Se preguntaba Brunetti si el signor La Capra resultaría ser otro de aquellos personajes bien protegidos que iban apareciendo en escena con una frecuencia inquietante. Llegaban al Norte procedentes de Sicilia y Calabria, inmigrantes en su propia tierra, provistos de una riqueza que no tenía raíces, por lo menos, que pudieran detectarse. Durante muchos años, los habitantes de Lombardía y el Véneto, las regiones más ricas del país, se habían creído libres de la piovra, aquel pulpo de múltiples tentáculos en que se había convertido la Mafia. Hasta ahora, las muertes, las bombas en los bares y restaurantes cuyos dueños se negaban a pagar protección, los tiroteos en el centro de las ciudades, eran todo roba dal Sud, cuestión del Sur. Y, así había que reconocerlo, mientras toda aquella violencia y sangre se había mantenido en el Sur, nadie se había preocupado mucho por ella; los Gobiernos se encogían de hombros, como si aquello fuera otra pintoresca costumbre de los meridione. Pero, durante los últimos años, la Italia industrializada se había visto infectada por el fenómeno, como si de una plaga del campo a la que no se pudiera poner coto se tratara, y en vano buscaba la manera de contener el avance de la enfermedad.
Con la violencia, con los asesinos a sueldo que mataban a niños de doce años para hacer llegar su mensaje a los padres, habían venido los hombres con cartera, los educados mecenas de la ópera y las artes, con sus hijos universitarios, sus bodegas bien provistas y su afán de ser tenidos por filántropos, epicúreos y caballeros, no por lo criminales que eran en realidad, con sus poses y su retórica sobre la omertà y la lealtad.
Durante un momento, Brunetti se obligó a sí mismo a considerar que el signor La Capra podía muy bien ser lo que parecía: un hombre acaudalado que había comprado y restaurado un palazzo del Gran Canal. Pero no podía dejar de recordar que en el despacho de Semenzato estaban las huellas dactilares de Salvatore La Capra ni que La Capra padre y Semenzato habían visitado al mismo tiempo varias ciudades. ¿Coincidencia? Qué absurdo.
Scattalon le había dicho que La Capra residía en el palazzo. Quizá hubiera llegado el momento de que el representante de uno de los estamentos oficiales de la ciudad fuera a saludar al nuevo residente para intercambiar impresiones acerca de la necesidad de adoptar medidas de seguridad en estos tiempos en que, lamentablemente, la criminalidad estaba en auge.
Puesto que el palazzo se hallaba en el mismo lado del Gran Canal que su casa, Brunetti almorzó en ella, pero no tomó café, pensando que quizá el signor La Capra se lo ofrecería amablemente.
El palazzo se encontraba al final de la calle Dilera, que desemboca en el Gran Canal. Al acercarse, Brunetti observó las señales de la restauración. La capa exterior de intonaco que cubría las paredes de ladrillo, todavía estaba limpia de graffiti. No tenía más marca que la huella de la reciente acqua alta, que había llegado aproximadamente a la altura de las rodillas de Brunetti: el revoque naranja oscuro estaba ligeramente descolorido y había empezado a saltar, y a los lados de la estrecha calle se veían sus fragmentos, barridos o impelidos por los pies de los transeúntes. Las cuatro ventanas de la planta baja estaban provistas de robustas rejas que impedían el acceso. Detrás, se veían postigos nuevos, cerrados. Brunetti se situó al otro lado de la calle y levantó la cabeza para mirar a los pisos altos. Todas las aberturas tenían postigos de madera verde oscuro, abiertos éstos, y doble vidrio. Los canalones instalados bajo las nuevas tejas de barro eran de cobre, lo mismo que los tubos por los que bajaba el agua que aquéllos recogían. A la altura del primer piso y hasta el suelo, los tubos eran de latón, metal menos tentador.
La placa situada junto al único timbre era de un gusto refinado: sólo el apellido, «La Capra», en cursiva. Brunetti oprimió el pulsador y se acercó al interfono.
– Sì, chi è? -preguntó una voz masculina.
– Polizia -respondió él, decidido a no perder el tiempo en sutilezas.
– Sì. Arrivo -dijo la voz, y Brunetti oyó sólo un chasquido metálico. Esperó.
Al cabo de unos minutos, abrió la puerta un joven con traje azul marino. Tenía los ojos oscuros, iba bien rasurado y era lo bastante guapo como para ganarse la vida haciendo de modelo, aunque quizá excesivamente fornido para resultar bien en las fotos.
– ¿Sí? -preguntó, sin sonreír, pero sin mostrarse más adusto que cualquier ciudadano normal al que una llamada de la policía obligara a salir a la puerta.
– Buon giorno. Soy el comisario Brunetti. Deseo hablar con el signor La Capra.
– ¿Sobre qué?
– Delincuencia ciudadana.
El joven se quedó donde estaba, delante de la puerta, sin hacer ademán de acabar de abrirla para permitir pasar a Brunetti. Esperaba más explicaciones y, cuando comprendió que el visitante no tenía intención de ser más explícito, dijo:
– Creí que en Venecia no había delincuencia. -La frase, ya más larga, reveló su acento siciliano; y el tono, su agresividad.
– ¿Está en casa el signor La Capra? -preguntó Brunetti, cansado de preámbulos y empezando a sentir el frío.
– Sí. -El joven dio un paso atrás y abrió la puerta para que entrara Brunetti. Éste se encontró en un gran patio con un pozo circular en el centro. A la izquierda, una escalera sostenida por columnas de mármol subía hasta el primer piso y, girando sobre sí misma, seguía hasta el segundo y tercero. Cabezas de león esculpidas en piedra se erguían a intervalos en la balaustrada de mármol. Debajo de la escalera quedaban vestigios de las obras recientes: una carretilla llena de sacos de cemento, un rollo de gruesa lámina de plástico y grandes botes con churretes de pintura de varios colores.
En lo alto del primer tramo de escaleras, el joven abrió una puerta y retrocedió un paso para permitir a Brunetti entrar en el palazzo. Nada más entrar, Brunetti oyó una música que llegaba de los pisos superiores. A medida que subía la escalera se intensificaba el sonido, hasta que, envuelta en él, percibió una voz de soprano. Al parecer, el acompañamiento era de cuerda, pero la música aún era lejana. El joven abrió otra puerta y, en aquel instante, la voz se elevó sobre los instrumentos y, durante cinco latidos del corazón, quedó sola, sustentándose únicamente en la belleza, antes de descender de nuevo al mundo menor de los violines.
Avanzaron por un corredor de mármol y por una escalera interior. La música subía de volumen y la voz se hacía más clara a medida que se acercaban a la fuente. El joven parecía no oírla, a pesar de que aquel sonido llenaba el espacio por el que se movían. En lo alto del segundo tramo de la escalera, el joven abrió otra puerta y volvió a retroceder, invitando con un movimiento de la cabeza a Brunetti a entrar en un largo corredor. Tenía que indicárselo por señas, ya que no hubiera podido hacerse oír.
Brunetti pasó por delante de él y empezó a caminar por el corredor. El joven le dio alcance y abrió una puerta de la derecha; esta vez, se inclinó cuando pasaba Brunetti, y cerró la puerta a su espalda, dejándolo dentro, sordo a todo lo que no fuera la música.
Brunetti, que no podía ejercitar más sentido que el de la vista, vio en los cuatro ángulos de la habitación grandes paneles cubiertos de tela desde el suelo hasta la altura de un hombre, orientados hacia el centro de la habitación. Y allí, recostado en una chaise-longue tapizada de piel marrón claro, había un hombre que, absorto en un librito que tenía en las manos, no parecía haber advertido la entrada de Brunetti. Éste se paró en la misma puerta, a observarlo. Y a escuchar la música.
La voz de la soprano era purísima, un sonido generado en el corazón y alimentado por su calor que brotaba con esa aparente facilidad que es exclusiva de los cantantes que poseen las mayores facultades y la mejor técnica. La voz hacía pausa en una nota, luego se elevaba, se afirmaba, coqueteaba con lo que ahora identificó él como un arpa y enmudecía un momento mientras los violines y el violonchelo dialogaban con el arpa. Y entonces, como si no hubiera dejado de estar presente, la voz volvía y arrastraba consigo a la cuerda, subiendo y subiendo. Brunetti sólo distinguía palabras y frases sueltas, «disprezzo», «perchè», «per pietade», «fugge il mio bene», pero todas hablaban de amor y de ausencia. Ópera, desde luego, pero no podía adivinar cuál.
El hombre de la chaise-longue aparentaba unos cincuenta y tantos años, y su cintura denotaba afición a la buena mesa y la vida sedentaria. El rasgo dominante de su cara era la nariz, grande y carnosa -la misma nariz que Brunetti había visto en la foto de comisaría de su hijo, el presunto violador-, sobre la que cabalgaban unas gafas de media luna. Los ojos eran grandes, límpidos y muy oscuros, casi negros. La cara, aunque completamente afeitada, tenía en las mejillas ese tinte azulado que denota una barba poblada.
La música entró en un melancólico diminuendo y se apagó. Sólo en el silencio que siguió, Brunetti fue consciente de la perfecta calidad del sonido, perfección merced a la cual lo exagerado del volumen pasaba inadvertido.
El hombre se relajó en la chaise-longue y dejó caer el librito al suelo. Cerró los ojos, con la cabeza hacia atrás y el cuerpo flácido. Aunque no se había dado por enterado de la llegada de Brunetti, éste no dudaba de que el hombre era consciente de su presencia; más aún, tenía la impresión de que le hacía destinatario de estas manifestaciones de deleite estético.
Con suavidad, como su suegra solía aplaudir un aria que no le había gustado pero de la que le habían dicho que estaba muy bien cantada, Brunetti se golpeó las yemas de los dedos unas con otras, lánguidamente.
Como obligado a volver de unas alturas que los simples mortales no osaban pisar, el hombre de la chaise-longue abrió los ojos, agitó la cabeza con fingido asombro y se volvió a mirar a la fuente de esta tibia reacción.
– ¿No le ha gustado la voz? -preguntó con auténtica sorpresa.
– Oh, la voz me ha gustado mucho -respondió Brunetti y agregó-: pero la interpretación me ha parecido un poco forzada.
Si La Capra captó la ambigüedad de la frase, no lo dio a entender. Recogió el libreto y lo levantó en el aire.
– La mejor voz de la época, la única gran cantante -dijo agitando el libreto para mayor énfasis.
– ¿La signora Petrelli? -preguntó Brunetti.
El hombre torció el gesto como si hubiera mordido algo desagradable.
– ¿Cantar Haendel? ¿La Petrelli? -preguntó con gesto de fatigada sorpresa-. Lo único que ella puede cantar es Verdi y Puccini. -Pronunció los nombres como el que dice «sexo» y «pasión».
Brunetti fue a objetar que Flavia también cantaba Mozart, pero sólo preguntó:
– ¿El signor La Capra?
Al oír su nombre, el hombre se puso en pie, obligado por sus deberes de anfitrión a dejarse de valoraciones estéticas, y fue hacia Brunetti con la mano extendida.
– Sí, ¿con quién tengo el honor?
Brunetti le estrechó la mano y devolvió la ceremoniosa sonrisa.
– Comisario Guido Brunetti.
– ¿Comisario? -Daba la impresión de que La Capra nunca había oído la palabra.
Brunetti asintió.
– De policía.
Una momentánea confusión se reflejó en la cara del hombre, pero esta vez Brunetti pensó que la emoción podía ser real, no fabricada para el público. La Capra se repuso rápidamente y preguntó con gran cortesía:
– ¿Y puedo preguntar, comisario, cuál es el motivo de su visita?
Brunetti no quería que La Capra sospechara que lo relacionaba con la muerte de Semenzato, por lo que había decidido no decir que en el escenario del crimen se habían encontrado las huellas de su hijo. Y, hasta que pudiera hacerse una idea más clara del hombre, no quería darle a entender que la policía tenía curiosidad por averiguar qué relación podía haber entre él y Brett.
– El robo, signor La Capra -dijo Brunetti, y repitió-: El robo.
Al momento, el signor La Capra fue todo cortés atención.
– ¿Sí, comisario?
Brunetti dibujó su sonrisa más amistosa.
– He venido para hablar de la ciudad, signor La Capra, puesto que es usted nuevo residente, y de algunos de los riesgos de vivir aquí.
– Es usted muy amable, dottore -repuso La Capra, devolviendo sonrisa por sonrisa-. Pero, disculpe, no podemos quedarnos aquí como dos estatuas. ¿Me permite que le ofrezca un café? Ya habrá almorzado, ¿verdad?
– Sí. Pero un café no vendría mal.
– Ah, venga conmigo. Bajaremos a mi estudio y haré que nos lo traigan. -Con estas palabras, el hombre salió de la habitación y condujo a Brunetti por la escalera abajo. En el segundo piso, abrió una puerta y retrocedió cortésmente para que Brunetti entrase primero. Los libros cubrían dos de las paredes; y unas pinturas muy necesitadas de una buena limpieza, lo que las hacía parecer mucho más valiosas, la tercera. Tres altas ventanas dominaban el Gran Canal, en el que se observaba el habitual tráfago de embarcaciones en una y otra dirección. La Capra indicó a Brunetti un diván tapizado de seda y él se acercó a un largo escritorio de roble, donde descolgó el teléfono, pulsó un botón y pidió que subieran café al estudio.
Su anfitrión cruzó el despacho y se sentó frente a Brunetti, subiéndose cuidadosamente el pantalón para que no se le marcaran rodilleras.
– Como le decía, dottor Brunetti, me parece muy considerado por su parte el que haya venido a hablar conmigo. No dejaré de dar las gracias al dottor Patta cuando lo vea.
– ¿Es amigo del vicequestore? -preguntó Brunetti.
La Capra levantó la mano en un ademán de modesta negación de semejante distinción.
– No tengo tanto honor. Pero ambos somos miembros del Lions' Club, por lo que coincidimos en ciertos actos sociales. -Hizo una pausa y agregó-: Esté seguro de que le daré las gracias por su consideración.
Brunetti asintió en señal de gratitud, sabiendo muy bien lo que pensaría Patta de aquella consideración.
– Dígame, dottor Brunetti, ¿de qué desea prevenirme?
– No es que yo pueda prevenirle de algo en concreto, signor La Capra. Pero creo que debe usted saber que, en esta ciudad, las apariencias engañan.
– ¿Sí?
– Da la impresión de que tenemos una ciudad pacífica… -empezó Brunetti y se interrumpió para preguntar-: ¿Sabe que hay sólo setenta mil habitantes?
La Capra asintió.
– Por lo tanto, a primera vista puede parecer que es una apacible ciudad de provincias, que sus calles son seguras. -Aquí Brunetti se apresuró a puntualizar-: Y lo son; la gente puede transitar por ellas a cualquier hora del día o de la noche con toda tranquilidad. -Hizo otra pausa y añadió, como si acabara de ocurrírsele-: Y, en general, también puede estar segura en su casa.
– Si me permite que le interrumpa, comisario, ésta es una de las razones que me impulsaron a venir, para gozar de esa seguridad, de esa tranquilidad que sólo en esta ciudad parece subsistir aún hoy.
– ¿Usted es de…? -preguntó Brunetti, aunque el acento que afloraba a pesar de los esfuerzos de La Capra por disimularlo, no dejaba lugar a dudas.
– Palermo -respondió La Capra.
Brunetti no respondió enseguida, dejando que el nombre flotara en el aire.
– A pesar de todo -prosiguió-, y de ello he venido a hablarle, existe el riesgo de robo. En esta ciudad viven muchas personas ricas, y algunas de ellas, engañadas quizá por el sosiego que aparentemente reina en ella, no toman todas las precauciones convenientes por lo que respecta a las medidas de seguridad de sus viviendas. -Miró en derredor y prosiguió con un airoso ademán-: Puedo ver que tiene usted aquí muchas cosas bellas. -El signor La Capra sonrió, pero rápidamente inclinó la cabeza con aparente modestia-. Espero que se habrá preocupado de protegerlas debidamente -terminó Brunetti.
A su espalda se abrió la puerta y entró en la habitación el mismo joven de antes, que traía una bandeja con dos tazas de café y un azucarero de plata que descansaba en tres esbeltas patas armadas de garras. Permaneció en silencio al lado de Brunetti mientras éste tomaba una taza y le echaba dos cucharaditas de azúcar. Repitió el proceso con el signor La Capra y salió de la habitación sin haber pronunciado ni una palabra, llevándose la bandeja.
Mientras removía el azúcar, Brunetti observó que el café estaba cubierto de la fina capa de espuma que sólo producen las cafeteras exprés eléctricas: en la cocina del signor La Capra no se hacía el café en fogón de gas.
– Es muy amable al venir a prevenirme, comisario. Es cierto que muchos de nosotros vemos Venecia como un oasis de paz en lo que es una sociedad cada vez más criminal. -Aquí el signor La Capra movió la cabeza a derecha e izquierda-. Pero puedo asegurarle que he tomado todas las precauciones para garantizar la seguridad de mis bienes.
– Me alegra oírlo, signor La Capra -dijo Brunetti dejando taza y plato en una mesita de mármol situada al lado del diván-. No me cabe duda de que habrá extremado la prudencia, teniendo objetos tan hermosos. Al fin y al cabo, le habrá costado mucho adquirir algunos de ellos.
Esta vez, la sonrisa del signor La Capra, cuando llegó, estaba muy velada. Apuró el café y se inclinó hacia adelante para dejar la taza al lado de la de Brunetti. No dijo nada.
– ¿Lo consideraría una intrusión si yo le preguntara qué clase de protección ha dispuesto, signor La Capra?
– ¿Intrusión? -preguntó La Capra abriendo mucho los ojos con expresión de sorpresa-. En modo alguno. Estoy seguro de que la pregunta obedece al interés que siente por sus conciudadanos. -Dejó que sus palabras se sedimentaran y entonces explicó-: Mandé instalar una alarma antirrobo. Pero, lo que es más importante, tengo vigilancia las veinticuatro horas. Uno de mis empleados está siempre aquí. Yo me fío más de la lealtad de mi personal que de cualquier dispositivo mecánico comprado. -Aquí el signor La Capra elevó la temperatura de su sonrisa-. Quizá parezca anticuado, pero yo creo en los valores de la lealtad y el honor.
– Por supuesto -dijo Brunetti sin convicción, pero sonrió dando a entender que había comprendido-. ¿Permite que la gente vea las otras piezas de su colección? Si éstas son una muestra -dijo Brunetti abarcando con un ademán toda la habitación-, debe de ser impresionante.
– Ah, comisario, lo siento -dijo La Capra moviendo ligeramente la cabeza-, pero ahora no podría enseñárselas.
– ¿No? -preguntó Brunetti cortésmente.
– Verá, el caso es que la habitación en la que pienso exponerlas no está terminada a mi entera satisfacción. La iluminación, las baldosas del suelo, hasta los paneles del techo me desagradan y me sentiría violento, sí, francamente violento, enseñándolos ahora. Pero con mucho gusto le invitaré a ver mi colección cuando la sala esté terminada y… -buscaba la palabra adecuada y al fin la encontró-: Y presentable.
– Es usted muy amable, signore. ¿Entonces puedo esperar que volvamos a vernos?
La Capra asintió, pero no sonrió.
– Debe usted de ser una persona muy ocupada -dijo Brunetti poniéndose en pie. Qué extraño, pensaba, que un amante del arte fuera reacio a enseñar su colección a un visitante que mostrara curiosidad o entusiasmo por las cosas bellas. Brunetti nunca había visto algo igual. Y más extraño todavía era que, hablando de la delincuencia en la ciudad, La Capra no hubiera creído oportuno mencionar ninguno de los dos incidentes que, esta misma semana, habían destruido la calma de Venecia y la vida de personas que, al igual que él, tenían amor al arte.
Al ver que Brunetti se levantaba, La Capra se puso en pie y fue con él a la puerta, bajó la escalera, cruzó el patio y lo acompañó hasta la entrada del palazzo. Sostuvo la puerta mientras Brunetti salía a la calle. Se estrecharon la mano cordialmente y el signor La Capra permaneció en la puerta mientras Brunetti se alejaba por la estrecha calle hacia campo San Paolo.