Solía caminar por el casco antiguo de Barcelona. Usaba una gabardina larga y vieja, olía a tabaco negro y casi siempre llegaba con algunos minutos de anticipación a los escenarios más insólitos. Quiero decir que la pantalla se abría a la palabra insólito para que él apareciera. «Me gustaría hablar con usted con más calma», decía. La avenida paralela al Paseo Marítimo de Castelldefels. Un obrero camina por la acera, las manos en los bolsillos, masticando un cigarrillo con movimientos regulares. Chalets vacíos, cerradas las contraventanas de madera. «Sáquese la ropa lentamente, no voy a mirar.» La pantalla se abre como molusco. Recuerdo haber leído hace tiempo las declaraciones de un escritor inglés que decía cuánto trabajo le costaba mantener un tiempo verbal coherente. Utilizaba el verbo sufrir para dar una idea de sus esfuerzos. Debajo de la gabardina no hay nada, tal vez un ligero aire de jorobadito inmovilizado en la contemplación de la judía, pisos arruinados de la calle Tallers (el flaco Alan Monardes avanza a tropezones por el pasillo oscuro), héroes de inviernos que van quedando atrás. «Pero usted escribe, Montserrat, y resistirá estos días.» Se sacó la gabardina, la sujetó de los hombros y luego la abofeteó. El vestido de ella cayó en cámara lenta sobre su abrigo de piel. En frío se puso a cuatro patas y le ofreció la grupa. Lo vi todo desde la otra habitación a través del orificio que alguien había taladrado para tal fin. Restregó su pene fláccido sobre sus nalgas. Descuidadamente miró a un lado: la lluvia resbalaba por la ventana. La pantalla ofrece la palabra «nervio». Luego «arboleda». Luego «solitaria». Luego la puerta se cierra.