Capítulo 20

Cuando John Mattew dejó el Moe’s Diner, dónde trabajaba como ayudante de camarero, se preocupó por Mary. Ella había hecho un cambio el jueves en el teléfono rojo, lo cual era lago insólito, y esperaba que estuviera esta noche. Como eran las doce treinta, aún tenía media hora antes de que ella saliera, entonces estuvo seguro que la cogería. Asumiendo que se dejara ver.

Caminó tan rápido como pudo, cubrió los seis sucios bloques de apartamentos en aproximadamente diez minutos. Y aunque el viaje a casa no era nada especial, su edificio estaba lleno de diversión y juegos. Cuando pasó por la puerta principal, oyó a algunos hombres borrachos discutiendo, sus palabras mayores imprecisas, coloridas e inconsistentes. Una mujer gritó algo sobre el embate de la música. La hirviente respuesta masculina que ella obtuvo fue del tipo que él asociaba con gente armada.

John pasó como un relámpago por el vestíbulo y subió las desconchadas escaleras, encerrándose en su estudio con manos rápidas.

Su espacio era pequeño y probablemente dentro de unos cinco años lo declararían en ruinas. Los pisos eran mitad de linóleo y la otra mitad moqueta, y las dos eran identidades ilegales. El linóleo estaba desgastado de manera que parecía que fuera a convertirse en una cosa a contra pelo y la moqueta se había puesto tan rígida que estaba más cerca de a dura madera.

Las ventanas estaban opacas por la mugre, lo que en realidad era algo bueno, ya que así no necesitaba persianas. La ducha y el cuarto de baño funcionaban, pero el fregadero estaba obstruido desde el día que llegó. Había intentado que la cosa funcionara con algún Drano, pero cuando esto no funcionó, decidió no meterse con las tuberías. No tenía ningún interés en saber que habían empujado por aquella garganta.

Como él siempre hacía cuando llegaba a casa a los viernes, abrió una ventana y miró la calle a través de ella. Las oficinas del Teléfono Directo Para la Prevención del Suicidio estaban abiertas, pero Mary no estaba en el escritorio que normalmente usaba.

John frunció el ceño. Tal vez ella no se encontraba bien. Parecía bastante agotada cuando él había ido a su casa.

Mañana, decidió él, iría en bicicleta hasta dónde ella vivía comprobaría cómo estaba.

Dios, estaba tan contento por que finalmente tuvo el coraje de acercarse a ella. Había sido tan agradable, aún más en persona que por el teléfono. ¿Y ella conocía el ASL? ¿Cómo había sido destino?

Cerrando la ventana, se acercó a la nevera liberando la goma que mantenía la puerta cerrada. Dentro había cuatro paquetes de Ensure de vainilla. Sacó dos latas, luego estiró la goma hasta su lugar. Calculó que su apartamento era el único del edificio que no estaba infestado de bichos, y era solo por que no tenía ningún alimento de verdad a su alrededor. Su estómago no podía con esa materia.

Sentado sobre su colchón, se apoyó contra la pared. El restaurante había estado ocupado y le dolían horriblemente los hombros.

Cautelosamente bebió a sorbos desde el principio, esperando que su vientre lo dejara tranquilo esta noche, recogió de nuevo la revista Músculos y Salud que ya había leído dos veces.

Miró fijamente la portada. El tipo de enfrente tenía la piel bronceada, un paquete aumentado, relleno de bíceps, tríceps, pechos y abdominales. Para amplificar la apariencia del macho, tenía una hermosa muchacha con un bikini amarillo alrededor de él como una cinta.

John había estado leyendo sobre los levantadores de peso durante años y había ahorrado durante meses para comprar un pequeño juego de pesas. Trabajaba con el metal seis días a la semana. Y no tenía nada que lo demostrara. No importaba con la fuerza que las bombeara o como de desesperadamente quisiera ser más grande, no había aumentado ningún músculo.

Parte del problema era su dieta. Those Ensures era todo lo que podía tomar sin enfermar y ellos no tenían toneladas de calorías. El problema estaba relacionado con el alimento. Su genética era una puta. A la edad de veintitrés años, hacía cinco pies y seis pulgadas, 102 libras. No tenía que afeitarse. No había ningún pelo sobre su cuerpo. Nunca había tenido una erección.

Poco viril. Débil. Lo peor de todo, no cambiaba. Había tenido este tamaño y había sido así desde los últimos diez años.

La identidad repetitiva de su existencia lo cansaba, lo agotaba, lo vaciaba. Había perdido la esperanza de convertirse en un hombre y la aceptación de la realidad lo había envejecido. Sentía antiguo su pequeño cuerpo, como si su cabeza no perteneciera al resto de él.

Pero tenía algún descanso. Le gustaba dormir. En sus sueños se veía luchando, era fuerte, se sentía seguro, él era…un hombre. De noche, mientras sus ojos estaban cerrados, tenía una temible daga en su mano, un asesino que hacía lo que fuese por una noble razón, Y no estaba solo en su trabajo. Tenía la compañía de otros hombres como él, luchadores y hermanos, leales hasta la muerte.

Y en sus visiones, hacía el amor con mujeres, hermosas mujeres que hacían extraños sonidos cuando él entraba en sus cuerpos. A veces había más de una con él, y las tomaba con fuerza por que ellas lo querían así y él también lo quería. Sus amantes le agarraban el trasero, arañando su piel cuando se estremecían y se movían debajo de sus caderas que chocaban. Con rugidos de triunfo, él se dejaba ir, su cuerpo contrayéndose y resbalándose en el calor húmedo que ellas le ofrecían. Y después de que llegara, en conmocionantes actos de depravación, bebería su sangre y el frenesí salvaje dejaría las sábanas blancas, rojas. Finalmente cuando las necesidades pasaran y la furia y las ansias terminaran, las sostendría amablemente y lo contemplarían con satisfacción, adorando sus ojos. La paz y la armonía vendrían y serían bienvenidas como bendiciones.

Lamentablemente, se seguía despertando cada mañana.

En la vida real, no podía esperar derrotar o defender a alguien, no del modo que lo había construido. Y aún no había besado a una mujer. Nunca había tenido la posibilidad. El sexo contrario tenía dos reacciones: las más mayores lo trataban como a un niño y las más jóvenes miraban a través de él. Ambas respuestas le dolían, las mayores por que subrayaban su debilidad, las últimas por que le robaban cualquier esperanza de que encontraría alguien de quien ocuparse.

Cual era el por que quería a una mujer. Tenía la gran necesidad de proteger, abrigar, guardar. Una llamada sin salida concebible.

Además, ¿qué mujer lo iba a querer? Era condenadamente flacucho. Sus vaqueros colgaban de sus piernas. Su camisa adjunta al pecho cóncavo que corría entre sus costillas y sus caderas. Sus pies eran del tamaño de un niño de diez años.

John podía sentir crecer su frustración, pero no sabía que era lo que le disgustaba. Seguro, le gustaban las mujeres. Y quería tocarlas por que su piel parecía tan delicada y olía tan bien. Pero no era como alguna vez se había despertado, incluso si se despertaba en medio de uno de sus sueños. Era un monstruo. Colgado en algún sitio entre un hombre y una mujer, ni lo uno ni lo otro. Un hermafrodita sin el equipo impar.

Una cosa era segura. Definitivamente no estaba con los hombres. Muchos de ellos habían ido detrás suyo durante años, empujando el dinero o las drogas o amenazándolo, intentando atraerlo a los cuartos de baño o a los coches. De algún modo, siempre lograba escaparse.

Bien, siempre hasta el invierno pasado. Allá por enero lo habían atrapado a punta de pistola en el hueco de la escalera del edificio anterior donde había vivido.

Después de esto, se había mudado y había comenzado a llevar pistola.

También había llamado al Teléfono Directo de Prevención del Suicidio.

Eso había sido hacía diez meses y él todavía no podía soportar sentir el tacto de los vaqueros contra su piel. Habría tirado los cuatro pares si se lo hubiera podido permitir. En cambio, había quemado los que llevaba aquella noche y se había aficionado a llevar calzoncillos largos bajo los pantalones, incluso en verano.

Pues no, no le gustaban los hombres.

Tal vez esa era otra de las razones por las que respondía así ante las mujeres. Sabía como se sentían, siendo un objetivo por que tenía algo que alguien más poderoso quería tomar de ellas.

No es que estuviera a punto de adherirse con alguien sobre su experiencia o alguna cosa. No tenía ninguna intención de compartir con nadie lo que le había pasado en aquel hueco de aquella escalera. No podía imaginarse contándolo.

Pero Dios, ¿qué, si una mujer le preguntaba si había estado alguna vez con alguna? No sabría como contestar a eso.

Un pesado puño golpeó su puerta.

John se puso de pie deprisa, cogiendo el arma que estaba debajo de su almohada. Liberó el seguro con un movimiento rápido de su dedo.

La llamada se repitió.

Nivelando el arma contra la puerta, esperó que un hombro golpeara la madera y la astillara.

– ¿John? -Era una voz masculina, grave y ponderosa. -John, se que estás dentro. Me llamo Tohr. Me conociste hace dos noches.

John frunció el ceño y luego se estremeció cuando sus sienes le dolieron. Bruscamente, como si alguien hubiera abierto una compuerta, recordó que había ido a algún sitio clandestinamente. Y se había reunido con un hombre alto vestido de cuero. Con Mary y Bella.

Mientras la memoria lo golpeaba, algo se movió en lo más profundo de su interior. En el nivel de sus sueños. Algo viejo…

– He venido para hablar contigo. ¿Me dejarás entrar?

Con el arma en su mano, John fue a la puerta y la abrió, manteniendo la cadena en su lugar. Estiró el cuello hacia arriba, para encontrarse con los ojos azul oscuro del hombre. Una palabra le vino a la memoria, una que no entendía.

Hermano.

– ¿Quieres reponer el seguro de esa arma, hijo?

John negó con la cabeza, atrapada entre el eco de un extraño recuerdo en su cabeza y que estaba delante de él: un hombre mortal de cuero.

– Bien. Solo vigila dónde apuntas. No te ves muy cómodo con esa cosa y no quiero la molestia de tener un agujero en mí. -El hombre miró la cadena. -¿Me dejarás entrar?

Dos puertas más abajo, una volea de elevados gritos fueron in crescendo y terminaron con el sonido de un cristal roto.

– Vamos, hijo. Un poco de intimidad será bueno.

John alargó profundamente hacia su pecho y al alrededor de sus instintos buscando cualquier sensación de peligro real. No encontró nada, a pesar de que el hombre era grande y dura e indudablemente armado. Alguien como él solo tenía que hacer las maletas.

John retiró la cadena y se distanció, bajando el arma.

El hombre cerró la puerta detrás de él. -¿Recuerdas que nos encontramos, verdad?

John asintió, preguntándose por que sus recuerdos habían vuelto tan deprisa. Y por qué el terrible dolor de cabeza había llegado con ellos.

– Recuerdas sobre lo que estuvimos hablando. ¿Sobre el entrenamiento que te ofrecemos?

John puso el seguro del arma en su lugar. Recordó todo y la curiosidad que lo había golpeado, volvió. Así como un feroz anhelo.

– Entonces ¿te gustaría unirte y trabajar con nosotros? Y antes de que me digas que no eres lo bastante grande, conozco a muchos tipos de tu tamaño. De hecho, tenemos una clase de hombres que son justo como tú.

Manteniendo sus ojos sobre el forastero, John se puso el arma sobre su bolsillo trasero y se acercó a la cama. Cogió un bloc de papel y un bolígrafo Bic y escribió: No tengo $

Cuando él le enseñó el bloc, el hombre leyó sus palabras. -No tienes que preocuparte por eso.

John garabateó, Sí, lo hago y giró el papel.

– Controlo el lugar y necesito alguna ayuda en materia administrativa. Podrías trabajar para cubrir el coste. ¿Sabes algo de ordenadores?

John negó con la cabeza, pareciendo un idiota. Todo lo que sabía hacer era recoger platos, vasos y lavarlos. Y este tipo no necesitaba un ayudante de camarero.

– Bien, conseguiremos que un hermano que sepa de esas malditas cosas te eche una mano. Él te enseñará. -El hombre sonrió un poco. -Trabajarás. Te entrenarás. Estará bien. Y hablarás con mi shellan. Ella se sentiría muy feliz si te quedaras con nosotros mientras estés en la escuela.

John entrecerró sus párpados, creciendo su cautela. Esto sonaba de todas formas como un bote salvavidas. ¿Pero como era que este tipo quería salvarlo?

– ¿Quieres saber por qué hago esto?

Cuando John asintió con la cabeza, el hombre se quitó el abrigo y desabotonó la mitad superior de su camisa. Dejó la cosa abierta, exponiendo su pectoral izquierdo.

Los ojos se pegaron a la circular cicatriz que le era enseñada.

Cuando él se puso la mano sobre su propio pecho, el sudor estalló a través de su frente. Tenía una rara sensación de que algo trascendental se deslizaba en el lugar.

– Eres uno de nosotros, hijo. Es tiempo de que vuelvas a la casa Det. Familia.

John dejó de respirar, un extraño pensamiento se deslizó por su cabeza: Por fin, me han encontrado.

Pero entonces la realidad se le precipitó hacia delante, chupando la alegría de su pecho.

No le pasaban milagros. Su buena suerte se le había secado antes de que hubiera sido consciente de que había tenido alguna. O tal vez era más bien la fortuna la que lo había evitado. En cualquier caso, este hombre vestido de cuero negro, que venía de alguna parte, ofreciéndole una escotilla de salvamento del horrible lugar en el que vivía, era demasiado bueno para ser verdad.

– ¿Quieres más tiempo para pensártelo?

John negó con la cabeza y se distanció, escribiendo, quiero quedarme aquí.

El hombre frunció el ceño cuando leyó las palabras. -Escucha, hijo, estás en un momento peligroso de tu vida.

Vaya mierda. Había invitado al tipo a entrar, sabiendo que nadie vendría en su ayuda si gritara. Sintió su arma.

– Bien, cálmate. Ya me dirás. ¿Puedes silbar?

John asintió con la cabeza.

– Aquí está el número dónde puedes localizarme. Silba en el teléfono y sabré que eres tú. -El tipo le dio una pequeña tarjeta. -Te daré un par de días. Llama si cambias de idea. Si no lo haces, no te preocupes por ello. No recordarás nada.

John no tenía ni idea de qué hacer con ese comentario, entonces él se quedó mirando fijamente los números negros grabados, perdiéndose en todas las posibilidades e improbabilidades. Cuando miró hacia arriba, el hombre se había ido.

Dios, no había oído abrir y cerrarse la puerta.

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