Capítulo 3

Pavlov tenía sentido, Mary pensó mientras volvía al centro. Su reacción de pánico por el mensaje de la oficina de la Dr. Delia Croce era por adiestramiento, no por algo lógico. "Más pruebas" podrían ser más cosas. Sólo porque ella asociara cualquier tipo de noticias de un médico con una catástrofe no significaba que pudiese ver el futuro. Ella no tenía ni idea de qué (si era algo), estuviese mal. Después de todo, había remitido hacía ya dos años y ella se sentía bastante bien. Bueno, se cansaba, pero ¿quién no lo hacía? Su trabajo y el trabajo de voluntaria la mantenían ocupada.

– Lo primero que haría por la mañana sería llamar para la cita. Pero ahora ella iba a comenzar el trabajo que había cambiado con Bill en la línea directa para suicidios.

Para disminuir un poco la ansiedad, ella hizo una profunda respiración. Las siguientes veinticuatro horas iban a ser una dura prueba, con sus nervios convirtiendo su cuerpo en un trampolín y su mente en un remolino. El truco era atravesar las fases del pánico y luego reforzarse cuando el miedo se aliviara.

Ella aparcó al Civic en una zona abierta en Tenth Street y caminó rápidamente hacia un edificio desgastado de seis plantas. Estaba en la zona sombría del pueblo, residuo de un esfuerzo allá por los años setenta de profesionalizar un área con nueve bloques de lo que era entonces un "mal barrio". El optimismo no había funcionado, y ahora el espacio de la oficina se mezclaba con un albergue de baja renta.

Ella se paró en la entrada y saludó con la mano a los dos polis que pasaban en un coche patrulla.

La oficina central de la Línea Directa de la Prevención contra el Suicidio estaba en el segundo piso en el frente, y ella miró hacia las iluminadas ventanas. Su primer contacto con la asociación sin fines de lucro había sido cuando había llamado. Tres años antes, ella atendía el teléfono cada jueves, viernes, y los sábados por la noche. También cubría los días de fiesta y cuando lo necesitaban.

Nadie sabía que ella había marcado el número. Nadie sabía que había tenido leucemia. Y si tenía que volver a batallar con su sangre, entonces iba a tener que mantenerlo de la misma manera.

Habiendo visto morir a su madre, no quería a nadie llorando sobre su cama. Ella ya conocía la impotente rabia cuando la gracia salvadora no llegaba. No tenía interés en repetir un teatro mientras peleaba por respirar y nadaba en un mar de fallo de órganos.

De acuerdo. Los nervios habían vuelto.

Mary escuchó un sonido a la izquierda y cogió el destello de un movimiento, como si alguien se hubiera agachado evitando que lo vieran detrás del edificio. Reaccionando, ella marcó un código en una cerradura, entró, y subió las escaleras. Cuando llegó al segundo piso, llamó al interfono para entrar en las oficinas de la línea directa.

Mientras pasaba por la recepción, saludó con la mano a la directora ejecutiva, Rhonda Knute, quien estaba en el teléfono. Luego saludó con la cabeza a Nan, Stuart, y a Lola, quienes cubrían esta noche, y se instaló en un cubículo vacante. Después de asegurarse que tenía suficientes formularios de entradas, un par de plumas, y el libro de intervenciones de la línea directa, sacó una botella de agua de su bolso.

Casi inmediatamente una de sus líneas sonó, y ella comprobó en la pantalla que llamaba una persona de Idaho. Conocía el número. Y la policía le había dicho que era el número de un teléfono público. En el centro de la ciudad.

La llamaba a ella.

El teléfono sonó una segunda vez y lo cogió, seguidamente dijo el guión de la línea directa. -Línea directa para la prevención del suicidio, soy Mary. ¿Cómo puedo ayudarle?-

Silencio. Ni siquiera una respiración.

Débilmente, ella oyó el zumbido de un motor de un coche y luego se desvaneció en el trasfondo. De acuerdo con el registro llamadas entrantes de la policía, la persona siempre llamaba desde un teléfono público y variaba su posición de manera que no pudiesen rastrearlo.

– Soy Mary. ¿Cómo puedo ayudarle? – Ella bajó su voz y rompió el protocolo. -Sé que es usted, y me alegro que extienda su mano esta noche otra vez. Pero por favor, ¿no me puede decir su nombre o qué le pasa?-

Ella esperó. El teléfono continuó muerto.

– ¿Otro de los tuyos? – Le preguntó Rhonda, bebiendo un sorbo de té de hierbas.

Mary colgó el teléfono. -¿Cómo lo has sabido?-

La mujer asintió sobre su hombro. -Oí un montón de llamadas fuera, pero no fue más allá del saludo. Entonces de repente estabas encorvada sobre el teléfono.

– Sí, bueno…

– Escucha, los polis han vuelto hoy. No hay ninguna cosa que puedan hacer para controlar cada teléfono público del pueblo, y no están dispuestos a ir más allá en este punto.

– Te lo dije. No me siento en peligro.

– No sabes que no lo estás.

– Vamos, Rhonda, esto está pasando desde hace nueve meses, ¿de acuerdo? Si iban a saltar sobre mí, entonces ya lo habrían hecho. Y realmente quiero ayudar…

– Esa es otra cosa por la que estoy preocupada. Claramente tienes la impresión de que estás protegiendo a quién quiera que sea. Lo estás haciendo muy personal.

– No, no soy la razón por la que llaman, y sé que puedo encargarme de ello.

– Mary, para. Escúchate. -Rhonda acercó una silla y habló bajo cuando se sentó. – Es… duro para mí decírtelo. Pero creo que necesitas un descanso.

Mary se echó hacia atrás. -¿De qué?

– Estás aquí demasiado tiempo.

– Trabajo el mismo número días que los demás.

– Pero te quedas aquí durante horas después de que tu turno llegue al final, y cubres las espaldas de la gente siempre. Estás demasiado involucrada. Sé que estás sustituyendo a Bill ahora mismo, pero cuando él llegue quiero que te marches. Y no te quiero aquí en un par de semanas. Necesitas perspectiva. Esto es duro, reducir drásticamente el trabajo, pero tienes que tener una debida distancia.

– No ahora, Rhonda. Por favor, no ahora. Necesito estar aquí más que nunca.


Rhonda amablemente apretó la tensa mano de Mary. -Éste no es un lugar apropiado para solucionar tus problemas, y lo sabes. Eres una de mis mejores voluntarias que he tenido, y que quiero que vuelvas. Pero sólo después de que hayas tenido algún tiempo para despejar la cabeza.

– No puedo tener ese tipo de tiempo. – Murmuró Mary bajo su respiración.

– ¿Qué?

Mary tembló y sonrió a la fuerza. -Nada. Por supuesto, tienes razón. Saldré tan pronto como Bill llegue.

Bill llegó cerca de una hora más tarde, y Mary estuvo fuera del edificio dos minutos después. Cuando llegó a casa, cerró la puerta y se apoyó contra los paneles de madera, escuchando el silencio. El horrible, aplastante silencio.

Dios mío, quería volver a las oficinas de línea directa. Necesitaba oír las suaves voces de los otros voluntarios. Y los teléfonos sonando. Y el zumbido de los fluorescentes en el techo.

Porque sin distracciones, su mente volaba hacia las terribles imágenes: Las camas del hospital. Las agujas. Las bolsas de medicación pendiendo a su lado. En una horrible foto mental, se veía calva, su piel gris y sus ojos hundidos hasta que no pareciera ella misma, hasta que no fuese ella misma.

Y recordó cómo se sentía cuando dejaba de ser una persona. Después de que los doctores iniciaran su tratamiento con quimioterapia, rápidamente se había hundido en la clase marginada de los enfermos frágiles, de los moribundos, convirtiéndose nada más en un recordatorio lastimoso, espeluznante de la mortalidad de otras personas, un póster de la naturaleza terminal de la vida.

Mary pasó velozmente por la sala de estar, atravesó la cocina, y abrió la puerta corrediza. Cuando sus emociones explotaron en la noche, el miedo la hizo jadear, pero el choque del aire frío bajó su respiración.

No sabes qué es lo que puede estar mal. No sabes qué es lo que…

Ella repitió el mantra, tratando de lanzar una red sobre el incesante pánico mientras se dirigía hacia la piscina.

El Lucite de abajo no era más que una bañera grande de agua caliente, y su agua, espesa y lenta como el aceite negro a la luz de la luna. Ella se sentó, se sacó sus zapatos y calcetines, y metió sus pies en las profundidades heladas. Los mantuvo sumergidos incluso cuando se entumecieron, deseando tener el sentido común de saltar y nadar hasta la reja del fondo. Si se aferraba a ello el suficiente tiempo, entonces podría anestesiarse completamente.

Pensó en su madre. Y en cómo Cissy Luce había muerto en su cama en la casa que las dos siempre habían llamado hogar.

Todo sobre ese dormitorio era todavía muy claro: la forma en que la luz atravesaba las cortinas y hacía un patrón de copos de nieve. Esas pálidas paredes amarillas y la blanca alfombra y las mantas. Ese objeto de alivio que había amado su madre, la que tenía las pequeñas rosas con un fondo crema. El olor de nuez moscada y jengibre de un plato con una mezcla de flores secas. El crucifijo en el cabecero y el gran icono de la Madonna en el suelo de la esquina.

Las memorias ardían, obligando a Mary a ver la habitación como había estado después de que todo hubiese terminado, la enfermedad, la muerte, la limpieza, la venta de la casa. Lo había visto antes de mudarse. Limpio. En orden. Los católicos apoyos de su madre empaquetados fuera, la sombra que la cruz había dejado en la pared cubierta con una imagen enmarcada de Andrew Wyeth.

Las lágrimas no se quedarían en su sitio. Llegaron lenta e implacablemente, cayendo sobre el agua. Las miró caer sobre la superficie y desaparecer.

Cuando miró hacia arriba, no estaba sola.

Mary se levantó y tropezó hacia atrás, pero se detuvo, enjugándose las lágrimas. Era solo un niño. Un adolescente. De pelo oscuro y piel pálida. Tan delgado que estaba esquelético, tan bello que no parecía humano.

– ¿Qué estás haciendo aquí? – Le preguntó ella, no particularmente asustada. Era difícil estar tan asustada de algo tan angelical. -¿Quién eres?

Él sólo negó con la cabeza.

– ¿Te has perdido? – Él miró con seguridad. Hacía demasiado frío para que él llevara puestos sólo unos pantalones vaqueros y una camiseta. -¿Cómo te llamas?

Él levantó una mano hacia su garganta y la movió de un lado a otro negando con la cabeza. Como si fuera un extranjero y estuviera frustrado por la barrera idiomática.

– ¿Hablas inglés?

Él asintió y luego sus manos se elevaron al vuelo. El Lenguaje de Signos Americano. Él usaba el LSA.

Mary volvió a su antigua vida, cuando había enseñado a sus pacientes autistas a usar sus manos para comunicarse.

¿Lees los labios o puedes oír? Ella habló por señas tras él.

Él se congeló, como si que ella lo comprendiera fuese lo último que esperara.

Puedo oír muy bien. Solo que no puedo hablar.

Mary lo miró fijamente durante un momento. -Eres la persona que me llamaba.

Él vaciló. Luego asintió con la cabeza. Nunca tuve la intención de asustarle.

Y no llamo para molestarla. Solo me gusta saber que usted está allí. Pero no hay nada extraño en ello, honestamente. Lo juro.

Sus ojos firmes encontraron los suyos.

– Te creo -¿Pero qué iba a hacer ahora? La línea directa prohibía todo contacto con las personas que llamaban.

Sí, bien, ella no iba a sacar al pobre niño a patadas fuera de su propiedad.

– ¿Quieres comer algo?

Él negó con la cabeza. ¿Tal vez podría sentarme con usted un rato? Me quedaré el otro lado de la piscina.

Como si estuviera acostumbrado a que le dijeran que se mantuviera apartado de ellos.

– No- Dijo ella. Él inclinó la cabeza una vez y se marchó dando media vuelta. -Quiero decir, siéntate aquí. Cerca de mí.

Él se le acercó lentamente, como si esperara que ella cambiara de idea. Cuándo todo lo que ella hizo fue sentarse y poner sus pies de nuevo en la piscina, él se quitó un par de zapatillas de lona raídas, enrolló sus holgados pantalones, y se sentó a mas o menos un metro de ella.

Dios mío, él era tan pequeño.

Él puso sus pies en el agua y sonrió.

Está fría, afirmó él.

– ¿Quieres un suéter?

Él negó con la cabeza y movió sus pies en círculos.

– ¿Cómo te llamas?

– John Matthew.

Mary sonrió, pensó que tenían algo en común. -Dos profetas del Nuevo Testamento.

Las monjas me lo pusieron.

– ¿Monjas?

Hubo una larga pausa, como si él debatiera qué decirle a ella.

– ¿Estabas en un orfanato? -Ella apuntó amablemente. Ella recordó que había uno en la ciudad, Nuestra Señora de la Gracia.

Nací en un cuarto de baño de una estación de autobuses. El empleado de la limpieza que me encontró me llevó a Nuestra Señora. A las monjas se les ocurrió ese nombre.

Ella contuvo su respingo. -Ah, ¿dónde vives ahora? ¿Te adoptaron?

Él negó con la cabeza.

– ¿Padres adoptivos? – Por favor, Dios, deja que tenga padres adoptivos. Padres adoptivos agradables. Que lo resguardaran del frío y lo alimentaran. Buena gente que le dijeran que les importaba incluso cuando sus padres habían desertado.

Cuando él no contestó, ella vio sus viejas ropas, y la vieja expresión en su cara. Él no miró como si hubiera conocido muchas cosas agradables.

Finalmente, sus manos se movieron. Vivo en Tenth Street.

Lo que quería decir que vivía en un edificio no habitable o era el inquilino de una casucha infestada de ratas. Cómo lograba estar tan limpio era un milagro.

– Vives cerca de las oficinas de la línea directa, ¿verdad? Por lo cual tú sabrías que estuve esta tarde a pesar del cambio.

Él asintió. Mi apartamento está enfrente. La observo ir y venir, pero no en una forma furtiva. Creo que pienso en usted como en una amiga. Cuando llamé la primera vez… sabe, fue como un capricho o algo por el estilo. Usted contestó… y me gustó como sonaba su voz.

Él tenía bellas manos, pensó ella. Como las una chica. Graciosas. Delicadas.

– ¿Y me has seguido hasta casa esta noche?

Bastantes noches. Tengo una bicicleta, y usted es una conductora lenta. Me figuro que si velo por usted, estará más segura. Siempre se queda hasta tarde, y esa no es una buena zona del pueblo para que una mujer esté sola. Aún si va en un coche.

Mary negó con la cabeza, pensando que era algo extraño. Parecía un niño, pero sus palabras eran las de un hombre. Y considerando las cosas, ella probablemente debería marcharse. Este niño anexándose a ella, pensando que era una especie de protector, aún cuando parecía como si él necesitara que lo rescatasen.

Dígame por qué estaba llorado ahora, él le dijo por señas.

Sus ojos eran muy directos, y era raro ver la mirada de un adulto en la cara de un niño.

– Porque puede que se me haya acabado el tiempo. -Barbulló ella.

– ¿Mary? ¿No vas a presentarme a esta visita?

Mary miró sobre su hombro. Bella, su única vecina, había atravesado andando el prado de ocho mil metros cuadrados que había entre sus propiedades y estaba de pie sobre el borde del césped.

– Hey, Bella. Ah, ven a conocer a John.

Bella bajó hasta la piscina. La mujer había llegado a la vieja granja el pasado año y se habían dedicado a hablar por las noches. Con 1,80 metros de altura, y una melena de rizos oscuros que le caían un poco por la espalda, Bella te dejaba K.O. Su cara era tan hermosa que Mary había tardado meses en dejar de mirarla fijamente, y el cuerpo de la mujer era el adecuado para la portada de la edición en traje de baño del Sports Illustrated.

Naturalmente John parecía asombrado.

Mary se preguntó distraídamente como sería provocar esa percepción en un hombre, incluso en un preadolescente. Ella nunca había sido hermosa, entraba dentro de la vasta categoría de mujeres que no eran ni feas ni guapas. Y eso había sido antes de que la quimioterapia la hubiera hecho sobre su pelo y en su piel.

Bella se inclinó con una leve sonrisa y extendió su mano hacia el niño. -Hola.

John se levantó y la tocó brevemente, como si no estuviera seguro de que fuera real. Tenía gracia, Mary a menudo había sentido lo mismo por la mujer. Había algo demasiado… mucho sobre ella. Parecía mayor que la vida, con más vivencias que las que había corrido Mary. Ciertamente más magnífica.

Aunque Bella seguro que no desempeñaba el papel de femme fatale. Ella era tranquila, modesta y vivía sola, aparentemente trabajaba de escritora. Mary nunca la veía durante el día, y nadie nunca parecía verla ir y venir de la vieja granja.

John miró a Mary, sus manos moviéndose. ¿Quieres que me vaya?

Luego, como anticipándose a su respuesta, él sacó sus pies fuera del agua.

Ella puso su mano en su espalda, tratando de ignorar los puntiagudos huesos que había debajo de su camisa.

– No. Quédate.

Bella se sacó sus calcetines y sus zapatillas y dio un golpecito con sus dedos de los pies encima de la superficie del agua. -Sí, vamos, John. Quédate con nosotras.

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