1 — EL HIMNO DE LA NUEVA PRIMAVERA

Fue un día como no hubo otro en toda la memoria del Pueblo. A veces transcurría medio año o más en el capullo donde setecientos mil años atrás se habían refugiado los primeros miembros de la tribu de Koshmar, con ocasión del Largo Invierno, sin que sucediera un solo hecho digno de ser registrado en las crónicas. Pero aquella mañana ocurrieron tres acontecimientos extraordinarios en el lapso de una hora, y después de esa hora la vida jamás volvió a ser igual para Koshmar y su tribu.

Primero, el descubrimiento de que una laboriosa falange de comehielos se aproximaba al capullo desde abajo, procedente de las heladas profundidades del mundo.

Quien dio con ellos fue Thaggoran, el historiador. Era el anciano de la tribu, éste era su título y su condición. Había vivido más que cualquiera de los demás. Puesto que se encargaba de las crónicas, tenía el privilegio de vivir hasta que le sobreviniera la muerte. Thaggoran tenía la espalda encorvada, el pecho hundido y hueco, los ojos húmedos y con un eterno ribete rojizo; el pelaje, blanco y ralo por la edad. Y, sin embargo, en él había fuerza y vigor. Thaggoran vivía diariamente en contacto con las eras pasadas y, según él, esta circunstancia lo preservaba y mantenía: el conocimiento de los ciclos pasados del mundo, el vínculo con la grandeza que había florecido en los pretéritos días de calor.

Hacía semanas que Thaggoran deambulaba por los antiguos pasadizos que se extendían por debajo del capullo tribal. Buscaba piedraluces, esas gemas preciosas de sumo esplendor, útiles en el arte de la adivinación. Los pasadizos subterráneos por los que reptaba habían sido tallados por sus remotos ancestros, quienes abrieron una ruta tras otra en la roca viva con labor paciente e infinita cuando llegaron hasta allí para ocultarse de las estrellas que explotaban y de las lluvias negras que destruían el Gran Mundo. Desde hacía diez mil años, nadie había encontrado una piedraluz en aquellos pasadizos. Pero ese año, Thaggoran había soñado tres veces que agregaría una más a la pequeña colección que atesoraba la tribu. Conocía y valoraba el poder de los sueños. De forma que casi no pasaba día sin que se internara en las profundidades.

Avanzaba por el túnel más frío y hondo de todos, aquel que denominaban Madre de la Escarcha. Mientras reptaba cautelosamente sobre manos y rodillas en la oscuridad, buscando con su segunda vista las piedraluces, que suponía incrustadas entre los muros del túnel en algún lugar delante suyo, sintió un temblor, un estremecimiento súbito y extraño, como un latido Punzante que le puso la piel de gallina. La impresión corrió a lo largo de su órgano sensorial, desde el sitio de donde emergía, en la base de la columna, hasta la punta. Era la sensación provocada por la presencia cercana de criaturas vivientes.

Sobrecogido por la alarma, se detuvo de inmediato y permaneció inmóvil, inerte.

Sí. Sentía el claro efluvio de una vida cercana, algo inmenso que se revolvía sin cesar a sus pies, como si un barreno lento y denso horadara la roca. Algo vivo, allí en las profundidades frías y tenebrosas, royendo el desolado y oscuro corazón de la montaña.

— ¡Yissou! — murmuró, haciendo la señal del Protector — ¡Emakkís! — susurró, haciendo la señal del Dador — ¡Dawinno! ¡Friit!

Con temor, con estupor, Thaggoran apretó la mejilla contra el duro suelo de roca del túnel. Oprimió las yemas de los dedos en la piedra helada. Proyectó su segunda vista hacía fuera y abajo, trazando un amplio arco de lado a lado con el órgano sensorial.

Sintió que le inundaban impresiones más fuertes, innegables e incontrovertibles. Se estremeció. Nerviosamente, palpó el antiguo amuleto que pendía de un lazo bajo su garganta.

Un ser viviente, sí, De escasa inteligencia, casi sin mente, pero decididamente vivo, palpitante de intensa y febril vitalidad. Y no muy lejos. Thaggoran calculó que les debía de separar una capa de roca no superior al ancho de un brazo. Poco a poco, la imagen cobró forma: una inmensa criatura de cuerpo grueso y sin miembros, erguida sobre la cola dentro de un túnel vertical apenas más ancho que ella misma. A lo largo del carnoso cuerpo corrían grandes cerdas negras más gruesas que el brazo de un hombre, y de los hondos cráteres rojos que se abrían sobre su piel blanca emanaban poderosos vahos nauseabundos. Se movía a través de la montaña, hacia arriba, con inexorable determinación, abriéndose paso con unos dientes anchos y romos como pedruscos. Mordisqueaba la roca, la digería y la excretaba convertida en arena húmeda por el extremo opuesto de un cuerpo inmenso y carnoso, del largo de treinta hombres.

Pero no era la única criatura de su especie que realizaba la ascensión. A derecha e izquierda, Thaggoran comenzó a percibir otras emanaciones pesadas y palpitantes. Había tres de aquellas enormes bestias, cinco; tal vez una docena de ellas. Cada una se hallaba confinada en un estrecho túnel, cada una empeñada en un apresurado periplo hacia las alturas.

Comehielos, pensó Thaggoran, ¡Yissou! ¿Era posible?

Estupefacto, atónito, se acuclilló inmóvil, atendiendo el latido de la almas de las inmensas bestias.

Sí. Ahora estaba seguro: había comehielos moviéndose por allí. Jamás había visto ninguno — nadie que permaneciera con vida había visto nunca a un comehielos — pero en su mente se almacenaba una clara imagen de ellos. Las páginas más antiguas de las crónicas tribales los describían: vastas criaturas que los dioses habían creado en los primeros días del Largo Invierno, cuando los pobladores menos resistentes del Gran Mundo perecían por el frío y la oscuridad. Los comehielos se apropiaron de los lugares sombríos y recónditos de la Tierra; no necesitaban aire, luz ni calor. Al contrario, evitaban tales fenómenos como si se tratara de veneno. Y los profetas habían vaticinado que al final del invierno llegaría una época en que los comehielos comenzarían a ascender hacia la superficie, hasta emerger por fin a la brillante luz del día para encontrar su ocaso.

Al parecer, los comehielos habían iniciado su ascensión. Entonces, ¿estaría llegando a su fin el interminable invierno?

Tal vez estos comehielos se habían confundido. Las crónicas testimoniaban que antes de ésa había existido una profusión de falsas profecías. Thaggoran conocía bien los textos: el Libro del Aciago Amanecer, el Libro del Frío Despertar, el Libro del Equívoco Resplandor.

Pero poco importaba que éste fuese un verdadero presagio de la primavera o uno más de tantos desencantos tentadores. De algo no cabía duda: el Pueblo tendría que abandonar su capullo e internarse en el misterio y los enigmas del mundo abierto.

Thaggoran vislumbró de inmediato la catástrofe en toda su magnitud.

Los años de surcar aquellos pasadizos oscuros y abandonados habían delineado un mapa indeleble de intrincados esquemas en su mente, en brillantes líneas escarlatas. La ruta ascendente de estos monstruos gigantes e indiferentes, que horadaban lentamente tierra y roca, los llevaría en su momento a atravesar el centro del habitáculo donde el Pueblo había vivido durante miles de años. De eso no cabía la menor duda. Los gusanos aparecerían justo por debajo del sitio donde se asentaba la piedra sagrada. Y la tribu sería tan incapaz de detenerlos en su ciego ascenso como de atrapar una estrella de la muerte en una red de hierba tejida.


En ese mismo instante, muy por encima de la caverna donde Thaggoran espiaba de rodillas a los comehielos, Torlyri, la de las ofrendas, compañera de entrelazamiento de Koshmar, la cabecilla, se aproximaba a la salida del capullo. Era la hora del amanecer, cuando Torlyri hacía la diaria ofrenda a los Cinco Celestiales. Alta y suave, Torlyri era célebre por su gran belleza y dulzura de alma. Su pelaje era de un negro lustroso, surcado por dos increíbles espirales blancas y brillantes que le recorrían todo el cuerpo. Por debajo de la piel se destacaba la poderosa ondulación de sus músculos. Tenía los ojos mansos y oscuros; la sonrisa, cálida y fluida.

Todos los de la tribu amaban a Torlyri. Desde niña había dado señales de ser especial: una verdadera líder a quien los demás podían recurrir en busca de consejo y apoyo. De no ser por la ternura de su espíritu, bien podría haber ocupado el lugar de Koshmar como cabecilla. Pero no bastan belleza y fortaleza. Una cabecilla no debe ser tierna.

Así, nueve años antes, cuando la vieja cabecilla Thekmur llegó a la. edad límite, se dirigieron a Koshmar y no a Torlyri.

— Éste es el día de mi muerte — había anunciado a Koshmar la pequeña y fibrosa Thekmur.

— Y es el día de tu coronación — añadió Thaggoran.

Y así fue como Koshmar se convirtió en cabecilla, tal como se había convenido cinco años atrás. Para Torlyri habían decretado un destino distinto. Cuando, no mucho después, llegó la hora de que Gonnari, la de las ofrendas, atravesara la salida del capullo tal como Thekmur lo había hecho en su día, Thaggoran y Koshmar se acercaron a Torlyri para depositar en sus manos el cuenco de las ofrendas. Entonces, Koshmar y Torlyri se abrazaron con lágrimas en los ojos y se presentaron ante la tribu para aceptar la elección. Después, las dos celebraron su doble designación de forma más privada, con risas y amor, en una de las cámaras de entrelazamiento.

— Ahora es nuestro turno de gobernar — le dijo Koshmar ese día.

— Sí — replicó Torlyri —. Por fin ha llegado nuestra hora.

Pero ella sabía la verdad: para Koshmar era tiempo de gobernar; para Torlyri, de servir. Y, sin embargo, ¿no eran ambas servidoras del Pueblo, tanto la cabecilla como la mujer de las ofrendas?

Durante aquellos nueve años, Torlyri había hecho el mismo viaje cada vez que la silenciosa señal atravesaba la abertura del capullo para anunciarle que el sol había ingresado en el firmamento: fuera del capullo, junto al cielo, más y más arriba, atravesando el risco y el sinuoso enjambre de angostos corredores que conducían hacia la cresta, hasta llegar finalmente a la llanura de la cima, al Lugar de la Salida, donde realizaría el ritual que constituía su primera responsabilidad ante el Pueblo.

Allí, cada mañana, Torlyri abría la salida del capullo y cruzaba el umbral, avanzando con cautela unos pasos hacía el mundo exterior. La mayoría de los miembros de la tribu atravesaba ese umbral sólo tres veces en la vida: el día del nombramiento, el día del entrelazamiento y el día de la muerte. La cabecilla veía el mundo exterior una cuarta vez: el día de la coronación. Pero Torlyri tenía el privilegio y el deber de salir al mundo exterior todas las mañanas de su vida. E incluso ella sólo podía llegar hasta la piedra de las ofrendas, de granito rosado salpicado de copos de fuego, seis pasos más allá del portal. Sobre esa piedra sagrada depositaba el cuenco de las ofrendas, que contenía algunas cosillas del mundo interior: unas moras de luz, unas hebras de paja para cubrir muros o un pedazo de carne chamuscada; luego vaciaba el cuenco del día anterior y recogía algo del mundo exterior para llevar de regreso: un puñado de tierra, unos guijarros desperdigados, unas briznas de hierbarroja. Ese intercambio diario era esencial para el bienestar de la tribu. Con ello, cada día se decía a los dioses: No hemos olvidado que pertenecemos al mundo y que estamos en el mundo, aun cuando debamos vivir apartados de él en este momento. Algún día saldremos de nuevo y habitaremos sobre la tierra que habéis hecho para nosotros, he aquí estas ofrendas en señal de nuestra promesa.

Al llegar al Lugar de la Salida, Torlyri depositó sobre el suelo el cuenco de las ofrendas y aferró la manivela que abría la abertura. Era una manija inmensa y brillante, engorrosa de manipular, pero en las manos de Torlyri se movía con soltura. Se sentía orgullosa de su fortaleza. Ni Koshmar ni ninguno de los hombres de la tribu, ni aun el gigantón Harruel, el más grande y fuerte de los guerreros, podía igualarla en forcejear con los brazos, en luchar con los pies, en trepar por las cavernas.

El portal se abrió y Torlyri lo traspasó. El aire punzante y nítido de la mañana le hirió las fosas nasales.

El sol acababa de asomar. Su fulgor rojo y helado colmó el cielo oriental, y las volátiles motas de polvo que danzaban en el aire gélido parecían fulgurar y resplandecer con una llama interior. Más allá de la cornisa sobre la cual se erguía, Torlyri contempló el río ancho y veloz que fluía por debajo y que irradiaba el mismo tono ardiente de la luz matinal.

En épocas pasadas, los que vivían en las orillas de ese gran río lo conocían por el nombre de Hallimalla, y antes de eso se había llamado Sipsimutta, y en tiempos mas remotos aun su nombre había sido Mississippi. Torlyri no sabía nada de eso. Para ella, el río era simplemente el río. Todos esos otros nombres habían permanecido olvidados durante cientos de miles de años. Desde la llegada del Largo Invierno, la Tierra había conocido épocas muy duras. El mismo Gran Mundo se había perdido, ¿por qué razón tendrían que haber perdurado los nombres? Sólo habían quedado unos pocos, unos pocos. El río ya no tenía nombre.

El capullo donde habían transcurrido las vidas de los sesenta miembros de la tribu de Koshmar — y donde sus ancestros se habían refugiado desde el tiempo más remoto, subsistiendo a la interminable oscuridad y al frío ocasionados por la lluvia de estrellas de la muerte — era una madriguera cómoda y acogedora, socavada a un lado de un risco que se elevaba por encima de ese gigantesco río. Al principio, así lo afirmaban las crónicas, los que habían sobrevivido a los primeros días de lluvias negras y fríos pavorosos se habían contentado con vivir en simples cavernas, comiendo raíces y nueces, y atrapando a cuanta criatura comestible se ponía a su alcance. Pero luego el invierno se encarnizó y las plantas y los animales salvajes fueron desapareciendo del mundo.

¿Alguna vez el ingenio humano había afrontado un desafío mayor? La respuesta fue el capullo: esa guarida enterrada y autoabastecida, socavada en laderas y riscos, por debajo de la capa de nieve. Las cámaras aisladas del capullo fueron ocupadas por pequeños grupos cuyo número se regulaba mediante un estricto control de la natalidad. Racimos de luminiscentes moras de luz proveían de iluminación; intrincados pozos de ventilación proporcionaban aire fresco; el agua se obtenía de corrientes subterráneas. En cámaras adyacentes se criaban cultivos y ganado, elegantemente adaptados al crecimiento bajo luz artificial por medio de artes mágicas ya olvidadas. Los capullos eran pequeños mundos insulares, totalmente autónomos y autosuficientes, cada uno de ellos aislado como si se hubiera embarcado en un periplo solitario a través de la profunda noche del espacio. En ellos, los supervivientes de la gran calamidad del mundo aguardaban a lo largo de siglos y siglos a que llegara el momento en que los dioses se cansaran de arrojar desde el Cielo las estrellas de la muerte.

Torlyri fue hasta la piedra de ofrendas, depositó el cuenco, miró en cada una de las Cinco Direcciones Sagradas y fue desgranando uno por uno los Cinco Nombres.


Yissou, Protector

Emakkís, Dador

Friit, Sanador

Dawinno, Destructor

Mueri, Consoladora


Su voz resonaba y vibraba en el silencio. Mientras recogía el cuenco del día anterior para vaciarlo, escudriñó más allá del borde del acantilado, hacia el río. A lo largo de la escarpada ladera desnuda, donde sólo podían crecer pequeños arbustos leñosos y retorcidos, yacían por doquier huesos blanquecinos y frágiles, dispersos y apilados, como ramas diseminadas al azar. Allí estaban los huesos de Gonnari, y los de Thekmur, y los de Thrask, quien había sido cronista antes que Thaggoran. Sobre esos cúmulos distantes yacían los huesos de la madre de Torlyri, y los de su padre, y los de sus abuelos y abuelas. Todos aquellos que alguna vez habían partido del capullo yacían allí, muertos, sobre esa ladera abismal, abatidos por el beso iracundo del aire invernal.

Torlyri se preguntó cuánto tiempo vivían los que atravesaban el portal del capullo cuando les llegaba el día de la muerte. ¿Una hora? ¿Una jornada? ¿Cuánto trecho lograrían andar antes de caer? Torlyri creía que la mayoría simplemente se sentaba a esperar que el final sobreviniera. Pero ¿acaso algunos, devorados por una desesperada curiosidad en las últimas horas de la vida, habrían intentado conocer el mundo que se abría más allá del abismo? ¿Habrían llegado hasta el río? ¿Habría subsistido alguno lo suficiente para acercarse a la orilla del río?

Se preguntó cómo sería descender por la ladera del risco y rozar con la punta de los dedos esa corriente potente y misteriosa.

Debía de quemar como el fuego, pensó Torlyri. Pero sería un fuego frío, un fuego purificador. Se imaginó internándose en el río oscuro, hasta las rodillas, hasta los muslos, hasta el vientre, sintiendo la llamarada helada del agua murmurar contra sus miembros y su órgano sensitivo. Se vio abriéndose paso entre el flujo turbulento, hacia el banco opuesto, tan lejano que apenas podía distinguirse… caminando a través de las aguas, o tal vez por encima de la corriente, tal como decía la leyenda que hacían los aguazancos, andando más y más hacia la tierra del alba, para nunca más volver al capullo…

Torlyri sonrió. ¡Qué tontería dejarse llevar por semejantes fantasías!

¡Y qué traición más grande sería para la tribu que la mujer de las ofrendas se aprovechara de su libertad para desertar del capullo! Pero hallaba un extraño placer en imaginar que algún día haría algo así. Al menos soñaba con ello. Torlyri sospechaba que casi todos, en algún momento, miraban el mundo exterior con añoranza, y por un instante soñaban con escapar hacia él, aunque pocos fuesen capaces de admitirlo. Se murmuraba que a lo largo de los siglos hubo quienes, cansados de la vida en el capullo, habían traspasado la salida, descendido hasta el río y huido hacia las tierras inhóspitas que se extendían más allá. No se les había expulsado del capullo, como ocurría cuando llegaba el día de la muerte de alguien, sino que habían desertado voluntariamente, se habían internado por propia voluntad en ese mundo helado y desconocido, simplemente por descubrir cómo era. ¿Alguien habría elegido ese rumbo desesperado? Así lo contaban, pero si ocurrió no fue durante la existencia de ninguno de los que vivían por entonces. Desde luego, quienes se hubieran alejado de ese modo jamás regresaron para. contar su relato; sin duda debían de haber muerto casi al instante en ese mundo hostil y ajeno. Salir era una locura, pensó. Pero una locura tentadora.

Torlyri se agachó para recoger lo que necesitaba ofrendar en el interior. Luego, por el rabillo del ojo, alcanzó a distinguir algo que se movía. Giró, perpleja, en dirección a la salida justo a tiempo para descubrir la pequeña y ligera figura de un niño que salía despedido y corría por la cornisa hacia el precipicio.

Torlyri reaccionó sin pensar. El niño ya había comenzado a trepar por el borde de piedra, pero ella dio la vuelta, se dirigió hacia la izquierda, le aferró con firmeza. y logró atraparle por un tobillo antes de que desapareciera. El niño se debatió y forcejeó, pero ella, sin soltarlo, le levantó y le depositó sobre la cornisa, a sus pies.

Tenía los ojos muy abiertos por el miedo, pero a la vez su mirada despedía descaro y una ingeniosa audacia. Observaba algo que había detrás de ella, tratando de vislumbrar el río y las colinas. Torlyri se inclinó hacía él, casi esperando que diera otro salto desesperado para escapar.

— Hresh — dijo —. Desde luego, Hresh. ¿Quién sino tú intentaría algo semejante?

El hijo de Minbain tenía ocho años. Era indómito y tenaz. Lo llamaban Hresh, el de las preguntas, burbujeante de interrogantes prohibidos. Era menudo, esbelto, casi frágil, un chico cimbreante como una cuerda, con un rostro triangular y espectral que caía abruptamente desde una frente amplia. Sus ojos inmensos y oscuros estaban misteriosamente salpicados de motas escarlatas. Todos decían que había nacido para traer problemas. Esta vez sí que se había metido en un aprieto.

Torlyri sacudió la cabeza con tristeza.

— ¿Te has vuelto loco? ¿Qué pretendías hacer?

— ¡Sólo quería ver qué había allí, Torlyri! El cielo. El río. Todo — respondió él suavemente.

— Lo habrías visto el día de tu nombramiento.

Se encogió de hombros.

— ¡Pero falta un año entero! ¡No podía esperar tanto!

— La ley es la ley, Hresh. Todos obedecemos, por el bien de todos. ¿Estás tú por encima de la ley?

— Sólo quería ver. ¡Por un solo día, Torlyri! — replicó con tristeza.

— ¿Sabes qué les sucede a los que violan la ley?

— En realidad, no. Pero debe ser algo malo, ¿verdad?

¿Qué me harás? — respondió Hresh con el ceño fruncido.

— ¿Yo? Nada. Eso le corresponde a Koshmar.

— ¿Y ella? ¿Qué me hará?

— Cualquier cosa. No lo sé. Algunos han sido condenados a muerte por haber hecho lo que tú hiciste…

— ¿Muerte?

— Los transgresores fueron expulsados del capullo. Eso equivale a la muerte segura. Ningún humano podría durar mucho allí afuera. Mira, niño. — Señaló la ladera, el lecho de huesos blanquecinos.

— ¿Qué es eso? — inquirió Hresh de inmediato.

Torlyri le tocó el delgado brazo hasta comprimir el hueso.

— Esqueletos. Tú tienes uno dentro de ti. Si sales, dejarás tus huesos sobre esa colina. Como todos.

— ¿Todos los que han salido?

— Allí yacen todos, Hresh. Como leños viejos arrojados por las tormentas invernales.

El niño tembló.

— Pero no hay tantos — declaró con repentina osadía —. Durante tantos años y años de muertes, toda la colina tendría que estar cubierta de huesos, y los cúmulos deberían ser más altos que yo mismo…

Torlyri sintió que una sonrisa asomaba a su rostro, muy a pesar suyo. Miró hacia otro lado un instante. ¡Ese chiquillo no tenía igual, desde luego!

— Los huesos no duran siempre, Hresh. Tal vez se conservan durante cincuenta, acaso cien años, y luego se convierten en polvo. Los que ves allí son los que han sido arrojados recientemente.

Hresh lo pensó un momento.

— ¿Por qué habrían de hacer eso conmigo? — preguntó con voz tenue.

— Todo está en manos de Koshmar.

De pronto, un relámpago de pánico se encendió en los extraños ojos del niño.

— Pero tú no se lo dirás, ¿verdad que no? ¿Verdad que no, Torlyri? — Su expresión se tornó zalamera. No tienes por qué decírselo, ¿no es así? Un instante más y yo habría trepado por la cornisa lejos de tu vista. Me habría quedado hasta mañana por la mañana, y nadie lo habría notado. Me refiero a que no es lo mismo que si hubiese hecho daño a alguien. Sólo quería ver el río.

Ella suspiro. Su aspecto atemorizado y suplicante era difícil de resistir. Y, en realidad, ¿qué daño había hecho? No había conseguido dar más de diez pasos. Podía comprender sus ansias de descubrir lo que se extendía más allá de los muros del capullo: esa curiosidad ferviente, esa horda de preguntas sin respuesta debía bullir dentro de él sin reposo. Ella misma había sentido algo semejante, aunque sabía que su espíritu tenía poco de ese fuego que consumía al pequeño atribulado. Pero la ley era la ley, y él la había violado. Si ignoraba el hecho, pondría en riesgo su propia alma.

— Por favor, Torlyri. Por favor…

La mujer negó con la cabeza. Sin apartar la mirada del niño, recogió lo necesario para la ofrenda. Miró una vez más hacia las Cinco Direcciones Sagradas. Pronunció los Cinco Nombres. Luego se volvió hacia el niño e indicó con un gesto brusco que debía avanzar delante de ella hasta la entrada al capullo. Estaba despavorido.

— No tengo elección, Hresh. Debo llevarte ante Koshmar — le dijo Torlyri con suavidad.


Largo tiempo atrás, alguien habla erigido una estrecha laja de piedra negra y pulida a la altura de los ojos, a lo largo de la pared trasera de la cámara central. Nadie sabía por qué la habían puesto allí originariamente, pero con los años había adquirido un carácter sagrado en conmemoración de las cabecillas difuntas. Koshmar había tomado la costumbre de rozarla con los dedos y, pronunciar rápidamente los nombres de las seis gobernantes mas recientes cada vez que se sentía inquieta con respecto al futuro del Pueblo. Era su modo rápido de invocar el poder del espíritu de sus predecesoras, de pedirles que se adentraran en ella y la guiaran en la senda apropiada. De algún modo, invocarías era llamar a algo mas útil e inmediato que a los Cinco Celestiales. Ella misma había inventado el pequeño ritual.

Últimamente, Koshmar había comenzado a tocar la franja de piedra negra cada día, y luego dos veces al día, mientras pronunciaba los nombres: Thekmur, Nialfi, Sismoil, Yanla, Vork, Lirridon.

Tenía premoniciones. No sabía exactamente de qué, pero sentía que sobre el mundo se cernía una gran transformación, y que pronto necesitaría mucha sabiduría. En esos momentos, la piedra la consolaba.

Koshmar se preguntó sí su predecesora habría observado también la costumbre de tocar la piedra cuando su alma se agitaba. Koshmar sabía que ya casi había llegado el momento de comenzar a pensar en su sucesora. Ese año cumpliría treinta años. Dentro de cinco años más alcanzaría la edad límite. Llegaría el día de su muerte, tal como había llegado para Thekmur, Nialli, Sismoil y para todas las demás; la llevarían a la salida del capullo y la despedirían para que muriera a merced del frío. Ese era el sistema, inalterable e inapelable: el capullo era finito, la comida era limitada, y había que dejar lugar a los que vendrían.

Cerró los ojos y posó los dedos sobre la piedra negra. Allí estaba, de pie en toda su estatura y poder, pidiendo ayuda en oración silenciosa. Era una mujer robusta, de hombros anchos y mirada penetrante.

Thekmur, Nialli, Sismil Yanla…

En aquel momento, Torlyri irrumpió en la cámara, arrastrando a Hresh, el vástago indomable de Minbain, el que siempre andaba dando vueltas y metiendo las narices donde no debía. El niño se retorcía, se debatía, bramaba frenéticamente entre los brazos de Torlyri. Sus ojos brillaban con un terror salvaje, como si acabara de ver una estrella de la muerte abalanzarse sobre la techumbre del capullo.

Koshmar, sorprendida, se dio la vuelta para mirarlos. El pelaje castaño grisáceo se le erizó por la ira y formó como un manto a su alrededor, haciendo que su tamaño pareciese el doble de lo normal.

— ¿Qué es esto? ¿Qué ha hecho esta vez?

— Salí a hacer las ofrendas — comenzó Torlyri — y un instante más tarde, por el rabillo del ojo, descubrí…

En ese momento, Thaggoran entró en la cámara. Para sorpresa de Koshmar, tenía el mismo aspecto enloquecido que Hresh. Agitaba los brazos y el órgano sensitivo en un modo peculiar y arrebatado, y soltaba incoherencias a borbotones. Koshmar apenas podía comprender fragmentos de lo que intentaba decirle.

— Comehielos… el capullo… justo por debajo, apuntan hacia aquí. Es cierto, Koshmar, la profecía…

Y mientras tanto, Hresh no dejaba de aullar y bramar, y Torlyri, la de la tierna voz, seguía contando su historia.

— ¡De uno en uno! — exclamó Koshmar —. ¡No puedo entender nada de lo que decís! — Contempló al viejo historiador arrugado, de pelaje cano y cuerpo vencido como por el peso del profundo y valioso conocimiento del pasado que solo él conocía. jamás lo había visto tan alterado —. ¿Comehielos, Thaggoran? ¿Has dicho comehielos?

Thaggoran temblaba. Musitó algo confuso y tenue quedó ahogado por los gritos despavoridos de Hresh. Koshmar dirigió una mirada enfurecida hacía su compañera de entrelazamiento y espetó:

— Torlyri, ¿por qué está este niño, aquí?

— He intentado decírtelo. Lo atrapé tratando de salir del capullo.

— ¿Qué?

— ¡Sólo quería ver el río! — aulló Hresh —. ¡Sólo un momento!

— ¿Conoces la ley, Hresh?

— ¡Era sólo por un rato!

Koshmar suspiró.

— ¿Qué edad tiene, Torlyri?

— Creo que ocho años…

— Entonces conoce la ley. Muy bien. Que vea el río. Llévalo hacia arriba y déjalo fuera.

El manso rostro de Torlyri reveló estupor. Las lágrimas le asomaron a los ojos. Hresh comenzó a gritar y a ulular de nuevo, esta vez con más fuerza. Pero Koshmar no quería saber nada más de él. Ya había causado molestias durante demasiado tiempo, y la ley era terminante. A la salida con él, asunto zanjado. Hizo un gesto de impaciencia con la mano para despedirlos y se volvió hacia Thaggoran.

— Veamos ahora qué es esto de los comehielos…

Con voz temblorosa, el historiador lanzó un relato sorprendente, entrecortado y difícil de seguir. Algo acerca de que estaba buscando piedraluces en la Madre de la Escarcha y que había captado la sensación de algo vivo en las cercanías, algo grande, que se movía en la roca, algo que perforaba un túnel.

— Establecí contacto — continuó Thaggoran — y palpé la mente de un comehielos… es decir, uno no puede hablar de «mente» en el caso de los comehielos, pero es una forma de hablar… y lo que sentí fue…

Koshmar le miró de mal humor.

— ¿A qué distancia se encontraban de ti?

— Bastante cerca. Y había más. Tal vez una docena, todos muy cerca. Koshmar, ¿sabes qué significa esto? ¡Debe de ser el final del invierno! Los profetas han escrito: «Cuando los comehielos comiencen a ascender…»

— Ya sé lo que han escrito los profetas — le interrumpió Koshmar con brusquedad — ¿Has dicho que estas criaturas están subiendo justo por debajo del habitáculo? ¿Estás seguro?

Thaggoran asintió.

— Aparecerán a través del suelo. No sé dentro de cuánto tiempo… podría ser dentro de una semana, o un mes, tal vez seis meses. Pero sin ninguna duda, nos interponemos en su trayecto. Y son enormes, Koshmar… — Extendió los brazos cuanto pudo — Tienen esta anchura, tal vez más…

— Dios nos libre… — sentenció Torlyri. Y entonces, se oyeron los asombrados jadeos de Hresh.

Koshmar giró, exasperada.

— ¿Todavía estáis aquí? ¡Torlyri, te he dicho que lo llevaras a la salida! La ley no admite réplicas. Quien se aventura a salir del capullo sin el permiso que confiere la ley, pierde el derecho a volver a entrar. Te lo digo por última vez, Torlyri: llévalo a la salida.

— Pero en realidad no se alejó del capullo — adujo con ternura — Solo avanzó unos pasos, y…

— ¡No! ¡No más desobediencias! ¡Pronuncia las palabras y arrójalo, Torlyri! — Una vez más se volvió hacia Thaggoran — Ven conmigo, anciano. Muéstrame los comehielos. Estaremos esperándolos con nuestras hachas cuando irrumpan. Por grandes que sean, los cortaremos en rebanadas a medida que asomen, una, y otra, y otra, y luego…

Se detuvo. Del extremo opuesto de la cámara provino un sonido ronco y extraño, un sonido ahogado, estrangulado, penoso:

— ¡Aaoouuuaaaah!

El aullido prosiguió, y luego concluyó en un silencio sorprendente.

— Yissou y Mueri! ¿Qué ha sido eso? — musitó Koshmar, azorada.

Jamás había oído un ruido semejante. Tal vez un gusano del hielo, agitándose y bostezando justo antes de disponerse a derribar la pared del recinto… Atónita, fijó la mirada en la penumbra.

Pero todo permanecía en calma. Todo parecía estar en su lugar. Allí estaba el tabernáculo, el cofre donde se conservaba el libro de las crónicas, allí estaba la Piedra, y los Prodigios en su nicho, y todas las viejas piedraluces a su alrededor, y la cuna donde Ryyig, el Sueñasueños dormía su eterno…

— ¡Aaoouuuaaah! — se oyó otra vez.

— ¡Es Ryyig! — exclamó Torlyri — Está despertando… ¡Oh, Dios! — gritó Koshmar. ¡Es él! ¡Es él! vaya si lo era. Koshmar sintió que el temor inundaba su espíritu y le aflojaba las piernas. Sobrecogida por un vértigo repentino, tuvo que aferrarse a la pared, reclinarse contra la piedra negra y murmurar una y otra vez: Thekmur, Nialli, Sismoil, Thekmur, Nialli, Sismoil. El Sueñasueños se había sentado, bien erguido — ¿cuándo había sucedido algo semejante anteriormente? —, tenía los ojos abiertos — nadie en la memoria de la tribu había visto jamás los ojos de Ryyig, el Sueñasueños — y gritaba. Él, que según la tradición nunca había proferido un sonido más vehemente que un ronquido. Arañaba el aire con las manos y movió los labios. Al parecer, estaba intentando hablar.

— ¡Aaoouuuaaah! — gimió Ryyig, el Sueñasueños, por tercera vez.

Luego cerró los ojos y se hundió de nuevo en su interminable sueño.

En la cámara de cultivos, de techos altos y luz intensa, cálida y húmeda, las mujeres se afanaban por arrancar las flores sobrantes de las plantas de las hojas verdes, Y por podar los zarcillos de las viñas de terciopelo. Era una labor tranquila, constante y placentera.

Minbain se enderezó de golpe y miró a su alrededor, con el ceño fruncido, inclinando la cabeza a un lado en ángulo. marcado.

¿Algún problema? — preguntó Galihine.

— ¿No habéis oído nada?

— ¿Yo? En absoluto…

— Un sonido extraño — dijo Minbain. Paseó la mirada de una mujer a otra: de Boldirinthe a Sinistine, a Cheysz, y nuevamente a Galihine — Algo así como un gruñido…

— Quizá sería Harruel, roncando mientras duerme… — aventuró Sinistine.

— O Koshmar y Torlyri, en mitad de un buen entrelazamiento — dijo Boldirinthe.

Se echaron a reír. Minbain tensó los labios. Era mayor que las demás, y por lo general se sentía distinta a ellas: en una ocasión había sido mujer — madre, y tras la muerte de su compañero, Samnibolon, había pasado a ser mujer — obrera. No era algo que sucediera con frecuencia. Sospechaba que las demás la consideraban algo extraña. Tal vez creyeran que por ser la madre de un niño tan insólito como Hresh, también ella debía de ser rara. Pero ¿qué sabían ellas de eso? Ninguna de las demás mujeres del recinto se había apareado en toda su vida, ni había concebido un hijo, ni sabía lo que era criar a un niño.

— Escuchad — insistió Minbain — Otra vez. ¿No lo habéis oído?

— Sin duda, debe de ser Harruel — replicó Sinistine —. Está Soñando que se aparea contigo, Minbain.

Boldirinthe contuvo una risilla.

— ¡Vaya pareja! ¡Minbain y Harruel! ¡Ay, Minbain, te envidio! Imagina cómo te estrecharía, y te lanzaría contra el suelo, y te…

— ¡Uff! — bufó Minbain. Levantó su cesta de capullos y la arrojó a Boldirinthe, quien apenas atinó a desviarla con el codo. La canasta se elevó, giró en el aire y la masa de florecillas pegajosas cayo sobre Sinistine y Cheysz.

Las mujeres se miraron. Semejante demostración de mal genio era algo inusual.

— ¿Por qué has hecho eso? — quiso saber Cheysz. Era una mujer menuda y de temperamento dulce. Parecía sinceramente asombrada ante el estallido de ira de Miribain — Mira, se me han quedado pegadas — se lamentó Cheysz, a punto de abandonarse al llanto.

— En efecto, los capullos amarillos, llenos de néctar espeso y brillante, se adherían a su pelaje en racimos y cúmulos, dándole un extraño aspecto moteado. Sinistine también había quedado cubierta de flores. Pero al intentar quitárselas, el pelo se arrancaba con ellas, haciéndola gritar de dolor. Sus ojos celestes destellaron con una ira helada, y aferrando un zarcillo de vid, duro y negro, que yacía a sus pies, avanzó hacia Minbain mientras lo sacudía a modo de látigo.

¡Deteneos! — exclamó Galihine — ¿Os habéis vuelto locas?

— Escuchad — interrumpió Minbain — Es ese sonido otra vez…

Todas guardaron silencio.

— Esta vez lo he oído — admitió Cheysz.

— Yo también — dijo Sinistine, con los ojos abiertos de estupor. Apartó a un lado el zarcillo de parra de terciopelo —. Sí, ha sido como un gruñido. Como tú decías, Minbain.

— ¿De qué puede tratarse? — se preguntó Boldirinthe.

— Tal vez es algún dios que está rondando por la salida — atinó a decir Minbain —. Emakkis en busca de alguna oveja perdida. O Dawinno, que quiere sonarse la nariz. — Se encogió de hombros —. Es extraño, muy extraño. Tenemos que comentárselo a Thaggoran. — Luego se volvió hacia Cheysz, sonriendo con aire de disculpa —. Ven aquí. Déjame ayudarte a quitarte estas cosillas.


Ryyig había permanecido despierto sólo un instante; el episodio había sucedido tan rápidamente que aun quienes lo habían presenciado no podían dar crédito a sus ojos y oídos. Y ahora el Sueñasueños se había sumido nuevamente en sus misterios, con los ojos cerrados y el pecho meciéndose tan lentamente que casi parecía tallado en piedra. Pero no podía negarse la importancia de ese grito, producido tan inmediatamente después de que Thaggoran descubriera la ascensión de los comehielos. Eran indicios indudables. Eran presagios indiscutibles.

Para Koshmar eran signos de que la nueva primavera del mundo se acercaba. Tal vez el momento no hubiese llegado aún, pero sin duda se aproximaba.

Ya antes de ese día tan ominoso, Koshmar había intuido que en el ritmo de vida de la tribu comenzaban a producirse cambios. Todos lo habían sentido. Algo se agitaba en el capullo, era como un alzamiento de los espíritus, como la sensación de que un comienzo inminente se cernía sobre ellos. Los viejos esquemas, los que habían regido durante miles y miles de años, se estaban resquebrajando.

Lo primero en alterarse había sido el turno del sueño. Minbain ya había llamado la atención sobre ello.

— Parece que ya no he de dormir más — comentó.

Su amiga Galihine había asentido.

— A mí me sucede igual. Pero no estoy cansada. ¿Por qué será?

Los pobladores del capullo habían compartido la costumbre de pasar más tiempo dormidos que despiertos, tendidos en grupos de dos o tres, acurrucados juntos en marañas peludas e intrincadas, perdidos en fabulosos sueños. Pero eso se había terminado. Ahora todos permanecían en un extraño estado de alerta, atribulados por la necesidad de llenar las horas ociosas del día.

Los peores eran los más jóvenes.

— ¡Estos niños! — había rezongado el guerrero Konya —. ¡Si van a seguir comportándose de forma tan indómita, será mejor que los enviemos al entrenamiento militar!

En realidad, pensaba Koshmar, con su frenesí estaban alterando la tranquilidad del capullo, especialmente el pequeño e insólito Hresh, y la adorable Taniane, la de los ojos tristes, y el musculoso Orbin, el del pecho hundido, e incluso el rollizo y torpe Haniman. Se suponía que los jóvenes debían ser vivaces, pero nadie recordaba nada parecido a la furiosa energía que desplegaban estos cuatro: se pasaban las horas bailoteando como locos en círculo, cantando y tarareando divagaciones sin sentido, trepando por las paredes rugosas del capullo y balanceándose del techo… Sin ir más lejos, una semana antes, cuando Koshmar intentaba celebrar el rito del Día de Lord Fanigole, hubo que ordenarles que permanecieran en silencio, y aún así les costó obedecer. Hresh había querido escapar esa mañana… todo formaba parte de un mismo caos.

Y luego, a las parejas de progenitores les había entrado la fiebre: a Nittin y Nettin, a Jalmud y Valmud, a Preyne y Threyne. No cabía la menor duda de que las tres parejas habían cumplido con su labor aquella temporada. Quién lo cuestionaría, si cualquiera podía ver los vientres tensos de las mujeres. Y, sin embargo, allí estaban apareándose con afán todo el día y por todas partes, como si alguien pudiera acusarlos de estar faltando a su deber.

Y finalmente, los miembros más ancianos de la tribu se habían visto afectados por la nueva inquietud: Thaggoran olisqueaba los túneles más Profundos en busca de piedraluces; — el fornido Harruel, el del pelaje rojizo, andaba trepando por las paredes como si fuera un niño: Konya se pasaba el día ejercitando los músculos y deambulando de aquí para allá. La misma Koshmar lo sentía. Era como una comezón interior, por debajo del pelo, por debajo de la piel. Hasta los comehielos ascendían. Se avecinaban grandes cambios. ¿Que otra razón habría empujado a Ryyig, el Sueñasueños, a despertar esa mañana, aunque por un solo instante, y gritar de ese modo?

Por fin, después de un rato en que todos permanecieron mudos, Torlyri intervino:

— ¿Koshmar?

— Déjame… — respondió la cabecilla, sacudiendo la cabeza.

— Dijiste que querías ir a ver a los comehielos, Koshmar…

— No ahora. Si va a despertar, debo estar cerca de él.

— ¿Va a suceder? — inquirió Torlyri —. ¿Despertará ahora, tú crees?

— ¿Cómo voy a saberlo? Tú has oído lo mismo que yo, Torlyri. — Koshmar advirtió que Hresh aún seguía en el recinto, mudo de espanto, inmóvil. Le miró con ceño fruncido. Luego contempló a Torlyri y en sus ojos leyó una mansa súplica.

Torlyri le hizo la señal de Mueri, de la gentil Mueri, la madre, la consoladora, Mueri, la deidad a la cual Torlyri se había consagrado particularmente.

— Muy bien — acepto Koshmar por fin, con un suspiro de resignación —. Le perdono, sí. No podemos expulsar a nadie el día en que despierta el Sueñasueños, supongo. Pero que salga de aquí ahora mismo. Y asegúrate de que Se entere bien de que si vuelve a comportarse mal lo… lo… ¡oh, que se largue ahora mismo de aquí, Torlyri! ¡Ahora!


En la cámara de los guerreros, Staip hizo una pausa en sus ejercicios Y levantó la vista, con ceño fruncido.

— ¿Has oído algo ahora mismo?

— Sólo oigo el ruido a holgazanería — refunfuñó Harruel.

Staip ignoró el insulto. Harruel era corpulento y peligroso; no se le podía retar por una fruslería.

— Ha sido una especie de grito. Como un aullido de dolor…

— Haz tus ejercicios. Después hablaremos — replicó Harruel.

Staip se volvió a Konya.

— ¿Lo has oído tú?

— Yo estaba ocupado con mis deberes — rezongo Konya en voz baja —. Mi atención estaba puesta donde correspondía.

— Igual que la mía — repuso Staip con cierto calor —. Pero he oído un terrible grito. Dos veces. Acaso tres. Algo debe de estar sucediendo ahí fuera. ¿Qué os parece? ¿Harruel? ¿Konya?

— Yo no he oído nada — insistió Harruel. Estaba en la Rueda de Dawinno, girando el pesado e inmenso carrete una y otra vez. Konya sostenía las brocas del de Emakkis. Staip había estado cumpliendo con su turno en la escalera de Yissou. Eran los tres guerreros principales de la tribu; hombres fuertes y graves, y ése era el modo en que cada día quemaban las energías sobrantes, en la larga y dulce soledad del capullo.

Staip les contempló con desolación. Descubrió en sus ojos una sombra de burla, y eso le enloqueció. Había estado trabajando en sus ejercicios con tanto ardor como los demás. Si no habían oído los gritos despavoridos que él percibió, no era culpa suya. No tenían derecho a menospreciarle. Sintió que la ira se agazapaba en su interior. El pecho le latía. Qué orgullosos se sentían de su diligente entrenamiento. Le llamaban holgazán, le acusaban de no prestar atención…

Se preguntó si todo era producto de su imaginación o si en verdad hacía unas semanas que los dos venían lanzándole pullas. Habían dicho cosas que él prefirió dejar pasar, pero ahora que lo pensaba comprendía que constantemente le acusaban de ser lento, tonto o perezoso.

En esos días la vida se había complicado. Todos parecían compartir un estado de ánimo diferente: más alertas, más susceptibles, todos se encolerizaban con facilidad. últimamente a Staip le costaba conciliar el sueno y, al parecer, lo mismo les sucedía a los demás. Había más provocaciones. El genio se encendía con facilidad.

Pero aun así… Esos insultos… No tenían derecho…

Su ira se desbordó. Dio un paso hacia ellos, dispuesto a retarlos. Se acercó a Konya, estaba por desafiarlo a una lucha de pies, pero se contuvo. Se dio la vuelta. Konya y él eran contrincantes parejos. No habría satisfacción en luchar con él. Pero sí con Harruel. Con el gigantón y arrogante Harruel, el mejor — de todos… ¡Sí, sí, eso haría! Lo derribaría y todos se darían cuenta de que con Staip no se juega.

— Vamos, vamos — espetó observando a Harruel y balanceándose en la posición conocida como Doble Asalto — ¡Pelea conmigo, Harruel!

Harruel no se inmutó.

— ¿Qué pasa contigo, Staip? — preguntó con calma.

— De sobra sabes qué sucede. Ven. Ahora. Enfréntate conmigo.

— Debemos terminar los ejercicios. A mí me falta la escalera y luego el Huso, y luego una hora de saltos y flexiones…

— ¿Me tienes miedo?

— Debes haberte vuelto loco…

— Me has insultado. Pelea conmigo. Tus ejercicios pueden esperar.

— Los ejercicios son nuestra labor sagrada, Staip. Somos guerreros.

— ¿Guerreros? ¿Para qué guerra te preparas, Harruel? Si te consideras un guerrero, pelea conmigo. ¡Pelea, o por Dawinno que te derribaré, aceptes o no mi reto!

Harruel suspiró.

— Primero los ejércitos, luego podremos pelear.

— Por Dawinno… — repitió Staip con voz turbia.

A sus espaldas se produjo un ruido. Lakkamai entró en la cámara de los guerreros; era un hombre de pelaje oscuro y tupido, de modos austeros y distantes, de conversación — lacónica. En silencio, Lakkamai pasó entre ellos y ocupo su asiento en los Cinco Dioses, el aparato mas penoso de todos los que empleaban para entrenarse. Entonces, como si por primera vez percibiera la tensión que reinaba en la cámara, levantó la mirada.

— ¿Qué estáis haciendo vosotros dos? — preguntó.

— Dijo que había oído un ruido extraño — respondió Harruel — Como un gemido de dolor, que se repitió dos o tres veces…

— ¿Y por eso vais a pelear?

— Me acusó de ser holgazán — se excusó Staip —. Y no fue el único insulto.

— Muy bien, Staip — se decidió Harruel —. Ven aquí. Si necesitas una paliza, te la daré. Una buena paliza. Ven, y terminemos con esto.

— Imbéciles — soltó Lakkamai en un suspiro, y hundió las manos en los resortes de los Cinco Dioses.

Staip avanzó hacia Harruel otra vez. Luego se detuvo, contrito, preguntándose por qué estaría comportándose así. El frío desdén de Lakkamai había hecho desaparecer toda furia de su inflamado espíritu, como si alguien hubiese perforado un fuelle. Harruel también parecía intrigado. Ambos se miraron, indecisos. Al cabo de un rato, Harruel se volvió, como si nada hubiera ocurrido, para reanudar los ejercicios. Staip se detuvo, preguntándose si debía insistir en su reto después de todo, pero el impulso se había desvanecido. Regresó lentamente a sus tareas. Desde la esquina opuesta del salón le llegaba el jadeo de Konya, que una vez más se afanaba en el Huso.

Durante un largo rato, los cuatro hombres siguieron practicando, sin que ninguno profiriera palabra. Staip sentía en la frente un latido de hosca ira. No sabía bien si en el enfrentamiento con Harruel había salido victorioso o vencido, pero en todo caso no sentía ninguna sensación de triunfo. Para serenarse el ánimo trabajó con triple ferocidad en los aparatos de gimnasia. Había pasado toda la vida entre esas máquinas, entrenando el cuerpo, torneando los músculos, ya que el deber de un guerrero es fortalecerse, a pesar de lo pacífica que era la vida en el capullo. Se decía que llegaría una época en que el Pueblo tendría que abandonar el capullo para internarse en el mundo exterior, y que cuando llegara el momento, los guerreros tendrían que hacer gala de su fortaleza.

Después de un largo rato, Lakkamai dijo, sin que nadie le preguntara nada:

— Ese sonido que oyó Staip fue el Sueñasueños. Se está despertando. Eso se rumorea.

— ¿Qué? — exclamó Konya.

— ¿Lo veis? — saltó Staip —. ¿Lo veis?

Harruel saltó de la Escalera, de Yissoll y se abalanzó atónito, exigiendo saber más. Pero Lakkamai se limitó a encogerse de hombros y a, proseguir con su labor.


Durante toda la jornada, Koshmar permaneció de pie junto a la cuna del Sueñasueños, estudiando el movimiento de sus ojos por debajo de los pálidos y rosados párpados. Se preguntó cuanto tiempo llevaría durmiendo de ese modo… ¿Cien años? ¿Mil años Según la tradición de la tribu, había cerrado los ojos el primer día del Largo Invierno del mundo, y no los volvería a abrir hasta que llegara el final del invierno. según la profecía, el invierno duraría setecientos mil años.

¡Setecientos mil años! Entonces, ¿el Sueñasueños llevaba todo ese tiempo durmiendo?

Eso se decía. Tal vez fuera así.

Y durante todo ese tiempo, mientras dormía, su mente soñadora había vagado por los cielos. Buscando las flameantes estrellas de la muerte, que viajaban rumbo a la Tierra trazando, ríos de luz, y observándolas durante sus prolongadas trayectorias. Se decía también que no dejaría de dormir hasta que la última de esas estrellas terroríficas hubiese caído del cielo, hasta que el mundo volviera a ser cálido y seguro para que los humanos pudieran salir de sus capullos. Ahora había abierto los ojos; aunque solo por un momento, y había intentado hablan ¿Qué otra cosa habría querido hacer, sino anunciar el final del invierno? Ese sonido estrangulado y ahogado sin duda proclamaba el advenimiento de una nueva era. Torlyri lo había escuchado, y también Thaggoran, Hresh y la misma Koshmar. Pero ¿podían confiar en un sonido tan grotesco? ¿Indicaba realmente el final del invierno? Así lo anunciaban las profecías. Estaba la evidencia de los comehielos… y también la extraña inquietud que afligía a la tribu. Y ahora esto ¡Ay! rogó Koshmar. ¡Que así sea! ¡Yissou, que suceda en mi época! ¡Que sea yo quien conduzca al Pueblo hacia la luz del sol!

Koshmar miró a su alrededor con cautela. Estaba prohibido perturbar a Ryyig, el Sueñasueños. Pero muchas cosas prohibidas parecían ahora permisibles. Estaba sola en la cámara. Con suavidad, posó la mano sobre el hombro desnudo del Sueñasueños. ¡Qué extraña resultaba su piel! Como un viejo cuero, terriblemente suave, delicado, vulnerable. Su cuerpo no se parecía al de ninguno de ellos: no tenía pelaje, era una criatura sonrosada, desnuda por completo, con brazos largos y delgados, piernas frágiles y menudas que no podrían haberle llevado a ninguna parte. Y carecía de órgano sensitivo.

— ¿Ryyig? ¿Ryyig? — susurró Koshmar — ¡Abre los ojos una vez más! Dime: ¿qué quieres darnos a entender?

Pareció retorcerse en la cuna, como si le molestara que alguien invadiera su sueño. Arrugó la frente desnuda, y de sus finos labios escapó un ligero silbido. Permanecía con los ojos cerrados.

— ¿Ryyig? Dime: ¿ha concluido la época de las estrellas de la muerte? ¿Volverá a brillar el sol? ¿Podemos salir sin peligro?

Koshmar creyó distinguir que los párpados del Sueñasueños palpitaban. Con osadía, le agitó el hombro. Luego su atrevimiento fue mayor, pues casi llegó a despertarlo por la inercia. Hundió los dedos en la débil carne. Koshmar sintió los frágiles huesos. ¿Se habría atrevido a tanto Thekmur? ¿Y Nialli? Tal vez no. Pero eso no importaba. Koshmar le sacudió una vez más. Ryyig lanzó un gruñido, y volvió el rostro hacia otro lado.

— Intentaste decirlo antes — murmuró Koshmar con invierno ha terminado! ¡Dilo!

De pronto, los tenues y pálidos párpados se alzaron. Se encontró mirando unos ojos extraños y enigmáticos, de un profundo color violeta, velados por sueños y misterios que nunca podría llegar a comprender. El impacto de esos ojos, tan cercanos, fue abrumador. Koshmar tuvo que retroceder unos pasos, pero se recuperó rápidamente.

— ¡Venid! — exclamó — ¡Venid todos! ¡Está despertando otra vez! ¡Venid! ¡Deprisa!

La figura frágil y delgada que yacía en la cuna parecía estar esforzándose de nuevo por sentarse. Koshmar deslizó el brazo por detrás de la espalda del hombre y le ayudó a incorporarse. La cabeza se le bamboleó, como si fuera demasiado pesada para el cuello. Una vez más, dejó escapar ese sonido entrecortado. Koshmar se inclinó para acercar el oído a su boca. El Pueblo llegaba por ambos lados del recinto, y se apiñaba alrededor de ella. Vio a Minbain, y a la pequeña Cheysz, y al joven guerrero Salaman. Harruel irrumpió, grandilocuente, apartando a los demás a un lado, y contemplando con ojos inflamados al Sueñasueños.

Y Ryyig habló:

— El… invierno…

La voz sonaba débil, pero las palabras eran inconfundibles.

— El… invierno…

— …ha concluido — le urgió Koshmar — ¡Sí, sí! ¡Dilo!!Dilo! ¿Qué esperas? ¡El invierno ha concluido!

Y por tercera vez:

— El… invierno…

Los delgados labios se esforzaron convulsivamente. Los músculos se retorcieron sobre las mandíbulas enjutas. El cuerpo de Ryyig se bamboleó contra su brazo; los hombros sufrían extrañas convulsiones. Los ojos perdieron el brillo y la mirada.

— ¿Ha muerto? — preguntó Harruel —. Creo que sí. ¡El Sueñasueños ha muerto!

— Sólo se ha vuelto a dormir — afirmó Torlyri.

Koshmar sacudió la cabeza. Harruel tenía razón. Ryyig ya no estaba con vida. Acercó su rostro al de él. Le tocó las mejillas, el brazo, la mano. Muerto, sí. Frío, inerte, muerto. Sin duda, eso significaba el fin de una era, el comienzo de otra. Koshmar depositó el cuerpo inerte sobre la cuna y se volvió triunfal a su pueblo. El pecho le palpitaba con exaltación. El momento había llegado. ¡Sí, y había acontecido durante el gobierno de Kohsmar, como tanto había orado para que sucediera!

— ¡Ya lo habéis oído! — proclamó — ¿A qué esperáis? nos ha dicho. ¡El invierno ha terminado! Todos nos marcharemos del capullo. Partiremos de esta montaña. Que los hediondos comehielos se queden con ella, si eso es lo que desean. Vamos, comencemos a recoger nuestras pertenencias. ¡Debemos prepararnos para la travesía! ¡Éste es el día de nuestra partida!

Torlyri intervino con suavidad:

— Todo lo que le hemos oído ha sido: «el invierno». Sólo eso, Koshmar.

Koshmar la miró, atónita. Ahora estaba segura de que era un momento de grandes cambios, pues por segunda vez en el día la amable Torlyri se había pronunciado en oposición a la voluntad de su compañera de entrelazamiento. Contuvo la ira, pues amaba tiernamente a Torlyri…

— Habéis oído mal. Su voz sonaba muy débil, pero no me cabe la menor duda sobre sus palabras. ¿Qué dices Thaggoran? ¿No es el momento de partir?

¿Y tú?

¿Y tú?

Paseó la mirada con gravedad por el recinto. Nadie osaba enfrentarse a sus pupilas.

— Entonces, todos estáis de acuerdo — concluyó. El invierno ha terminado. No caerán más estrellas. Vamos, es el momento. La época de sombras ha terminado y por la gracia de Yissou y de Dawinno, los humanos reclamaremos nuestro mundo.

Sacudió su órgano sensitivo, grueso y poderoso, de lado a lado en señal de autoridad. Con sus movimientos furiosos desafiaba a todo aquel que quisiera oponerse a sus palabras. Y nadie lo hizo. Koshmar vio que Hresh la miraba fijamente, con los ojos relucientes por la excitación. Estaba decidido. Había llegado la hora. Tendría que consultar a Thaggoran acerca de los procedimientos necesarios, que suponía llevarían tiempo y esfuerzo. Pero todos los preparativos para el éxodo, la serie de rituales y ceremonias y lo que hiciera falta, se iniciarían lo antes posible. Y el pueblo del capullo de Koshmar emergería para tomar posesión del mundo.


Del nicho donde se guardaban las piedraluces, Thaggoran cogió las cinco más antiguas, conocidas como Vingir, Nilmir, Dralmir, Hrongnir y Thungvir, y las situó en el esquema pentagramado del altar. Eran las más sagradas, las más eficaces. Tocó cada piedra, de una en una, creando entre ellas el vínculo que producía la adivinación. Las superficies negras y brillantes como un espejo refulgían con fuerza bajo los racimos de moras de luz que alumbraban el habitáculo. La luz de las moras era muy difusa, pero así y todo el fulgor resultaba intenso. Como si las mismas piedraluces irradiaran un fuego frío y poderoso al contactar con la débil iluminación exterior.

Thaggoran había comenzado a resignarse a la idea de que ninguna nueva piedraluz se sumaría a la colección, a pesar del sueño tres veces repetido que le vaticinaba que daría con ella. Pero en la maraña de profundas cavernas sólo había encontrado comehielos, no piedraluces, Y no consideraba que aquél fuera el momento de proseguir la búsqueda.

Pero los sueños no siempre eran exactos en sus premoniciones. Había tenido el augurio de un gran descubrimiento, y sin duda acabó haciendo uno.

Tocó a Vingir, a Dralmir, a Thungvir, y sintió la fuerza que despedían las resplandecientes piedras negras. Tocó a Nilmir. Tocó a Hrorignir. Comenzó el conjuro: Dime dime dime dime dime…

— Dime — dijo una voz a sus espaldas.

Dio un salto, punzado por la forma en que las palabras de su mente habían estallado en el exterior. Hresh permanecía de pie en la entrada de la cámara, balanceándose con su modo peculiar, en una sola pierna, y contemplándolo con ojos bien abiertos, con aire vivaracho, dispuesto a salir disparado ante el menor gesto de irritación.

— Por favor, Thaggoran, dime…

— ¡Niño, no es momento de preguntas!

— ¿Qué estás haciendo con las piedraluces, Thaggoran?

— ¿No has oído lo que te he dicho?

— Sí, lo he oído — respondió Hresh. Los labios le temblaron. Sus ojos inmensos e inusuales se humedecieron. Comenzó a marcharse — ¿Estás enfadado conmigo? No sabía que estuvieras haciendo algo importante…

— Nos estamos preparado para abandonar el capullo. ¿Lo sabes?

— Sí. sí.

— Y necesito el consejo de los dioses. Necesito saber si nuestra empresa tendrá éxito.

— ¿Y las piedraluces te lo dirán?

— Sí, si formulo las preguntas del modo adecuado — replicó Thaggoran.

— ¿Puedo quedarme a mirar?

Thaggoran se echó a reír.

— ¡Estás loco, chico!

— Sí, ¿no te parece?

— Ven aquí — dijo el cronista. Hizo una señal con los dedos cruzados, y Hresh se introdujo en la cripta sagrada. Thaggoran deslizó un brazo por la cintura del niño —. Cuando yo tenía tu edad, si es que puedes imaginarme de niño, el cronista era Thrask. Y si yo alguna vez hubiera entrado aquí mientras Thrask estaba con las piedraluces, una hora más tarde mi pellejo habría aparecido extendido sobre la pared. Tienes suerte de que yo sea un hombre más comprensivo que Thrask.

— ¿Cuando tenías mi edad eras como yo? — preguntó Hresh.

— Nunca hubo otro como tú — replicó Thaggoran.

— ¿A qué te refieres?

— Somos un pueblo tranquilo, niño. Vivimos acuerdo con las leyes. Obedecemos las reglas del Pueblo. Tú no obedeces a nada, ¿no? Haces preguntas, y cuando se te dice que calles, preguntas por qué. Cuando yo era niño, también había muchas cosas que deseaba saber, y en su momento llegue a conocerlas. Pero en ninguna ocasión me sorprendieron espiando, hurgando y entrometiéndome donde no debía. Aguardé hasta que llegó el momento apropiado para que me enseñaran, lo cual no significa que me faltara curiosidad.

Pero tú eres distinto. En ti la curiosidad es una peste. Esa ansia de saber casi te vale la muerte el otro día, ¿te das cuenta de ello?

— ¿De verdad me habría expulsado Koshmar esa vez, Thaggoran?

— Creo que sí.

— ¿Y en ese caso habría muerto?

— Casi seguro.

— Pero ahora todos partiremos… Entonces, ¿vamos a morir?

— Tú eres un niño: no habrías durado ni medio día allí solo. Pero sí toda la tribu. Sí. Lo conseguiremos. Estará Koshmar para guiarnos, Torlyri para consolarnos. Harruel para defendernos…

— Y tú para señalarnos la voluntad de los dioses.

— Durante cierto tiempo, sí.

— No comprendo.

— ¿Crees que voy a vivir para siempre, niño?

Descubrió que Hresh contenía la respiración.

— ¡Pero ya eres tan anciano!

— Exactamente. Se acerca mi final, ¿no lo comprendes?

— ¡No! — Hresh temblaba —. ¿Cómo puede ser? Te necesitamos, Thaggoran. Te necesitamos. ¡Debes vivir! Si mueres…

— Todos morimos, Hresh.

¿Morirá Koshmar? ¿Morirá mi madre? ¿Moriré yo?

— Todos mueren.

— No quiero que muera Koshmar, ni tú, ni Minbain. Ni nadie. Pero especialmente no quiero morir yo.

— ¿No sabes lo del límite de edad?

Hresh asintió con solemnidad.

— Cuando se llega a los treinta y cinco años, hay que salir al exterior. Vi los huesos cuando me asomé. Había esqueletos por todas partes. Todos murieron, todos los que salieron. Pero eso sucedió durante el Largo Invierno. Ahora esta era ha terminado.

— Tal vez. Tal vez.

— ¿No estás seguro, Thaggoran?

— Esperaba que las piedraluces me lo dijesen…

— Y entonces, yo te interrumpí. Debo irme.

— Quédate un rato más. Aún tengo tiempo para formular las preguntas a las piedraluces — le invitó Thaggoran sonriendo.

— ¿Seguirá habiendo una edad límite cuando abandonemos el capullo?

La perspicacia de la pregunta del niño asombró al historiador. Al cabo de un rato, contestó:

— No lo sé. Tal vez no. Es una costumbre que ya no necesitaremos, ¿verdad? No será como ahora, que no podemos aumentar de número en este espacio tan reducido…

— ¡Entonces ya no tendremos que morir! ¡No moriremos nunca!

— Todos mueren, Hresh.

— Pero, ¿por qué?

— Porque el cuerpo se gasta. La fuerza se acaba. ¿Ves qué blanco se ha vuelto mi pelaje? Cuando el color se va, es que la vida se aleja. En mí interior las cosas también están cambiando. Es algo natural, Hresh. Todas las criaturas lo experimentan. Dawinno creó la muerte para nosotros, para que podamos hallar la paz al final de nuestra labor. No hay por qué temerla.

Hresh, en silencio, asimilaba las palabras.

— Aún así, no quiero morir — declaró, después de unos instantes.

— A tu edad es algo impensable. Pero dentro de unos anos lo comprenderás. No trates de encontrarle sentido ahora.

Se hizo otro silencio. Thaggoran vio que el niño contemplaba el cofrecillo de las crónicas, en cuyo interior había dejado atisbar a Hresh más de una vez. Incluso le había permitido tocarlo, a pesar de que aquel acto estaba en contra de toda regla. El niño era ávido, persuasivo. No parecía haber ningún mal en dejar que viera los libros antiguos. Más de una vez, Thaggoran se había sorprendido deseando que el pequeño hubiera nacido antes, o que él mismo hubiera ocupado su lugar en época posterior. Se trataba de un cronista de nacimiento, de eso no cabía duda. Personas como él sólo aparecían una vez en una generación entera, en el mejor de los casos. Y, sin embargo, era sólo un niño, y los años le separaban de la posibilidad de ser el sucesor. Yo habré muerto mucho antes de que esta criatura se haga hombre, pensó Thaggoran. Y sin embargo… sin embargo…

— Deberías llevar a cabo tu cometido con las piedraluces — intervino Hresh finalmente.

— Así es. Debería.

— ¿Puedo quedarme a mirar?

— En otra ocasión, quizá — respondió Thaggoran.

Sonrió, acarició el delgado brazo del niño y le dio un suave empujón para echarle del recinto. Una vez más se centró en las piedraluces. Una vez más tocó a Vingir, y luego a Dralmir. Pero algo andaba mal. La sintonía era discordante. La trémula luz que precedía a la adivinación no aparecía. Miró alrededor, y allí estaba Hresh, espiando por el rellano de la puerta. Thaggoran ahogó una risa y gritó con toda la gravedad de que fuera capaz:

— ¡Oh, Hresh! ¡Fuera!


Bajo la luz crepitante y opaca de una lámpara negruzca alimentada con grasa animal, Salaman observaba los oscuros que se retorcían y entrelazaban ante él. A lo largo de su espina dorsal sintió que el temor ascendía desenrollándose como una serpiente de piedra. Tenía diez años, casi once. Se acercaba al primer umbral de la virilidad. Nunca antes había estado allí; en realidad, nunca había creído que existieran esas cavernas.

¿Tienes miedo? — preguntó Thhrouk a sus espaldas.

— ¿Yo? No. ¿Por qué?

— Yo sí — dijo Thhrouk.

Salaman se giró. No esperaba semejante franqueza. Se suponía que un guerrero no debía admitir sus temores. Thhrouk, al igual que Salaman, pertenecía a la clase guerrera, y tenía por lo menos un año más que este último. Casi estaba en edad de entrelazarse. Pero su rostro aparecía tenso y rígido de ansiedad. Bajo la luz vacilante de la lámpara, Salaman miró los ojos de Thhrouk, húmedos y brillantes por el fuego. Parecían dos piedraluces en su rostro, vidriosos, hieráticos. Los músculos se le dibujaban en las mandíbulas, y los de la garganta, agarrotados, protuberantes, revelaban una gran intranquilidad.

— ¿De qué tienes miedo? — dijo Salaman osadamente — ¡Anijang nos sacará de aquí!

— ¡Anijang! — exclamó Thhrouk —. ¡Un viejo obrero insensato!

— No es tan insensato — replicó Salaman —. He visto cómo lleva un calendario. Sabe contar el tiempo, los anos, y todo, por si no lo sabes. Es más listo que lo que crees.

— Y ya ha estado aquí otras veces — añadió Sachkor, al final de la hilera — Conoce el camino.

— Eso espero — suspiró Thhrouk —. No me gustaría nada tener que pasar el resto de mi vida perdido en estas catacumbas.

Desde lo alto llegó un agudo tintineo de rocas que caían; y luego un sonido más fuerte y ahogado, como si el techo del túnel empezara a desmoronarse. Thhrouk se inclinó hacia delante y se aferró al hombro de Salaman, enterrando los dedos con alarma. Pero entonces oyeron más adelante la voz de Anijang, que entonaba un desafinado Himno de Balilirion. Todo en orden.

— ¿Aún estáis ahí, niños? — gritó el hombre —. Manteneos más cerca de mí, ¿de acuerdo?

Salaman avanzó, agachándose para esquivar una roca que asomaba. Los otros dos le seguían. Por entre sus piernas corrían pequeñas criaturas escurridizas, de ojos rojos y esféricos. Un hilo de agua fría serpenteaba por el trayecto. Estaban allí en misión de «desconsagración»: en las viejas cavernas húmedas había objetos sagrados que no debían quedar ahí cuando el Pueblo abandonara el capullo. No era un trabajo agradable, pero Sachkor, Salaman y Thhrouk eran los tres guerreros más jóvenes, y tales cuestiones constituían parte de su disciplina. Era una tarea inmunda. El mismo Harruel habría querido evitarla, pero no le había sido necesario.

Anijang los aguardaba al otro lado de la curva. Habían caído algunas rocas que se apilaban a su lado hasta la altura de los tobillos, y Anijang observaba el boquete por donde habían entrado.

— Un nuevo túnel. Bah, es viejo. Muy viejo. Viejo y olvidado. Sólo Yissou sabe cuántos pasajes habrá…

— ¿Tenemos que ir por aquí? — preguntó Thhrouk.

— No está en la lista — señaló Anijang —. Seguiremos adelante.

En el laberinto había nichos dedicados a cada uno de los Cinco Celestiales. Todos contenían objetos sagrados que se habían depositado allí en los primeros tiempos del capullo. Ya habían encontrado el nicho de Mueri y el de Friit, pero eran dioses poco importantes: la Consoladora, el Sanador. A continuación debía venir el santuario de Emakkis, el Dador, y luego, en los niveles más profundos, el de Dawinno, y por fin el de Yissou.

Lo intrincado de ese mundo subterráneo y sombrío cohibía a Salaman. Por primera vez, ahora que el Pueblo se disponía a partir del capullo, comprendía en parte lo que significaba haber ocupado ese lugar durante setecientos mil años. Algo así sólo podía haberse construido a lo largo de un período vastísimo. Cada uno de esos túneles había sido abierto a mano, por hombres como él mismo, a fuerza de perforar y horadar con paciencia roca y tierra, entre el frío y la oscuridad, de retirar escombros, de lijar muros, de construir vigas que sirvieran de sostén… Abrir cada pasaje debía de haberles llevado una eternidad. ¡Y cuántos eran! Docenas, cientos, utilizados durante un tiempo y luego abandonados. Salaman se preguntó por qué no habían conservado el mismo grupo de cámaras y corredores de forma permanente, dado que la tribu no había aumentado en tamaño durante los siglos que llevaban viviendo en el capullo. La respuesta, pensó, debía residir en la necesidad humana de tener una actividad constante en que ocuparse, aparte de comer y dormir. Durante un tiempo que escapaba a todo entendimiento, el Pueblo había permanecido prisionero de esas montañas junto al gran río, dormido, a resguardo del crudo invierno exterior en confortable y prolongado reposo; tenían cultivos que cuidar y animales que criar, ejercicios y rituales que observar, pero no bastaba con eso. Tenían que hallar otras formas de emplear su energía. Y así habían construido ese laberinto. ¡Yissou! ¡Qué tarea titánica tuvo que representar!

Mientras avanzaban, Salaman distinguía extrañas sombras aquí y allá. En las profundidades se agitaban misteriosos destellos de luz. Ocasionalmente vislumbraba enigmáticas figuras a lo lejos: pilares agazapados, pesados arcos… La obra olvidada de hombres olvidados. Allí había un universo entero de cavernas. Salas antiguas, altares abandonados, hileras de nichos, bancos de piedra. ¿Para qué? ¿Cuántos años hacía? ¿Cuánto tiempo llevaban de abandono?

De vez en cuando oían un distante rugido, como si en los lejanos confines del inmenso corazón de la montaña yacieran monstruosas bestias encadenadas. Salaman oyó el sonido de su propia respiración agitada contrapuesto al distante tronar. El mundo pendía suspendido sobre él. Se encontraba en el centro, sepultado en la roca.

— Ahora giramos a la izquierda — ordenó Anijang.

Habían llegado a un lugar donde media docena de túneles irregulares irradiaban desde una galería central. El suelo de piedra era escarpado y áspero. La pendiente adquiría un ángulo incómodo. Las rodillas dolían al tener que — descender a tanta velocidad. Y a medida que bajaban, el túnel se estrechaba. Salaman comenzó a comprender por qué habían enviado a un grupo de niños y a un viejo encorvado como Anijang a esa misión. Hombres como Harruel y Konya serían demasiado corpulentos para surcar las galerías. Incluso a él, robusto y desarrollado para su edad, le resultaba difícil moverse por los sitios más estrechos.

— Dime, Salaman… ¿cómo crees que será todo cuando salgamos al exterior? — preguntó de pronto Thhrouk, sin que viniera a cuento.

Salaman, sorprendido por la pregunta, le miro por, encima del hombro.

— ¿Cómo voy a saberlo? ¿Crees que he estado allí alguna vez?

— Desde luego que no. Salvo el día de tu nombramiento, durante un instante. ¿Cómo crees que será?

Salaman vaciló.

— Extraño. Difícil. Doloroso.

— Doloroso? — repitió Sachkor —. ¿Por qué?

— En el exterior hay sol; quema. Y viento. Dicen que corta como un cuchillo.

— ¿Quién lo dice? — preguntó Thhrouk —. ¿Thaggoran?

— ¿No recuerdas cómo era todo, el día de tu nombramiento? Aunque sólo hayas estado allí un instante. Y habrás escuchado a Thaggoran cuando lee las crónicas. En el exterior todo está expuesto. La arena te vuela en los ojos. La nieve es fría como el fuego.

— ¿Fría como el fuego? — se extrañó Sachkor —. El Salaman.

— Ya sabes a qué me refiero…

— No. No. No lo sé. Ése es el tipo de cosas que bien podría haber dicho Hresh…«Fría como el fuego»: no tiene sentido.

— Quiero decir que la nieve quema. Es una quemadura diferente de la que causa el fuego, o el sol — explicó Salaman.

Vio que le observaban como si estuviera loco. Comprendió que no era una buena idea explicarles todas esas cosas, aun cuando mentalmente hubiera cavilado mucho sobre ellas. Era un guerrero: no le correspondía pensar. Los demás descubrirían un aspecto de él que no deseaba revelar. Se encogió de hombros y añadió:

— En realidad, no sé una palabra acerca de todo esto. Sólo estaba aventurando…

— Por aquí… — les llamó Anijang —. ¡Éste es el camino!

Se interno en una negra abertura apenas más ancha que él.

Salaman miró a Sachkor y a Thhrouk, sacudió la cabeza y siguió al hombre. Había señales sobre los muros, franjas del color de la sangre y triángulos profundamente tallados, signos sagrados que advertían sobre la proximidad de Emakkis. De modo que, después de todo, Anijang sabía adónde les conducía: se estaban acercando al tercero de los cinco santuarios.

Ahora que Thhrouk habla despertado el pensamiento en él, Salaman se encontró una vez más cavilando sobre los cambios que se avecinaban. — Parte de él se resistía a creer que de verdad fuesen a abandonar el capullo. Pero todas esas semanas de preparación no podían echarse en saco roto. Se marcharían. ¿Se morirían de frío? No, no si Thaggoran y Koshmar estaban en lo cierto: la Nueva Primavera había llegado, decían. ¿Y quién era capaz de contrariarlos? Aun así, le atemorizaba la Partida. Alejarse del capullo, tan seguro y acogedor… dejar de lado todo lo que le era familiar y reconfortante en la vida… ¡Mueri! Era algo inquietante. Y ahora se hallaba más asustado que nunca, después de tanto hablar del sol abrasante, y de la nieve caliente, y del viento cruel que arrojaba arena a los ojos…

— ¿Qué es ese ruido? — preguntó Thhrouk, hundiendo una vez más los dedos en los hombros de Salaman —. ¿Lo oyes? Es un rumor detrás de las paredes, ¡Comehielos!

— ¿Dónde? — inquirió Salaman.

— Aquí. Aquí.

Salaman acercó el oído al muro. Sin duda, algo se oía allí dentro, un extraño murmullo, como si algo se deslizara. Se imaginó un enorme comehielos resoplante al otro lado de la pared, engullendo la piedra por instinto mientras ascendía hacia la cima del risco. Luego se echó a reír. Percibió un distante rumor líquido, un sereno murmullo húmedo.

— Es agua — dijo —. Por detrás de la pared fluye una corriente.

— ¿Una corriente? ¿Estás seguro?

— Óyela tú mismo — Propuso Salaman.

— Salaman tiene razón — indicó Sachkor al cabo de un rato —. No es ningún comehielos. Mira, por allí arriba se ve el agua que asoma.

— Ah — suspiró Thhrouk —. Sí. Tienes razón.!Yissou! No me gustaría toparme con un comehielos mientras deambulamos por aquí adentro…

— ¿Venís o no? — preguntó Anijang —. Seguidme u os perderéis, podéis estar seguros.

— Eso sí que no nos gustaría — rió Salaman.

Se apresuró a seguirlo, con tanta prisa que casi apaga la lámpara. Anijang les aguardaba en la entrada de una cámara que se bifurcaba del recinto en que se hallaban. Señaló hacia el interior, en dirección al icono sagrado de Emakkis, que yacía sobre un altar. De los cuatro, sólo Sachkor pasaba por la abertura.

Mientras Sachkor penetraba con cuidado en el santuario del Dador, Salaman permaneció de pie a un lado, aún pensando en la Partida y sus peligros e incomodidades, en lo desconocido, evocando una vez más la idea del sol contra el rostro, de la nieve, de la arena. Era una empresa portentosa, sí. Pero, en cierto modo, cuanto más pensaba en ella menos terrible comenzaba a resultarle. Salir tenía sus riesgos… Todo era un riesgo, no había más que riesgos, pero, ¿que otra alternativa les quedaba? ¿Seguir viviendo toda la vida entre este laberinto de cavernas oscuras y húmedas? ¡No! ¡No! Se dispondrían a la Partida, y sería algo glorioso. El mundo entero se extendía ante ellos. Su corazón comenzó a galopar. Los miedos se desvanecieron.

Sachkor emergió del nicho aferrando el icono de Emakkis. Temblaba y tenía el rostro desencajado.

— ¿Qué ocurre? — preguntó Salaman.

— Comehielos — murmuró Sachkor —. No, esta vez no era otra corriente. Eran de verdad. Oí cómo devoraban la roca justo al otro lado de la pared interior.

— No — se opuso Thhrouk — No puede ser.

— Pues entra y compruébalo por ti mismo — le invito Sachkor.

— Pero no quepo.

— Entonces no entres. Como te plazca. Yo oí a los comehielos.

— Vamos — indicó Anijang.

— Esperad — ordenó Salaman — Voy a ir. Quiero comprobar lo que oyó Sachkor.

Pero era demasiado robusto para entrar; al cabo de un rato de intentar deslizar los hombros por la estrecha abertura optó por desistir, y siguieron adelante, preguntándose qué habría sido en verdad lo que oyó Sachkor. Salaman halló la respuesta al otro lado de la curva. El muro de la caverna palpitaba con una profunda y pesada vibración. Posó la mano y tuvo la sensación de que allí dentro había algo que sacudía al mundo entero. Con cautela, levantó el órgano sensitivo y extendió una segunda vista. Sintió masa, volumen, poder, movimiento.

— Comehielos, sí — sentenció — Al otro lado de la pared. Están devorando la roca.

— ¡Yissou! — murmuró Thhrouk, haciendo un enjambre de signos sagrados — ¡Dawinno! ¡Friit! ¡Nos destruirán!

— No tendrán oportunidad — dijo Salaman, sonriendo — Porque nos marcharemos del capullo, ¿no os acordáis? ¡Cuando se acerquen al nivel de los habitáculos ya estaremos al otro lado del mundo!


Minbain despertó rápidamente, como lo hacía siempre. Escuchó los sonidos matinales del capullo, los tintineos y clamores familiares, las risas, el zumbido de la conversación, el palmeteo de los pies contra el suelo de piedra de la habitación. Alzando el cuerpo de las pieles sobre las que dormía, ofrendó su oración matinal a Mueri, y pronunció las debidas palabras a la memoria de su compañero fallecido, Samnibolon.

Luego se dedicó a sus quehaceres. Había tanto trabajo, millones de cosas que hacer antes de que el Pueblo estuviera en condiciones de abandonar el capullo.

Hresh ya había despertado. Vio cómo le sonría desde su nicho — dormitorio, abajo, donde dormían los más pequeños. Siempre despertaba antes que los demás, incluso antes de que Torlyri se levantara para las ofrendas de la mañana. Minbain se preguntaba si dormía realmente en algún momento.

Se acercó bamboleándose, sacudiendo brazos y piernas, y con el órgano sensitivo asomando por la espalda en un ángulo extraño y torpe. Se abrazaron. Es todo huesos, pensó su madre. Come, pero no le aprovecha nada: todo lo consume a fuerza de tanto pensar.

— ¿Qué dices, Madre? ¿Será hoy el día?

Minbain rió con suavidad.

— ¿Hoy? No, Hresh. Todavía no. Hoy no, Hresh…

Cuando oyó que Koshmar proclamaba: «Éste es el día de nuestra Partida», Hresh había dado por supuesto que de verdad saldrían esa misma jornada. Pero, desde luego, eso era imposible. Primero debían realizarse los ritos mortuorios del viejo Sueñasueños, acontecimiento de gran pompa y misterio. Nadie sabía cómo debía ser el ritual para el sepelio de un Sueñasueños — no parecía correcto limitarse a arrojar sus despojos sobre la ladera tras llevarlo al exterior — pero al fin Thaggoran había dado con algo en las crónicas, o al menos eso había simulado. El ritual requería prolongados cánticos y rezos, y debía hacerse una procesión de antorchas a través de las cavernas subterráneas hasta la Cámara de Yissou, donde debían colocar su cuerpo bajo una lápida de roca azul. Todo eso había llevado varios días de preparación y ejecución. Luego debían llevar a cabo los ritos de desconsagración del capullo, para que sus almas no quedaran allí durante la larga marcha que se avecinaba. Y después, había que empaquetar todas las pertenencias sagradas, y luego sacrificar casi todo el ganado de la tribu y curar la carne; y después, habría que liar todas las posesiones útiles en fardos lo bastante ligeros para que resultaran llevables. Y después este rito, y aquél, esta tarea y aquella otra, todo según instrucciones que databan de milenios atrás. Ay, Minbain sabía que pasarían muchos días antes de que la Partida se iniciara. Y ya se oía a los comehielos, que devoraban la roca por debajo de la cámara — habitación. Era un ruido desagradable y rasposo que continuaba noche y día, día y noche. Pero ahora los comehielos podían quedarse con el lugar, si de algo les servía. La tribu jamás retornaría al capullo. Lo difícil era el tiempo de espera, y para nadie tanto Como para Hresh. Para el pequeño un día representaba un mes, un mes se — le hacía un año… La impaciencia lo atravesaba como el fuego cuando se propaga por la leña seca.

— ¿Matarán hoy más animales? — preguntó.

— Eso ya acabó — dijo Minbain.

— Mejor. Mejor. No me gustaba nada que lo hicieran. — Así es. Es algo duro, pero necesario.

Por lo general se sacrificaba a un par de bestias cada semana, para uso de la tribu. Pero esta vez Harruel y Konya habían entrado en el corral con sus cuchillos y hablan permanecido allí horas enteras, hasta que la sangre comenzó a manar por el desagüe y casi llegó a la misma cámara del habitáculo. Sólo se podrían llevar unas pocas cabezas como animales de cría; el resto debía ser sacrificado, y la carne, curada y conservada para sustentar la tribu sobre la marcha. Hresh había ido a observar su tarea en el matadero. Minbain lo previno en contra, pero él había insistido: permaneció solemnemente en pie, contemplando cómo Harruel sostenía las bestias y levantaba las cabezas ante el cuchillo de Konya. Después del espectáculo, tembló de terror durante horas. Pero al día siguiente estaba otra vez allí, presenciando la matanza. Nada de lo que le decía Minbain lo disuadía. Hresh la desconcertaba. Siempre había sido así. Siempre lo sería.

— ¿Hoy empaquetarás la carne? — preguntó.

— Probablemente. A menos que Koshmar me asigne algún otro trabajo. Yo hago lo que ella me ordena.

— ¿Y si te dice que Camines boca abajo por el techo?

— No seas tonto, Hresh.

— Koshmar dice a todos lo que deben hacer.

— Es la cabecilla — contestó Minbain —. ¿O acaso crees que debemos gobernarnos solos? Alguien debe dar las órdenes.

— Supón que lo hicieras tú. O Torlyri. O Thaggoran.

— El cuerpo tiene una sola cabeza. El Pueblo tiene un solo jefe.

Hresh sopesó la respuesta un instante.

— Harruel es más fuerte que cualquiera. ¿Por qué no es él nuestro cabecilla?

— ¡Hresh, el de las preguntas!

— Pero, ¿por qué no es él?

Con una sonrisa, Minbain respondió:

— Porque es hombre, y la cabecilla debe ser una mujer. Y porque la fortaleza y la robustez no son los atributos mas necesarios para un jefe. Harruel es un buen guerrero. Él alejará a nuestros enemigos cuando estemos en el exterior. Pero sabes que su mente no es brillante. En cambio, Koshmar piensa con rapidez.

— Harruel es más sagaz de lo que supones — objetó Hresh —. He conversado con él. Piensa como un guerrero, pero eso no significa que no piense. De todas formas, yo mismo pienso más rápido que Koshmar. Tal vez yo debiera ser el cabecilla…

— ¡Hresh!

— Abrázame, Madre — solicitó de repente.

El súbito cambio de humor del niño la sorprendió. Hresh temblaba. En un instante parloteaba en su modo tan peculiar, y al siguiente se acurrucaba temeroso contra ella, como pidiendo ayuda. Acarició sus enjutos hombros.

— Minbain te adora — murmuró — Mueri te cuida. Todo está bien, Hresh, todo está bien.

Una voz dijo por encima de su hombro:

— Pobre Hresh. Tiene miedo a la Partida, ¿verdad? No lo culpo.

Minbain miró a su alrededor. Cheysz se había acercado hasta ella. La tímida y pequeña Cheysz. Ayer, Minbain, Cheysz y dos mujeres más habían trabajado durante horas, embalando pacientemente la carne en sacos hechos de piel.

— He estado pensando, Minbain. Todo esto que hacemos es para acelerar la Partida. ¿Y si se equivocan? — dijo Cheysz.

— ¿Quiénes?

— Koshmar. Thaggoran. Si se equivocan, y no nos espera la Nueva Primavera…

Minbain estrechó a Hresh contra su seno aún con más fuerza, y posó las manos sobre los oídos del pequeño. Con furia, respondió:

— ¿Te has vuelto loca? ¿Has estado pensando? No pienses, Cheysz. Koshmar piensa por nosotros.

— Por favor, Minbain. No me mires así. Tengo miedo…

— ¿De qué?

— De salir. Es peligroso. ¿Y si no quiero ir? Podríamos morirnos de frío. Hay animales salvajes. Sólo Yissou sabe qué hallaremos allí. Me agrada la vida en el capullo. ¿Por qué tenemos que irnos? ¿Sólo porque a Koshmar se le ha antojado? Minbain… quiero quedarme aquí.

Minbain se había quedado muda. Era una conversación subversiva por completo. La horrorizaba que Hresh pudiera estar escuchándolo todo.

— Todos queremos quedarnos aquí — dijo una nueva voz profunda a sus espaldas. Era Kalide, la madre de Bruikkos, otra de las que ayer habían estado embalando la carne. Como Minbain, era una mujer mayor, cuyo compañero había fallecido, y de la categoría de progenitora había pasado a la de obrera. Tal vez fuera la mujer más vieja de la tribu. Desde luego que deseamos permanecer aquí, Cheysz. Aquí estamos a salvo y no hace frío. Pero nuestro destino es partir. Somos los elegidos, el Pueblo de la Nueva Primavera.


Cheysz dio la vuelta, desafiante, y rió con acritud. Minbain jamás había visto semejante ardor en ella.

— ¡Para ti es fácil decirlo, Kalide! De todas formas, tú estás casi en la edad — límite. De un modo u otro, no pasaría mucho tiempo antes de que te marcharas del capullo. Pero yo…

— ¡No me hables en ese tono! — le espeto Kalide. Pequeña cobarde, debería…

— ¿Qué sucede aquí? — preguntó Delim, prorrumpiendo de repente. Era la cuarta de las obreras, una mujer robusta, de pelaje rojizo y tupido, y hombros pesados y caídos. Se interpuso entre Kalide y Cheysz, separándolas — ¿Ahora os creéis guerreras? Vamos, vamos. Fuera. Hay mucho que hacer. ¿Qué significa esto, Minbain? ¿Iban a pelear?

— Cheysz es algo impulsiva. Dijo algo descortés a Kalide. Ya se les pasará — respondió Minbain con suavidad.

— Hoy nos toca embalar alimentos otra vez — anuncio Delim —. Ya deberíamos empezar.

— Id vosotras — sugirió Minbain —. Yo vendré dentro de un momento.

Frunció el ceño a Cheysz; e hizo un gesto con la mano, urgiéndola a que se retirara. Tras un instante, Cheysz; se dirigió al corral, y Delim y Kalide la siguieron. Minbain liberó a Hresh de su abrazo sofocante. El niño dio un paso atrás, observándola.

— Quiero que olvides todo lo que has oído aquí — ordenó.

— ¿Cómo podría hacerlo? Sabes que nunca olvido nada.

— Lo que quiero decir es que no cuentes a nadie lo que dijo Cheysz.

— ¿Acerca de tener miedo a abandonar el capullo? ¿De preguntarse si acaso Koshmar no. se equivocaba con respecto a la Nueva Primavera?

— Ni siquiera me lo repitas a mí. Cheysz podría ser severamente castigada por decir cosas semejantes. Podrían expulsarla del Pueblo. Y sé que no quiso decirlo. Cheysz; es una mujer muy amable, muy cortés, muy asustadiza… — Minbain se detuvo —. ¿Tú tienes miedo de alejarte del capullo, Hresh?

— ¿Yo? — dijo, con un deje de duda en la voz.!Claro que no!

— Pues nadie lo hubiera dicho — respondió Minbain.

— Formad hileras. ¡Allí! — gritó Koshmar —. ¡En filas! Todos conocéis vuestros lugares. ¡A ellos, pues!

En la mano izquierda llevaba el Cetro de la Partida, y en P. derecha una espada de punta de obsidiana. Un manto amarillo brillante le surcaba el hombro derecho y el pecho.

— El mismo Hresh se sentía cohibido. ¡Por fin había llegado el momento! Su sueño, su mayor deseo, su alegría. La tribu íntegra se hallaba de pie, reunida en el Sitio de la Partida. Torlyri, la de las ofrendas, la de la dulce voz, accionaba la manivela que abría la pared. El muro empezó a moverse.

Penetró una ráfaga de aire fresco. La puerta estaba abierta.

Hresh contempló a Koshmar. Se la veía distinta. El pelaje se había henchido, y su tamaño parecía el doble de lo normal. Los ojos tenían la apariencia de pequeñas Las aletas de la nariz se agitaban, y las manos se movían imperiosas por encima de sus senos, que aparecían más henchidos de lo habitual. Hasta sus órganos sexuales estaban hinchados, como si se encontrara excitados. Koshmar no era una mujer — reproductora. Resultaba curioso verla tan acalorada. Alguna poderosa emoción debía estar arrastrándola, pensó Hresh. Alguna excitación producto del advenimiento de la Partida.

¡Qué orgullosa debía de sentirse de liderar a la tribu en su éxodo del capullo! ¡Qué emocionada! Advirtió que la misma excitación llegaba hasta él. Bajó la mirada. Su propio miembro viril estaba rígido y erecto. Los pequeños testículos caían pesados y firmes. El órgano sensitivo le palpitaba.

— ¡Muy bien…! Ahora, ¡adelante! — ordenó Koshmar. Moveos y mantened vuestra posición. ¡Cantad!.

En los ojos de muchos de los que le rodeaban, Hresh vio cómo se asomaba el terror. Los rostros aparecían petrificados de miedo. El pequeño observó a Cheysz: temblaba. Delim la sostenía por un brazo, Kalide por el otro, y la llevaban entre las dos. Había otras mujeres en su misma situación: Weiawala, Sinistine… Incluso algunos hombres, ni siquiera guerreros como Thhrouk y Moarn, apenas lograban ocultar la inquietud. A Hresh le costaba comprender por qué los demás sentían terror al contemplar el paisaje indómito y helado que se extendía ante ellos. Para él, la Partida era algo ansiado. Pero, para la mayoría, el éxodo parecía abatirlos con la fuerza de un hacha. Penetrar en este vasto misterio, fuera del capullo… Dejar atrás el único mundo que ellos y sus antepasados habían conocido durante toda una eternidad… No. No. Todos estaban despavoridos de miedo. Todos menos unos pocos. Era un sentimiento que Hresh reconocía con facilidad. Percibía que el desprecio por la cobardía y la compasión por el temor se fundían inextricablemente en una sola y confusa emoción.

— ¡Cantad! — volvió a gritar Koshmar.

Unas pocas voces dejaron escapar un sonido débil y estrangulado: eran Koshmar, Torlyri y Hresh. El guerrero Lakkamai, por lo general tan lacónico, comenzó de pronto a canturrear. Luego se escuchó la voz áspera y desafinada de Harruel, y la de Salaman. Y entonces, para sorpresa de todos, la de Minbain, quien casi nunca cantaba. Uno tras otro todos se fueron uniendo al canto, primero con incertidumbre, luego con más vigor, hasta que por fin las sesenta gargantas se estremecieron al unísono con el Himno de la Nueva Primavera:

Hoy termina la oscuridad.

Hoy brilla la luz.

Hoy llega la calidez.

Hoy es nuestra hora.

Koshmar y Torlyri cruzaron el portal una junto a la otra. Detrás de ellas, Thaggoran, con paso quejumbroso. Y luego Konya, Harruel, Staip, Lakkamai, y el resto de los hombres adultos. Hresh, el tercero comenzando por el final, giraba la cabeza hacia atrás y entonaba la letra más alta que todos los demás:

Hoy salimos al mundo,

con osadía y valor.

Hoy somos los amos,

Hoy hemos de gobernar.

Taniane le observo con ojos burlones, como si su canto estridente ofendiera sus delicados oídos. Haniman, ese niño regordete y pesado, también le miró con reprobación, mientras andaba detrás de Taniane como siempre. Hresh les sacó la lengua a ambos. ¿Qué le importaba la opinión de Taniane, o la de ese ojos de huevo de Haniman? Por fin había llegado el gran día. El éxodo del capullo al fin había comenzado; no importaba nada más. Nada más.

La primavera es nuestra,

la nueva era de luz.

Hoy Yissou nos concede

predominio y poder.

Pero entonces atravesó el umbral y el mundo exterior le embistió de frente, como un gran puño. Muy a su pesar, se sintió sobrecogido, atónito, conmocionado.

La primera vez que se había escabullido, todo había sucedido demasiado de prisa, en una caótica confusión de imágenes, en un remolino de sensaciones. Y luego Torlyri le había atrapado, y allí había concluido su pequeña aventura, casi antes de haberse iniciado. Pero ésta era la auténtica. Sintió que el capullo y todo lo que representaba se desplomaba detrás de él y se hundía en un abismo. O que él mismo caía en el abismo y se zambullía en un vasto torrente de misterios.


Luchó por recuperar la compostura. Se mordió el labio, apretó los puños, respiró hondo. Observó a los demás.

La tribu se hallaba apiñada sobre la cornisa de piedra que se extendía junto a la salida. Algunos miembros lloraban con tristeza, otros contenían la respiración por el asombro, la mayoría se perdía en hondos silencios. Nadie parecía indiferente. El aire matinal era fresco y áspero, y el sol parecía un gran ojo atemorizado asomado en lo alto del cielo, en el lado opuesto del río. El cielo los aplastaba como si fuera un techo de color duro e intenso sobre el cual el viento movía densas espirales de niebla polvorienta.

El mundo se abría ante ellos como una desolación vasta y vacía, extensa en todas las direcciones por donde Hresh alcanzaba a mirar. No había muros, nada que los protegiera. Esta circunstancia era lo que causaba más temor: el espacio abierto… ¡No había paredes ni muros! Antes siempre habían encontrado alguna pared contra la cual reclinarse, algún techo por encima de la cabeza, algún suelo bajo los pies. Hresh imaginó que podía dar un salto hacia delante y lanzarse a los aires fuera de la cornisa, y flotar y flotar para siempre, sin chocar con nada. Aun la cúpula que formaba el cielo quedaba tan distante… Apenas la identificaba como un límite. En realidad,, lo atemorizaba posar la vista sobre un lugar tan inmensamente abierto.

Pero ya nos acostumbraremos, pensó Hresh. Tendremos que acostumbrarnos.

Sabía lo afortunado que era. Habían transcurrido una vida tras otra, miles de generaciones de existencias, y mientras tanto, el Pueblo había estado oculto en su cómoda madriguera, como ratones en su guarida, contándose historias de ese mundo portentoso y bello del cual habían provenido sus antepasados.

Se volvió hacia Orbin, que estaba a su lado.

— Nunca pensé que presenciaría todo esto. ¿Y tú?

Orbin sacudió la cabeza, en un movimiento mínimo y tenso, como si su cuello fuese una estaca.

— No. No, jamás.

— No puedo creer que estemos fuera — susurró Taniane. ¡Yissou, qué frío hace! ¿No nos congelaremos?

— Todo irá bien — la tranquilizó Hresh.

Observó la distancia gris. ¡Cuánto había ansiado poder contemplar siquiera una vez el mundo exterior!

Pero se había resignado a su suerte, sabiendo que sin duda su sino era vivir y morir en el capullo, como todos los que habían existido desde la época del Largo Invierno, sin poder tan sólo echar un vistazo a aquel mundo prodigioso que se extendía más allá de la puerta, excepto en las fugaces visitas prometidas para el día en que adquirían el derecho a escoger su nombre y entrelazarse. En el capullo se asfixiaba. Odiaba ese lugar. Pero no parecía haber forma de escapar. Y, sin embargo, allí estaban, al otro lado del portal.

— No me gusta nada todo esto. Quisiera estar dentro — dijo Haniman.

— Ojalá estuvieras allí — comentó Hresh, desdeñoso.

— Sólo alguien tan loco como tú podría querer estar aquí.

— Sí — asintió Hresh —. Así es. Y ahora he cumplido mí deseo.

El viejo Thaggoran le había enseñado los nombres de las antiguas ciudades: Valirian, Thisthissima, Vengiboneeza, Tham; Mikkimord, Bannigard, Steenizale, Glorm. ¡Qué nombres maravillosos! Pero ¿qué era exactamente una ciudad? ¿Muchos capullos uno al lado del otro? Y todas esas cosas de la naturaleza que había afuera: ríos, montanas, océanos, árboles… Había oído esos nombres, pero ¿qué significaban en realidad? Ver el cielo… el cielo… vaya, el día en que se escabulló de la dulce mujer de las ofrendas y se asomó por la salida, casi había estado dispuesto a dar la vida por ello. En realidad, casi la había dado. Si en aquel preciso instante el Sueñasueños no hubiese despertado, ¿le habría arrojado Koshmar fuera del capullo? Probablemente. Koshmar era estricta, como correspondía a una cabecilla. De no haber sido por el inesperado grito del Sueñasueños, le habrían expulsado y cerrado bien las puertas a sus espaldas. Estuvo en un tris de que así sucediera. Sí. Sólo la suerte le había salvado.

Hresh siempre se había creído dotado de una suerte fuera de lo común. Nunca lo había comentado a nadie, pero creía estar bajo la protección especial de los dioses. De todos, no sólo de Yissou, quien protegía a todos, o de Mueri, que consolaba a los afligidos, sino también de Emakkis, de Friit, de Dawinno, de esas deidades más remotas que gobernaban los aspectos más sutiles del mundo. En particular, Hresh entendía que era Dawinno el que guiaba sus pasos. Dawinno, el Destructor, el que había arrojado sobre el mundo las estrellas de la muerte, sí. Pero según él creía, no había sido por maldad. Las había enviado porque era lo que debía hacer. Había llegado la hora y debían caer. Ahora había que restablecer el mundo, y Hresh creía que en esta misión él desarrollaría un importante papel. Así, llevaría a cabo la tarea que Dawinno le había asignado. El Destructor también era el guardián de la vida, y no sólo su enemigo, como creía la gente con simpleza. Thaggoran le había enseñado todo eso. Y Thaggoran era el hombre más sabio que hubiese existido jamás.

Aun así, Hresh creía que el día de su intento de fuga la suerte le había sido escasa. Si le hubiesen arrojado por la puerta a ese mundo que tanto ansiaba ver — y lo habrían hecho: la ley era la ley, y Koshmar era severa, lo sabía — ¿qué habría sido de él? Una vez en el exterior habría podido subsistir solo ni medio día. Tal vez tres cuartos de día, si su suerte no lo abandonaba. Pero nadie tenía tanta suerte como para poder sobrevivir mucho tiempo solo en el mundo exterior. Sólo le había salvado la rapidez de Torlyri. Eso, y la misericordia de Koshmar.

Cuando se enteraron de lo ocurrido, sus compañeros de juegos se burlaron de él. Orbin, Taniane, Haniman… no podían comprender por qué había querido salir, ni por qué Koshmar le había levantado el castigo. Todos creyeron que se había querido matar. «¿No puedes aguardar al día de tu muerte? — le había preguntado Haniman. — Sólo faltan veintisiete años más.» Y se echó a reír, y Taniane rió con él, y hasta Orbin, su buen amigo había hecho un gesto burlón tras propinarle un golpe en el brazo. Hresh, el de las preguntas. Hresh, el que se quiere congelar. Así lo llamaron.

Pero qué importaba. Al cabo de unos días se habían olvidado de su pequeña aventura. Y ahora nada era igual.

La tribu se marchaba. Por segunda vez en unas pocas semanas, Hresh veía el cielo, y en esta ocasión no era un mero vistazo. Vería las montañas y los océanos. Vería Vengiboneeza y Mikkimord. Todo el mundo le pertenecía.

Hoy llega la calidez.

Hoy es nuestra hora.


— ¿Esto es el cielo? — preguntó Orbin.

— Sí. Es el cielo — le contestó Hresh, orgulloso de haber estado allí antes, aunque sólo por unos minutos. Orbin, macizo y muy fuerte, tenía los ojos brillantes y una intimo amigo de sonrisa fácil y encantadora. Era el más íntimo amigo de Hresh ambos tenían exactamente la misma edad. Pero Orbin jamás habría osado intentar una fuga con él —. Y aquello que hay allí abajo es el río. Esto verde es la hierba. Y eso rojo es hierba de otra clase.

— El aire huele de un modo extraño — comentó Taniane —. Me arde en la garganta.

— Eso se debe a que hace frío — le explicó Hresh —. Después de un rato ya no te molestará.

— ¿Por qué hace frío, si el invierno ya ha terminado? — quiso saber.

— No preguntes tonterías — le ordenó Hresh. Pero no obstante, se encontró cuestionándose lo mismo.

Adelante, al lado de la piedra de las ofrendas, Torlyri se afanaba en celebrar cierto ritual. Hresh deseaba que fuera el último para que la marcha se pudiera iniciar de una vez. Le parecía que durante las semanas pasadas, desde el día en que el Sueñasueños despertó, cuando Koshmar anunció la partida de la tribu, no habían hecho más que celebrar ritos y ceremonias.

— ¿Vamos a cruzar el río? — preguntó Taniane.

— No creo — respondió Hresh —. El sol está en esa dirección, y si nos dirigimos hacia allí tal vez nos quememos. Creo que iremos rumbo al lado contrario.

Sólo era una conjetura, pero resultó estar en lo cierto, al menos en cuanto a la dirección que el grupo iba a tomar. Koshmar lucía ahora la Máscara de Lirridon, que durante tanto tiempo había pendido de la pared del habitáculo. Era amarilla y negra, y tenía un inmenso pico que le confería el aspecto de un insecto gigantesco. Alzó la espada e invocó los Cinco Nombres. Luego avanzó por una senda estrecha que iba desde la cornisa hasta la cima de la colina, y desde allí descendía por la ladera occidental hacia un ancho valle que se extendía por debajo. Uno tras otro, los demás la siguieron en fila, moviéndose lentamente bajo el peso de los voluminosos bultos.

Estaban en el exterior. En camino. Descendieron la larga pendiente y se internaron en el valle en estrecha formación, manteniendo el mismo orden en el cual salieron del capullo: Koshmar y Torlyri delante, luego Thaggoran, después los guerreros, los trabajadores, los progenitores, y al final Hresh y los demás niños. El valle quedaba mucho más lejos de lo que habían supuesto, y parecía alejarse por momentos cuanto más andaban. Koshmar avanzaba con cautela. Aun los más fuertes, los que iban delante, parecían fatigarse con facilidad. Para algunos, especialmente para las progenitoras, los niños y el gordezuelo de Haniman, la travesía constituía una odisea desde el mismo inicio. De vez en cuando, Hresh oía a su alrededor el lamento de los sollozos, aunque no podía decir si eran de miedo o de cansancio. Después de todo, ninguno de ellos había caminado gran cosa durante su vida, excepto los cortos trayectos por el capullo, que eran algo distinto. Aquí había que asentar los pies sobre una superficie áspera donde no había un camino, y a veces se deslizaba y desmoronaba bajo el peso del cuerpo. Debían subir y bajar por cuestas, o sortear obstáculos. Hresh no se había imaginado que resultara tan difícil. Había creído que sería poner un pie delante y luego el otro, y luego el primero. En realidad, eso era básicamente lo que hacían, pero nunca había pensado que sería un ejercicio tan agotador.

El aire también tenía sus trampas. Era ligero, y cada bocanada punzaba y ardía. Descendía por la garganta como un puñado de cuchillos. Uno se quedaba con la boca seca y la cabeza dando vueltas, y se le tapaban la nariz y los oídos. Pero al cabo de un rato, el frío dejó de molestar.

Reinaba un gran silencio, y eso resultaba más inquietante de lo que Hresh había previsto. En el capullo siempre se oían alrededor los sonidos de la tribu. Y eso proporcionaba cierta sensación de seguridad. Aquí fuera la gente no conversaba. Las voces quedaban atemperadas por el temor, pero aun cuando alguno hablaba, el sonido era barrido por el viento, o devorado por el gélido aire y el vasto espacio abierto. El silencio cobraba una cualidad severa, opresiva, metálica, que a nadie agradaba.

De vez en cuando alguien se detenía como si no quisiera seguir, y había que consolarle y alentarle. La primera fue Cheysz, que se desmoronó en sollozos entrecortados. Pero Minbain se arrodilló a su lado para acariciarla hasta que se puso en pie. Luego el joven guerrero Moarn se desplomó y hundió los dedos en la tierra, como si el mundo girara locamente a su alrededor. Se aferraba a la tierra helada con desesperación, sin despegar la mejilla de ella. Harruel tuvo que soltarlo a puntapiés y con palabras severas. Poco más tarde fue Barnak, uno de los obreros, un hombre de poca inteligencia, manos enormes y cuello macizo; dio la vuelta y comenzó a correr hacia el risco, pero Staip fue tras él y lo cogió por un brazo. Lo aferró y le dio bofetones hasta que se calmó. Después del episodio, Barnak siguió andando sin levantar la vista ni abrir la boca. Pero Orbin dijo:

— Menos mal que Staip lo ha atrapado. Si se hubiera fugado, varios más habrían ido corriendo tras él para seguir sus pasos.

Koshmar abandonó su lugar a la cabeza de la formación y se acerco al resto, hablando con los demás, ofreciendo aliento, riendo, orando. Torlyri también la acompañó a lo largo de la procesión para conversar con los más atemorizados. Se detuvo al lado de Hresh para preguntarle cómo se sentía. El pequeño le guiñó un ojo, y la hizo reír. La mujer le devolvió el guiño.

— Siempre has querido estar aquí, ¿verdad?

El niño asintió. Ella le acarició la mejilla y regresó a su puesto.

El día avanzaba, el tiempo parecía transcurrir deprisa. El sol hizo algo extraño: se trasladó por el cielo, en lugar de permanecer pendido allí en el este, donde Hresh lo vio por primera vez. Para su sorpresa, el sol parecía seguirlos, y cerca del mediodía en algún sitio los alcanzó. Por la tarde, yacía delante de ellos en el cielo occidental.

Hresh se sintió azorado al ver que el sol viajaba de ese modo. Sabía que era una inmensa bola de fuego que asomaba por encima durante todo el día y que de noche desaparecía. Cuando el sol estaba, era el día; y cuando no, la noche. Pero aun así le costaba comprender cómo era posible que se moviera. ¿Acaso no estaba sujeto en un lugar? Tendría que preguntárselo a Thaggoran más tarde. Por ahora, el descubrimiento de que el sol se movía no era mas que una inexplicable sorpresa.

Pero sospechaba que le esperaban muchas otras más adelante, tal vez incluso mayores.

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