secas por doquier. Aun así, el viento salvaje azotaba las ventanas y. traía una corriente helada hasta la habitación. Desde el principio, Koshmar había insistido en que el Largo Invierno había terminado. Había apostado el alma para que el Pueblo abandonara el capullo e iniciara la gran travesía hacia Vengiboneeza. A Hresh se le ocurrió que algo dentro de Koshmar podía quebrarse si resultaba que había estado equivocada.

Quería que él la tranquilizara. Él era su cronista, su báculo de sabiduría. ¿Qué podía decirle? No sabía más de tormentas y de vientos que cualquier otro. Había crecido en el capullo, donde no soplaban los vientos. Quizá Thaggoran podría haber leído los portentos e informado a Koshmar la verdadera situación. Thaggoran, versado en las tradiciones de las crónicas, podía enfrentarse a casi cualquier situación. Pero Thaggoran había sido anciano y sabio. Hresh era joven y sagaz, lo cual no significaba lo mismo. Tiene que haber alguna forma de saberlo, le había dicho Koshmar.

En efecto. El Barak Dayir se lo diría. Pero durante las semanas que siguieron a la primera ocasión en que se armó de coraje para extraer la piedra del estuche y posar sobre ella su órgano sensitivo, había procedido con inusual cautela, extendiendo su conocimiento sobre ella en sesiones de pocos minutos. Había aprendido a infundirle vida, a librar el poderoso torrente de su música, a permitir que la fuerza se aproximara a los límites de su mente. Pero no se había atrevido a más. Era fácil comprender cómo podía devorarlo la Piedra de los Prodigios, como podía sumergir su mente bajo el torrente de su poder incomprensible. Una vez perdido en esa corriente, bien podía no haber retorno. Así, se había obligado a resistir lo irresistible, Mantenía la mente alerta, ágil, defensiva; daba un rápido salto atrás cada vez que la armonía del Barak Dayir se tornaba demasiado tentadora y atrayente. Cada vez que tomaba la piedra, iba un poco más lejos, pero se cuidaba de no permitir que el objeto poseyera su espíritu como creía que era capaz de hacer. Por lo tanto, sabía que aún estaba lejos de dominar ese instrumento misterioso.

Esta tormenta es un castigo de los dioses por mi cobardía y pereza, pensó. Y si la tormenta hace que Koshmar monte en cólera, los dioses la empujarán a dirigir su ira hacia mí. Es hora de actuar.

— Consultaré la Piedra de los Prodigios, Koshmar. Ella me dirá el significado de esta tormenta — prometió.

— Sí. Eso es lo que esperaba que hicieras.

Se dirigió a toda prisa a la torre hexagonal, que ahora era su templo sagrado, y se introdujo en la cámara donde guardaba el cofre de las crónicas y donde solía pasar casi todas las noches, ya que se sentía fuera de lugar en el dormitorio donde vivían los demás jóvenes sin pareja. Sin vacilar, extrajo la Piedra de los Prodigios del estuche. Por encima de su cabeza estalló un trueno terrorífico.

Posó el órgano sensitivo sobre la piedra y rápidamente aplicó la segunda vista sobre ella. La demora sólo podía significar el fracaso. De inmediato oyó la extraña e intensa música que había experimentado antes en una docena de ocasiones. Pero esta vez sabía que no podía vacilar y se abrió a la música de un modo distinto. Dejó que ésta lo poseyera., Se convirtió en la música misma.

El era una columna de sonido puro que se erigía sin resistencia hacia el techo del mundo.

Se alzó por encima de la tormenta. Ascendió sobre Vengiboneeza como un dios. La ciudad parecía un modelo de sí misma en miniatura. Las elevadas montañas que protegían la ciudad semejaban meros riscos. El gran mar del oeste de la ciudad no era más que un charco agitado por los vientos, medio oculto tras los remolinos de nubarrones negros que se apiñaban en sus tobillos. En el extremo opuesto vio tierras, y más allá un mar aún mayor. Un mar brillante que se extendía tan inmenso alrededor de la curva del mundo que ni siquiera el, a pesar de su actual tamaño, lograba divisar su costa distante.

Vio el sol. Vio el cielo, azul y radiante por encima de la tormenta. Miró hacia el este, donde yacía el gran río y el viejo capullo, y descubrió que allí el aire permanecía claro y que la tibieza de la Nueva Primavera seguía intacta.

No había de qué temer. El Barak Dayir le había dicho cuanto necesitaba saber. Ahora podía descender y darle la buena nueva a Koshmar.

Pero permaneció más de lo necesario. El esplendor de su ascensión no era algo a lo que pudiera renunciar con facilidad. La música que constituía su nuevo yo atronaba por el mundo majestuosamente, cerniéndose sobre los mares y la tierra, sobre montañas y valles, con terrible magnificencia. Miró hacia la luna y tendió hacia ella un tentáculo de música con la misma facilidad con que en la vida normal podía alargar la mano hacia una fruta madura que pendiera de la rama más baja. Sabía que le resultaría fácil rodear de música la luna y moverla por su curso, o acercarla a la Tierra, o estrellarla por completo. No podía pasarla por alto y arrojarse a las profundidades del vacío para nadar entre las estrellas jamás había imaginado un poder semejante. La piedra podía convertirle en un dios.

Entonces comprendió por qué el viejo Thaggoran había temido a la Piedra de los Prodigios y por qué le había advertido del peligro. No era que la piedra pudiese herir a quien la usara. Pero su fuerza era tal que podía destruir todo juicio y quien la empleara, en la ceguera de su divinidad prestada, tal vez terminara por hacerse daño a sí mismo. El peligro estaba en excederse.

Con un esfuerzo mayor a cualquier otro que hubiese hecho en toda su vida, Hresh se replegó sobre sí mismo. Descendió hasta su cuerpo, renunció a su mente divina. Se hundió en su propio ser hasta que reposó, sudoroso y exhausto, sobre el suelo de piedra de la cámara, temblando aturdido.

Después de un rato se recuperó y guardó la piedra en el estuche. La guardó en el lugar que le correspondía y cerró el cofre con más cuidado que de costumbre. La lluvia seguía cayendo con fuerza, tal vez con mayor intensidad que antes, aunque ahora le parecía menos turbulenta. Era un torrente obstinado e insidioso, pero no una fuerza desencadenada. El cielo seguía oscuro, pero en ciertos puntos le pareció ver que la negrura se debilitaba.

Sin reparar en la lluvia, regresó a la morada de Koshmar. Allí estaba Torlyri, y las dos se acurrucaban como bestias atemorizadas. Hresh jamás las había visto en este estado: los ojos abiertos, los dientes castañeteando, el vello erizado. Al verle entrar intentaron recuperar la compostura, pero el terror seguía siendo evidente.

Con voz apagada, Koshmar preguntó:

— ¿Es el fin del mundo?

Hresh se quedó mirándola.

— ¿De qué hablas?

— Pensé que el cielo se partiría en dos. Creí que los rayos incendiarían las montañas.

— Y los truenos… — continuó Torlyri —. Eran como un inmenso tambor. Creí que me quedaría sorda.

— No he oído nada — dijo Hresh —. No he visto nada. Estaba ocupado en el templo, buscando las respuestas que me pediste.

¿No has oído nada? — se extrañó Torlyri —. ¿Nada? — Seguían temblando. Al parecer había sido un auténtico cataclismo. No podían comprender que él no hubiera advertido lo que estaba sucediendo.

— Tal vez la piedra me protegió de los sonidos de la tormenta — dijo.

Pero sabía que eso sólo era parte de la verdad, una parte muy pequeña. La tremenda catástrofe que acababa de ocurrir había sido el resultado de sus propios actos. Él había causado el gran trueno y los rayos terribles, mientras usaba — y tal vez abusaba — de la Piedra de los Prodigios. Desde luego, desde las alturas no había oído los sonidos de la tormenta, puesto que él había formado parte de los sonidos de la tormenta.

Sin embargo, no sería bueno que lo supieran.

— Tengo la respuesta que querías, Koshmar. La Piedra de los Prodigios me ha señalado los límites de la tormenta. Al este y al oeste todo está claro, y las tierras vecinas siguen con clima templado y bueno. No regresa el Largo Invierno, ni ha caído ninguna estrella de la muerte. Es sólo una tormenta, Koshmar, una tormenta terrible, pero no durará mucho tiempo más. No hay de que temer.

Y, en efecto, al cabo de unas horas los vientos amainaron, la lluvia menguó, y por entre la negrura que los cubría asomaron fragmentos de Cielo azul.

Загрузка...