Jarrod conducía una de las camionetas de la compañía de su padre, con la inscripción «Construcciones Maclean», grabada en el lateral. Rodeándola, se acercó a la puerta del pasajero y la abrió.
Georgia, con los nervios a flor de piel, se quedó parada. Jarrod la observó y por fin pareció relajarse levemente. Apoyando el brazo sobre la puerta, dijo:
– Lockie me ha dicho que tu padre está en la costa. ¿Qué tal está?
– ¿Quieres decir que si está bebiendo? -las palabras escaparon de la boca de Georgia antes de que pudiera contenerlas. Jarrod la miró con severidad.
– No, no me refería a eso -dijo, fríamente-. Peter me ha dicho que tu padre no prueba una gota de alcohol desde hace años.
Georgia hubiera querido decirle que desde hacía cuatro años, pero se reprimió.
– Está bastante bien -dijo, con calma-. Está renovando una casa. Tardará al menos un mes en volver.
– ¿Tiene bastante trabajo?
¿Estaban Jarrod o su padre realmente interesados en conocer la respuesta? No habían dudado en librarse de él cuando, tras la muerte de la madre de Georgia, había comenzado a beber, siete años atrás. La voz interior de Georgia la reprendió. Había sido su padre quien, tras la muerte de su esposa, decidió dejar la empresa de ingeniería de la que era dueño su cuñado. Pero ninguno de los Macleans trató de impedírselo, insistió Georgia.
– El suficiente como para ir tirando -dijo Georgia.
La tensión volvió a crecer, envolviéndolos a ambos en la oscuridad, y Georgia sintió la boca seca. ¿Recordaría Jarrod las noches que habían pasado juntos, las largas conversaciones, los besos embriagadores, la manera en que sus cuerpos se movían al unísono al ritmo de una música que sólo ellos dos escuchaban?
Una oleada de deseo la inundó. ¿Estaría sintiendo Jarrod la misma tentación que ella de alargar la mano y tocarla? Georgia reprimió un gemido e hizo ademán de apartarse al ver que Jarrod se movía.
Él la tomó por el brazo y Georgia se preguntó si la ayudaba a mantener el equilibrio o si pensaba…
– Ya está -la llegada de Lockie actuó como una ducha de agua fría. Georgia se soltó como si la hubiera picado una avispa. Su hermano, ajeno a la incomodidad de los otros dos, sonrió-. ¿Listos?
Georgia y Lockie se subieron al asiento de delante mientras Jarrod rodeaba la camioneta para colocarse tras el volante.
– Muévete un poco, hermana -dijo Lockie, empujándola-. Si esta puerta se abre mientras estamos en marcha, voy a salir disparado como el corcho de una botella de champán.
Georgia sintió que se acaloraba al desplazarse en el asiento para dejar más espacio a su hermano. Forcejeó con el cinturón de seguridad y Lockie y Jarrod intentaron ayudarla.
Georgia sentía tal tensión que le dio miedo estallar. Al encender el motor y cambiar de marcha, Jarrod le rozó con el brazo, y Georgia tuvo que contenerse para no gritar. Estaba segura de que los dos hombres notaban, como ella, la electricidad que llenaba la cabina.
No fue capaz de entablar una conversación intrascendente, porque estaba demasiado ocupada tratando de justificarse a sí misma, habitualmente tan contenida y racional, las inesperadas reacciones que la asaltaban. Cuando creía haber alcanzado por fin cierto equilibrio en su vida, comprobaba lo equivocada que estaba.
– Cuando lleguemos a Oxley tendréis que indicarme el camino -dijo Jarrod.
– Georgia sabe llegar -dijo Lockie-. Se me ocurre una idea. El piso nuevo de Andy está en Darra. Ya que vamos a pasar por allí, ¿por qué no me dejáis y así no tengo que quedar después con él?
– Puede que Andy no haya acabado todavía -dijo Georgia, espantada de que Lockie estuviera dispuesto a dejarla sola con Jarrod.
– Seguro que sí. No tiene demasiadas cosas -dijo Lockie, ajeno a los mensajes silenciosos que le mandaba su hermana-. Estaré en casa para cuando volváis con Morgan.
– Lockie… -comenzó a protestar Georgia.
– Tiene razón, Georgia -dijo Jarrod, y Georgia no tuvo más remedio que aceptarlo aunque la insensibilidad de su hermano la pusiera furiosa.
– ¿Lleva Morgan mucho tiempo fuera de casa? -preguntó Jarrod-. Me cuesta imaginarla con edad suficiente como para abandonar el nido.
– No se marchó con la aprobación familiar -explicó Georgia-. Sólo tiene diecisiete años y nos parecía demasiado joven como para vivir con su novio.
– Lo comprendo -dijo Jarrod, adelantando a un coche.
– Morgan está pasando por una crisis. Decidió dejar el colegio y no ha conseguido trabajo. Está siendo muy testaruda.
– ¡Y tanto! -intervino Lockie-. Siempre me he preguntado si la idea de ponerse a vivir juntos no era suya y no de Steve. Aunque cueste entenderlo, Steve está loco por ella. Por eso no llego a creerme que la pegara. No es su estilo.
– ¿Ese tipo ha pegado a Morgan? -preguntó Jarrod, con el ceño fruncido.
– Eso le ha dicho a Georgia -dijo Lockie.
– ¿Cuántos años tiene? ¿Tiene trabajo? -preguntó Jarrod.
– Es algo mayor que Morgan, ¿verdad, Georgia? Debe tener unos veinte años. Trabaja con tu padre. Siempre me ha parecido un chico agradable y sensible. ¿A ti no, hermana?
– Es un buen chico… -comenzó a decir Georgia, aunque hubiera preferido que su hermano dejara de discutir los asuntos familiares tan abiertamente.
– No tan buen chico si ha pegado a una mujer -la cortó Jarrod, bruscamente-. Cualquier abuso, físico o mental, es inadmisible.
– Puede que haya cosas peores -dijo Georgia, con amargura. El pasado le hacía muecas y las palabras escaparon de su boca sin pensarlas. Tuvo la sensación de que Jarrod se crispaba.
– Para mí no -dijo él, con firmeza-. Una discusión no tiene por qué acabar así.
– Tienes razón. Los hombres que pegan a sus mujeres son unos cobardes. Gira a la izquierda en el siguiente semáforo -Lockie señaló la calle en la que vivía Andy y la furgoneta aparcada frente a una de las casas, donde Andy y Ken estaban cargando una caja-. Bien, os veré más tarde en casa.
Y Georgia lo observó marchar.
Antes de que pudiera soltar el cinturón de seguridad y desplazarse hacia la ventanilla, Jarrod arrancó y ella continuó sentada junto a él, como dos amantes. Como había sido siempre en el pasado.
Una vez más, su hermano se había inhibido de cualquier responsabilidad…
– Siento mucho todo esto -Georgia se esforzó por aparentar calma-. Y te agradezco tu ayuda.
– Ya te he dicho que no es molestia -Jarrod respondió con sequedad, y ambos guardaron un silencio incómodo hasta que Georgia lo rompió para darle instrucciones al salir de la autopista.
Morgan los esperaba a la puerta. En cuanto los vio llegar, se encaminó hacia ellos con la maleta en la mano.
– ¡Menos mal que habéis llegado! Creía que Steve iba a llegar antes que vosotros. Vámonos -dijo, con la respiración alterada.
– Un momento, Morgan -Georgia la sujetó por el brazo-. ¿Por qué no esperamos a Steve y explicáis lo que ha ocurrido?
– Te lo contaré cuando lleguemos a casa. No quiero ver a Steve ni pasar aquí más tiempo.
– Hace un par de semanas no podías soportar estar en ningún otro sitio -le recordó Georgia.
Morgan se soltó de ella bruscamente.
– Estaba segura de que me dirías algo así. ¡Sigues pensando que soy una niña y no lo soy! -exclamó, dando un patada al suelo.
– Morgan… -Georgia fue a posar la mano sobre el hombro de su hermana, pero Morgan la esquivó.
– No pienso quedarme, Georgia. Ni siquiera te importa que mañana vaya a tener un ojo morado. ¡Venga! Ya recogeré el resto de mis cosas. Vámonos -dijo, y alargó la mano hacia la manija.
Entretanto, Jarrod había rodeado el coche y, tras tomar la maleta de Morgan, le abrió la puerta.
– ¡Dios mío! -la joven se dio cuenta de su presencia en ese instante-. ¡No puedo creerlo: Jarrod Maclean!
Jarrod hizo una inclinación de cabeza.
– El mismo. Es una pena que nos reencontremos en estas circunstancias.
– Sí -balbuceó Morgan, antes de dirigir una rápida mirada a Georgia y sonreír tímidamente-. No has envejecido nada, y eso que han pasado… ¿cuatro años?
– Más o menos. Y quizá no debas opinar hasta que me veas a plena luz del día.
Morgan relajándose, rió.
– Sigues siendo demasiado guapo para tu propio bien. En cambio yo he debido cambiar bastante.
– Sí. Eres una adulta. Ya no llevas ni coletas ni uniforme de colegio.
– Debo tener la misma edad que tenía Georgia cuando tú viniste.
La atmósfera se cargó y Georgia apretó tanto los puños que los nudillos se le pusieron blancos.
– Más o menos -dijo Jarrod, inexpresivo.
– Eso es lo malo de las familias -Morgan arrugó la nariz-: te han visto en tus peores momentos y no les importa recordártelo.
– Morgan… -la voz de Georgia sonó aguda.
– Especialmente las hermanas mayores -concluyó Morgan, entrando en la camioneta.
Jarrod mantuvo la puerta abierta para Georgia, después cargó la maleta en la parte de atrás y ocupó el asiento del conductor.
– ¿Cuándo has vuelto? -le preguntó Morgan en cuanto se pusieron en marcha.
– Hace una semana.
– Sé que el tío Peter ha sufrido otro ataque al corazón, así que supongo que ésa es la razón de tu visita.
– Así es.
– Me han dicho que vives en los Estados Unidos. ¡Qué suerte! Y qué mala suerte tener que volver a este rollo de pueblo.
– Morgan… -Georgia intentó detener el parloteo de su hermana.
– Es un rollo. Aquí no hay nada que hacer.
Georgia suspiró.
– Jarrod -Morgan puso la mano en su brazo-, siento lo del tío Peter. Siempre le he tenido cariño -dijo, con sinceridad.
Georgia apenas la oyó. La mano de Morgan parecía resplandecer sobre el brazo de Jarrod, reclamándola como un imán. ¿Qué le estaba ocurriendo? Hubiera querido quitársela de un manotazo.
– Sé que Georgia lo visita todas las semanas -oyó que seguía Morgan-, pero seguro que está encantado de que hayas venido.
Georgia hizo un esfuerzo para apartar la mirada de la mano de su hermana. Hacía más de una semana que no iba a ver a su tío. Desde que había recibido la noticia de la llegada de Jarrod y había salido huyendo como un conejo asustado.
Debía haber supuesto que en el estado en que estaba Peter, su hijo iría a verlo. Pero, tal vez para engañarse a sí misma, ni siquiera se había planteado esa posibilidad. La noticia la había tomado desprevenida y el temor de encontrarse con Jarrod y actuar estúpidamente le había impedido volver. Y, tal y como estaba comportándose en su primer encuentro con él, comprobaba que sus temores eran fundados.
– ¿Qué tal está? -preguntó Morgan.
Jarrod se encogió de hombros imperceptiblemente.
– Según el médico, ha mejorado. Pero el último ataque ha sido muy severo y por eso Isabel me ha avisado.
Pronunció el nombre de su madrastra con un timbre agudo y Georgia se tensó, bloqueando los recuerdos antes de que la asaltaran.
Desde pequeña, la relación entre su tío e Isabel le había desconcertado. Era fría y distante y, al contrario que sus padres, nunca reían juntos. Y cuando Jarrod se unió a la familia, Georgia sintió lástima por aquel adolescente alto y desmañado al que le había tocado vivir en un ambiente tan silencioso e impersonal.
Isabel Maclean era la hermana mayor de la madre de Georgia, pero entre ellas no había ninguna similitud. La madre de Georgia estaba llena de vida, era cariñosa y cálida. Isabel apenas sonreía, y Georgia no recordaba haber recibido ni un solo abrazo de ella.
Cuando llegó Jarrod, Georgia tuvo la sensación de que, aunque no lo expresaban abiertamente, él e Isabel sentían una antipatía mutua. Al menos, eso había creído Georgia.
Recordaba el día en que preguntó a Jarrod qué opinaba de Isabel y él había evitado contestar, hasta que Georgia le había provocado con una sucesión de besos, haciéndole cosquillas en el lóbulo de la oreja. Entonces él se volvió hacia ella, la abrazó casi con desesperación y la besó con una fiereza que inicialmente la asustó.
– ¿Y qué tal sobrelleva la situación la tía Isabel? -preguntó Morgan.
– Con su acostumbrada impasibilidad -dijo Jarrod, secamente.
– Es más fría que un témpano.
– ¡Morgan! -la reprendió Georgia.
– Es verdad, Georgia, siempre lo ha sido. Cuando era pequeña trataba de imaginar cómo reaccionaría si trepaba a su regazo con los dedos pegajosos y le manchaba el vestido, pero nunca me atreví a comprobarlo -Morgan dejó escapar una risita-. Estoy segura de que se hubiera desmayado. Es completamente distinta a nuestra madre. ¿A que no parecían hermanas, Jarrod?
– La verdad es que no.
Georgia percibió el dolor de su voz.
– Claro que -continuó Morgan-, tampoco adivinarías que Georgia y yo somos hermanas. Georgia es idéntica a mamá y Lockie es rubio, como papá -rió quedamente-. Yo estoy a medio camino. Y hablando de Lockie, ¿dónde está nuestro querido hermano?
– Recogiendo la furgoneta -dijo Georgia-. Pero parece que ha llegado antes que nosotros -añadió, cuando Jarrod detuvo el coche detrás de la furgoneta de Lockie.
La luz del porche estaba encendida y Lockie abrió la puerta cuando ya estaban subiendo las escaleras.
– ¡Ya era hora! ¿Estás bien, Morgan?
– ¡Bien! -dijo ella, con aire de mártir.
Jarrod dejó la maleta en el suelo.
– Gracias por ayudarnos, amigo -dijo Lockie.
– Desde luego, pobre Jarrod -Morgan hizo una mueca-. Sólo llevas aquí una semana y ya estás acudiendo al rescate de la familia Grayson. Papá me ha contado que de pequeño te dedicabas a sacar a Lockie de líos.
Jarrod soltó una carcajada.
– Lockie tenía la habilidad de que siempre lo pillaran haciendo algo malo.
– Y cuando Georgia llegaba tarde, decía que había estado contigo y papá no la reñía -comentó Lockie, a su vez.
Georgia tragó saliva. Decir que estaba con Jarrod no había sido nunca una mentira.
– ¿Georgia solía llegar tarde? -Morgan puso los brazos en jarras-. Lo había olvidado. Así que cuando me riñes estás siendo una hipócrita -hizo una mueca a Georgia-. Estás ruborizándote. Eso te pasa por tener un pasado turbio.
Georgia tenía un nudo en la garganta y por más que lo intentó, no logró dar una contestación ingeniosa. Miró de soslayo a su hermano y vio que también él había enrojecido. Ni siquiera se atrevió a mirar a Jarrod.
Lockie rompió el silencio.
– Ya sabes lo que dicen, Morgan: ten cuidado con los discretos. Justo lo contrario de lo que tú eres. De todas formas -continuó deprisa para que su hermana no lo interrumpiera-, ¿qué es eso de que Steve te ha pegado?
– Claro que me ha pegado -Morgan señaló una marca rojiza en la mejilla-. Pero no te preocupes, yo le devolví el golpe y él se marchó de casa. Eso es todo.
Lockie arqueó las cejas.
– ¿Por qué os habéis peleado?
– Por todo y por nada -Morgan apretó los labios-. Es un cabezota y un sabiondo.
– Pues ya sois dos -dijo Lockie, secamente.
– ¡No empieces, Lockie! -replicó Morgan-. Ya tengo bastante con Georgia. Y no estoy dispuesta a soportar un interrogatorio de mis dos hermanos mayores a estas horas. Es tarde y estoy cansada. Ya hablaremos por la mañana. Me voy a la cama -se volvió hacia Jarrod y su rostro cambió de expresión-. Nadie me entiende -dijo, con un suspiro-. No sabes cómo te comprendo, Jarrod. Si yo pudiera, también me marcharía -y, sin decir más, salió.
Lockie tomó la maleta de Morgan.
– ¡Qué paciencia, Señor! ¿Quieres un café? -le ofreció a Jarrod-. Yo necesito un poco de cafeína. ¿Quieres una taza?
– Sí, gracias.
Georgia fue a la cocina y comprobó, desolada, que Jarrod la seguía y la observaba en silencio.
Ráfagas de la conversación anterior pasaron por su mente: «Isabel me ha avisado», «Sigues siendo demasiado guapo para tu propio bien», «Tengo la misma edad que Georgia cuando…»
Y con una nitidez asombrosa, recordó la mano de Morgan sobre el brazo de Jarrod.
– ¿Cómo va el café? -Lockie apareció, rompiendo la atmósfera de tensión que se había formado en la cocina-. Morgan ha decidido que se queda a tomar una taza -añadió, poniendo los ojos en blanco.
Georgia sacó automáticamente otra taza del armario, las llenó y las puso sobre una bandeja. Cuando iba a levantarla, Jarrod se adelantó a ella y le hizo una seña para que lo precediera al salón.
Morgan los esperaba, arrebujada en un sillón. Jarrod le dio una taza y ella le sonrió.
– Gracias, Jarrod -su joven voz sonó más ronca que de costumbre-. Supongo que habrás notado algunos cambios en la zona -continuó, animadamente-. Como el nuevo centro comercial y las casas que han construido por todas partes.
– Después de todo, ha estado cuatro años fuera, Morgan -dijo Lockie, en tono impaciente-. A mí me interesa más que nos hable de Estados Unidos.
Jarrod se encogió de hombros y se sentó.
– La verdad es que no tengo demasiado que contar. He estado trabajando un montón.
– ¡Eso es un sacrilegio! -exclamó Morgan, mirando a su hermana-. Pareces Georgia. Es lo único que hace: trabajar, trabajar y trabajar.
Georgia se sentó en un sillón aunque ansiaba ir a su dormitorio a descansar y quedarse a solas.
– No seas exagerada, Morgan.
– En cambio tú no haces nada -Lockie miró a su hermana con enfado-. Sólo te dedicas a salir por ahí con tus amigos.
Morgan le dirigió una mirada de odio.
– No salgo por ahí. Y, por si no lo sabes, no es fácil encontrar trabajo.
– Lo sabemos -intervino Georgia, para poner paz, pero Morgan alzó la mano.
– No te molestes en echarme un sermón -levantándose, dejó la taza bruscamente sobre la mesa -. A veces pienso que estáis esperando que me meta en un buen lío -y salió de la habitación.
Lockie comentó entre dientes:
– Tengo la sensación de que Steve y Morgan quieren jugar a ser mayores pero que son demasiado jóvenes -hizo una pausa y miró a Georgia con cara de preocupación-. ¿Un buen lío? ¿No estará tomando drogas o algo por el estilo, verdad?
Georgia apretó la taza entre sus manos y alzó la mirada hacia su hermano.
– Claro que no. Morgan no sería tan estúpida -continuó Lockie de inmediato, respondiéndose a sí mismo y acabando con una carcajada-. En fin, ya basta de hablar de Morgan. Estoy seguro de que a Jarrod no le interesa hablar de esto -miró a su hermana-. No tienes un minuto de descanso, ¿verdad, Georgia? Debes estar agotada después de trabajar todo el día y tener que salir corriendo a buscar a Morgan.
Georgia asintió y bebió un sorbo. Ella sabía bien que no era su hermana la que la hacía sentir exhausta.
Si por lo menos estuviera sola, tendría la oportunidad de analizar sus reacciones. ¿Cómo podía haber calculado el impacto que tendría sobre ella el retorno de Jarrod Maclean? ¿Cómo podía saber que después de tantos años seguiría teniendo el poder de alterar sus emociones?
Se veía de nuevo a los diecisiete años, la edad a la que Jarrod apareció en su vida. Georgia había estado jugando al tenis y llegó a casa sudorosa después del viaje en bicicleta. Al entrar en casa lo había encontrado en la misma silla que ocupaba en ese momento. Al verla, se levantó y Georgia comprobó que era bastante más alto que Lockie. Sus ojos lo recorrieron hasta llegar a su rostro y a sus magníficos ojos azules.
Georgia vio de soslayo que Jarrod daba un sorbo al café. ¿Se acordaría también él? Probablemente no. ¿Por qué iba a hacerlo?
– ¿De qué estábamos hablando? -siguió Lockie-. Ah, sí. De los cambios que se han producido en estos años.
– Cuando tomé la salida de la autopista creí que me había equivocado -comentó Jarrod-. Sólo esta casa y la de mi padre están igual que en el pasado.
Lockie levantó la vista al techo.
– Así es. Menos mal que tu padre nunca ha tenido que vender sus terrenos y sólo vendió una parcela a nuestro padre.
Jarrod asintió en silencio.
Georgia no podía creer que estuvieran los tres hablando tan tranquilamente de cosas sin importancia cuando los espantosos acontecimientos de cuatro años atrás todavía seguían con ellos.
– En esos tiempos debían ser grandes amigos -siguió Lockie-. Si no, el tío Peter no les habría vendido a nuestros padres el terreno.
En ese instante, Georgia miró las manos de Jarrod y vio que apretaba la taza con tanta fuerza que los nudillos se le ponían blancos. Su mirada viajó hasta su rostro y vio que apretaba la mandíbula con fuerza.
¿Qué habría causado esa reacción? ¿Cómo iba a importarle a Jarrod que su padre hubiera vendido a los Grayson una parte de terreno diez años antes de que conociera la existencia de su hijo?
Georgia siguió observándolo, tratando de adivinar sus pensamientos, pero Jarrod bajó la mirada al café y ocultó la expresión de su rostro.
– Esta casa necesita unas cuantas reparaciones -continuó Lockie-. Papá consigue un nuevo contrato cada vez que dice que va a hacerlas. Le he prometido ayudarle a pintarla por fuera cuando vuelva de la costa. Y tenemos que cambiar los cables de la electricidad.
Jarrod sonrió crispadamente y cruzó las piernas.
– Estas casas coloniales son muy hermosas pero requieren muchos cuidados -dijo, pausadamente.
– Desde luego que sí -Lockie miró el reloj, y al oír que sonaba el teléfono, sonrió-. Justo a tiempo. Debe de ser Mandy. Me dijo que llamaría cuando llegara. Si me disculpas, Jarrod, voy a contestar a la cocina.
Georgia parpadeó desconcertada al quedarse sola con Jarrod.
– Mandy es la novia de Lockie -dijo, revolviéndose incómoda en su asiento-. Ha ido a visitar a sus padres a Nueva Zelanda. Supongo que la conociste el día que viniste a saludarnos.
Jarrod sacudió la cabeza.
– No, estaba trabajando. Pero Lockie me ha dicho que van a casarse.
– Es encantadora. Todos la queremos mucho. Forma parte de la familia -Georgia hablaba por hablar, pero no podía detenerse-. Piensan casarse el año que viene.
– Me sorprende que Lockie esté dispuesto a atarse -dijo Jarrod-. Aunque tenga veintiocho años, me cuesta imaginarlo formando una familia.
Georgia contuvo la amarga carcajada que amenazó con brotarle de la garganta. Ella hubiera estado dispuesta a formar una familia con Jarrod siendo mucho más joven que Lockie.
– Supongo que me he quedado cuatro años atrás -continuó él-, y sigo pensando en Lockie como el muchacho de la pandilla que tocaba la guitarra -sonrió con tristeza y Georgia no pudo reprimir el impulso de mirarlo.
Y ya no consiguió apartar la mirada de él, cautivada por su boca, la blancura de sus dientes y los hoyuelos que se le formaban en las mejillas. Como siempre, tuvo deseos de seguir sus rasgos con la punta de la lengua, llegar a la comisura de su boca y adentrarse en ella. Con un movimiento brusco de cabeza, arrancó de su mente aquellos pensamientos libidinosos.
– Es increíble lo rápido que pasa el tiempo.
– ¿Tú crees? -la interrogante surgió de su boca sin haberla formado conscientemente y Jarrod la miró de pronto con una nueva quietud. Georgia intentó introducir un tono más superficial-. Creía que sólo las personas mayores se quejaban de eso -dijo, con una risa forzada.
Un silencio incómodo los envolvió, y Georgia dio un sorbo al café templado.
– Peter te ha echado de menos esta semana -dijo él, con una dulzura que la tomó por sorpresa.
– Lo siento -Georgia barrió la habitación con la mirada-. He estado muy ocupada y como sabía que habías venido, he pensado que…
– No querías arriesgarte a coincidir conmigo -concluyó Jarrod, bajando el tono de voz.
– No digas tonterías -dijo Georgia, con aprensión-. ¿Por qué iba a pensar eso? Supuse que tu padre querría pasar algo de tiempo contigo. Y es cierto que he estado muy ocupada.
– Eso parece. He venido un par de veces y no estabas ninguna de las dos -Jarrod dejó la taza sobre la mesa y se puso en pie lentamente-. Era inevitable que nos encontráramos, Georgia. ¿O lo dudabas?
– Claro que no -Georgia tragó saliva. Tenía la garganta seca-. Jarrod, estás dándole demasiadas vueltas.
– ¿Tú crees, Georgia?
Jarrod se quedó de pie frente a ella, de brazos cruzados. Sus vaqueros gastados se ajustaban a sus musculosos muslos y las pulsaciones de Georgia se aceleraron como solían hacerlo en el pasado, de una forma tan familiar que le costaba creerlo.
Aunque en cuatro años ningún hombre la hubiera hecho vibrar, el tiempo se disolvía súbitamente, despertando sus sentidos a las peculiaridades del cuerpo del hombre que tenía ante sí y a la modulación de su voz grave y melodiosa. Georgia sintió un pánico creciente. No. Nunca más. No consentiría que volviera a herirla.
– Lo siento, Georgia -suspiró él-. Sabes que de no haber sido por Peter, no habría vuelto. No he podido evitarlo.
Georgia sintió que se le encogía el corazón y se reprendió por alimentar la ilusión de que Jarrod hubiera vuelto por ella. ¿Cómo podía ser tan ingenua? Y en cualquier caso, qué importancia tenía. A ella, al fin y al cabo, le daba lo mismo.
– Pero ya que estoy aquí… -siguió él, vacilante-. Lo queramos o no vamos a tener que vernos.
– No con demasiada frecuencia -dijo ella, con una calma de la que se enorgulleció-. Supongo que estás ocupándote de los negocios de tu padre y que estarás trabajando. Puedo visitar al tío Peter cuando estés fuera, así que no tenemos por qué coincidir -se forzó a mirarlo a los ojos con frialdad.
Un nervio temblaba en la mandíbula de Jarrod.
– Si lo prefieres así -dijo, quedamente.
Georgia tragó saliva. Lo que ella quería era borrar los cuatro últimos años y aquella nefasta noche, y que todo volviera a la normalidad entre ellos. Su amor. La fe que tenía en la integridad de Jarrod. Tantas cosas. Pero eso era imposible.
Se puso en pie y alzó la barbilla.
– Creo que es lo mejor, Jarrod, teniendo en cuenta… bueno -se encogió de hombros, incómoda.
– ¿Teniendo en cuenta qué? -Jarrod entornó los ojos.
– Teniendo en cuenta todo lo que… -Georgia balbuceó-… todo lo que pasó. Soy más madura y sé mucho más que entonces. Así que no temas que vuelva a hacerte una escena. Eso forma parte del pasado.
– No creo haber dicho que ese fuera mi temor -dijo Jarrod, quemándola con la mirada. Tras una pausa, añadió-: Escucha, siempre fuimos buenos amigos. ¿Por qué no empezamos de nuevo e intentamos al menos ser amables el uno con el otro?
Su voz profunda despertó zonas aún más sensibles de Georgia, y ésta tuvo que morderse la lengua para no dejar escapar una carcajada amarga.
– ¿Amables? Claro que podemos serlo. Tú, yo. Y la tía Isabel.