Brunetti salió de la questura quince minutos después llevando las botas y el paraguas. Cortó hacia la izquierda en dirección a Rialto, pero luego torció a la derecha, otra vez a la izquierda y al poco cruzaba el puente que conduce a campo Santa Maria Formosa. Frente a él, al otro lado del campo, se levantaba el palazzo Priuli abandonado desde que él pudiera recordar, plato fuerte de un envenenado litigio sobre un testamento impugnado. Mientras herederos y presuntos herederos se disputaban su propiedad, el palazzo se entregaba con aplicación y perseverancia a su labor de deterioro, indiferente a herederos, reclamaciones y legalidad. Largos churretes de herrumbre bajaban por las paredes de piedra desde las rejas que trataban de impedir la entrada a los intrusos, y el tejado se descoyuntaba formando protuberancias y hendiduras y abriendo aquí y allá grietas por las que el sol se colaba a curiosear en el desván cerrado desde hacía años. El Brunetti romántico había imaginado muchas veces que el palazzo Priuli sería el lugar ideal para recluir a una tía loca, a una esposa rebelde o a una heredera recalcitrante, mientras que su yo más pragmático y veneciano lo consideraba un inmueble muy apetecible y contemplaba sus ventanas dividiendo el espacio interior en apartamentos, oficinas y estudios.
Tenía la vaga idea de que la tienda de Murino se hallaba en el lado norte, entre una pizzería y una tienda de máscaras. La pizzería estaba cerrada, en espera de la vuelta de los turistas, pero tanto la tienda de máscaras como la de antigüedades estaban abiertas y sus luces brillaban entre la lluvia invernal.
Cuando Brunetti empujó la puerta de la tienda, sonó una campanilla en una habitación situada más allá de un par de cortinas de terciopelo adamascado colgadas de un arco que conducía al interior. La sala tenía el brillo discreto de la riqueza, una riqueza antigua y sólida. Sorprendentemente, eran pocas las piezas expuestas, pero cada una exigía la plena atención del visitante. Al fondo había un aparador de nogal que relucía merced a siglos de cuidados, con cinco cajones en el lado izquierdo. A mano derecha de Brunetti se extendía una larga mesa de roble, procedente sin duda del refectorio de algún convento. También a la mesa se le había sacado brillo, aunque sin tratar de disimular las muescas y otras señales debidas a un largo uso. A sus pies yacían dos leones de mármol que abrían las fauces con una amenaza que quizá en tiempos fuera intimidatoria. Pero el tiempo había desgastado los dientes y suavizado los rasgos, y ahora parecían encararse a sus enemigos con lo que más que un rugido era un bostezo.
– C'è qualcuno? -gritó Brunetti hacia el fondo de la tienda. Miró al suelo y observó que su paraguas había dejado ya un gran charco en el parquet de la tienda. El signor Murino debía de ser un optimista, además de forastero, para haber puesto parquet en una zona de la ciudad tan baja como ésta. La primera acqua alta grave inundaría la tienda estropeando la madera y llevándose la cola y el barniz cuando bajara la marea.
– Buon giorno? -volvió a gritar dando unos pasos hacia el arco y dejando un rastro de gotas en el suelo.
Una mano apareció entre las cortinas y apartó una de ellas. El hombre que salió a la tienda era el mismo al que Brunetti recordaba haber visto en la ciudad y que alguien -ya no recordaba quién- le había dicho que era el anticuario de Santa Maria Formosa. Murino era bajo, como muchos meridionales y su pelo negro, rizado y lustroso, formaba una corona que le rozaba el cuello de la camisa. Tenía la tez oscura y tersa y las facciones pequeñas y regulares. Lo que desconcertaba en este prototipo de belleza mediterránea eran los ojos, de un verde claro y opalino. Aunque tamizados por los cristales redondos de unas gafas con montura de oro y sombreados por unas pestañas tan largas como negras, aquellos ojos eran el rasgo dominante de su cara. Los franceses -Brunetti lo sabía- habían conquistado Nápoles hacía siglos, pero la reliquia más corriente de su larga ocupación era el pelo rojo que a veces se veía en la ciudad, no estos claros ojos nórdicos.
– ¿Signor Murino? -preguntó extendiendo la mano.
– Sí -respondió el anticuario tomando la mano de Brunetti y devolviéndole el apretón con firmeza.
– Guido Brunetti, comisario de policía. Me gustaría hablar un momento con usted.
La expresión de Murino seguía siendo de cortés curiosidad.
– Deseo hacerle unas preguntas acerca de su socio. ¿O quizá debería decir su difunto socio?
Brunetti vio a Murino absorber esta información y esperó mientras el otro consideraba cuál debía ser su reacción visible. Todo esto, sólo en cuestión de segundos, pero Brunetti había tenido ocasión de observar el proceso durante décadas y estaba familiarizado con él. Las personas ante las que se presentaba tenían una colección de reacciones que ellas consideraban apropiadas, y formaba parte del trabajo del policía estudiar su expresión mientras las iban repasando una a una, en busca de la más adecuada. ¿Sorpresa? ¿Temor? ¿Inocencia? ¿Curiosidad? Vio a Murino pasar revista a varias posibilidades y estudió su rostro mientras iba considerándolas y descartándolas. Al parecer, se decidió por la última.
– ¿Sí? ¿Y qué quiere saber, comisario? -La sonrisa era cortés; y el tono, amistoso. Miró al suelo y vio el paraguas de Brunetti-. Permita que me lo lleve, por favor -dijo, y consiguió que pareciera que le preocupaba más la incomodidad de Brunetti que el deterioro que el agua causara en su parquet. Llevó el paraguas a un paragüero de porcelana decorado con flores que había al lado de la puerta, lo introdujo en él y se volvió hacia Brunetti-. ¿Me da el abrigo?
Brunetti advirtió que Murino trataba de marcar el tono de la conversación, un tono amistoso y relajado, manifestación verbal de su inocencia.
– Gracias, no se moleste -respondió Brunetti y, con su respuesta, ajustó el tono a su propia medida-. ¿Cuánto tiempo ha sido socio suyo?
Murino no acusó que hubiera detectado la pugna por el dominio de la conversación.
– Cinco años, desde que abrí esta tienda.
– ¿Y la tienda de Milán? ¿También tenía participación en ella?
– Oh, no. Son negocios independientes. Sólo tenía participación en ésta.
– ¿Y cómo llegó a ser socio?
– Ya sabe lo que son estas cosas. Se corre la voz.
– No; lo siento, pero no lo sé, signor Murino. ¿Cómo se hizo socio suyo?
La sonrisa de Murino era persistentemente relajada; estaba decidido a no darse por enterado de la rudeza de Brunetti.
– Cuando tuve la oportunidad de alquilar este local, me puse en contacto con varios amigos míos de esta ciudad, con vistas a conseguir un préstamo. Tenía la mayor parte de mi capital invertido en las existencias de la tienda de Milán, y en aquel momento el mercado de antigüedades estaba estancado.
– ¿A pesar de lo cual quería abrir otra tienda?
La sonrisa de Murino era seráfica.
– Yo tenía confianza en el futuro. La gente puede retraerse durante algún tiempo, pero son crisis pasajeras y al fin siempre vuelven a comprar cosas bellas.
Al igual que una mujer deseosa de que le regalen los oídos, Murino parecía estar pidiendo a Brunetti que dedicara un cumplido a las piezas que tenía en la tienda, relajando con ello la tensión creada con las preguntas.
– ¿Su optimismo quedó justificado, signor Murino?
– Oh, no puedo quejarme.
– ¿Y cómo se enteró su socio de su interés en un préstamo?
– Bueno, ya sabe lo que pasa, se corre la voz. -Al parecer, ésta era toda la explicación que el signor Murino estaba dispuesto a dar.
– ¿Y entonces se presentó él, dinero en mano, solicitando ser su socio?
Murino se acercó a un arcón de novia y limpió una marca de dedos con el pañuelo. Se agachó, situando los ojos en plano horizontal con la superficie del arcón y frotó varias veces la marca hasta hacerla desaparecer. Dobló el pañuelo en un rectángulo perfecto, volvió a guardarlo en el bolsillo de la chaqueta, se volvió de espaldas al arcón y se apoyó en el borde.
– Sí; podríamos decir que así fue.
– ¿Y qué consiguió a cambio de su inversión?
– El cincuenta por ciento de los beneficios durante diez años.
– ¿Quién llevaba los libros?
– Tenemos un contabile que se encarga de eso.
– ¿Quién hace las compras?
– Yo.
– ¿Y las ventas?
– Yo. O mi hija. Trabaja aquí dos días a la semana.
– ¿Así que usted y su hija son los que saben qué se compra y a qué precio y qué se vende y a qué precio?
– Tengo recibos de todas las compras y de todas las ventas, dottor Brunetti -dijo Murino casi con indignación en la voz.
Brunetti consideró durante un momento la opción de decir a Murino que en Italia todo el mundo tiene recibos de todo y que todos los recibos no son más que pruebas fabricadas para evadir el pago de impuestos. Pero uno no tiene necesidad de decir que llueve de arriba abajo ni que en primavera florecen los árboles. Análogamente, no es necesario hablar de la existencia del fraude fiscal, mucho menos, a un anticuario, y no digamos un anticuario napolitano.
– Estoy seguro de que las tiene, signor Murino -dijo Brunetti, y cambió de tema-. ¿Cuándo lo vio por última vez?
Murino esperaba la pregunta, porque la respuesta fue inmediata:
– Hace dos semanas. Fuimos a tomar una copa y le dije que a últimos de mes pensaba hacer un viaje de compras por Lombardía. Le dije que quería cerrar la tienda durante una semana y le pregunté si tenía algún inconveniente.
– ¿Lo tenía?
– No; ninguno.
– ¿Y su hija?
– Está muy ocupada preparando exámenes. Estudia derecho. A veces no entra nadie en la tienda en todo el día. Por eso me pareció que era un buen momento para cerrar. Además, tenemos que hacer pequeñas reparaciones.
– ¿Qué reparaciones?
– Una puerta que da al canal se ha salido de los goznes. Si queremos utilizarla, tendremos que cambiar el marco -dijo señalando hacia las cortinas de terciopelo-. ¿Quiere verla?
– No, gracias. Signor Murino, ¿nunca se le ocurrió pensar que su socio pudiera incurrir en cierta incompatibilidad?
Murino sonrió interrogativamente.
– Me temo que no comprendo.
– Permita entonces que trate de aclarárselo. Su otro cargo podría haber servido para, digamos, favorecer su inversión conjunta en este negocio.
– Lo lamento, pero sigo sin comprender. -La sonrisa de Murino no hubiera parecido fuera de lugar en la cara de un ángel.
Brunetti puso ejemplos.
– Quizá utilizándolo a usted como especialista cuando se enteraba de que determinadas piezas o colecciones iban a ponerse a la venta. Quizá recomendando la tienda a personas que manifestaran interés por un objeto determinado.
– Eso nunca se me ocurrió.
– ¿Se le ocurrió a su socio?
Murino sacó el pañuelo para limpiar otra marca. Cuando la superficie quedó a su gusto, dijo:
– Yo era su socio, comisario, no su confesor. Creo que a esa pregunta sólo él podría responder.
– Pero eso, desgraciadamente, no es posible.
Murino movió la cabeza tristemente.
– No; no es posible.
– ¿Qué pasará ahora con su participación en el negocio?
La cara de Murino era todo asombro e inocencia.
– Oh, yo seguiré repartiendo los beneficios con su viuda.
– ¿Y usted y su hija seguirán comprando y vendiendo?
La respuesta de Murino tardó en llegar, pero cuando se produjo no fue sino la confirmación de lo evidente.
– Sí, naturalmente.
– Naturalmente -corroboró Brunetti, aunque la palabra no sonó igual ni tenía el mismo sentido dicha por él.
La cara de Murino se encendió de una cólera repentina, pero antes de que pudiera contestar, Brunetti dijo:
– Muchas gracias por su tiempo, signor Murino. Que tenga un provechoso viaje a Lombardía.
Murino se apartó del arcón y se acercó a la puerta a buscar el paraguas de Brunetti. Se lo dio sosteniéndolo por la tela todavía mojada. Abrió la puerta, la sostuvo cortésmente y, cuando Brunetti salió, la cerró con suavidad. Brunetti se encontró bajo la lluvia y abrió el paraguas. Una ráfaga de aire trató de arrancárselo de la mano, pero él lo sujetó con fuerza y se encaminó a casa. Durante toda la conversación ninguno de los dos había pronunciado ni una sola vez el nombre de Semenzato.