15. LA SÁBANA

El inglés dijo que no valía la pena. Largo rato estuvo pensando a qué se refería. Enfrente de él la sombra de un hombre se deslizó por el bosque. Masajeó sus rodillas pero no hizo ademán de levantarse. El hombre surgió detrás de un matorral. En el antebrazo, como un camarero aproximándose al primer cliente de la tarde, llevaba una sábana blanca. Sus movimientos tenían algo de desmañados y sin embargo se traslucía una serena autoridad en su manera de caminar. El jorobadito supuso que el hombre se había fijado en él. Con un cordel amarillo ató una punta de la sábana a un pino, luego ató la otra punta a la rama de otro árbol. Realizó la misma operación con los extremos inferiores hasta que el jorobadito sólo pudo ver sus piernas pues el resto del cuerpo quedaba oculto por la pantalla. Lo escuchó toser. Después volvió a aparecer por el otro lado y contempló los nudos que mantenían fija la sábana a los pinos. No está mal, dijo el jorobadito, pero el hombre no le hizo caso. Puso la mano izquierda en el ángulo superior izquierdo y la fue deslizando, la palma contra la tela, hasta el centro. Llegado allí, retiró la mano y dio algunos golpecitos con el dedo índice para comprobar la tensión de la sábana. Se volvió de cara al jorobadito y suspiró satisfecho. Después chasqueó la lengua. El pelo le caía sobre la frente mojada en transpiración. Tenía la nariz roja y larga. En efecto, no está mal, dijo. Voy a pasar una película. Sonrió como si se disculpara. Antes de marcharse miró el techo del bosque, cada vez más oscuro.

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