3 — UN SITIO SIN MUROS

El viento barría las planicies secas, levantando el ligero suelo arenoso y formando un remolino de nubes oscuras. En ese lugar casi nada crecía, era como si la superficie del mundo hubiera sido cortada por una gran navaja que la hubiera rasurado para librarla de toda tierra fértil y semilla.

A la derecha de los viajeros, no muy lejos, yacía una hilera de colinas bajas y achaparradas, áridas y de un tono gris azulado. A la izquierda, hacia el horizonte, se extendía una interminable franja de tierras llanas. En el flotaba una nota áspera, un sabor acre. Pero el día era notoriamente más tibio que cualquier otro que lo hubiera precedido. Era la tercera jornada de viaje.

En la quietud de la tarde, oyeron un extraño sonido quejumbroso, una vibración opaca y lejana, distinto a todo lo que el Pueblo hubiese escuchado antes.

Staip se volvió hacia Lakkarnai, quien marchaba a su lado.

— Esas colinas nos están hablando.

Lakkamai se encogió de hombros sin decir palabra.

— Nos están diciendo: «Volved, volved, volved» — añadió Staip.

— ¿Y tú cómo lo sabes? — preguntó Lakkamai —. Sólo es un ruido.

Harruel también lo había notado. Se detuvo y dio la vuelta, protegiéndose los ojos contra el resplandor, Después de un momento, se inclinó hacia el viento y sacudió la cabeza, riendo, mientras señalaba las colinas.

— Bocas — señaló.

Su mirada era extraordinariamente aguda. Los demás guerreros se protegían los ojos igual que él, pero sólo veían colinas.

— ¿Qué quieres decir con eso de bocas? — preguntó Staip.

— Frente a las colinas. Allí hay unos extraños animales inmensos, sentados. Son los que producen este bramido atronador. No tienen cuerpos. Sólo son bocas. ¿No los veis?

En aquel momento, Koshmar ya los había visto. Acercándose al lado de Harruel, dijo:

— Mira esas cosas. ¿Crees que son peligrosas?

— Sólo están sentadas ahí — observó Harruel —. Si no se mueven de donde están, no creo que puedan hacernos daños, ¿verdad? Pero me acercaré un poco para asegurarme. — Se volvió —. ¡Staip! ¡Salaman! ¡Venid conmigo!

— ¿Puedo ir yo también? — preguntó Hresh.

— ¿Tú? — rió burlón Harruel — Sí. Te arrojaremos allí para ver qué ocurre contigo.

— Eso no — se defendió Hresh —. Pero ¿puedo ir?

— Si vienes, manténte alejado del peligro.

Se encaminaron por la planicie hacia las colinas: los tres guerreros y Hresh, a quien le costaba un gran esfuerzo seguir el paso. Cuanto más se acercaban, el quejumbroso mugido adquiría un tono más opresivo y ensordecedor, y transmitía a la tierra una vibración estremecedora. Ahora todos podían comprobar que Harruel había estado en lo cierto sobre su procedencia. Al pie de la hilera de colinas había una docena de inmensas criaturas negro — azuladas con forma de giba, espaciadas a intervalos equidistantes. Al parecer, no tenían patas ni cuerpos: sólo cabezas gigantes e inmóviles con ojos escrutadores y sin vida. Siguiendo un ritmo constante y regular, abrían la vasta caverna de sus bocas y emitían sus bramidos estridentes y quejumbrosos.

Por toda la planicie, pequeños animales se movían hacia ellas como capturados con hipnótico celo por los sonidos monótonos y opacos. Uno tras otro avanzaban, reptaban, saltaban o se deslizaban sin vacilar hacia las cabezas gigantescas, subían por los bordes de las mandíbulas inferiores, de color rojo oscuro, y se internaban en la negra cavidad que se abría tras ellas.

— Quietos — ordenó Harruel abruptamente —. Si nos acercamos tal vez nos arrastren como a ellos.

— Yo no siento ningún impulso — señaló Staip.

— Ni yo — comentó Salaman — Sólo un pequeño latido, tal vez. Pero… ¡Hresh! ¡Hresh, regresa!

El niño se había adelantado hasta sobrepasar a los guerreros. Ahora avanzaba por la planicie en dirección a las cabezas, con andar extraño y compulsivo. A cada paso, los hombros se le retorcían y las rodillas se alzaban casi hasta la cintura. Llevaba el órgano sensitivo enrollado alrededor del cuerpo como una faja.

— ¡Hresh! — aulló Harruel.

Hresh no se hallaba a más de cincuenta pasos de la cabeza más cercana. Avanzaba como sonámbulo. El ritmo de los estruendos se hacía más intenso. La tierra se sacudía con violencia. Harruel sacudió la cabeza en un gesto furioso y echó a correr. Atrapó al niño por la cintura y lo levantó del suelo. Hresh se quedó contemplándolo con ojos perdidos.

— Uno de estos días la curiosidad acabará matándote — masculló Harruel con fastidio.

— ¿Qué? ¿Qué?

— El niño está hipnotizado — señalo Staip —. Esta vibración… le estaba atrayendo…

— Yo también la siento ahora — dijo Salaman —. Es como un tambor que nos convoca. Boom… boom… boom…

Harruel dio la vuelta y miró con fascinación y horror.

Salaman tenía razón: el bramido tenía una especie de fuerza magnética que atraía a todas las criaturas de la planicie para devorarlas. Inclinándose súbitamente, Harruel alzó una roca del tamaño de la mano y la arrojó con furia contra la boca abierta. Cayó a unos cinco o diez pasos.

— Vamos — ordenó con voz áspera y sonorosa —. Vámonos de aquí antes de que sea demasiado tarde.

Y corrieron hacia los viajeros de nuevo. Harruel llevaba a Hresh en brazos, por temor a que fuera hipnotizado por segunda vez y se encaminara a la misma perdición. A sus espaldas, el sonido de las grandes cabezas se hizo más y más insistente y fuerte durante un momento, para luego desaparecer en la distancia.

Cuando los hombres llegaron hasta la tribu, encontraron una escena de caos y confusión. Había comenzado un nuevo ataque de las avesangres. Las feroces criaturas de ojos blancos habían aparecido de improviso desde la oscuridad, por el este, en apretada formación. Se abalanzaban aullando sobre los miembros de la tribu, dispuestas a herir con sus agudos picos, Delim luchaba contra una que le había atrapado la cabeza entre las alas batientes, y Thhrouk combatía contra dos a la vez. Lakkamai, lanzándose hacia delante, arrancó la avesangre del cuerpo de Delim y la partió en dos. La mujer se agachó, llevándose las manos al rostro. Tenía un ojo ensangrentado. Harruel hendía el aire con la espada, abatiendo a una tras otra. Koshmar gritaba palabras de aliento mientras luchaba junto a los demás. Todavía se oía el pesado retumbar de las criaturas lejanas, y por encima de él, los agudos chillidos de las avesangres.

La batalla duró diez minutos. Luego, los pájaros desaparecieron tan repentinamente como habían llegado.

Seis miembros de la tribu habían resultado heridos. De ellos, la más grave era Delim. Torlyri le vendó la herida, pero ya nunca mas volvería a ver por ese ojo. Harruel había recibido dos heridas en el brazo que utilizaba para manejar la espada. Konya también había sufrido daños. Todos se sentían exhaustos y desanimados.

Y ya estaba cayendo la noche. La última luz del sol moribundo arrojaba sobre la planicie un manto carmesí.

— Muy bien — anunció Koshmar —. Es demasiado tarde para continuar. Montaremos el campamento aquí.

Harruel sacudió la cabeza.

— Aquí no, Koshmar. Tenemos que alejarnos más de pesas criaturas — boca. ¿No las oyes? El sonido que emiten es peligroso. La gente se dirigirá hacia ellas durante la noche, avanzando como sonámbulos hacia las mandíbulas abiertas, si nos quedamos aquí.

— ¿Estás seguro?

— Casi perdemos a Hresh — señaló Harruel —. Se dirigía directamente a una de las bocas.

— ¡Yissou! — Koshmar contempló con el ceño fruncido las inmensas cabezas que se recortaban contra el horizonte. Al cabo de un rato escupió y dijo —: Muy bien. Avancemos.

Siguieron andando hasta que fue tan de noche que ya, no pudieron proseguir. Desde allí, el retumbar de las cabezas apenas se percibía. Doloridos, con los pies llagados, con el alma maltrecha, los miembros del Pueblo se dejaron caer con alivio en un lugar donde de la arena manaba una débil corriente.

— Fue un error — suspiró Staip en voz baja.

— ¿Te refieres a haber abandonado el capullo? — preguntó Salaman —. ¿Crees que tendríamos que habernos quedado? ¿Y arriesgarnos a luchar con los comehielos?

Harruel los miró con gesto hosco.

— No nos equivocamos al emprender la Partida — declaró con firmeza —. Sin lugar a dudas, es lo que debíamos hacer.

— Yo me refiero a haber venido en esta dirección — rectificó Staip —. Koshmar se equivocó al traernos por estas planicies miserables. Teníamos que habernos dirigido hacía el sur, hacía la luz del sol.

— ¿Quién sabe? — dijo Harruel —. Un camino es tan bueno como cualquier otro…

En la oscuridad se oían extraños sonidos nocturnos: susurros, cloqueos, chillidos distantes. Y siempre el lejano retumbar de las cabezas gigantes, que lanzaban su pregón hambriento mientras aguardaban al pie de las colinas que se acercaran sus presas indefensas.

Era la quinta semana de la travesía. Torlyri, despertándose al alba, como siempre, para hacer las ofrendas matinales, rodó, se desperezó y se puso en pie, El sol la bañó con su resplandor jubiloso. Silenciosamente, salió del campamento mientras los demás dormían y buscó, hacia el oeste, hasta dar con un sitio propicio para realizar las ofrendas. Parecía un lugar sagrado: un declive abrigado donde miles de pequeños insectos de lomo carmesí construían laboriosamente una intrincada estructura de tierra arenosa. Se arrodilló junto a la construcción, dijo las palabras, pronunció los Nombres y preparó las ofrendas.

La luz del alba era poderosa, tibia y benéfica. En los días pasados había comenzado a notar que el tiempo parecía hacerse más apacible. Al principio, todos los días había despertado entre escalofríos y temblores, pero últimamente el aire de la mañana era suave y agradable, aunque aún no llegaba a ser suave ni agradable.

Era un indicio que le infundía confianza. Después de todo, tal vez ésta fuera realmente la Nueva Primavera.

Torlyri nunca se había sentido segura de ello. Al igual que el resto de la tribu, se había dejado arrastrar fuera del capullo por el insistente optimismo de Koshmar. Por amor a Koshmar no había expresado ninguna oposición tenaz, pero sabía que en la tribu había quienes hubiesen preferido quedarse en el capullo. Partir representaba un paso gigantesco. Era un cambio tan grande que Torlyri apenas podía creer en lo que habían hecho. La tribu había vivido siempre en el capullo; o casi siempre, lo cual era lo mismo. ¡Durante ciento de miles de años, así lo había dicho el viejo Thaggoran. A Torlyri le resultaba imposible imaginar un periodo de cientos de miles de años, o incluso de miles… Mil años era la eternidad. Cien mil años era cien veces la eternidad.

Pero después de haber vivido cien veces la eternidad en el capullo, todos habían partido obedientemente. Como sonámbulos, habían seguido a Koshmar hacia el exterior, hacia un mundo de impensables peligros.

Los feroces zorros-rata, que mostraban los dientes al aullar… había sido una suerte que la tribu estuviera sobre aviso, pues en caso contrario, los muertos habrían sido más de dos. Luego, las avesangres… ¡qué tarea tan espantosa había sido desembarazarse de ellas! Y luego, los otros seres que siguieron, los de las alas de cuero… Y tras ellos, los…

Torlyri lo sabía: en esas planicies les acechaban peligros sin fin. Y allí hacía frío, incluso en ese momento, y la tierra era seca y desalentadoramente árida, y no había muros. No había muros. El capullo ofrecía una total seguridad. Allí no la había en absoluto.

¿Y si se hubieran apresurado demasiado a partir del capullo?

En verdad, habían transcurrido siglos desde la época del último gran cataclismo, según Thaggoran. Pero tal vez éste fuera sólo uno de los intervalos de tranquilidad entre una estrella de la muerte y la siguiente.

Minbain había expresado idénticos temores uno o dos días antes, cuando se acercó a Torlyri para obtener la comunión de Mueri. Era la tercera vez en aquella semana que Minbain solicitaba dicha comunión. La marcha parecía resultarle más dura que al resto de las mujeres, tal vez porque era de cierta edad, aunque había otras más ancianas que Minbain y toleraban bien la travesía. Pero se la veía demacrada y abatida, llena de incertidumbres.

— Thaggoran solía contarnos — dijo Minbain — que cuando caían las estrellas de la muerte, transcurrían cinco mil años en paz. Pero eso no significaba que todo hubiera terminado. Siempre, después de un período sin estrellas de la muerte, caía una nueva. ¿Cómo podemos estar seguros de que el mundo ha visto ya la última?

— Yissou, el Protector, nos ha hecho partir — respondió Torlyri en tono consolador, odiándose por la suavidad con que pronunciaba su mentira piadosa.

— ¿Y si no fue el Protector quien nos indujo? — preguntó Minbain —. ¿Y si fue el Destructor?

— Paz — murmuró Torlyri —. Acércate a mí, Minbain. Déjame aliviar tu alma.

Sin embargo, había escaso reposo para la suya. Se esforzaba por ocultarlo, pero ella sentía tantos temores como Minbain. Nada aseguraba que fuera el verdadero momento de la Partida. Torlyri creía que los dioses les deseaban lo mejor, pero no había forma de comprender las obras de los dioses, quienes tal vez, en su gran sabiduría, habían decidido conducir a la tribu a un error fatal.

¿Cómo se podía saber lo que iba a ocurrir? Mañana, pasado mañana, o al cabo de dos días, bien podían ver cola de una estrella de la muerte surcando los cielos, y luego el mundo entero se sacudiría con la fuerza de la colisión, y el cielo se ennegrecería, y desaparecería todo el calor, y el sol quedaría oculto, y las criaturas que necesitaban de tibieza no tendrían donde refugiarse y terminarían pereciendo. Eso había ocurrido muchas otras veces, en los setecientos mil años del Largo Invierno: ¿cómo podían estar seguros de que no volvería a suceder? Para la tribu, era una deuda con la humanidad preservarse segura hasta que el Largo Invierno finalmente hubiera terminado. Torlyri se preguntaba si sería posible que ellos fuesen los únicos supervivientes.

La idea la atemorizaba. ¡Sólo un frágil grupo de sesenta hombres, mujeres y niños irguiéndose entre la humanidad y la extinción! ¿Cómo podemos arriesgarnos a la destrucción, si somos los únicos supervivientes de nuestra especie? Era como si ellos llevaran sobre los hombros el peso de la presencia humana sobre la Tierra a lo largo de todos esos millones de años: todo se reducía a esta pequeña tribu, a esos pocos seres endebles que viajaban a través de las desoladas planicies. Y eso le parecía algo terrorífico.

Sin embargo… los días eran cada vez más tibios.

Habría sido pueril que el Pueblo se acurrucara en su capullo hasta el fin de los tiempos, aguardando tener la absoluta certeza de que al fin podían emerger con seguridad. Los dioses nunca dan absoluta certeza de nada. Hay que arriesgarse y tener fe. Koshmar creía que la partida era segura. Las profecías se lo habían indicado. Y Koshmar era la cabecilla. Torlyri sabía que nunca lograría contemplar las cosas con la visión clara y osada de Koshmar. Por eso Koshmar era la cabecilla, y ella, una mera sacerdotisa.

Prestó atención a las ofrendas de la mañana. Poco a poco comenzó a sentirse mejor. Yissou realmente protegía y nutría. Los dioses no los habían traicionado al permitir que Koshmar hiciera partir al Pueblo. Todo iría bien. Habían conocido grandes peligros, y aún les aguardaban muchos más en adelante, pero todo iría bien. Estaban protegidos por Yissou.

El Tiempo de la Partida había hecho necesaria la invención de un nuevo rito para el alba. Ya no había que hacer los cotidianos intercambios de objetos procedentes del capullo y del exterior. Ahora, en cambio, cada noche Torlyri llenaba un cuenco con tallos de pasto y granos de tierra del lugar en donde se encontraban, y por la mañana lo orientaba hacia los cuatro confines del cielo e invocaba la protección de los dioses. Luego llevaba el contenido del cuenco al campamento, para vaciarlo por la noche en el campamento siguiente. De esa forma, Torlyri construía una religiosidad continua, mientras el Pueblo se abría camino por la faz de ese mundo desconocido.

A ella le resultaba vital asegurar esa continuidad. Ahora que Thaggoran había muerto, era como si todo el pasado se hubiera desvanecido, como si la tribu hubiese quedado huérfana, sin ancestros ni herencia. Avanzaban a tientas hacia la oscuridad, adivinando cada situación que les aguardaba más adelante. La muerte del cronista había cercenado cruelmente sus pasados, lo cual les forzaba a crear una nueva madeja de historia que se proyectara hacia los años venideros.

Cuando esa mañana Torlyri concluyó los ritos, se puso en pie para retornar al campamento. Inesperadamente, algo se movió bajo sus pies, sobre la tierra. Echó un vistazo, hurgó en el suelo arenoso, y lo sintió temblar en respuesta a sus movimientos. Dejó el cuenco a un lado, rastrilló la superficie de la tierra y dejó al descubierto algo que parecía una gruesa soga, rosada y brillante, enterrada a poca profundidad. Se retorcía de modo convulsivo, como irritada. Extendió la punta del dedo y tocó el animal. Éste se sacudió con tanto vigor que una larga porción de su cuerpo, como dos brazos humanos, emergió de la tierra y se arqueó en el aire como un alambre tensado. La cabeza y la cola de la criatura permanecían ocultas.

— ¡Qué culebra tan desagradable! — se oyó una voz desde arriba —. ¡Mátala, Torlyri! ¡Mátala!

Alzo la mirada. Koshmar estaba de pie en lo alto de la pendiente.

— ¿Por qué estás aquí? — preguntó Torlyri.

— Porque no quería estar allí — respondió Koshmar, sonriendo de modo curiosamente tímido.

Torlyri comprendió. Esa sonrisa no dejaba margen para la duda. Koshmar quería entrelazarse, algo que no habían hecho desde que habían dejado el capullo.

Allí había cámaras de entrelazamiento para estar en privado; pero aquí, bajo la inmensa cúpula del cielo, no había intimidad alguna. Y en cierta manera, durante las tensiones y sorpresas de la travesía no les había parecido apropiado entrelazarse, a pesar de que era algo esencial para el bienestar del alma. Para Koshmar, al parecer, era algo que no podía postergarse más. Por eso había seguido a Torlyri hasta el lugar de las ofrendas, y Torlyri se sentía dichosa. Con afecto, tendió la mano a su compañera de entrelazamiento. Koshmar descendió por la pendiente hasta ella.

La criatura seguía retorciéndose sobre la arena. Koshmar extrajo su cuchillo.

— Si tú no la matas, lo haré yo.

— No — dijo Torlyri.

— ¿No? ¿Por qué no?

— No nos ha hecho daño. No sabemos que es. ¿Por qué no la dejamos en paz, Koshmar, y que se marche a algún otro sitio?

— Porque me resulta detestable. Es espantosa.

Torlyri la miró extrañada.

— Jamás te había oído hablar así. ¿Matar por puro gusto de matar, Koshmar? No es propio de ti. Déjala vivir. Matar sin necesidad es un pecado contra el Dador. Deja tranquila a la criatura. — Algo perturbaba a Koshmar. Torlyri trató de distraerla —. Mira allí, qué castillo han construido esos insectos.

— Extraordinario… — comentó Koshmar, indiferente.

— ¡Lo es! Mira, han hecho una puertecílla, ventanas y pasadizos, y por aquí…

— Sí, maravilloso — la interrumpió Koshmar sin prestar atención. Dejó a un lado el cuchillo. Al parecer, también había perdido interés por la culebra —. Entrelázate conmigo, Torlyri.

— Desde luego. Aquí mismo, ¿te parece?

— Aquí mismo. Ahora. Me parece que ha pasado un millón de años…

— Sí. Ya lo creo.

Torlyri asintió. Con ternura, acarició la mejilla de su compañera y se tendieron juntas en el suelo. Sus órganos sensitivos se rozaron, se encogieron y volvieron a buscarse. Entonces, suavemente, enroscaron los órganos sensitivos uno alrededor del otro en los exquisitos e intrincados movimientos del entrelazamiento. Ingresaron en los primeros estadios de la unión.

Uno tras otro, fueron atravesando los niveles de contacto, fácilmente, con suavidad, con el arte que da el profundo conocimiento recíproco. Desde niñas habían sido compañeras de entrelazamiento; jamás habían deseado a nadie más, como si hubieran sido mitades innatas de una sola unidad. A algunos les resultaba difícil llegar a entrelazarse, pero no a Koshmar y Torlyri.

Y sin embargo, esa vez hubo pequeñas vacilaciones y desencuentros que Torlyri no esperaba. Koshmar se encontraba inusualmente alerta y tensa; su alma parecía rígida, como una barra de metal en un paraje helado. Tal vez se debe a que hace mucho que no nos entrelazamos, pensó Torlyri. Pero probablemente el problema fuera más complejo que la mera abstinencia. Se abrió a Koshmar y sus almas se fundieron. Torlyri trató de alejar del corazón de Koshmar esa negrura que parecía haber invadido su alma.

Era una comunión mucho más íntima que el apareamiento. Koshmar siempre había observado la cópula con desdén, y Torlyri la había intentado dos o tres veces a lo largo de los años sin encontrar mucho atractivo en ello. La mayoría de los miembros de la tribu copulaba raras veces, ya que el apareamiento provocaba la procreación, y la procreación por fuerza era un hecho infrecuente, dada la escasa necesidad de renovar la población que tenía el capullo. Pero entrelazarse… ¡ah, eso era algo distinto!

El entrelazamiento era una forma de amar, sí, y una forma de curar, y en algunos casos una forma de obtener conocimientos que no podían adquirirse por otros medios. Y además, era muchas otras cosas.

Sus cuerpos y sus almas se estrecharon, y juntas flotaron hacia las profundidades, progresivamente, por los incontables niveles que conducían a esa meta de oscura y plácida unión. Iban a la deriva, como plumas sobre tibias ráfagas, leves, transportadas sin esfuerzo… Recorrían sin dificultad los acantilados rocosos y las ásperas hondonadas del alma, eludiendo con pura simplicidad los cañones traicioneros y las emboscadas de la mente. Por fin, ambas se atravesaron por completo hasta encontrarse unidas, conteniendo y encerrándose mutuamente, cada una abierta en su totalidad al flujo y al rumor del alma de su compañera. Torlyri buscó el origen de la angustia de Koshmar, pero no lo encontró. Pero luego, en la dichosa unión del entrelazamiento, ya no pudo consagrarse a otra cosa que no fuera la unión misma.

Después permanecieron juntas, abrazadas en la tibieza de su plenitud.

— ¿Se te ha ido? — quiso saber Torlyri —. La sombra, esa nube que había dentro de ti…

— Creo que sí.

— ¿Qué era? ¿Quieres decírmelo?

Koshmar se mantuvo en silencio durante unos instantes. Parecía esforzarse por articular la angustia que había en su interior y que Torlyri había percibido durante el entrelazamiento como un apretado nudo de sombras, imposible de penetrar, de comprender, de desenredar…

Al cabo de un rato, Koshmar hundió los dedos con firmeza en la tupida piel oscura de Torlyri, y empezó, como desde muy lejos:

— ¿Recuerdas lo que dijo el hjjk, recuerdas sus últimas palabras?: «No hay humanos, mujer-de-carne».

— Sí. lo recuerdo.

— No puedo olvidarlo… Me quema, Torlyri. ¿Qué habrá querido decir?

Torlyri se dio media vuelta y acercó los ojos a los de Koshmar, brillantes e intensos.

— Sólo estaba desvariando. Deseaba perturbarnos, eso es todo. Estaba impaciente, molesto porque no lo dejábamos pasar. Por eso dijo algo al azar para herirnos. Fue sólo una mentira.

— Pero sobre los zorros-rata no mintió — señaló Koshmar.

— Aun así, eso no significa que todo lo demás fuera cierto.

— ¿Y si lo es? ¿Y si somos los únicos que quedan.

— Koshmar parecía arrancarse las palabras desde el fondo del pecho.

El escalofriante pensamiento resonó con las especulaciones que Torlyri había sopesado minutos antes.

— Lo mismo he pensado yo, Koshmar. Y he sentido la responsabilidad que recae sobre nosotros si somos los últimos sesenta humanos que hay en el mundo… si todos los demás perecieron durante las carencias del Largo Invierno — declaró con tono sombrío.

— Sí, qué terrible responsabilidad…

— ¡Cómo debe pesar sobre ti, Koshmar!

— Pero ya me siento menos preocupada. Ahora que nos hemos entrelazado, Torlyri, me siento más fuerte. — ¿Ah, sí? Koshmar se echó a reír.

Tal vez sólo necesitaba entrelazarme contigo, ¿eh? Me sentía muy angustiada. Tenía la sensación de haber cometido alguna insensatez. Y el castigo por la estupidez es siempre terrible. Sabía que era la única responsable, que había sido yo quien decidió abandonar el capullo, que Tahaggoran había albergado sus dudas y que tú…

— Sacudió la cabeza —. Como siempre me has alentado, Torlyri. Has compartido tu fortaleza conmigo y me has ayudado a seguir. El hjjk mentía, ¿eh? No somos los únicos. Encontraremos a los demás y reconstruiremos el mundo. ¿No es así? Desde luego. Desde luego. ¡Quién lo pondría en duda! ¡Ay, Torlyri, Torlyri! ¡Cuánto te amo!

La abrazó con exaltación. Pero Torlyri respondió a su gesto con reservas. En los últimos momentos había percibido que se producían ciertos cambios en su alma, oscureciéndola con una sombra densa y lúgubre. Las incertidumbres del día anterior habían regresado. La suerte del Pueblo otra vez parecía estar en precario equilibrio sobre un abismo infinito. Se hallaba perdida en dudas y cavilaciones, como si Koshmar le hubiese transmitido su angustia durante la comunión del entrelazamiento.

Al cabo de un rato, Koshmar se apartó y le pregunto:

— ¿Ahora eres tú la que está preocupada?

— Tal vez sí.

— No lo permitiré. ¿Has aliviado mi alma a costa de la tuya?

— Si te he alejado de tus temores, me siento feliz — dijo Torlyri —. Pero sí. Supongo que los miedos que te acosaban ahora hacen mella en mí. — Tomó un puñado de arena y lo arrojó con irritación. Al fin dijo —, ¿Y si fuéramos los únicos humanos, Koshmar?

— ¿Sí fuéramos los únicos? — repitió Koshmar con altivez —. Pues en ese caso heredaremos la Tierra. ¡Nuestro grupo! La convertiremos en nuestro reino. La poblaremos con nuestra especie. Debemos ser muy cautos, porque en caso de que no hubiera más humanos que nosotros, seríamos algo muy preciado.

La súbita vivacidad de Koshmar era irresistible. Casi al instante Torlyri sintió que las preocupaciones comenzaban a disiparse.

— Y, sin embargo — prosiguió Kohsmar —, poco cambia que seamos los últimos o que haya algunos otros más. En todo caso, debemos avanzar con cautela, a lo largo de todos los peligros que este mundo nos depare. Sobre todo, debemos resguardarnos y protegernos los unos a los…

— ¡Oh, mira, mira Koshmar! — exclamó Torlyri.

Señalaba el castillo de los insectos. La criatura alambre se había liberado por completo de la capa de tierra que la cubría. Era inmensamente larga, más o menos con la longitud de tres o cuatro hombres. Arqueándose hacia arriba y dejándose caer, azotaba las elaboradas torres y paredes de la estructura. Su rostro sin ojos ni rasgos terminaba en unas fauces abiertas. Cuando dejó el castillo al descubierto, comenzó a devorar a los pequeños insectos rojos y los escombros de tierra derruidos en una sucesión de mordiscos voraces que no tardaron en acabar por completo con los artífices de la construcción.

Koshmar se estremeció.

— Sí: peligros por todas partes. Te dije que quería.

— ¡Pero sí no te ha hecho daño!

— ¿Y a los insectos cuyo castillo está destruyendo?

Torlyri sonrió.

— No les debes ningún favor, Koshmar. Todas las tienen que comer, aun estos seres desagradables con forma de alambre. Ven, déjalo terminar su desayuno en paz.

— A veces pienso que eres menos tierna de lo que pareces Torlyri.

— Todas las criaturas tienen que comer… — concluyó.

Dejó a Torlyri para que finalizara el rito que había interrumpido y regresó al campamento de la tribu. Ya había asado la hora del amanecer, y la gente iba y venía por doquier.

Se detuvo sobre un montículo y dirigió la mirada al oeste. Era bueno sentir sobre la espalda y los hombros el calor del sol matinal.

La tierra que yacía por delante se aplanaba para formar un amplio valle sin montañas, sin árboles y casi sin rasgos de ninguna clase. Era una tierra muy seca y arenosa, sin lagos, sin ríos. Sólo la humedecería el más débil de los arroyos. Aquí y allá, se veía la cúpula redondeada de algunas colinas. Parecía como si alguna fuerza gigantesca las hubiera aplastado y erosionado. Muy probablemente así había sucedido. Koshmar trató de imaginar las enormes capas de hielo depositadas sobre la tierra. Hielo tan pesado que fluía como un río… Hielo que cortaba las montañas, que las reducía a escombros, que las arrasaba durante los cientos de miles de años del largo Invierno. Eso es lo que Thaggoran había dicho que el mundo había sufrido mientras la tribu anidaba en el capullo.

Koshmar deseaba que Thaggoran estuviese allí, con ella, en ese momento. Ninguna otra pérdida podía haber sido más dolorosa. No había advertido hasta qué punto se apoyaba sobre él hasta que se enfrentó con su muerte. Había sido la mente y el alma de la tribu. Y los ojos de la tribu. Sin él eran un Pueblo ciego, avanzando a tientas de un lado a otro, sin saber nada de los misterios que los rodeaban por doquier.

Apartó aquel pensamiento. Thaggoran había sido importante, pero no indispensable. Nadie lo era. No permitiría que su muerte le doblegara el espíritu. Con o sin Thaggoran, seguirían adelante, y sí era necesario abrirían una senda por el vientre redondo de la tierra, ya que su destino era proseguir hasta lograr lo que estaba escrito que debían conseguir. Sabía que su tribu era un pueblo especial. Y ella era una cabecilla especial. De eso también estaba segura. Nada la disuadiría.

A veces, durante esos días de marcha, cuando se sentía aun insegura, y cuando la fatiga, el resplandor del sol y el viento seco y frío transmitían dudas y flaquezas a su alma, llamaba mentalmente a Thaggoran y se valía de él para reafirmar su resolución.

— ¿Qué dices, anciano? — preguntaba —. ¿Debemos regresar? ¿Encontraremos en algún lugar una montaña segura y podremos construir un nuevo capullo para nuestro pueblo?

Y él sonreía. Se inclinaba hacia ella, buscando su mirada con aquellos ojos ancianos y enrojecidos, y contestaba.

— No digas tonterías, mujer.

— ¿Son tonterías?

— Naciste para hacernos partir del capullo. Es lo que los dioses esperan de ti.

— Los dioses… ¿Quién puede entender a los dioses?

— Así es — decía el viejo Thaggoran — No nos corresponde a nosotros interpretar a los dioses. Sólo estamos aquí para hacer lo que ellos nos señalan, Koshmar.

¿Eh? ¿Qué dices a esto?

— Seguiremos adelante, anciano. Nunca podrás conde que regresemos — replicaba ella.

— Lejos de mí tal intención — respondía, antes de desaparecer de su vista en una niebla transparente.

Ahora, de cara al oeste, Koshmar trataba de leer las profecías inscritas sobre el duro cielo azul. Al norte se extendía una línea de suaves nubes blancas, Muy altas, muy distantes. Bien. Las nubes grises, bajas y pesadas eran nubes de nieve. No veía ninguna de ellas en este momento. Las que contemplaba no entrañaban peligro alguno. Al sur se alzaba una línea de polvo que se agitaba sobre el horizonte. Eso podía significar cualquier cosa. Tal vez fueran altos vientos acuchillando el suelo seco. O una manada de bestias inmensas avanzando en tropel hacia ellos. O un ejército enemigo. Cualquier cosa. Cualquier cosa.

— ¿Koshmar?

Se dio la vuelta. Harruel se le había acercado sin que ella lo notara. Se había detenido de pie a su lado. Su figura gigantesca, poderosa, de hombros anchos y talle macizo, proyectaba una enorme sombra que se alargaba hacia un lado como un manto negro tendido sobre la tierra. Tenía el pelaje de un tinte rojizo y oscuro, y le crecía en las mejillas y el mentón formando una barba salvaje que ocultaba sus rasgos, dejando sólo a la vista unos ojos azules y fríos.

Koshmar se sintió irritada ante esta forma de aparecer en silencio, ante su cercanía casi irreverente.

— ¿Qué sucede, Harruel? — preguntó fríamente.

— ¿Cuándo levantaremos el campamento, Koshmar?

Se encogió de hombros.

— No lo sé. Aún no lo he decidido. ¿Por qué me lo preguntas?

— Quieren saberlo. No les agrada este sitio. Les resulta muy seco, inhóspito. Quieren seguir adelante.

— Si tienen alguna pregunta, que me la hagan a mí, Harruel.

— No te encontraban por ninguna parte. Supusimos que habías salido por ahí con Torlyri. Me lo preguntaron, pero no supe qué responderles.

Le miró con fijeza. En su voz había un tono que nunca antes había percibido. Con aquel mero sonido parecía estar insinuando ciertas críticas hacia ella: era un tono áspero, recriminatorio. Casi había algo de desafío en él.

— ¿Tienes algún problema, Harruel?

— Problema? ¿Qué clase de problema? Ya te lo he dicho: quieren saber cuándo nos marcharemos de aquí.

— Debían habérmelo preguntado a mí.

— Ya te lo he explicado, no te encontraban por ninguna parte.

— Lo mejor habría sido — prosiguió, ignorando la respuesta de Harruel — que no se lo hubiesen preguntado a nadie, y que aguardaran a que yo se lo explicara.

— Pero me lo preguntaron a mí. Y yo no supe qué decirles.

— En efecto — replicó Koshmar —. No había nada que explicar. Todo lo que tenías que haber respondido es. «Nos aquí hasta que Koshmar ordene que nos marchemos.» Tales decisiones me corresponden a mí. ¿O acaso preferirías tomarlas en mí lugar, Harruel?

La miró azorado.

— ¿Cómo podría hacer semejante cosa? ¡Tú eres la cabecilla Koshmar!

— Sí. Será mejor que no lo olvides.

— No comprendo qué estás tratando de…

— Déjame — le ordenó — ¿Quieres? Vete, vete, Haruel.

Por un instante advirtió en su mirada un sentimiento de furia, con una nota de confusión y tal vez otra de miedo. Koshmar no estaba segura con respecto al temor. Siempre había creído que podía leer la mente de con facilidad, pero no en este momento. Él permaneció un instante contemplándola con el ceño fruncido, abriendo y cerrando los labios como si considerara y rechazara diversas respuestas airadas. Al fin, con un malhumorado gesto de respeto, giró sobre sus talones con grandilocuencia y se alejó. Ella permaneció observándolo, agitando la cabeza, hasta que llegó al campamento.

Qué extraño, pensó. Muy extraño.

En este lugar sin muros, todos parecían transformarse bajo la presión de la vida. Descubría los cambios en sus ojos, en sus rostros, en la forma de mover el cuerpo. Algunos parecían estar beneficiándose con las adversidades. Konya, quien siempre había sido un hombre silencioso y reservado, ahora reía y cantaba de pronto en mitad de la marcha del grupo. O el niño Haniman, siempre tan rollizo y holgazán. Ayer había pasado corriendo a su lado y casi no le había reconocido, de tan vigoroso que se había vuelto. Pero otros parecían haberse debilitado y cansado durante la marcha, como Minbain, o el joven Hignord, quien avanzaba con los hombros caídos, arrastrando el órgano sensitivo por el polvo.

Y ahora Harruel, que la seguía para exigir que pronunciara la orden de levantar el campamento, se comportaba casi como si se considerara el cabecilla. Era alto y fuerte, pero nunca había revelado esa clase de ambiciones. Siempre se había mostrado cortés bajo su modo adusto, obediente, confiado. Aquí, en esta tierra sin muros, algo negro y amargo parecía haberse apropiado de su alma y últimamente apenas lograba ocultar su deseo de gobernar la tribu en su lugar.

Desde luego, eso no podía ser. La cabecilla siempre era una mujer: jamás había ocurrido lo contrario desde la fundación de la tribu, y eso nunca cambiaría. Un hombre como Harruel era más fuerte y grande que cualquier mujer, sí, pero la tribu no podía confiar en un hombre como líder, por muy corpulento que fuera. Los hombres no tenían ingenio; los hombres no sabían prever los acontecimientos a largo plazo; los hombres, al menos los hombres fuertes, eran demasiado bruscos, demasiado coléricos, demasiado apresurados. En ellos había demasiada ira, sólo Yissou sabía por qué, y eso les impedía pensar sobriamente. Koshmar recordaba a Thekmur diciéndole que la ira procedía de las bolas que tenían entre las piernas, y que constantemente se les subía a los sesos, incapacitándoles para gobernar. Eso había sido durante las últimas semanas de vida de Thekmur, poco después de que la hubiese designado su sucesora formal. Y Thekmur probablemente había obtenido su conocimiento de los mismos hombres, a quienes había conocido de cerca por haberse aproximado a ellos en condición de mujer, cosa que Koshmar jamás había sentido deseos de hacer.

¡Dioses!, pensó. ¿Será que Harruel me desea?

Era una idea que la horrorizaba y la dejaba perpleja.

Tendría que observarle de cerca. Sin duda, en la mente de Harruel había surgido algo que antes no estaba allí. Si él no podía ser cabecilla en persona, acaso proyectaba convertirse en el cabecilla de la cabecilla. Pero eso e Koshmar jamás permitiría. Sin embargo, a Harruel, necesitaba su portentosa fortaleza, su valentía. Incluso necesitaba su ira. Esta situación exigiría de ella toda su prudencia.

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