«Vosotras vais a venir a mi casa». Georgia podía sentir todavía el hormigueo en el estómago que le produjo la noticia. Y no había conseguido hacer las cosas de otra manera. Lockie y Jarrod habían ignorado sus protestas. Para empeorar las cosas, Morgan insistió en ir a dormir con unos amigos, así que Georgia era la única que se veía forzada a aceptar la hospitalidad de Jarrod.
No era ella la única en desacuerdo con el arreglo. La tía Isabel no parecía demasiado entusiasmada de tener a su sobrina de inquilina. Y por una vez, Georgia comprendía que le pareciera un inconveniente. Especialmente, teniendo en cuenta el estado en que se encontraba Peter.
Pero Jarrod ignoró los comentarios de su madrastra, aduciendo que las habitaciones de su padre estaban en el ala opuesta de la casa y que Peter ni siquiera se enteraría.
Sin embargo, la enfermera, una mujer animada y charlatana, le contó a Peter lo sucedido y éste insistió en que toda la familia Grayson se instalara en su casa y sólo se tranquilizó al saber que Georgia ya había aceptado la invitación.
Georgia se acostumbró a pasar a verlo cada mañana y al volver del trabajo, y sus visitas parecieron reanimarlo.
La primera mañana, mientras se vestía, Georgia intentó tranquilizarse diciéndose que no tendría que ver a Jarrod demasiado. Él solía marcharse muy temprano por la mañana y por la tarde ella misma se ocuparía de no coincidir. Después de arreglarse e ir a ver a Peter, bajó al comedor tranquilamente. Pero Jarrod estaba allí, leyendo el periódico y tomando café.
– Buenos días.
Georgia, incapaz de articular palabra, saludó con una inclinación de cabeza. Estar a solas con Jarrod en un ambiente tan íntimo era más de lo que podía soportar.
Afortunadamente, el ama de llaves había entrado en la habitación, cortando las imágenes que se arremolinaban en la mente de Georgia, escenas de una vida cotidiana con Jarrod, cada mañana…, y cada noche.
Jarrod posó la mirada en ella cuando le oyó responder a la sirvienta que desayunaría sólo té y una tostada, y chasqueó la lengua con desaprobación. Después, el ama de llaves se había marchado, dejándolos de nuevo a solas.
– Pensaba que ya te habrías ido a la oficina -se aventuró a decir Georgia para romper el denso silencio.
– Hoy no. Te voy a llevar a la librería.
Georgia se quedó con la taza en el aire.
– No te queda de camino.
– No es mucho desvío.
– Unos veinte minutos -dijo ella.
Jarrod la miró fijamente antes de contestar:
– ¿Qué más da?
Georgia fue a protestar, pero algo en la dureza de la expresión de Jarrod la hizo contenerse y seguir desayunando.
Las dos mañanas siguientes transcurrieron de la misma manera. Georgia se tenía que morder la lengua cada vez que Jodie bromeaba sobre su «sexy chófer».
Y esa noche, la primera que trabajaba en el turno de tarde, Jarrod pasó a recogerla, consiguiendo que Georgia rezara para que las reformas de su casa se acabaran lo antes posible. Un silencio los envolvió en el camino.
Cuando llegaron a la casa de Jarrod, todas las luces estaban encendidas y vieron el coche del médico aparcado ante la puerta.
Georgia se inclinó hacia adelante.
– ¡Oh, no! ¡Tu padre, Jarrod! -dijo, angustiada.
Jarrod paró el coche y corrieron hacia la casa. Isabel los recibió en el vestíbulo.
– Tu padre ha sufrido otro ataque -dijo a bocajarro.
– ¿Cuándo?
– Hace unas dos horas.
– ¿Dos horas? -dijo Jarrod, apretando los dientes-. ¿Por qué no me has llamado? Estaba en la oficina.
– No tenía sentido. No podías hacer nada -dijo Isabel, en tono impersonal.
– Al menos podía haber estado aquí -Jarrod fue hacia la puerta.
– El médico está con él, Jarrod. Está en coma. No te reconocerá.
Jarrod salió sin decir nada.
– ¿Está muy grave? -preguntó Georgia, admirada de la calma que mantenía su tía.
Isabel se encogió de hombros.
– Le queda poco tiempo.
– ¡Oh, no! Lo siento, tía Isabel. ¿Puedo ir a verlo?
– Tal y como le he dicho a Jarrod, ni siquiera os reconocerá -dijo ella, con la misma frialdad que había mostrado hasta ese momento, antes de desaparecer.
Georgia se dirigió al dormitorio de su tío.
Peter Maclean murió a la mañana siguiente y su funeral se organizó para el martes. Sin derramar una sola lágrima, Isabel se hizo cargo de toda organización. Georgia creía que acabaría sucumbiendo bajo la presión, pero no fue así.
También Jarrod parecía estar superándolo extremadamente bien y, en el funeral, la iglesia se llenó de amigos y conocidos, procedentes de todo el país. Muchos de ellos se hospedaron en casa de los Maclean e Isabel actúo de anfitriona con la dignidad de una reina viuda.
El padre de Georgia llegó al día siguiente y aprovechó la visita para asesorar los daños causados en su casa y asegurar a sus hijos que volvería en una semana para comenzar las reparaciones.
La mañana siguiente al funeral, el día que Georgia no trabajaba en la librería, encontró a Jarrod en el despacho de su padre, revisando unos papeles. La tía Isabel había ido a comer con unas amigas.
– ¿Necesitas ayuda? -se ofreció titubeante, sin traspasar el umbral de la puerta.
Jarrod sacudió la cabeza. Tenía aspecto cansado.
– No hay que hacer casi nada. Todo está en orden -hizo una mueca-. Peter sabía desde hace tiempo que estaba muy enfermo y dejó todo arreglado -suspiró profundamente y Georgia dio un paso adelante.
– ¿Quieres un café? La señora Pringle acaba de hacer uno.
– Sí, por favor -Jarrod miró el reloj de pared-. No sé cuando he comido por última vez.
– Voy a por él.
Georgia fue a la cocina y además del café, preparó unos sándwiches.
– Aquí tienes -dijo, al volver, dejando la bandeja sobre el escritorio.
Jarrod dio un sorbo.
– Ummh. Lo necesitaba. Gracias -dijo él. Georgia hizo ademán de marcharse-. Georgia.
Ella se detuvo y se volvió hacia él.
– No te vayas -siguió él.
El corazón de Georgia se puso a latir desacompasadamente al percibir el tono cálido de la voz de Jarrod. ¿Estaría soñándolo?
– Quédate a charlar -indicó una silla delante del escritorio y Georgia se sentó, mientras él acababa el café y los sándwiches.
Georgia no podía dejar de retorcerse las manos. «Charlar». ¿De qué? Jarrod debía saber lo difícil que le resultaba hablar con él de cualquier cosa. ¿Qué tema podían elegir? ¿El tiempo?
«Pareces cansado. Deja que te mime…». ¿Es que estaba loca?
– Gracias, Georgia -dijo él, rompiendo el silencio-, por esto y por tu ayuda durante los últimos días.
Georgia se encogió de hombros.
– No he hecho nada.
– Claro que sí. A mi padre… -Jarrod hizo una pausa-…, le hubiera gustado saber que estabas junto a él.
Georgia se removió en su silla.
– La ceremonia ha sido muy hermosa, ¿no te parece? El tío Peter hubiera estado encantado.
– Sí -asintió Jarrod, inexpresivo-. Sabes, creo que todavía no soy consciente de que se ha ido. Ni siquiera estando preparado para su muerte como lo estaba. No puedo creerlo. Era tan… -buscó la palabra adecuada-. Tenía una personalidad tan fuerte… -Jarrod fue hacia la ventana.
– Mi padre siempre ha dicho que el accidente que sufrió el tío Peter hace años hubiera dejado a cualquier otro en silla de ruedas, pero que él consiguió andar gracias a su fuerza de voluntad -dijo Georgia, dulcemente-. Papá me contó que lo aplastó una grúa. Debió ser espantoso.
– Sí, tenía una fuerza de voluntad inigualable. Todo el mundo le admiraba por ello y sin embargo… -Jarrod calló bruscamente.
Le daba la espalda a Georgia y ésta lo miró expectante, deslizando sus ojos por su cuerpo. Era muy parecido a su padre: el mismo color de pelo, la misma constitución, la misma fuerza…
– ¿Y sin embargo? -preguntó ella.
– Al principio lo odiaba.
Georgia contuvo la respiración. Jarrod se volvió y, cruzándose de brazos, se apoyó en el alféizar de la ventana.
– Pero, ¿por qué? -preguntó ella.
– Porque me demostró… -Jarrod sacudió la cabeza con vehemencia-. No, eso no es cierto. Porque su aparición en mi vida hizo que averiguara la verdad respecto a mi madre.
Se pasó una mano por el cabello y Georgia recordó lo poco que le gustaba a Jarrod hablar de su vida anterior a conocer a su padre.
– Al final lo superé. Todo esto – abarcó la habitación con la mirada-, era muy distinto del pequeño apartamento en el que estaba acostumbrado a vivir.
– ¿Qué ocurrió? -preguntó Georgia, con dulzura.
– Lo normal. Peter y mi madre tuvieron una aventura y yo fui la consecuencia. No sé por qué, pero mi madre no quiso decirle que estaba embarazada y aunque Peter decía que de haberlo sabido se habría casado con ella, lo cierto es que nunca lo sabremos. A mi madre nunca le faltó compañía. Algunos de sus «amigos» me trataron muy bien.
Se separó de la ventana y dio varios pasos con gesto de ansiedad.
– Cuando mi madre descubrió que tenía cáncer decidió hablarme de Peter. La noticia me hizo enloquecer. Yo siempre había creído que mi padre estaba muerto y me negué a conocer al hombre que mi madre señalaba como mi padre. Ella murió antes de que hubiéramos resuelto el problema y yo ya no tuve opción. Un policía llamó a Peter y él vino a recogerme.
– ¡Oh, Jarrod! ¡No sabes cuánto lo siento! -a Georgia se le había encogido el corazón. No recordaba los primeros años de Jarrod con el tío Peter porque ella era muy pequeña, pero Lockie y él se habían hecho amigos.
Más tarde, durante la adolescencia, Jarrod había pasado la mayoría del tiempo fuera, estudiando o trabajando para su padre. Sólo años después, cuando regresó para quedarse, él y Georgia se habían enamorado.
O al menos eso creyó Georgia.
– Supongo que al principio fui bastante insoportable -continuó Jarrod-. Me sentía resentido hacia Peter. Para mí, la muerte de mi madre y la aparición de Peter eran una misma cosa. Cuanto más cariñoso era él conmigo, más le odiaba yo. Curiosamente, al principio me llevé mejor con Isabel. Debió ser muy duro para ella que le impusieran la presencia de un adolescente malhumorado, y su indiferencia me era más soportable.
Georgia tragó saliva. ¿Cuándo había cambiado ese sentimiento? Hubiera querido preguntarlo, pero calló. ¿Cuándo se transformó la indiferencia en atracción?
Jarrod sonrió con tristeza.
– Supongo que Peter acabó ganándome gracias a su perseverancia y consiguió que lo respetara hasta que… -su rostro se ensombreció -. Pero da lo mismo -concluyó, distraídamente, al tiempo que se sentaba.
– ¿Tienes más familia? -preguntó Georgia.
– Que yo sepa, no. Mi madre nunca me habló de nadie -Jarrod movió unos papeles y sacudió la cabeza-. Hay que ver los líos en los que nos metemos los seres humanos -dijo, emocionado.
Georgia no podía estar más de acuerdo. Su propia vida era un ejemplo perfecto de caos emocional.
Jarrod se apoyó en el respaldo y miró a Georgia con expresión torturada, antes de bajar la vista.
– Tengo que irme pronto, Georgia.
Ella parpadeó, sin llegar a comprender, hasta que se sintió atravesada por una punzada de dolor. ¿No habían vivido ya antes esa escena? Y ella le dijo que no quería volver a verlo. Sí, sus vidas parecían dominadas por continuas repeticiones. Y por la intensificación de un sufrimiento que nunca llegaba a desaparecer.
– ¿Cuándo te marchas? -se oyó preguntar.
– La próxima semana. Vuelvo a Estados Unidos.
– ¿Y la compañía?
– ¿Maclean? Puede funcionar sin mí. La dirigiré desde allí.
Georgia tenía que irse o se desmayaría. No quería volver a humillarse ante Jarrod. Tenía demasiado orgullo. Pero no pudo contenerse.
– La última vez que te fuiste nos dijimos cosas espantosas -dijo, pausadamente. Jarrod se puso alerta-. Pero supongo… -hizo una pausa-… que éramos muy jóvenes.
Jarrod bajó la vista.
– Las circunstancias eran otras -dijo él, inexpresivo.
– Es cierto -Georgia tomó aire-. ¿La tía Isabel también se va?
– No tengo ni idea. Puede que se instale en Gold Coast.
– Comprendo -así que Isabel no se marchaba con Jarrod.
– Nunca hubo nada entre nosotros -dijo él, quedamente-. En eso te dije la verdad. Escucha, Georgia -sacudió la cabeza-, sé que en aquella ocasión pensaste que fui cruel, pero te aseguro que hice lo mejor para los dos.
– ¿Tú crees? -Georgia sonrió con amargura-. ¿Lo mejor para quién? -suspiró-. Puede que tengas razón: es mejor cortar por lo sano que prolongar la agonía.
Jarrod apretó la mandíbula y se metió las manos en los bolsillos, al tiempo que agachaba la cabeza.
– Algo así.
Georgia se incorporó. Las piernas le temblaban.
– Bueno, lo pasado pertenece al pasado, Jarrod -dijo, sin emoción-. Es mejor que lo dejemos así, ¿no crees?
Jarrod la miró por un instante.
Georgia hubiera querido decirle que eso era lo que había intentado todos aquellos años, pero que su retorno había convertido el pasado en presente.
– ¿Podemos separarnos esta vez como amigos? -dijo Jarrod, reclamando la mirada de Georgia.
– ¿Amigos? -repitió ella.
– Antes lo éramos -Jarrod hizo ademán de aproximarse, pero se detuvo.
– Y amantes -Georgia le sostuvo la mirada-. ¿Cuántos ex amantes consiguen ser amigos? Estoy segura de que pocos. Pero supongo que es lo más civilizado -arqueó las cejas en una interrogación muda-. ¿No es cierto Jarrod? Esa es la forma moderna y civilizada de actuar.
Jarrod esquivó su mirada.
– Como te he dicho antes, en el pasado fuimos amigos.
Georgia suspiró.
– Sabes perfectamente que sería imposible. Al menos para mí los es. Lo siento, Jarrod.
– Y yo también -dijo él, con voz espesa, como si le resultara doloroso hablar.
– Será mejor que vaya a echar una mano a Andy y Lockie -le cortó Georgia.
«Pídeme que no me vaya», le rogó al mismo tiempo en silencio. «Por favor, Jarrod, pídeme que me quede».
Jarrod inclinó la cabeza y volvió al escritorio sin decir nada.
– Supongo que nos veremos más tarde -se despidió Georgia con voz quebradiza.
Y se marchó reprimiendo el impulso de hacer lo que había hecho cuatro años atrás: correr a través de los matorrales hacia su casa, cegada por las lágrimas.
El dolor la ahogó, la estranguló con un férreo puño. Habían pasado cuatro años y no había conseguido superarlo.
Cuando Jarrod reapareció en su vida lo odiaba. Pero en ese momento comprendió lo próximos que estaban los sentimientos de amor y de odio. Podía decirse a sí misma cuánto lo despreciaba, pero en su fuero interno debía admitir que seguía amándolo tanto como en el pasado. El amor debía haber ocupado cada resquicio de su ser y nunca se liberaría de él.
Se obligó a ir hacia su casa pausadamente y sin derramar una sola lágrima. Y lo consiguió, al contrario que en la otra ocasión, sin que le ocurriera ninguna desgracia. Sin que se produjera el drama que había tenido lugar cuatro años atrás.
Una semana más tarde, las cosas parecían volver a la normalidad.
La conversación que Georgia había mantenido con Jarrod en el despacho de su padre fue definitiva. Le había demostrado que debía aplastar cualquier esperanza que conservara de que él siguiera sintiendo algo por ella. Lo mejor que podía hacer era poner en orden su vida. Sola.
Todo aquel tiempo había sido una especie de duelo y ahora debía darlo por terminado. El pasado no tenía ningún vínculo con el futuro. Tenía que seguir adelante y olvidar.
Sí. Todo comenzaba a adquirir cierta normalidad. Mandy había vuelto y estaba cantando con Country Blues. Su padre llegaría al día siguiente para ocuparse de las obras de la casa. Ella podía volver a concentrarse en sus estudios y en el trabajo en la librería. Y la tarde siguiente, Jarrod se marchaba a los Estados Unidos, y Georgia podría dejar de esperar verlo a la vuelta de cada esquina.
El pasado debía quedar atrás y dar paso al futuro. Conseguiría ser feliz. Pero si era eso cierto, ¿por qué tenía ganas de llorar?
Subió las escaleras, cabizbaja y la sorprendió oír un martilleo procedente de la parte de atrás. Estaba oscureciendo y le extrañó que Lockie siguiera trabajando.
Georgia había parado a comprar leche y pan y llegaba más tarde que de costumbre. No tenía ninguna prisa en volver a casa de los Maclean para compartir una última cena con Jarrod. El martilleo cesó y volvió a comenzar, aparentemente con un eco.
Georgia suspiró y atravesó el umbral de la puerta. Estaba cansada y sudorosa. Dejó la bolsa con la compra en el suelo y se quitó la chaqueta. Necesitaba darse una ducha desesperadamente, pero para eso tendría que esperar a llegar a casa de Jarrod.
Su pierna chocó con una maleta y tuvo que apoyar la mano en la pared para no perder el equilibrio. La maleta en cambio no se movió, por lo que Georgia dedujo que estaba llena. Se frotó la rodilla y dejó escapar un quejido.
– ¿Eres tú, Georgia? -Andy salió de la cocina-. ¿Estás bien? -preguntó, al verla sostenerse sobre una pierna.
– Más o menos -Georgia hizo una mueca-. Mientras no tenga que volver a andar…
Andy tomó la bolsa de la compra.
– Ven a cambiar tu maleta de sitio, Morgan -gritó-. La has dejado en medio del vestíbulo y Georgia se ha dado un golpe.
Morgan salió de su dormitorio.
– ¿Es que estás ciega, Georgia? -dijo Morgan, cambiando la maleta de posición.
– No, pero no calculaba que para entrar en casa tuviera que saltar obstáculos.
El sonido del martillo cesó y Georgia pudo oír voces en el exterior. Ken o Evan debían estar ayudando a Lockie.
– En cualquier caso, ¿qué hace esta maleta aquí? -preguntó Georgia-. Creía que ibas a quedarte en casa de tus amigos sólo hasta que volviera papá.
Morgan se encogió de hombros.
– Sí, pero he decidido dejar mi dormitorio.
Georgia arqueó las cejas en una pregunta muda y Morgan la miró desafiante.
– Steve va a recogerme a las siete y media -dijo, por encima del hombro, volviendo hacia el salón.
Georgia miró a Andy. Éste sacudió la cabeza y la siguió.
– ¿De qué estás hablando, Morgan? -preguntó Georgia.
– ¿Tú qué crees? Vuelvo con Steve.
– Pero si ni siquiera… ¿Cuándo os habéis visto?
– Todo este tiempo.
Georgia no había sospechado que Morgan tuviera algún contacto con su novio.
– Mientras tú te convertías en una estrella -dijo Morgan, con sorna.
– Pero…
– Escucha, Georgia. Steve y yo hemos tomado la decisión. Punto.
– Morgan, no creo… -Georgia se mordió el labio. Sabía que oponerse no iba a servir de nada-. ¿Te lo has pensado bien?
– ¿Qué necesito pensar? -preguntó Morgan, desafiante.
– Recuerda que Steve te pegó y hace apenas unos días decías que no querías verlo nunca más.
– ¡Qué buena memoria tienes, hermana! También yo la tengo, Georgia -Morgan rió-. ¿Es que no se puede cambiar de opinión?
Georgia sacudió la cabeza.
– No sé qué decirte, Morgan -dijo Georgia, con aire cansado.
– Dime lo mismo que me han dicho Lockie y Mandy: «No es lo más adecuado» -dijo Morgan, burlona-. «Vivir juntos no está bien». ¿Y qué está bien?
– Morgan, por favor -intervino Andy.
Pero la joven no le hizo caso.
– Vamos, dime, ¿qué «está bien»? ¿Ir de la mano? ¿Besarnos en la puerta? ¿Esperar a que aparezca el Príncipe Azul? -Morgan rió sarcástica-. Debíais estar contentos de que no lo hagamos en la parte de atrás del coche de Steve, como hacen otros.
– ¡Morgan! -la voz de Lockie llegó desde detrás de Georgia-. ¡Ya basta!
– ¡Cállate, Lockie! No me digas que tú y Mandy sois tan inocentes. Siempre queréis hacerme creer que soy distinta. Demasiado joven e inmadura para saber lo que quiero.
– Morgan, por favor -le suplicó Georgia-. No nos peleemos. ¿No podemos hablar tranquilamente?
– No hay nada de qué hablar, Georgia -dijo Morgan, testaruda.
– ¿No te das cuenta de que estamos preocupados por ti? -preguntó Lockie.
Pero Morgan rió de nuevo.
– Seguro. Pero no deberíais preocuparos. No soy tonta. Podéis estar seguros de que no voy a quedarme embarazada, como le pasó a Georgia.