8

Al salir del hospital, Brunetti vio que el cielo se había cubierto y había entrado en la ciudad un fuerte viento del Sur. Se notaba en el aire una humedad que presagiaba lluvia, lo que significaba que quizá aquella noche los despertara el bramido estridente de las sirenas. Él aborrecía el acqua alta con todo el encono de los venecianos, y ya se indignaba al pensar en los turistas que se apiñarían en las pasarelas boquiabiertos, riendo, señalando, haciendo fotos y cortando el paso a la gente que tenía que ir a trabajar o hacer la compra y no deseaba sino verse otra vez cuanto antes en sitio seco, lejos del trastorno, la suciedad y la irritación general que las aguas imparables traían a la ciudad. Él calculaba que, en su recorrido habitual, sólo encontraría agua al cruzar el campo San Bartolomeo, al pie del puente de Rialto. Afortunadamente, la zona que rodeaba la questura estaba relativamente alta y no la afectaban sino las peores inundaciones.

Brunetti se subió el cuello del abrigo y agachó la cabeza sintiendo el empujón del viento en la espalda; ahora le pesaba no haberse puesto un pañuelo al cuello aquella mañana. Cuando cruzaba por detrás de la estatua de Colleoni, a sus pies se estrellaron en el pavimento los primeros goterones. La única ventaja del viento era que hacía que la lluvia cayera muy en diagonal, con lo que un lado de la estrecha calle quedaba protegida por los aleros de las casas. Los que habían sido más precavidos que él llevaban paraguas y caminaban bien protegidos, sin preocuparse de los viandantes menos afortunados que tenían que desviarse o agacharse para sortearlos.

Brunetti llegó a la questura con los hombros del abrigo calados y los zapatos empapados. En su despacho, se quitó el abrigo y lo puso en una percha que colgó de la barra de la cortina, encima del radiador. Quien mirara la ventana desde el otro lado del canal quizá creyera ver a un hombre que se había ahorcado en su despacho. Si el observador trabajaba en la questura, su primer impulso sería contar los pisos, para ver si aquélla era la ventana de Patta.

Encima de la mesa, Brunetti encontró una única hoja de papel, un informe de la Interpol de Ginebra que decía que no tenían ficha ni información acerca de Francesco Semenzato. Debajo del texto pulcramente mecanografiado había unas palabras manuscritas: «Circulan rumores, nada concreto. Preguntaré por ahí.» Y al pie, un garabato en el que reconoció la firma de Piet Heinegger.

A media tarde sonó el teléfono. Era Lele, que decía que había podido hablar con varios amigos, incluido el de Birmania. Ninguno se había mostrado dispuesto a decir algo concreto de Semenzato, pero Lele había deducido que existía la impresión de que el director del museo estaba involucrado en el negocio de antigüedades. No en calidad de comprador sino de vendedor. Uno de sus informantes tenía entendido que Semenzato había invertido en una tienda de antigüedades, pero no sabía más, ignoraba dónde estaba y quién pudiera ser el propietario oficial.

– Eso apunta a un conflicto de intereses -dijo Brunetti-. Comprar objetos al socio con dinero del museo.

– No sería el único -musitó Lele, pero Brunetti prefirió no darse por enterado del comentario-. Y otra cosa -agregó el pintor.

– ¿Qué?

– Cuando hablé de un robo de obras de arte, uno me dijo que había oído hablar de un coleccionista muy importante de Venecia.

– ¿Semenzato?

– No -respondió Lele-. No lo pregunté, pero como es sabido que me intereso por él estoy seguro de que, de tratarse de Semenzato, mi amigo me lo hubiera dicho.

– ¿Dijo quién era?

– No. No lo sabía. Pero corre el rumor de que se trata de un caballero del Sur. -Lele lo dijo como si le pareciera imposible que un caballero pudiera ser del Sur.

– ¿Pero de nombres, nada?

– No, Guido. De todos modos, seguiré preguntando.

– Muchas gracias. Te estoy muy agradecido, Lele. Eso no podría hacerlo yo.

– Desde luego -dijo Lele llanamente. Y, sin molestarse en decir «no hay de qué», terminó con un-: Si hay algo más, ya te llamaré -y colgó.

Brunetti, considerando que ya había trabajado lo suficiente por aquella tarde y deseando evitar que la llegada del acqua alta lo pillara a este lado de la ciudad, se fue pronto a casa y tuvo dos horas de quietud y soledad antes de que Paola llegara de la universidad. Venía chorreando porque la lluvia había arreciado y al entrar dijo que había utilizado la cita y mencionado la imaginaria fuente, pero aun así el temible marchese había conseguido estropear el efecto, al sugerir que un escritor como James, al que se atribuía tan buena reputación, hubiera podido ahorrarse redundancias tan banales. Mientras la escuchaba, Brunetti descubrió con sorpresa lo mucho que durante los últimos meses había llegado a aborrecer a este chico al que no había visto nunca. Como casi siempre, la comida y el vino disiparon el mal humor de Paola, y cuando Raffi se ofreció a fregar los platos, ella se mostró plenamente contenta y satisfecha.

A las diez ya estaban en la cama, ella, profundamente dormida ante una muestra de escritura estudiantil especialmente desafortunada y él, enfrascado en una nueva traducción de Suetonio. Había llegado al pasaje que describía a los niños que nadaban en la piscina de Tiberio en Capri cuando sonó el teléfono.

Pronto -contestó, con la esperanza de que no fuera un asunto de la policía pero consciente de que, a las once menos diez, no podía ser otra cosa.

– Comisario, aquí Monico. -Brunetti recordó que el sargento Monico tenía el turno de noche aquella semana.

– ¿Qué hay, Monico?

– Creo que ha habido un asesinato.

– ¿Dónde?

Palazzo Ducale.

– ¿Quién?

– El director.

– ¿Semenzato?

– Sí, señor.

– ¿Qué ha ocurrido?

– Parece un atraco. La mujer de la limpieza lo ha encontrado hace unos diez minutos y ha bajado gritando a los guardias. Ellos han subido al despacho, lo han visto y nos han llamado.

– ¿Qué han hecho ustedes? -Brunetti puso el libro en el suelo al lado de la cama y empezó a buscar la ropa con la mirada.

– Hemos llamado al vicequestore Patta, pero su esposa nos ha dicho que no estaba y que no sabía cómo localizarlo. -Cualquiera de las dos cosas, se dijo Brunetti, podía ser mentira-. Entonces he decidido llamarle a usted.

– ¿Le han dicho algo más los guardias?

– Sí, señor. El que ha llamado ha dicho que había mucha sangre y que parecía que le habían golpeado en la cabeza.

– ¿Ya estaba muerto cuando lo vio la mujer de la limpieza?

– Creo que sí, señor. El guardia dijo que cuando ellos subieron lo encontraron muerto.

– Está bien -dijo Brunetti, apartando la ropa de la cama-. Voy para allá. Envíe a quien tenga disponible. ¿Quién hay esta noche?

– Vianello, señor. Estaba de guardia conmigo en el turno de noche y ha salido para allá nada más recibirse la llamada.

– Bien. Llame al dottor Rizzardi y dígale que nos veremos allí.

– Sí, señor, iba a llamarle ahora mismo.

– Bien -dijo Brunetti haciendo girar el cuerpo y poniendo los pies en el suelo-. Llegaré en unos veinte minutos. Necesitamos a un equipo para las fotos y las huellas.

– Sí, señor. Avisaré a Pavese y a Foscolo en cuanto hable con el dottor Rizzardi.

– De acuerdo. Veinte minutos -dijo Brunetti y colgó. ¿Es posible sentirse horrorizado y no sorprendido, a pesar de todo? Una muerte violenta, sólo cuatro días después de que Brett fuera atacada con una brutalidad similar. Mientras se vestía y se ataba los cordones de los zapatos, Brunetti se exhortaba a no sacar conclusiones precipitadas. Dando la vuelta a la cama, se acercó a Paola, se inclinó y la sacudió ligeramente por el hombro.

Ella abrió los ojos y lo miró por encima de las gafas que aún no hacía un año que usaba para leer. Llevaba una raída bata de franela comprada en Escocia diez años antes, y, encima, un cárdigan irlandés tejido a mano que sus padres le habían regalado una Navidad no menos lejana. Al verla así, mirándolo con ojos miopes, momentáneamente desorientada al ser sacada de su primer sueño con brusquedad, le recordó a las mujeres sin techo de mirada extraviada que en las noches de invierno se refugiaban en la estación del tren. Sintiéndose como un traidor por pensar eso, se inclinó más aún entrando en el círculo de luz de la lámpara de lectura y le dio un beso en la frente.

– ¿La imperiosa llamada del deber? -preguntó ella, inmediatamente despierta.

– Sí. Semenzato. La mujer de la limpieza lo ha encontrado en su despacho del palazzo Ducale.

– ¿Muerto?

– Sí.

– ¿Asesinado?

– Eso parece.

Ella se quitó las gafas y las puso encima de los papeles esparcidos sobre la colcha.

– ¿Has enviado a un agente a la habitación de la americana? -preguntó, dejando que él hallara la lógica de su rápida deducción.

– No -reconoció él-, pero lo enviaré en cuanto llegue al palazzo. No creo que ésos se arriesguen a matar a dos una misma noche, de todos modos, enviaré a un hombre. -Con qué facilidad «ésos» habían cobrado cuerpo, creados por su propia resistencia a creer en la casualidad y por la resistencia de Paola a creer en la bondad humana-. ¿Quién ha llamado?

– Monico.

– Bien -dijo ella. El nombre le era familiar, conocía al hombre-. Si quieres, le llamaré y le diré eso del agente.

– Gracias. No me esperes despierta. Esto llevará tiempo.

– Y esto también -dijo ella echando el cuerpo hacia adelante para recoger los papeles.

Él volvió a agacharse y esta vez la besó en los labios. Ella le devolvió el beso convirtiéndolo en un beso de verdad. Él se enderezó y ella lo sorprendió al abrazarse a su cintura y hundir la cara en su estómago. Dijo unas palabras ahogadas que él no comprendió. Suavemente le acarició el pelo, pero estaba pensando en Semenzato y cerámicas chinas.

Ella lo soltó, alargó la mano hacia las gafas y mientras se las ponía dijo:

– No olvides llevarte las botas.

Загрузка...