CAPÍTULO 23

Definitivamente Bella volvería a casa. Esta misma noche.

En circunstancias óptimas Rehvenge no era el tipo de macho que sobrellevara bien la frustración. Por lo que su límite de tolerancia ya había sido más que sobrepasado en espera de que su hermana volviera al lugar al que pertenecía. ¡Maldita fuera!, él era más que su hermano, era su Guardián, y eso le daba derechos.

Mientras se arrancaba de un tirón su largo abrigo de marta cibelina, la piel se arremolinó alrededor de su gran cuerpo, cayendo sobre sus tobillos. Usaba un traje negro de Hermenegildo Zegna. Los revólveres gemelos de nueve milímetros que llevaba bajo los brazos eran Heckler amp; Koch.

– Rehvenge, por favor no hagas esto.

Miró a su madre. Madalina estaba de pie, debajo del candelabro del vestíbulo, era la imagen de la aristocracia, con su porte real, sus diamantes y su vestido de raso. La única cosa fuera de lugar era la preocupación en su rostro, y ésta no era a causa de la tensión de desentonar con su Harry Winston y la Alta Costura. Ella nunca se disgustaba. Jamás.

Respiró profundo. Era más probable que lograra calmarla si su infame temperamento no asomaba, pero, más bien en su actual estado mental, era propenso a destrozarla allí mismo, y no sería justo.

– Ella volverá a casa de esta forma -le dijo.

La graciosa mano de su madre se alzó hasta la garganta, un signo seguro de que estaba atrapada entre lo que quería y lo que pensaba que era correcto.

– Pero es tan extremo.

– ¿La quieres durmiendo en su propia cama? ¿La quieres en el lugar en el que debería estar? -La voz empezó a perforar el aire-. ¿O quieres que se quede con la Hermandad? Esos son guerreros, Mahmen. Sedientos de sangre, guerreros hambrientos de sangre. ¿Piensas que dudarían en tomar a una mujer? Y sabes perfectamente bien que por ley el Rey Ciego puede acostarse con cualquier mujer que escoja. ¿La quieres en esa clase de ambiente? Yo no.

Cuando su Mahmen dio un paso atrás, se dio cuenta de que le estaba gritando. Aspiró hondo nuevamente.

– Pero Rehvenge, hablé con ella. No quiere volver a casa aún. Y ellos son hombres de honor. En el Antiguo País…

– Ya ni siquiera sabemos quien forma parte de la Hermandad.

– Ellos la salvaron.

– Entonces pueden devolverla a su familia. ¡Por el amor de Dios!, es una mujer de la aristocracia. ¿Piensas que la Glymera la aceptará después de esto? Ya tuvo una aventura.

Y que enredo había resultado de eso. El macho había sido totalmente indigno de ella, un completo idiota, y aun así el bastardo se las había arreglado para salir del aprieto sin que mediara palabra. Por otro lado, habían cuchicheado acerca de Bella por meses, y aunque ella pretendía que no le preocupaba, Rehv sabía que si le había molestado.

Odiaba a la aristocracia en la que se hallaban atrapados, realmente la odiaba.

Sacudió, enojado consigo mismo, la cabeza.

– Nunca debió haberse mudado de esta casa. Nunca debí habérselo permitido.

Y ni bien la tuviera de vuelta, nunca se le permitiría salir otra vez sin su consentimiento. Iba a hacer que la consagraran como una mujer Sehcluded. Su sangre era lo suficientemente pura como para justificarlo, y francamente ya debería ser una. Una vez que estuviera hecho, la Hermandad estaba obligada legalmente a entregarla al cuidado de Rehvenge, y en consecuencia, no podría dejar la casa sin su permiso. Y aún había más. Cualquier macho que quisiera verla tendría que hablar con él como jefe de familia, e iba a negarse a todos y cada uno de esos hijos de puta. Había fallado en proteger a su hermana una vez. No permitiría que eso sucediera nuevamente.

Rehv consultó el reloj, aunque sabía que era tarde para esos asuntos. Haría la petición de Sehclusion al Rey desde la oficina. Era raro solicitar algo tan antiguo y tradicional a través de e-mail, pero ahora esa era la forma de manejar las cosas.

– Rehvenge…

– ¿Qué?

– La alejarás.

– Imposible. Una vez que me haga cargo de esto, no tendrá otro lugar adonde ir aparte de esta casa.

Tomó el bastón e hizo una pausa. Su madre se veía tan desdichada, que se inclinó y la besó en la mejilla.

– No te preocupes por nada, Mahmen. Voy a arreglar las cosas para que nunca más salga herida. ¿Por qué no preparas la casa para recibirla? Podrías traer su ropa de luto.

Madalina negó con la cabeza. Con una voz reverente dijo:

– No hasta que cruce el umbral. Podría ofender a la Virgen Escriba, al asumir que retornará a salvo.

Contuvo una maldición. La devoción de su madre a la Madre de la Raza era legendaria. ¡Demonios!, debería haber sido un miembro de los Elegidos con todas sus plegarias, reglas y temores de que una palabra desdeñosa podría atraer ciertas desgracias.

Pero que hiciera lo que quisiera. Era su jaula espiritual, no la de él.

– Como quieras -le dijo, inclinándose sobre el bastón y dándose la vuelta.

Se movió lentamente por la casa, confiando en los diferentes tipos de suelos para que le dijeran en que habitación se encontraba. Había mármol en el vestíbulo, una alfombra Persa en el comedor, un ancho entarimado de dura madera en la cocina. Usaba la vista para que le dijera que sus pies estaban sólidamente apoyados y que era seguro depositar todo su peso en ellos. Levaba el bastón para el caso de que juzgara erróneamente y perdiera el equilibrio.

Para entrar en el garaje, se sostuvo en el marco de la puerta antes de bajar un pie y luego el otro para descender los cuatro escalones. Después de deslizarse dentro del Bentley a prueba de balas, accionó el remoto para abrir la puerta y esperó a que se abriera para salir.

¡Maldición! Deseaba más que nada saber quienes eran esos Hermanos y donde vivían. Iría allí, derribaría la puerta y les arrebataría a Bella.

Cuando pudo ver el camino de entrada detrás de él, puso la marcha atrás del sedán y apretó el acelerador tan fuerte que las llantas chirriaron. Ahora que estaba detrás del volante, podía moverse a la velocidad que deseaba. Rápido. Ligero. Sin necesidad de andar con cautela.

El extenso prado se veía borroso mientras corría por el sinuoso camino hacia las puertas, que estaban ubicadas detrás de la calle. Tuvo que detenerse un instante mientras las cosas se abrían; luego dobló por Thome Avenue y continuó hacia abajo por una de las opulentas calles de Caldwell.

Para mantener a su familia a salvo y que nunca les faltara nada, trabajaba en cosas despreciables. Pero era bueno en lo que hacía, su madre y hermana merecían la clase de vida que tenían. Les proporcionaría cualquier cosa que quisieran, les consentiría cualquier capricho que tuvieran. Por demasiado tiempo las cosas habían sido muy duras para ellos…

Sí, la muerte de su padre había sido el primer regalo que les había dado, la primera de muchas maneras que había mejorado sus vidas y mantenido a salvo de todo daño. Y no cambiaría de rumbo ahora.

Rehv tomó un atajo y se dirigía hacia el centro cuando su nuca empezó a hormiguear. Trató de ignorar la sensación, pero en cuestión de momentos se condensó en un estrecho apretón, como si le hubieran colocado un tornillo en la parte superior de la espina dorsal. Levantó el pie del acelerador y esperó que se le pasara la sensación.

Luego ocurrió.

Con una punzada de pánico, su visión se convirtió en sombras de rojo, como si le hubieran puesto un velo transparente sobre la cara: las luces de los autos que venían de frente eran de neón rosa, la carretera de un color herrumbre empañado, el cielo un clarete como vino borgoña. Consultó el reloj digital cuyos números ahora tenían un brillo rubí.

Mierda. Esto estaba mal. No debería estar pasan…

Pestañeó y se frotó los ojos. Cuando los volvió a abrir, carecía de percepción en profundidad.

Si, al demonio con que esto no estaba pasando. Y no lograría llegar hasta el centro.

Tiro del volante hacia la derecha y entró en un desmantelado centro comercial, el mismo en que se encontraba la Academia de Artes Marciales Caldwell antes de que se incendiara. Apagó las luces del Bentley y condujo detrás de los extensos y angostos edificios, estacionando al nivel de los ladrillos para el caso de que tuviera que salir de prisa, lo único que tenía que hacer era pisar el acelerador.

Dejando el motor encendido, se quitó el abrigo de marta cibelina y la chaqueta del traje, luego se arremangó el brazo izquierdo. A través de la niebla roja abrió la guantera y sacó una jeringa hipodérmica y un trozo de banda de goma. Le temblaban tanto las manos, que dejó caer la aguja y tuvo que agacharse para levantarla del suelo.

Palmeó los bolsillos de la chaqueta, hasta que encontró un frasco de dopamina neuro-moduladora. Lo Puso en el salpicadero.

Le llevó dos intentos abrir el paquete estéril de la hipodérmica, y casi rompe la aguja mientras la introducía a través de la superficie de goma de la tapa de la dopamina. Cuando la jeringa estaba llena, envolvió la banda de goma alrededor de su bíceps, usando una mano y los dientes; luego trató de encontrarse la vena. Todo era más complicado, debido a que estaba trabajando en un campo visual plano.

No podía ver lo suficientemente bien. Todo lo que veía enfrente de él era… Rojo.

Rojo… rojo… rojo. La palabra se disparó en su mente, golpeando en el interior de su cráneo. Rojo era el color del pánico. Rojo era el color de la desesperación. Rojo era el color de su odio a si mismo.

Rojo no era el color de su sangre. No en ese momento, de ninguna forma.

Regañándose a si mismo, se tocó el antebrazo buscando una plataforma de lanzamiento para la droga, una súper carretera que enviara la mierda hacia los receptores del cerebro. Salvo que sus venas estaban hundiéndose.

No sintió nada cuando se hundió la aguja, lo cual era tranquilizador. Pero luego vino… un pequeño pinchazo en el lugar de la inyección. El entumecimiento en el que se mantenía estaba a punto de terminar.

Mientras buscaba debajo de su piel, una vena que pudiera utilizar, empezó a sentir su cuerpo: la sensación de su peso en el asiento de cuero del auto. El calor quemando sus tobillos. El rápido aliento moviéndose dentro y fuera de su boca, secándole la lengua.

El terror hizo que empujara el émbolo y soltara el torniquete de goma. Sólo Dios sabía si lo había hecho en el lugar correcto.

Con el corazón golpeándole en el pecho miró el reloj.

– Vamos -murmuró comenzando a mecerse en el asiento del conductor-. Vamos… haz efecto.

Rojo era el color de las mentiras. Estaba atrapado en un mundo de rojo. Y uno de estos días la dopamina no iba a funcionar. Estaría perdido en el rojo para siempre.

El reloj cambió los números. Había pasado un minuto.

– Oh, mierda… -Se frotó los ojos como si eso pudiera traer de regreso la profundidad a su visión y el espectro normal de color.

Su móvil sonó y lo ignoró.

– Por favor… -Odiaba la súplica en su voz, pero no podía pretender ser fuerte-. No quiero perderme…

De repente su visión regresó, el rojo escurriéndose de su campo visual, retornando la perspectiva tridimensional. Fue como si la maldad hubiera sido absorbida fuera de él y su cuerpo se hubiera paralizado, las sensaciones evaporándose hasta que lo único que le quedó eran los pensamientos en su cabeza. Con la droga, se volvía un bulto que se movía, respiraba y hablaba y benditamente, sólo tenía cuatro sentidos por los que preocuparse ahora, ese toque había sido recetado como quemador.

Se derrumbó contra el asiento. El estrés por el secuestro de Bella y el rescate, se había apoderado de él. Era por eso que el ataque lo había golpeado tan fuerte y rápidamente. Y tal vez necesitara ajustar la dosis nuevamente. Iría a Havers a consultar acerca de eso.

Pasó un rato antes de que fuera capaz de llevar el auto hacia la entrada. Mientras salía del desmantelado centro comercial y se deslizaba dentro del tránsito, se dijo a sí mismo que sólo era otro sedán en una larga fila de autos. Anónimo. Igual que cualquier otro.

De alguna forma la mentira lo alivió… y aumento su soledad.

En un semáforo, consultó el mensaje que le habían dejado.

La alarma de seguridad de Bella había sido apagada por una hora más o menos y recién había vuelto a encenderse. Alguien había estado en su casa otra vez.


Zsadist encontró el Ford Explorer negro, aparcado en el bosque como a trescientas yardas del acceso a la entrada del camino de una milla de largo de la casa de Bella. La única razón por la que había encontrado la cosa era porque había estado explorando el área, demasiado inquieto para irse a casa, demasiado peligroso para estar en compañía de alguien más.

Un juego de huellas en la nieve iba en dirección a la granja.

Se hizo una visera con las manos y miró el interior del auto a través de la ventanilla. La alarma de seguridad estaba activada.

Debía de ser el vehículo de uno de esos Lessers. Podía oler el dulce aroma de ellos por todo el auto. Pero con un sólo par de huellas, ¿tal vez el conductor había dejado a sus compañeros, y luego lo había escondido? ¿O tal vez el SUV había sido movido desde otro lado?

Como fuera. La Sociedad volvería en busca de su propiedad. ¿Y no sería genial saber a donde demonios se dirigían con él? ¿Pero como podría rastrear la maldita cosa?

Se puso las manos en las caderas… y su mirada se detuvo casualmente en la cartuchera que llevaba en el cinturón.

Mientras levantaba el móvil, pensó con cariño en Vishous, ese maestro de las artes, sabio tecnológico hijo de puta.

Necesidad, la madre del ingenio

Se desmaterializó debajo del SUV para dejar el mínimo posible de huellas en la nieve. Mientras su peso era absorbido por su espalda, se encogió. Este hombre, iba a pagar por el pequeño viaje a través de la puerta Francesa. Y por el golpe en la cabeza. Pero había sobrevivido a cosas peores.

Sacó una linterna y miró alrededor del armazón inferior, tratando de escoger el lugar adecuado. Necesitaba algo lo suficientemente grande y no podía estar cerca del tubo de escape, porque incluso con el frío que hacía, esa clase de calor podía ser un problema. Por supuesto, habría preferido meterse dentro del Explorer y poner el móvil debajo de un asiento pero el sistema de alarma del SUV era una complicación. Si lo cortaba podía no ser capaz de restablecerlo, por lo que los Lessers sabrían que alguien había estado en el auto.

Como si la ventanilla golpeada no fuera una pista.

Maldición… Debería haber hurgado en los bolsillos de esos Lessers antes de apuñalarlos hasta hacerlos caer en el olvido. Uno de esos bastardos debía tener la llave. Sólo que había estado tan enojado, que se había movido demasiado rápido.

Z maldijo, pensando en la forma en que Bella lo había mirado después de que hubiera masticado al asesino en frente de ella. Sus ojos se veían enormes en su pálida cara, su boca floja por la conmoción por lo que él había hecho.

El problema era que el trabajo que hacía la Hermandad protegiendo a la raza era sucio. Era enredado y desagradable y a veces confuso. Siempre sangriento. Y encima de todo eso, había visto la lujuria asesina en él. De alguna forma, estaba dispuesto a apostar que eso era lo que la había perturbado más.

Concéntrate, maldito idiota. Vamos, quítatela de la cabeza.

Z husmeó alrededor un poco más, moviéndose debajo del Explorer. Finalmente encontró lo que estaba buscando: un pequeño hueco debajo del tren delantero. Se sacó la cazadora, envolvió el móvil, y empujó el atado dentro del agujero. Comprobó el testigo improvisado para asegurarse que estaba allí dentro bien y ajustado, luego se desmaterializó saliendo de debajo del SUV.

Sabía que el arreglo no iba a durar mucho allí abajo, pero era mucho mejor que nada. Y ahora Vishous sería capaz de rastrear el Explorer desde la casa, porque ese pequeño Nokia bala de plata tenía un chip GPS en él.

Z se irradió hacia el borde del prado para poder ver la parte de atrás de la granja. Había hecho un buen trabajo de remiendo en la arruinada puerta de la cocina. Afortunadamente el marco todavía estaba intacto, así que había sido capaz de cerrarla y de restablecer los sensores de la alarma. Luego encontró una lona plástica en el garaje y cubrió el monstruoso agujero.

Arreglado, pero no del todo.

Era gracioso… No pensaba que pudiera tener éxito si tratara de rehabilitar la opinión que tenía Bella acerca de él. Pero… maldita fuera… no quería que pensara que era un salvaje.

En la distancia, dos faros doblaron en la Ruta 22 y brillaron por la larga senda privada. Cuando llegó a la casa de Bella el auto aminoró la marcha, luego tomó por su camino de entrada.

¿Ese era un Bentley? Pensó Z. Seguro se parecía a uno.

Amigo, ¿un auto tan caro como ese? Debía ser un miembro de la familia de Bella. Sin duda habían sido avisados que la alarma de seguridad había sido desconectada por un rato y luego vuelta a activar hacía unos diez minutos.

Mierda. Ese no era un muy buen momento para que alguien hiciera un recorrido de inspección. Con la suerte de Z, los Lessers podían escoger justo ese momento para regresar a buscar el SUV… y decidir conducir… cerca de la granja por placer y diversión.

Maldiciendo por debajo del aliento, esperó a que se abriera una de las puertas del Bentley… pero nadie salió del auto y el motor continuo encendido. Eso era bueno. Mientras la alarma estuviera activada, quizás no pensarían en entrar. Porque la cocina era un desastre.

Z olió el aire frío, pero no pudo capturar ningún aroma. Aunque, el instinto le dijo, que había un macho dentro del sedán. ¿El hermano? Era lo más probable. Debía ser él, quien revisara el lugar.

Así es, amigo. Mira por las ventanas del frente. ¿Ves? No pasa nada malo. No hay nadie en la casa. Ahora haznos a los dos un favor y vete a la mierda de aquí.

El sedán se quedó allí parado por lo que parecieron como cinco horas. Luego retrocedió, dio vuelta en U en la calle y se fue.

Z aspiró hondo. Cristo… Sus nervios estaban muy tirantes esa noche.

El tiempo pasaba. Mientras estaba allí de pie entre los pinos, se quedo mirando la casa de Bella. Y se preguntó si ahora le tendría miedo.

El viento arreció, el frío agitándose sobre él, calándole hasta los huesos. Con desesperación, abrazó el dolor que sentía.

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